miércoles, 11 de noviembre de 2009

"La Cita" Un Cuento (inédito) de Ariel León

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--Por Ariel León

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No menos de tres personas se habían girado para verla entrar en el café. Ella lo había buscado unos segundos con la mirada y había decidido por fin sentarse (parecía inundar la mesa con su distinción). Había pedido un trago para compensar el calor agobiante con unas maneras que dejaron una estela de admiración en los rincones del salón.
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--Dos minutos más tarde llegó él, y si no fuera por la distracción que reinaba en el fondo del café, a nadie se le hubiera ocurrido dejarlo entrar, colgar el saco y sentarse frente a ella, sin antes dedicarle una discreta mirada de admiración. Lo vieron alzar el brazo para pedir un trago. Con un giro del tronco que intentaba acomodar el cuerpo buscando el mejor reposo de la espalda, la joven esperó las disculpas por la tardanza para comenzar cuanto antes la conversación. Entendía iniciar el diálogo sólo después de esa primera cortesía. Exigió al mozo dos cuadros de hielo, sin hablar. Unos segundos le bastaron para descubrir, no sin un ligero estupor, las intenciones contrarias de su vecino; él no consideraba ese leve retraso un pretexto suficiente para abrir una cita tan esperada emborronando perdones, también tenía calor y encargó con una seña un poco de hielo.
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El tiempo que duró esa demostración fue percibido por la joven como una primera y ligerísima humillación, pero esa arrogancia no logró arrancarle una sola palabra. A él no le costó mucho adivinar el motivo de ese silencio caprichoso y prolongado, pero no dijo nada. No se dejaría arrastrar por el prejuicio que olfateaba bajo esa posición de fuerza, y era mejor demostrárselo desde el principio. Prefirió callar por el momento ante esa testarudez bastante común en las mujeres cuando deciden lanzarse en los primeros encuentros, aunque esto no le impidió reconocer el encanto de los perfiles que imantaba hacia su mesa la curiosidad masculina reunida en el interior del café. Cruzó una pierna, con un movimiento liviano, dejando asomar la calidad imperiosa de sus zapatos.
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Ella no se dejó intimidar por esa maniobra repentina, tomó la cartera y sacó del interior un cigarrillo para acompañar un cóctel, por favor, sin alcohol, todo con la mayor serenidad (una serenidad que no lograba atenuar ni de lejos la entereza apuesta de su vecino).
A él no se le escapó el gesto, y es posible que alcanzara a ver en el maquillaje de su rival la satisfacción ligera de esa primera respuesta impalpable, pero simuló ignorar esa simple estrategia. Desvió la atención hacia las paredes del café y agradeció encontrarse consigo mismo pidiendo otro zumo en el espejo que colgaba en uno de los costados.
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Un instante después la joven apagó el cigarrillo para dejarse mirar sin pausa por varios segundos; sí, ella también imantaba la indiscreción de varios vecinos. Él se lo calló, habría sido una imprudencia (una imprudencia que no hubiera logrado perdonarse ni en los insomnios más largos) entablar el diálogo estimulando con un gesto adulatorio aquel orgullo empecinado. Ella se vio obligada a reconocer la presencia sutil de esa resolución. Un segundo mas tarde se sorprendió a sí misma indagando por las razones de su rival, pero se recuperó pronto de esa incipiente y peligrosa docilidad.
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Le haría reconocer frente a quién estaba; terminó el trago y alzó una de sus piernas con un movimiento perfecto que cumplió en el aire el dibujo patente de su decisión. Él se quedó inmune ante aquel gesto de ocasión, a esas alturas ya no lo sorprendían ese tipo de reacciones, y se limitó a sacar su encendedor para contestar adecuadamente aquel reto sin eficacia. Ya la antigua curiosidad que respiraba en el entorno se había convertido en una admiración solapada. Ella había enderezado el reloj con un movimiento del pulso, había mirado la aguja próxima a los quince minutos de espera que pestañeaban costosamente en el interior de ese pequeño regalo de cumpleaños, pero ese gesto sólo logró en su vecino un movimiento banal, orientado a ajustarse debidamente la corbata.
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En los minutos siguientes él se revisaba un botón de la camisa y ella, adivinando en ese juego un antiguo ardid para principiantes, respiraba tranquila y cambiaba de posición. Por un momento pareció que ella comenzaría a hablar (él irguió su cuerpo ligeramente para hacer frente al trofeo del triunfo) pero sólo enderezó un mechón de pelo en la cara que deformaba ligeramente las maniobras del peluquero. Ella lo vio esbozar un ademán con la mano que se prolongó en el rostro como el anuncio de una primera palabra. Pero ambos movimientos pertenecían al mismo error de cálculo, y la sospecha se disolvió en el aire como la espiral de sus bocanadas.
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Durante todo el tiempo él se había mostrado paciente frente a la resistencia acampada en el otro borde de la mesa, aún cuando la joven contaba con un temple, sino mayor, al menos equivalente al de su rival. Ella se vio obligada a aceptar en el hueco profundo y mudo de su conciencia los atractivos de su vecino. Sin embargo, no era menos atractiva. A él, por otra parte, no le molestaba aceptarlo con un silencio discreto.
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Justo unos segundos después, ella apagó el cigarro y, sin esperárselo, los restos de humo le trajeron una idea total y desesperadamente oportuna. Agradeció al cielo la ocurrencia de esa lección para castigar de forma definitiva aquel orgullo masculino. Pero no pudo evitarlo, a pesar de haber enterrado la voz interior de esa iniciativa en lo más hondo de su profundo ser, él había recogido al vuelo sus intenciones y era evidente que no le iba a permitir esa satisfacción; con el mismo gesto lo vio bajar la pierna y levantarse bruscamente de la silla para ganar tiempo, decidido a someter aquella maquinación femenina a la misma derrota de sus inventos. Ella, de pie, ya se había colgado rápidamente el bolso. Ambos dejaron al mismo tiempo dos gruesas propinas que se disputaban la mesa y se dirigieron con paso veloz hacia la salida.
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Imagen tomada de la Web.
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Ariel León, La Habana 1970. Lic. en Literatura Hisánica, París, 2008. Finalista del Premio Azorin de Novela, 2004. Reside en París. El Cuento pertenece al libro inédito, Manual del Desencuentro.
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