jueves, 30 de septiembre de 2010

Alejandro Anreus: poemas

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Poemas (inéditos) de Alejandro Anreus
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A la memoria de Enrique Labrador Ruiz (1902-91),

extraordinario escritor de cartas.

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Carta a Zbigniew Herbert
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Querido Zbigniew: te escribo
al terminar el invierno
en New Jersey; todavía hay nieve
en las aceras, pero ya el patio
de casa se está llenando de gorriones
en la mañana
y una pareja de cardenales
se aparece al atardecer.
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¿Que te puedo contar?
hace ya un par de años
que el Papa no es polaco (que desgracia)
y aquí, en los Estados Unidos de
América, tenemos un presidente
negro (sin duda una bendición),
pero ante todo quería comentarte
que no pasa un día
sin que yo no me acuerde de la primera vez
que leí un poema tuyo.
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Era verano en Washington, D.C.
y corría el año 1979, tenía una amante
negra que leía a Borges.
Entré en una tienda de libros
viejos y en un estante descubrí
un libro tuyo.
Lo abrí a una página con el poema
“Cinco hombres”
que termina con estas palabras:
“y de nuevo/con la seriedad de un muerto/
ofrecerle al traicionado mundo/
una rosa.”
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Me tembló
el corazón y comprendí:
frente a la nada: la poesía
contra el tirano: la poesía
cuestionando la historia: la poesía
a pesar de la muerte: la poesía
la poesía: clara y calida
como una mujer
desnuda entre las sabanas.
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Carta a Julio Cortázar
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Muy querido gran
Cronopio:
comienzo por decirte
que te perdono toda la mierda
que comiste
con la Revolución cubana.
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No dejo de admirar
aquellas fotos que te tomó
Sara Facio en
París en 1967:
pareces un niño gigante,
afeitado, con cigarrillo
en boca, tu saco
de corduroy, tus
manos largas y limpias.
Creo que ese
eras tú, el verdadero
Julio, antes
de la barba guevarista, las
hormonas y las
amantes radicales.
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Eres el maestro del cuento
que escribió: “El frío complica siempre las cosas, en verano se está
tan cerca del mundo, tan piel contra piel,”
eres el marido de Aurora Bernárdez,
eres el enamorado de Bechet y Parker,
eres el bonaerense nacido en
Bruselas que sabía bien que
en el arte
la única regla es romper
las reglas y echarnos
a reír.
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Carta a Giorgio Morandi
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Carissimo maestro:
El viejo prostíbulo ya
no está
detrás de la pequeña iglesia, los
comunistas siguen
en la alcaldía de tu Bologna – son honestos y
eficientes y nunca
fueron estalinistas como el viejo
Palmiro Togliatti.
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Tú casa
hoy en día es un museo
donde los turistas del arte
moderno entran y
salen durante cinco días
de la semana.
Entran en trance, se vuelven
estupefactos frente a tus
botellitas, búcaros,
caracoles y jarros.
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Por muy ignorantes
que sean, algo
intuitivo
les dice que están
frente a un
misterio: la hermosa y
silenciosa vida
de los objetos que nos
acompañan y continúan
después de nuestra
partida, ocupando
un espacio, empolvados
y recordándole
a alguien que ya
no estamos.
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Carta a Celia Cruz
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Negra querida:
sé muy bien
que estas en el paraíso (no en el cielo)
rodeada de tus orishas
y tus santos y cantando,
sin duda Ciguaraya.
Sobra la cerveza, las masitas
de puerco y los frijoles.
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Tu velorio
fue apoteósico: una cola de cuadras
en Miami para ver
tu cuerpo y saludarte.
En New York:
una misa con todos los hierros
y la presencia de
Willy y Johnny,
Rubén y Marc Anthony.
Hasta Patty Labelle, que es bautista,
Cantó el Ave María.
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Para mí, desde siempre,
has sido
la voz
que explota del radio
de mi automóvil
y derrite las nieves
del invierno, sube
la temperatura a
80 grados y
sale el sol
de entre las nubes
grises.
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Tu voz:
feroz y caliente,
profunda y
alegre,
la cual, aunque
sea temporalmente,
borra
las carreteras
sucias de New Jersey
y me devuelve
La Habana
iluminada.-
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Otras colaboraciones de AAnreus en Efory Atocha, Aquí.
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Alejandro Anreus es historiador de arte y poeta. Es profesor en William Paterson University, Wayne, New Jersey. En la actualidad escribe una monografía sobre el pintor Luis Cruz Azaceta.
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martes, 28 de septiembre de 2010

Almelio Calderón Fornaris: poemas

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Tres poemas (inéditos) de Almelio Calderón Fornaris
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COMO DOS REMOS EN EL MEDIO DEL OCÉANO
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Esto podría ser el residuo de un suicidio o la complicidad
de una mirada líquida hacia la extensión del vacío.

Partimos con las palabras llegamos con las palabras cultiva-
mos la poesía y el poema para la muerte y la muerte para el
deshojamiento del hombre.

En el poema se encuentran los caminos, las hogueras, las deduc-
ciones y todos los actos de los hombres algún día se borrarán
como las hojas arrastradas por el viento.
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Hace 4 años me desligué de mis amigos, de mi País para entrar
en insomnio y un vagabundeo perpetuo. la fe, la complicidad y
los riesgos de la vida se mantienen en constante latir.
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Yo hallaré el modo de estallar lo que aprisiona a mi ciudad.

Como dos remos en medio del océano que recuerdan sus prime-
ros naufragios así es nuestra existencia.

El poema es como el espejo que da la otra imagen en busca de
Su otra identidad ya sepultada por la última cicatriz de la
luz que aún permanece en mi cuerpo.

Se empieza a escribir cuando las palabras de una forma muy
extraña te seducen.

Como archipiélagos son los poemas.

He aprendido a suicidarme cada día.

Por las adversidades inútiles he dejado mi País.
Por el tumor de la ideología he dejado mi País.
Por las otras pulsaciones de la vida he dejado mi país.

Tengo una única PATRIA: EL MAR.

La poesía, tren vertiginoso.
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HENDIDURAS
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EL ADVENIMIENTO DE LA DUDA
y la larga permanencia
de nuestra existencia en el interior de las cosas
Me hacen pensar en los poemas de Char.
Incesantemente estamos solos.
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¿Algún día dejaremos
de pagarle la deuda a la muerte?.
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ETERNAS VISIONES
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HE SENTIDO EL DOLOR
de las llagas del hombre al amanecer
cuando la ausencia cambia de color.
La claridad del ojo penetra en la luz de la vela.
La vastedad sopla y con ella los dictámenes,
las espesuras y las eternas visiones.
Alguien está ejecutando a las palabras, a la historia.
Parpadean las alas de los cuervos.
Se abren las seducciones.
La nieve negra en las ramas de los árboles cae
y se dispersa en los jardines.
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Otras colaboraciones de ACFornaris en Efory Atocha,
Aquí.
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lunes, 27 de septiembre de 2010

"Estática" Un cuento de José Miguel Sáchez (Yoss)

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José Miguel Sánchez (Yoss)
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"ESTÁTICA"

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Para Yoyi, por razones que ella sabe.

Para Virgen, supersuegra. Perdón por tomar prestada y adulterar la imagen de tu casa, que fue la mía por 4 años.

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Enero. El sol de las 2:34 pm entra casi sin trabas por la ventana trasera, apenas sostenida por una torpe obra de car­pintería. Los grandes clavos oxidados rajaron la madera. Solo un nylon impide que la lluvia penetre a sus anchas.

Debajo, en un librero improvisado con tablas y ladrillos se pudren tomos que nadie lee hace décadas. Verne. Salgari. Sabatini. Dumas. Louise Mc Alcott. El Tesoro de La Juventud.

Percheros con ropa se mecen al viento como aves de rapiña jubiladas. Abrigos de piel para la nieve, un uniforme de la Alfabetización, un traje azul de El Corte Inglés de los años 50. El olor a naftalina les estropea a las poli­llas el fes­tín. Cuarto trastero. Un aire acondicionado ruso que conoció mejores tiempos, desarmado. Una antediluviana bicicleta, del mismo origen, también en piezas. Tube­ría de 2 pulgadas, acero-ní­quel, varios metros. Un ventilador casero, con paletas corta­das de una plancha de duraluminio. Ladrillos. Bloques de sifo­rex. Roda­piés de granito. Una máquina de escribir sobre la que parece haber desfilado un regimiento de tanques.

Entre tubos de luz fría polvorientos, un retrato enmarca­do. Foto de familia: Hombre alto de nariz chata y pelo alisado con brillantina, traje azul, cara de asombro. Mujer en mono de mecánico, pañuelo anudado sobre el pelo rubio, nariz aguileña. Sonríe divertida: finge amenazar al hombre con un martillo, pero lo abraza. Niña de 7 años, abstraída en libro de figuri­tas. Mezcla del hombre y la mujer: pelo rizado y nariz fina.

Frente al antiguo cuarto de criados degradado a trastero, un baño pequeño, sin bañera ni bidet. Humedad y polvo en los azulejos. Ni toallas ni jabones. Una cuchilla de afeitar mugrienta, olvidada. En la pared, inscripciones a lápiz: Fulanito y Menganita. Esperanceja de Zutano. Iron Maiden. Scorpions en 26. Un preservativo arrugado tras la taza del inodoro rajado, sin tapa. Un vaso plástico con tres cucara­chas flo­tando en restos de ron. Cabos de cigarros, muchos.

El pasillo. Voladizo sobre el largo cajón de aire inte­rior del edificio. Baranda de hierro con óxido de décadas. Tendederas de alambre y caprón, pasillo fumanbu­lesco para los gorriones. Los pájaros anidan alto, desmoronan­do tenaces la piel de la pared para desnudar su osamenta de ladrillo rojo.

Otro cuarto. La cama, matrimonial. El lado derecho está hundido: el izquierdo, apenas.

La cómoda: joyero con baratijas, cosméticos, perfumes (casi todos los frascos rellenados). Espejo con fotos pegadas.

Mujer rubia de nariz fina con birrete de recién gra­duada. Hombre de nariz chata y cabellos con brillantina en un grueso abrigo: Moscú, Plaza Roja. La catedral de San Basilio detrás, inconfundible.

El hombre, entre muchos, en una gran sala de conferen­cias. Delante, en la tribuna, el Che pronuncia un discurso.

La mujer y el hombre: él con el traje azul, ella vestida de merengue nupcial. Los encajes no logran disimular del todo su abultado vientre. La pareja sonríe como si ser felices fuera obligatorio.

El hombre, más viejo; canoso, ya renunció a la brillanti­na. Sonrisa inmensa, smoking. Delante una ruleta, inmóvil para siempre. Detrás, en neón: Hotel-Casino Excalibur. Las Vegas.

Un librero de metal. Teoría cinematográfica. Revistas Le Cahiers du Cinema. Martí. Marx. Poe­sía latinoamericana.

En las paredes (empieza a descascararse la pintura):

Titón joven, filmando Memorias del Subde­sarrollo.

Papel maché cagado de moscas: bastón, zapatones y bombín de Charlot, recuerdo de un Encuentro Nacional de Cineclubs.

Foto coloreada a mano en estudio: muchacha de nariz fina y rizos disimulados por complejísimo peinado. Tacones. Miriña­que. Pamela y sombrilla de encajes. Detrás, un corazón de cemento con un 15 en rojo. Ella, seria, resignada al kit­sch.

En otra foto, muy distinta: Jean como segunda piel. Boticas Robin Hood. Senos insinuándose bajo T-shirt negro con las máscaras de KISS. Rizos hasta los hombros, libres. El hombre de nariz chata y pelo con brillantina la carga en sus rodillas. Cuesta reconocerlo; alguien muy travieso le pintó la cara de blanco, con una estrella negra cubriéndole un ojo: Paul Stanley, la Puta Diabólica. Se nota que no le gusta.

El cuarto es gris. Todo está como cu­bierto por una invi­si­ble capa de polvo. De ese que se acumula en los espacios donde no vive nadie. Aunque los lim­pien a menudo.

El baño intercalado. Grande, con bidet y bañera. Sobre el viejo lavabo, champú, desodorantes, varias cuchillas de afei­tar. La única ventana da al pasillo. No tiene vidrio, sino una plancha de cartón-tabla mal clavada. Arriba (casa vieja, unos cinco metros de puntal) un tanque de agua de 55 galones, metálico. Reposa sobre dos tramos paralelos de tubería de acero-níquel de 2 pulgadas, con rozaduras. Como si alguien se colga­ra de ella a menudo, en ruda gimnasia.

En el pequeño espacio frente al baño, contra la pared, el eje de una zorra de ferrocarril con sus ruedas. Barra de pesas improvisada. Y dos mancuernas caseras, brillantes por el uso.

El último cuarto. Calaveras caninas y de carnero, pinta­das de rojo, colgando de cadenas como macabros móviles. Pos­ters de hard rock, heavy (sobre todo KISS), trash, black y doom metal aspiran a enmas­carar la pintura deteriora­da. Har­ley-David­sons derra­mando sus cromados. Héroes del comic: Judge Dredd, Lobo, Slaine. Recortes de revistas de ba­llet. Un afiche de Barbra Streisand. Uno de Woody Allen. Otro de la comedia musical Romance de un pira­ta. Y muchas fotos.

La muchacha con otras muchachas. Abrazada a algunos muchachos (predominan los de pelo largo). La mucha­cha, la mujer y el hombre. Muchí­simas de la mucha­cha con el hombre. Dos o tres del hombre solo, el pelo rizado ya sin brillantina, canoso, recostado a grandes autos, ante grandes casas.

Bajo el cristal hendido de una comodita, más fotos. De la muchacha con un muchacho. Melenudo, rubio, fornido. Picado por el acné, hosco. Ojos verdes con el atractivo del abis­mo. En otras está solo él. Sin camisa, con el pelo en un moño, ejer­citando sus músculos con el eje de ferroca­rril. Arreglando la ventana del baño, marti­llo en alto, los clavos en la bo­ca. ­Con un bajo en las manos, en un pequeño poster en blanco y negro, junto a otros cuatro melenu­dos. Una inscrip­ción: CAS­TRARSIS en concier­to-Patio de María-sábado 16 de octubre, 8:30 pm.

A la izquierda de la pequeña cómoda, una única mesita de noche. Tiene un círculo de polvo muy marcado.

En la pared, al frente, el espejo: rajadura casi de arriba a abajo, oblicua, violenta. Debajo, una lamparita destrozada. La base fue redon­da.

El equipo de audio, en una esquina, huér­fano de casset­tes. Yacen dispersos por el suelo, como liliputienses barridos por el manotazo de un gigante.

El escaparate, rodeado por un cerco de botas y tenis de hombre y de mujer, todos muy usados. La puerta, des­ven­trada de un punta­pié, cuelga de sus goznes semiarranca­dos.

Un librerito. Fantasía, terror, policíaco. Un par de tomos encuadernados en piel con extraños símbolos en sus lomos. Todo por los suelos.

Un buró. Antes casi debió desaparecer bajo semanas de ropa sucia amontonada. Ahora está limpio, su carga dispersa por el piso de la habitación.

La cama: tres cuartos, colchón abollado, apoyada a la pared. A su cabecera, en el único trozo sin afiches que supera el medio metro cuadrado de extensión, trazos en óleo rojo. Pentáculos dentro de círcu­los. Las zephyrat he­breas. El tetra­granmma­ton. El abra­cadabra. Un tosco macho cabrío del Sabbath (según Eliphas Levi). En caligrafía peque­ña: Soy humano porque tú estás. Por eso te amo como nadie amó antes ni amará después. Porque la magia de tu pre­sencia es lo único que mantiene ahíta y dormida a mi bestia. Tu ausencia la sacaría a flote, furiosa y lacerada... y ni las mismas bestias saben cuánto daño pueden hacer cuando se sien­ten heridas.

Entre las almohadas, un osito de pelu­che, sucio de años. La sobrecama es un bulto a los pies del lecho. Enredada en sus plie­gues, una caja de zapa­tos, aún con el papel de la tienda. Solo uno de los zapatos está dentro. Rojo, de tacón alto. Caro. Y además, una foto y varios papeles, hechos peda­zos.

La foto rota es de la mucha­cha con otro muchacho, tomados de la mano, en algo que parece el lobby de un hotel, sonrien­do, a la vez felices y furtivos. Este muchacho también usa el pelo largo, gafas, es gordo y algo mayor que la muchacha. La cartu­lina cromada tiene el brillo de lo reciente. Uno de los pape­les rotos tiene sellos oficia­les, el de Cuba y el de un país europeo. Otro es como un pequeño librito con el dis­tinti­vo rojigualda de Ibe­ria. El tercero parece una carta. El papel en que fue escrita tiene el membre­te del Hotel-Casino Excali­bur.

Hay otra foto intacta: el hombre de nariz ancha y pelo rizado ya canoso, abraza al muchacho melenudo, gordo y con gafas. Tiene fecha de hace una semana, y un número anotado. El comedor. Austero: mesa con cuatro sillas, aparador orna­mentado con botellas de bebidas finas rellenas de agua colo­reada (hay 7 y debieron ser 10). Mesita diminuta para el teléfono.

En la mesa, una mochila y el estuche del bajo. Cerrado. En la pared, tres manchas de color chorrean hasta el suelo.

En el suelo, escarcha de vidrios rotos. Portarre­tratos y cara de mujer rubia de nariz aguileña, hechos añicos. El otro zapato de tacón, rojo y caro, pisoteado. Dos de las sillas, cua­drúpe­dos volteados. Un cráneo humano, goterones de cera macu­lando el hueso, fragmen­tado como por una explo­sión, la cadena de la que pendió retor­cida como intes­tino de acero. El teléfono, cangrejo muerto, amputa­do de su cable. En el centro del disco hay un número. El mismo anotado en la foto intacta dentro de la caja de zapatos.

En el patiñe­ro de colores, huellas de botas y piez des­cal­zos que giran en torno a la mesa. Hacia la cocina.

La cocina, pequeña. Refrigerador Westinghouse volcado contra la esquina, chorreando agua por la puerta entreabierta. Una caja de madera: rota, su contenido disper­so. Herramien­tas de carpintería: serrucho, barrena, cepillo. Sin marti­llo. Platos rotos, ligados con los cubiertos del escurri­dor caído. Un bloque de madera portacuchi­llos casi en el borde de la meseta de formica. Hay hendiduras para seis cuchi­llos. Pero solo cinco hojas. Falta la más grande.

La sala, clásica: sofá y dos butacones con la tapicería raída. Paredes desnudas, un par de mesitas, paisajes kitsch.

En uno de los butacones hay dos cortes estrechos atrave­sando el vinil. En la pared, junto a la puerta cerrada (pero una llave con llavero de calavera cuelga de la cerra­dura), un desconchado reciente, como por el impac­to de un objeto pesado.

Una mesita en el centro, patas arriba. El flore­ro caído de costado aún se balan­cea lento, volcando la arena. Las rosas plás­ticas, dispersas por el suelo.

Un pequeño televisor Daewoo en una mesita de tres patas. No está conectado. La caja que lo contuvo está abierta sobre un añejo Caribe, puesto cuidado­samente en el suelo, al otro lado de la puerta del balcón.

En el marco de la puerta, a la altura de los ojos, la carne de la madera color crema asoma bajo la piel de la pintu­ra parda. La astilla arrancada, larga, nítida, se encorva en el suelo como uña monstruosa. En una de las hojas de la puerta hay tres persianas recién rotas.

En el suelo, unos gruesos gotero­nes rojos empiezan a coagularse. Diez centí­metros más allá está el sexto cuchillo. Bri­llando como un pez fuera del agua, impoluto.

No hay más sangre en el suelo (que necesitaría una barri­da) del balconcito. Sí pedazos de revoque, polvo de ladri­llos húme­dos, yeso vencido. Escasos; la mayoría cayó hacia afuera.

Por la brecha en forma de V, casi en el centro de la baranda, se ve la calle San Lázaro, tres pisos más abajo.

Rodeado de escombros, en el asfalto, bocarriba, el cere­bro confundido con los cabellos rubios en exótica flor rojia­marilla, está él. Otra gran herida en la frente. Su expresión entre rabiosa, frustrada y asombrada.

Cinco metros más arriba, con la pierna izquierda atrapada y retorcida en ángulo anatómicamente imposible entre las dos ramas que detuvie­ron su descenso (El árbol; roble cubano, Tabeiuya Pentaphyla), colgando, está ella. Inconsciente, sangrando por la nariz y por la boca, pero viva. Con los dedos engarrotados de ambas manos aún aferra el martillo, pringoso de rojo.

Los ecos del doble grito ya empiezan a apagarse. A cua­dras de distancia, una mujer madura de nariz aguileña y cabe­llos canosos que fueron rubios levanta la cabeza de repen­te, con inefa­ble presentimiento.

Los curio­sos de rigor empiezan a llegar y aglo­merarse entre comentarios y suposiciones, sin saber todavía qué ocu­rrió.

Un Tico rojo de Havanautos ha frenado en la esqui­na. El cho­fer, un muchacho de pelo largo, gordo y con gafas, se está bajando. Lleva un maletín en bando­lera y un ramo de rosas en la mano. Tiene la boca abierta, parpadea.

Dos boinas negras de la Brigada Especial cruzan la calle. Uno habla por su walkie-talkie.

Son las 2:34 pm de un día de enero, y aún es pronto para que la sirena que se escucha a lo lejos sea la del patrullero, o siquiera la de la ambu­lancia.

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Sobre JMSánchez, Aquí
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viernes, 24 de septiembre de 2010

Sonia Díaz Corrales: poemas

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Tres poemas (inéditos) de Sonia Díaz Corrales
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MENSAJE Y CONTRAMENSAJE
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Una vez

tiré una botella al mar

y puse dentro una declaración de amor

que incluía la promesa

de que amaría eterna y apasionadamente

a quien devolviera el mensaje integro

y además pudiera hacerlo mirándome a los ojos.

No niego que desde entonces

he tenido pesadillas

con hombres

mitad pez----mitad equino----mitad macho cabrío

mitad cualquier otra mutación

que hiciera menos atroz al hombre en sí.

Pero…han pasado

los años----los años----los años

y con ellos

las penas----las penas----las penas

y sé

que si nadie se ha presentado aún

no es porque se pueda pensar

que yo también

podría ser una de esas mujeres

mitad pez----mitad equino----mitad macho cabrío

porque además de la declaración de amor y la promesa

incluí una descripción

pensé entonces que minuciosa de mi.

Era una muchacha de dieciocho años

normal

que tenía los ojos algo desmesurados.

El asombro de vivir me ha conservado aquellos mismos ojos.

Nadie se ha presentado

creo yo

porque a la mayoría de las personas

no le interesan las promesas de amor

y menos eterno

pero esto

lo he sabido con el tiempo y las penas.

De modo

que hoy he llevado otra botella al mar

con otro mensaje

donde pongo al tanto

a quien encuentre la primera botella

de que no podré cumplir mi promesa

y que si insiste

es importante que sepa

que de momento

sólo podré amarle

y punto.
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PRELUDIO PARA LAS PARTES DEL ABRAZO
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Un cuerpo que abraza

se hace atroz

monstruoso en el intento

de hacer del cuerpo abrazado su amuleto

contra la siguiente soledad.

Un cuerpo abrazado

se hace de una luz imposible

de una inocencia que lastima.
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YO SIEMPRE HE SIDO SOLO YO
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Él era un doctor

un abogado

un aviador de una importante compañía de vuelos intercontinentales

un funcionario de alto standing

no lo recuerdo

o más bien lo desrecuerdo

que traducido en el lenguaje de la memoria significa

todavía duele un poco

pero cada vez menos.

Y la verdad es que yo

era sólo yo

y mis oníricos girasoles

y mis libros

y a veces mi poesía

que además

si me enamoro

suele ser patética.

En fin----que era yo y nada más.

Y eso fue lo que él vio

supongo

porque desapareció antes de que llegara el verano

donde planeaba leerle la ‘Historia de un caballo que era bien bonito’,

-----de--Aquiles Nazoa

contando con que tendríamos algún atardecer para nosotros

y tomarle de la mano

cuando paseáramos por la playa

y explicarle cómo a veces la música clásica

se mete por el cuerpo

y pide amor

en su lenguaje figurado y dicen que culto

o algo así

pero que en definitiva

es igual amor

al pelo

como decimos los sencillos

los que somos nosotros y nada más

y lo único que tenemos para dar

es a nosotros mismos.
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Otras colaboraciones de SDCorrales en Efory Atocha, Aquí.
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Imagen tomada de la Web.

jueves, 23 de septiembre de 2010

"Cañas de Remedios, Bagazo de Atocha" Una reseña de Camilo Venegas a "Bagazo: poemas iberos"

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"Cañas de Remedios, Bagazo de Atocha"
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Por Camilo Venegas
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Hace unas semanas, Santiago Méndez Alpízar me envió el PDF de Bagazo (sí, hay que irse acostumbrando a no tocar los libros), una compilación de sus poemas iberos. Dejé el cuaderno en mi desktop. Primero lo leí de principio a fin, luego, en cualquier dirección.
El bagazo es el último residuo de la caña de azúcar, lo que queda cuando ya no queda nada. Chago sabe a qué sabe eso. Allá, en el andén de la estación de Remedios, su pueblo de provincia, asaltó a los trenes del ingenio para robar el botín. Primero era una espada, que se usaba en uno de los tantos combates de la infancia, y después una larga fruta que se pelaba con la boca.
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El bagazo, cuando pierde todo el jugo, sabe a madera y a tierra. Los poemas de Chago, además, tienen el sabor metálico de las cuchillas de afeitar. Por esos sus versos a veces parecen haber sido cortados con un filo, con algo tajante que no permite que nada sobre, que nada florezca.
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“Olvidaste que en Cuba/ en un pueblo de provincia/ la suerte no es tal/ sino la muerte”, asegura el autor en “Pequeño poema para mi amigo Pardo, de Camajuaní”. La palabra muerte está en el lugar de olvido, que es lo que sucede una línea más abajo.
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Bagazo es un libro hecho en Atocha con cañas de Remedios y sentimientos acopiados en ambos extremos del océano: desarraigo, amor, desamparo, deseo, rencor y las más productivas insatisfacciones. Este es un libro que no pertenece ni a la literatura cubana ni a la española, esas clasificaciones no están a la altura de la libertad que inspira.
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Entradas relacionadas, Aquí
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Otras colaboraciones de CVenegas en Efory Atocha, Aquí
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Publicado anteriormente, Aquí.
Imagen tomada de la Web.
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miércoles, 22 de septiembre de 2010

"Utam y la magia de la música" por José Antequera

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"Utam y la magia de la música"
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Por José Antequera
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Trasparentada por las pulsaciones rítmicas y sonoras del tiempo y el espacio, la obra musical de Utam desde hace más de veinte años, prefigura un retorno a lo que consideramos es el valor primordial de la música: su carácter ritual, exorcizante y festivo, integrado, en nuestra caótica actualidad, al lado más luminoso y directo de la experiencia. Es, en el caso de Utam, esa experiencia de la música la que revalida y proyecta una propuesta que ubica su trabajo en el ámbito de la Estética de Arte Primordial, concepto que resume los valores de una expresión artística que ilumina o sirve de vía de acceso a planos de la conciencia cercanos a la disolución del ego, a la convivencia oceánica con el absoluto, a la permanencia en el estado único e indisoluble del no ser.
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La obra musical de Utam, entonces, lejos de los parámetros consensuados de la retórica musical de nuestros días, se presenta como una curiosa novedad que sintetiza —en la circularidad de una expresión bien lograda desde la técnica musical— formas y contenidos, tiempo y espacio, música y letras, ejecutante y espectador, es decir, sintetiza todas las dicotomías fundamentales difíciles de concretar en la creación artística.
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Podríamos catalogarlo de experimental el trabajo musical de Utam, aun cuando reconozcamos en el sustrato, en el magma volcánico que lo sostiene, reminiscencias y maneras de expresión del folk y la psicodelia. Simplemente, la condición sui generis de este artista lo ubican en un lugar hiperuránico dentro de la escena de la música venezolana actual. Y es mágica su música porque reconstruye rituales cosmogónicos de una humanidad que canta y danza alrededor del fuego, elemento que da a su obra, un brillo ancestral de mantram, de oración, de canto a la divinidad.
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martes, 21 de septiembre de 2010

Leo Castillo: ¿Has amado alguna vez?

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¿Has amado alguna vez?
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Por Leo Castillo
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Me preguntas. Excelente cuestión. Para responder, debo antes tener una noción acerca del amor, quizá, si fuera posible, hasta una definición. Lo que va de noción a definición es un poco arena movediza. ¿Sí tengo una noción, la que podría responder acaso más por una experiencia que una definición? De la noción (producto de la experiencia personal, o bien de haber visto en otro su sintomatología) puede surgir una definición, más o menos aproximada del amor. También, habiendo sufrido y disfrutado en carne propia este bello dolor, ¿podría no tener noción ni definición? La locura, pongamos por caso: ¿sabe un loco qué es la locura? ¿sabe que está loco? Si lo supiera, ¿qué tan loco estaría? Bueno, reemplacemos la palabra locura y loco por amor y enamorado en las interrogaciones, y preparémonos a responder tan vasta pregunta.
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Para un intelectual, lo primero que se le ocurre es Ovidio, siquiera sea por el título Ars amandi (Arte de amar) y, en seguida, el Arcipreste de Hita (Libro de buen amor); y un poco más acá, Romeo y Julieta... o ese otro Arte de amar, de Erich From. Naturalmente, hay libros menos tópicos, y acaso no menos instructivos; al menos para mí, más tengo con La piedad peligrosa, de Zweig, documento más inquietante (el sólo título es ya una perplejidad), pero acaso más profundo respecto de la exposición de una de las más poderosas pasiones del corazón humano.
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Naturalmente, la pregunta no va dirigida a un intelectual, sino al esposo. Sin embargo, habiendo transitado por esa suerte de laberintos que son los libros citados (omitamos otros, El burlador de sevilla y convidado de piedra, de Tirso, con quien nace el mito de Don Juan, ejemplo acaso chocante en este contexto pero, en fin, una faceta del amor, como podrían serlo los Trópicos milerianos; Le rouge et le Noir stendaliano, Madame Bovary, y hasta los excesos meramente sensuales, y sentimentalmente corrosivos del Divino Marqués; etc., etc.), deberé responder desde mi modesta perspectiva, que no oso llamar experiencia, a fin de no comprometerme y luego no dar la talla.
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Estar, o haer estado alguna vez enamorado es sumamente importante. Todos se ufanan de ello, y se aprestan a dictar cátedra al respecto, algunos disputando respecto de quién ha estado "realmente" enamorado, y así, el uno desmiente la validez del testimonio del otro. Trataré de evitar este papelón, limitándome a presumir de esta paradoja: como el loco, de haber estado enamorado, no lo habría sabido; de no haberlo estado, mucho menos. Quiero decir la imposibilidad de saber si estás o has estado enamorado.
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Si preguntara a mis ex amantes, resentidas algunas, decepcionadas o ya indiferentes las otras, como de Don Juan, no es improbable que respondan que decididamente nunca asomó el nobilísimo sentimento a mi corazón. Aunque desde mi perspectiva, como Romeo Montesco, pude haber dado la vida por más de una Julieta Capuleto (de esto, vaya una complicación, sólo puede dar fe mi corazón, y allí, ¿quién vendrá a investigar?) ellas no dudarán en equipararse a la trágica desairada Edith, y yo, pues qué, yo su malvado teniente del décimo regimiento de Ulanos de La piedad...
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Desearía, en cosecuencia, abstenerme de responder a tu pregunta, conque no conseguiría sino ser llamado, por enésima vez, taimado cobarde. Porque opto (¿qué opción honrosa me queda?) por la negación: no, amada mía, jamás estuve enamorado.
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Imagen tomada de la Web.
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