miércoles, 4 de noviembre de 2009

Regresos Circulares: Un Cuento de Rafael López-Ramos

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-Un Cuento (inédito) de Rafael López-Ramos
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Regresos Circulares
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Las luces de los suburbios comienzan a desfilar unos miles de pies más abajo y luego aparecen las cintas de neón que envuelven el Hotel Sofitel como un regalo bromista, un Christmas gift en forma de ciudad, a donde vuelvo un año después de mi primera visita, incubadora de esa segunda nostalgia compartida por quienes viven en terceros países. Cuando el avión toca la pista pasan unas fugaces palmas reales, espejismo de la memoria que por un segundo me permite aterrizar en La Habana. El extrañamiento se agudiza aun más por el amigo que me espera, blandiendo una bandera cubana en el entorno neutro y proceloso del aeropuerto internacional de Miami.
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Dos semanas antes de este viaje, una clienta de mi esposa nos invitó a pasar unos días en su apartamento de Manhattan, por entonces vacío. La magnífica invitación incluía pasajes de ida y vuelta, pero las fechas coincidían perversamente y tuve que declinar en honor a este compromiso anterior. Por eso hoy durante el vuelo me entretuve haciendo malabares mentales con la Gran Manzana y el Gran Mamey, delicia frutal que no abundaba en esta zona hasta que un cubanazo cultivó varias hectáreas al Sur del condado Dade, para aplacar las nostalgias de su paladar. Un perfecto icono del gen hispano, afincado en La Florida desde los remotos años en que Ponce de León llegó en busca de una fuente de juventud eterna y terminó dando nombre a un bulevar en Coral Gables.
Mi amigo Pedro me ayuda ahora con la pesada maleta donde traigo los cien ejemplares de la auto-publicada novela que he venido a presentar. En la imprenta digital donde trabajo me ofrecieron una tarifa especial pero, aun con descuento, el coste de cada libro fue un desproporcionado trancazo, considerando el valor espiritual del gustazo y mi magro salario. Llevamos un rato buscando el auto de Pedro en un sector equivocado del estacionamiento, así que posponemos la charla, hasta que él logra orientarse y encontrar su carro. Recorrer esta ciudad de noche es como recorrer el cuerpo de una mujer tendida a media luz, a escasos diez pies sobre el nivel del mar. Aunque este sea un recorrido automotor, nada me logra estropear su magia, exacerbada más aun por la adrenalina que el largo vuelo ha desparramado en mi organismo. Peregrinamos a lo largo de la Calle 8, sin detenernos a tomar café, por lo tarde que es. Pedro me hace notar un Mcdonald´s cuyo edificio remeda el estilo colonial, sin embargo esta colonial house es algo más cercano a Disneylandia que a Ponce de León. “Es la hibridez de las culturas de frontera”, digo pensando en esta factoría de nuevas identidades lubricada por la convivencia suave del pragmatismo anglosajón con un ramillete de culturas de América.
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Rebasamos la ciudad hacia el sur, adentrándonos en un paisaje campestre que me recuerda algunos recodos de la Carretera Central cubana. Le comento a mi amigo y este responde con su acento guajiro del Escambray, que me hace recordar también a mis primos: Qué lindo nos va a parecer to’ esto el día que podamos regresar. No sé si se refiera al paisaje o a toda la experiencia en él vivida, pero igual asiento en silencio, calibrando la imagen. Pedro y su esposa Celia construyeron su casa en un suburbio que mezcla el encanto de la vida rural y las comodidades de la urbe. Sus ranchos con amplios terrenos cercados ostentan algunas astas con banderas americanas, que les confieren un extraño aspecto de consulados en su propio país. Estacionamos en el patio de la casa, rodeada de césped y árboles frutales. Salir del aire acondicionado a la atmósfera cálida, perfumada por la vegetación, me brinda otro espejismo de la memoria: el sonido de los grillos y el terral entre los árboles, la energía inconfundible del trópico. Pero enseguida regresamos a otra atmósfera climatizada al entrar en la casa, donde Celia nos espera despierta y me ofrece un café descafeinado o un Merlot de California. Opto por el último, esperando que me ayude a conciliar el sueño.
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Para el día siguiente tengo programada una entrevista en la radio para promocionar mi novela y las Bibliotecas Independientes de Cuba, en beneficio de las cuales se ha organizado la presentación. Paso la mañana y la tarde atendiendo varios compromisos. A las 5:00 Pedro sale de su oficina y pasa a recogerme. Tenemos un par de horas para comer algo antes de ir a la emisora, y me invita a alguno de los restaurantes que ya forman parte de la selecta constelación gastronómica cubano-miamense. Acepto de buen grado, pero le sugiero buscar mejor algún pequeño restaurante o fonda donde sirvan comida cubana. Paramos en un sitio limpio y bien iluminado de la Calle 8 Suroeste (o la 8 Calle del Sagüés, como se dice en el spanglish local); su menú impreso en una hoja tamaño carta doblada en dos, lo define como “cafetería-market” y en efecto, combina un mercado y un restaurancito que tiene una barra con banquetas fijas al piso y cuatro mesas con mantel de hule. Parece una parodia posmoderna de alguna antigua fonda de El Cerro o Luyanó. Pido arroz, frijoles negros y carne con papas. Todo es excelente –y excesivo para mi modesto estómago– pero lo que más disfruto del lugar es el sorprendente altar de San Lázaro que corona la nevera de jugos y sodas. No puedo reprimir la tentación y con mi cámara de turista retrato este elocuente símbolo del sistema de credos y valores de la cubanidad escapada, que deposita su fe a partes iguales entre los orishas y el esfuerzo propio.
Después nos vamos a tomar un café en el Versailles, que ahora sí nos hace buena falta para contrarrestar los efectos mórficos de la pesada cena. Espero mi café ante la barra del portal, parado junto al tanque del agua fría tradicional, que los clientes se sirven en vasos de papel antes de beber el néctar negro. Una mano femenina deja rebosar su vaso y me salpica el pantalón levemente, sin que le otorgue mayor importancia al asunto. Luego una mano peluda repite la operación y en fragmentos de segundo me pregunto si la tradición no estará siendo convertida en maldad y me vuelvo a mirar al dueño de la velluda mano que, por ley de compensación natural, posee un calvo y reluciente cráneo y musita un apresurado Sorry ‘bout that que no contesto en ninguno de los dos idiomas disponibles, tratando de entender por qué un cubano le ha de pedir disculpas en inglés a otro cubano en esta meca de la cubanía.
En la radioemisora todo transcurre normalmente si exceptuamos la afonía de mis cuerdas vocales, como ocurre cada vez que sufren un uso más frecuente y en tono más alto de lo habitual. El anfitrión del programa es un tipo bonachón que me ofrece una pastilla para la tos y toma para sí otra, que chupa en las pausas comerciales, carraspea un poco despejando su garganta, y regresa a su envoltorio de papel encerado en cuanto se vuelve a encender la señal de En el Aire. En una de las pausas se escucha en la cabina el anuncio de un espacio de micrófono abierto en que un oyente clama por una intervención enérgica del gobierno estadounidense para “acabar de resolver el problema de Cuba”. El locutor eleva los ojos al techo, negando lentamente con la cabeza y los tres coincidimos en que ese es un ejercicio de patriotismo bastante extraño.
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La noche de la presentación me permite el reencuentro con viejos amigos y trabar relación con otros nuevos. Mi novela es presentada por un panel de tres escritores del exilio (apelativo en que resuena cierto orgullo, contradictorio pues todo exilio implica una derrota, un haber sido desplazado del país propio), el primero es un poeta septuagenario que sufrió el presidio político, el otro un prestigioso periodista y editor local, y el tercero un narrador del grupo del Mariel que compartió la amistad de Reinaldo Arenas y algunos de los proyectos literarios urdidos por éste, antes y después de haber salido de Cuba en el tumultuoso éxodo de 1980. Este último es el que mejor ha captado el espíritu de mi novela, que en la nota de solapa defino como una biografía colectiva de mi generación.
Los organizadores del evento me explican el orden en que se desarrollará: desde el podio, power point presentation de la presidenta del Grupo de Apoyo a las Bibliotecas, luego los otros escritores leen sus textos sobre mi novela desde la mesa instalada en el escenario y, finalmente, yo leo un capítulo de esta desde el podio y cerramos con la sesión de preguntas y respuestas. De ser posible, yo preferiría leer desde la mesa junto a los otros, les pido. Acceden a poner otra silla tras la mesa, lo cual agradezco infinitamente, dada la aversión casi supersticiosa que me provoca ese pesado icono erizado de micrófonos; aunque no les digo esto último.
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El público casi llena la sala del Koubek Center de la Universidad de Miami. Algunos van por interés hacia la novela o amistad por su autor; otros van más de oficio, como parte de ritos sociales inherentes a sus respectivos empleos; la política, el periodismo, la inteligencia o todas las combinaciones posibles de estos. Pedro funge como maestro de ceremonia y al presentarme me llama “brode”, broma que usamos en nuestros correos electrónicos como homenaje a uno de mis personajes. La doble incorrección provoca algunas miradas torcidas, pero cuando le doy las gracias al “brode” Pedro alguna gente ríe cómplice, asumiendo el chiste. La sesión de preguntas no llega a ser tan cruenta como cabría esperar, aunque tampoco falta algún cuestionamiento capcioso del tipo “¿y a ti qué te hicieron en Cuba?”, que reclama una respuesta dramática, plagada de cárceles y verdugos, y que prefiero sustituir por una evocación literaria: el Tomás de La Insoportable Levedad del Ser, condenado al ostracismo laboral y apestado socialmente, aislado del (y calumniado por) el rebaño. Es lo más cercano a mi propia experiencia y la del personaje al que he pasado ese fardo en mi novela. Finalmente alguien pregunta sobre el embargo estadounidense a Cuba y les digo lo ilógico que me parece que alguien se proclame patriota y encargue la liberación de su país al gobierno de otra nación, no importa cuán amiga sea. Habría que ser menos reactivos y dejar de hacerle swing a toda bola mala que lancen de la otra orilla. Hay un aplauso cerrado, que es también de cierre. Cuando bajo del escenario me aborda un sujeto bigotudo, que ladra una serie de graves cuestionamientos ininteligibles, mientras un periodista de radio me pide unas palabras para “los hermanos de la isla”, lo cual me evoca de momento una especie de fraternidad secreta e insular.
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Mientras firmo ejemplares de la novela, una amiga me trae una copa de vino que, al rato me termino de zampar de un tirón cuando toca el turno a los padres de uno de los pilotos de las dos avionetas civiles derribadas en 1996 por aviones de la fuerza aérea cubana. Me entregan una foto en blanco y negro del muchacho, que sonríe con la inocencia de los mártires. El sello inconfundible de quienes se han ofrecido a alimentar la antropófaga máquina de la Historia. Con la misma pluma de tinta negra que estoy usando para firmar los libros, la madre escribe en el reverso de la foto JUSTICIA.
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Vuelo de regreso al Noroeste leyendo un volumen de ensayos sobre la tradición autoritaria en la cultura cubana. Aunque es Noviembre ya los picos de North Vancouver están nevados y las áreas verdes de la ciudad recobran el fresco color que conservarán todo el invierno, gracias a una combinación de lluvia persistente y temperaturas que rara vez bajan de cero. Según la nave pierde altura reconozco el paisaje urbano que circunda el aeropuerto de la ciudad de Richmond, que tanto recorrí en la ruta 604 durante nuestro primer año en este país, cuando vivimos en South Delta. No puedo evitar la sensación de estar volviendo a casa, y recuerdo una estrofa de Joan Manuel Serrat que me provoca el espejismo de no ser extranjero en ningún lugar, mientras el avión toca la pista en Lulu Island.
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Al día siguiente dejo en casa mis quince minutos de celebridad (los zapatos de cristal bajo la cama) para regresar a mi papel de proletario del papel. Mi supervisor me tiene reservada una sólida columna de impresos en color que han de ser guillotinados, compaginados y encuadernados con anillo plástico. Cumplo mi labor con paciencia de monje budista bajo el tormento de la emisora de soft rock que mantienen sintonizada todo el día, donde repiten una y otra vez los mismos números de moda, especialmente aquello de Just to be a better man y I believe I can Fly, que ya casi me tiene de veras a punto de volar cuando termino de encuadernar el último folleto y le pido a la gorda Roxanne la factura para ir a entregarlos a los clientes, otra empresa de la vecindad. Meto todo en una caja de cartón y la sello con cinta adhesiva transparente usando la tape gun. Monto la caja en el dolly –probablemente la palabra más tierna que denomine a una carretilla en cualquier idioma– y salgo a la acera respirando con gusto el aire frío y seco con que hoy me ha recibido la ciudad, que a su vez recibe su primer frente frío de la temporada. Durante la tarde el termómetro ha seguido bajando; puedo sentirlo en el metal gélido de la carretilla y en el goteo de mi nariz. Pero estoy feliz de poder salir un rato del aire viciado por el tonner de la fotocopiadora y las cantaletas de R. Kelly y Soul Attorney.
Yaletown es un sector comercial elegante, con remodelados edificios de ladrillo que en otra época hospedaron toscos depósitos y factorías. A pesar del estilo y sofisticación que los decoradores de interiores han pretendido añadir a estas construcciones, en algunas se sigue oliendo el denso tufo de los ladrillos: la radiación del barro y el tiempo, potenciada por la calefacción y el espacio cerrado. Vengo a entregar sus catálogos a una empresa importadora de vinos y vuelvo a recordar el sabor un poco ácido de aquel tinto y la sonrisa inocente del piloto aniquilado sobre el Estrecho de la Florida. El vestíbulo del edificio ha sido rediseñado con molduras y altorrelieves de yeso patinado, una especie de implantes o prótesis de aire mediterráneo que intentan armonizar con las elegantes boutiques de la planta baja. Entro con la carretilla en el elevador, cuya modernidad contrasta vivamente con el resto del decorado. Uno de esos aparatos de mall, con pared de vidrio que permite ver las terrazas de cada piso. La del segundo tiene un jardín bien cuidado y unos bancos de metal bastante ordinarios. El jardín del tercer piso es mucho más modesto, pero rodea una fuente que parece salida de una plaza florentina y está coronada por una breve columna de hielo. Como es el piso a donde voy, cuando la puerta se abre atravieso el dolly para que no se vuelva a cerrar y poder contemplar a mis anchas aquel chorro de agua congelada. La imagen cristaliza todas mis sensaciones de las jornadas recientes, traza una parábola entre mi ayer en el trópico y este instante, congelado en el agua que brota de una parodia escultórica renacentista. Quizás la cultura no sea otra cosa que esta secuencia de superposiciones y prótesis, pienso. Una hamburguesera de estilo colonial, un orisha africano reencarnado en un santo católico que bendice el mercado, una falsa fuente florentina implantada en un basto edificio industrial que se erige en un territorio donde hace menos de un siglo sólo se elevaban árboles y tótems aborígenes.
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Cuando regreso a la empresa, el manager y los otros cuatro empleados forman un animado corrillo tras el mostrador. Al acercarme alcanzo a oír a Roxanne musitando He’s coming up y todos se vuelven componiendo una expresión casual que delata el tema de su conversación. Prefiero no darme por enterado, hacerme el comemierda (me estoy empezando a acostumbrar a estas pequeñeces humanas, lo cual no es nada saludable, lo sé) y cumplir mi última tarea del día mientras comienza a anochecer a las cinco de la tarde. Mientras saco la basura y el reciclaje a los contenedores del callejón de servicio, juego con la imagen de la fuente congelada y le añado a mis queridos coworkers danzando alrededor, convertidos en rígidas estatuas de sal. Finalmente cerramos la tienda y el manager nos da las gracias formales y vacías con que se despide cada tarde, y todos intercambiamos unas buenas noches igual de amables y civilizadas. En la calle por donde subo hacia la parada del autobús están pintando un mural comercial al lado de una tienda de música. El potente proyector reproduce la cubierta del nuevo álbum de U-2, All that you can’t leave behind. La imagen sepia muestra a los miembros del grupo en el entorno neutro y proceloso de un aeropuerto internacional. Hace un frío del carajo, pero la guagua es una de las cosas que mejor funcionan en esta ciudad, pienso mientras me soplo la nariz con un kleenex y me pongo los guantes.
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Sobre RLRamos, Aquí, Aquí.
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Foto tomada de la web
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3 comentarios:

  1. Muy buena narrativa, y sobre todo muy reveladora de la vida de un intelectual real alejado de su suelo por circunstacias adversas.

    un fuerte abrazo,
    prc

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  2. Amílcar, mantengo esa vena literaria discreta y alejada de corrillos profesionales: la escritura es ejercicio solitario. Ese cuento de Borges me cuadra, pero el titulo juega más bien con la expresión inglesa "round trip". Un abrazo.

    Pablo, broder, esas son palabras de amigo. Yo también te quiero y admiro por lo que haces y la forma sencilla y natural en que lo haces.
    Otro abrazo fuerte para ti.

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