martes, 27 de noviembre de 2007

Alejandro García Caturla (Remedios, 1906-1940)

Contaba Lalo, que fue Barbero toda su vida, que una vez llegó un joven figaro a la casa de los Caturla, hoy día oxidado museo, y que le brindaron chocolate caliente, algún dulce. Una vez terminado el corte del cabello del señor Don Alejandro García Caturla, éste le dejó una generosa propina.
Al otro día, el barberito se encontró en la calle con el músico-juez, y, ingenuo, le saludó con efusiva confianza, tal vez con un compadre, alguna aproximación que Don Alejandro no estaba dispuesto a tolerar, y ante la cual eligió dejarle en claro a su nuevo estilista que, era éso y nada más: "usted me corta el pelo y yo le pago por su trabajo. Esto no quiere decir que seamos amigos"

Por alguna razón, ellos sabrán cuál, los viejos del pueblo, en general, no es que tuvieran una buena opinión del músico-juez. Me consta, pues en alguna ocasión intenté abundar sobre su vida. Una vida compleja y truncada de un par de balazos en una calle que ni siquiera a día de hoy lleva su nombre.

En un pueblo que seguramente no merecía ni su vida, ni su muerte.

Recuerdo pedazos de este texto de Carpenti
er escrito en diferentes espacios de la casa-múseo-Caturla. Lo reproduzco, pues por estos días hizo un años más de su asesinato.

Algo curioso, la música de Caturla, casi, no está grabada, en Cuba.

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Alejandro García Caturla
Alejo Carpentier


Dos nombres dominan la música cubana de alcance sinfónico, de proyección universal, en los comienzos de este siglo, situándose en plano paralelo al de Carlos Chávez (en México), Blas Galindo, más adelante; y, dentro de una tendencia que ilustró de una manera particularmente genial, brillante, amplia, exhaustiva, Heitor Villa-Lobos, de quien hemos hablado en charlas anteriores. Esos dos hombres son Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.

Podemos decir que una conciencia musical nueva nace con estos dos compositores. Por haber sido contemporáneos, por haber aparecido en un mismo momento, por haber compartido ideas afines, se suele decir que esas dos figuras resultan inseparables. Sin embargo, una cuestión de tendencia y de cronología, no debe hacernos olvidar que sus naturalezas sean absolutamente distintas y que, si bien trabajaron en sectores paralelos, sus obras ofrecen características diametralmente opuestas.

Amadeo Roldán, ya lo dijimos, se había formado en el Conservatorio de Madrid, bajo otro tipo de enseñanza; en tanto que Alejandro García Caturla recibió lecciones y enseñanzas de quien era entonces director de la Orquesta Filarmónica de La Habana, el maestro español Pedro Sanjuán, y luego, de Nadia Boulanger. Nadia Boulanger es una de las figuras más ilustres de la música europea. Nadia Boulanger formó un número extraordinario de compositores, entre ellos al norteamericano, harto conocido, Aaron Copland.

Alejandro García Caturla llegó un día a París, ávido de completar su formación musical. Inmediatamente me pidió que lo pusiera en contacto con Nadia Boulanger; y Nadia Boulanger era una persona que dominaba cuanto pudiera saberse en materia de música y ahí están “Los madrigales”, de Monteverdi, grabados bajo su dirección, que resultan una de las ejecuciones más hermosas que se han hecho de música renacentista, para testimonio de ello. Nadia Boulanger, repito, le preguntó lo siguiente: “¿Está usted dispuesto a venir a dar su primera clase a las seis de la mañana? Pues yo tengo el tiempo sumamente ocupado”. Caturla le dijo: “Sí, a eso he venido; iré a las seis de la mañana a su casa”. Y después Nadia Boulanger, con esa generosidad maravillosa, esa mujer ejemplar, me llamó por teléfono por la tarde y me preguntó: “¿Su amigo Caturla tiene medios de pagarme las clases que le voy a dar?” Y yo le digo: “Bueno, no es que tenga muchos, pero creo que sí le puede pagar algo”. Dice: “Bueno, dígale que no se preocupe absolutamente por nada. Si él no tuviera medios de pagarme las clases, yo se las daría exactamente de la misma manera... Ahora, si él puede dar algo, que dé exactamente lo que él pueda, porque, en fin de cuentas, yo vivo de algo”.
Nadia Boulanger se encontró con Alejandro García Caturla, ante uno de los temperamentos musicales más fabulosos que haya producido nuestro continente. Un día me confió que pocas veces en su vida había encontrado un discípulo con semejante fibra. Es más, ni siquiera se dedicó, diríamos, a ejercer una labor pedagógica sobre él, sino que lo que hacía era muy sencillo; le decía: “Compóngame un movimiento sinfónico para la semana que viene y ambos vamos a leer ese movimiento sinfónico, vamos a criticarlo y vamos a ver qué fallas técnicas pueda tener”.
Alejandro García Caturla fue, además, uno de los temperamentos más curiosos que yo he conocido en mi vida. La primera vez que lo vi fue un día que me llevó un tiempo de cuarteto de cuerdas que había escrito, que se está ejecutando actualmente en todos los conciertos conmemorativos de su obra y que es, indudablemente, una página de una originalidad extraordinaria para la época, por una especie de inmovilidad, por una especie de ausencia total de énfasis, de pathos, en ese sentido, que era realmente una cosa excepcional en aquellos años
y me refiero ahora, probablemente, al año 1923 ó 1924. Alejandro García Caturla estaba estudiando la carrera de Derecho, con una inteligencia tal, que pudo, “por la libre” como se llamaba entonces es decir, sin seguir los cursos regulares, pero sí presentando exámenes, realizar en unos meses lo que otros alumnos de la Universidad, estudiantes de la Facultad de Derecho, realizaban en años. Era un hombre superdotado. Pero, a la vez, como un joven necesita llevar un poco de dinero en el bolsillo, se dedicaba a tocar piano en un cine de la esquina de Tejas por las noches. Y allí, viendo él mismo la película película que él desconocía, pues se ponía a tocar foxes, danzones, melodías; improvisaba, exactamente como hacían algunos pianistas de cine en la época, en el mismo ritmo de la película.
Graduado de abogado, su familia, a modo de recompensa por la rapidez con que había logrado la carrera y desconfiando en cierto modo de su vocación musical
no se veía que esa vocación musical, desde el punto de vista de ellos, fuera una cosa que les interesara enormemente, lo mandó a Europa, donde empezaron como dije hace un momento sus estudios con Nadia Boulanger.
Generalmente, el joven latinoamericano que llega a París se deja deslumbrar un poco por la capital. Pierde tiempo; pasea; va a visitar distintos monumentos; sube, incluso, a la Torre Eiffel. Caturla fue todo lo contrario. Se instaló en un pequeño hotel del barrio de Montparnasse, y se puso a trabajar con una regularidad absolutamente increíble, desde las ocho de la mañana hasta las ocho o nueve de la noche. Esto le permitió responder al encargo que le hiciera el joven director de orquesta francés Marius François Gaillard, de escribir una obra sinfónica para ser estrenada en la Sala Gaveau. Esa obra fue su “Bembé”, obra antológica, movimiento sinfónico de una fuerza, de una energía, de una cohesión singular, con la cual nuestra Orquesta Sinfónica Nacional inició sus actividades hace tres años.
A Alejandro García Caturla se le podía decir: “Escríbeme una obra sinfónica para dentro de dos semanas”. Él, como artesano consciente, con un espíritu artesanal admirable, se planteaba el problema y trabajaba. En París tuvo grandes amistades con los poetas del grupo surrealista. Hay una carta de él que yo publiqué recientemente en la Nueva
Revista Cubana, donde se hace mención de su amistad con el poeta surrealista francés, el gran poeta Robert Desnos después, héroe de la resistencia francesa, y donde Caturla cuenta cómo va a salir con él una noche para ir a ver una función del teatro yidish que estaba actuando en aquel momento en París.
Entre los encargos que se le hicieron en aquel momento, hubo el de dos melodías para voz femenina y piano. Me pidió la letra de ambas
mucho habríamos de colaborar, Caturla y yo; incluso, él ha dejado una ópera póstuma, que Erich Kleiber quería estrenar en La Habana, con decoraciones de Wifredo Lam, pero no se pudo realizar este proyecto por haber tenido Kleiber que regresar a Europa.

De ahí surgieron nuestros dos “Poemas afrocubanos”, publicados, desde entonces, por las ediciones de Maurice Sénart, de París. En la versión que vamos a oír, desde el punto de vista musical, es absolutamente perfecta la canta la soprano Phillis Curtin; sin embargo, no diré que la letra sea del todo clara en el sentido de que Phillis Curtin se está expresando en un idioma que no es el suyo. Vamos a escuchar ahora los dos “Poemas afrocubanos”, de Alejandro García Caturla.

MARI-SABEL

El solar se ha dormido
bajo su manta de tejas.
Sueño, calor y silencio...
En el patio una camisa ñáñiga
cuelga como un estandarte vencido.
Por la calle desierta
cruza la sombra de un aura
ebria de luz...

”¿Maní, maní... !”
Un pregón que se pierde
por la lejanía...

”¿Aé, aéee... !”
”¡Maní, maní... !”

Crujió
la puerta azul
y en la quietud del mediodía
apareció la mulata Mari-Sabel
haciendo danzar su chal rojo
como un fuego de Bengala.


(1927)

JUEGO SANTO

Ecón y bongó,
atabal de timbal,
ecón y bongó,
timbal de arrabal.

Rumba en tumba,
tambor de cajón.
bogue le zumba!

Ecón con ecón,
timbal y bongó,
tambor de cajón.

Por calles de Regla
lleva la comparsa
juego santo
en honor de Ecoriofó.

Farola en alto,
anilla de oro,
chancleta ligera,
pañuelo bermejo...

Ataron el chivo,
mataron el gallo,
asaron cangrejos,
sacaron el diablo...

¡Baila, congo,
ya suena el empegó!
Son toques de allá
Los cantos de Eribó.

Ecón y bongó,
atabal de timbal,
rumba en tumba,
timbal de arrabal.

(1927)

Una de las obras capitales de Alejandro García Caturla es, indudablemente, su movimiento sinfónico titulado “La rumba”. El título no debe llevarnos a engaño. No se trata, ni mucho menos, de un intento, diríamos, de adaptación folclórica a la orquesta, de un determinado giro popular. Lo que ha hecho Caturla, en esa obra de proporciones considerables, es llevar el espíritu de un género de música a los medios sinfónicos posibles. Se trata de una partitura para un considerable aparato orquestal, donde Caturla ha dado, realmente, su más alta medida de sinfonista. Igualmente, debe citarse su “Obertura cubana”, obra de un logro singular, donde utiliza magistralmente los medios de la percusión.
Las principales obras de Caturla son: las “Tres danzas cubanas”, para orquesta, breves, finas, admirablemente escritas, que le fueron publicadas en París y que constituyen la primera partitura de él que haya visto la luz en la prensa de un gran editor internacional; el “Bembé”, que yo he mencionado; “Yamba’ O, movimiento sinfónico; “La rumba”, de la que acabo de hablar; y una serie de partituras corales, de composiciones musicales sobre poemas escritos por Nicolás Guillén. Y, en conjunto, la obra de él, que incluye una serie de obras pianísticas
él era un excelente pianista, una serie de obras para diversos instrumentos, incluye, también, aquello que seduce siempre y atrae al compositor.
En una charla reciente oímos el “Chôros No. 7”, de Villa-Lobos, que es una magistral solución de un problema de escritura para un conjunto reducido. En disco, apareció hace pocos años una versión dirigida por Jorge Scipin, de la “Primera suite cubana”, de Alejandro García Caturla, escrita para ocho instrumentos de viento y piano. Esta versión en disco, que ha sido poco escuchada hasta ahora, es la que vamos a oír, con dos de sus movimientos: el segundo movimiento, titulado “Comparsa”, y el tercer movimiento, titulado “Danza”.

Octubre de 1965

Notas

1 Alejandro García Caturla y Carpentier acariciaron la idea de marcharse juntos a París, justamente por lo que representaba de escuela para completar sus respectivas formaciones profesionales. Las circunstancias hicieron que Carpentier viajara primero, en marzo de 1928. Poco después, se encontrarían en París (hecho al que alude Carpentier).

2 Alejandro García Caturla: Dos poemas afrocubanos. Mari-Sabel y Juego Santo, París, Éditions Maurice Sénart, 1929.

3 Estas piezas que se escuchan provienen de un disco titulado Afro-Cuban and Latinamerican Songs. Phillis Curtin, soprano. Gregory Tucker, piano. Cambridge CRS-203, 1953.
Tomamos los textos de Alejo Carpentier: Obras completas. México, Siglo xx Editores, t.I, 1986, pp.217-219.

lunes, 26 de noviembre de 2007

"ERREGE". DEL LIBRO (INÉDITO): Efory Atocha.(España 2006) L. SANTIAGO MENDEZ ALPIZAR / CHAGO.

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-------------------------------------ERREGE

L. Santiago Méndez Alpízar / Chago.





Unas cuantas fanegas de tierra /

una casa / nada de vecinos /

Llevar a Luar a escuchar Cobos /
Los antes sabrosos crudos de Cobo /

Toda esta tristeza te la puedo meter por el culo

Luego me acusarías de maltratador /
de sentarme a ver peleas en la Plaza de Lavapiés /
de no escuchar las horas importantes de tu vida /

Luego / ya sabemos /
me seguirás arrinconando /
para finalmente quemarme en tu desmemoria /

Por poderlo todo / sólo puedes eso /

Unas cuantas fanegas de tierra /
unas otras gallinas /
algún pez
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--
Pu
blicado aquí el 7/03/07

viernes, 23 de noviembre de 2007

"LOS ASESINOS". E. HEMINGWAY


------LOS ASESINOS
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-------Ernest Hemingway
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La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tenés para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocino con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tenés algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que creés que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que sos un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo sos -dijo el otro hombrecito-. ¿No cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: -¿Cómo te llamás?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No, Max, que es vivo?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acordás?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué mirás? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Vos no te rías -lo cortó Max-. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
-Está bien -dijo George.
-Así que pensás que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasá del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Decile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Decile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien donde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que decís, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George- Escuchá, decile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó: -Sam, vení un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quedate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador: -Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no decís algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le contás? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué creés que se trata?
-No sé.
-¿Qué pensás?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escuchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Decime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué pensás que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Callate -dijo Al desde la cocina-. Hablás demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablás demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste vos.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me servís la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Sos un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló: -Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, vos hablás demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablás demasiado -insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
-Adios, chico vivo -le dijo a George-. La verdad que tuviste suerte.
-Es cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escuchá -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no querés no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantenete al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada. -¿Está Ole Andreson?
-¿Querés verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasá.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasó? -preguntó.
-Estaba en lo de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pudiera hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeran en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo a lo de George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.
-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que podés hacer.
-No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor dejá de pensar en eso.
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"LA CAZA": DEL LIBRO INEDITO PUNTO NEGRO.Escrito en la Habana 1994-95.

Nunca le vi. Ni siquiera recuerdo su nombre real. Pero la desgracia se volcó en las bocas de las gentes del pueblo, en las miradas desconfiadas de los jóvenes, era un toque de atención en toda regla. ¡Pero los había que llamaban a los cangrejos! Metían la mano, el brazo todo, trababan el cangrejo al final de la cueva. La cueva no era más que una trampa sin salida.
Nunca le vi. No le recuerdo. Pero su historia la conté en el año 1995, ahora la publico. Yo, vendía las docenas a 15 pesos. Algunos llegaban casi muertos, sin alguna pata, la falta de alguna muela. Al resto me los comía. Me sorprende que lo que conté hace más de diez años, esté razonablemente sano. Duro. Vivito y coleando.

LA CAZA
/ Una historia de Pueblo /
--

L. Santiago Méndez Alpízar / Chago

Siempre el fango
Las vísceras
de la mujer negada

El color indefinido de la cicatriz más exacta

Siempre al charco

La tuberculosis
en el mensaje del escupitajo

El encanto del degollado perro y
los ojos del niño
haciendo un nudo

Cazar cangrejos era divertido

pero

Ariel murió
con un palo de mangle
atravesado en la ingle

Siempre el fango

La mitad del cuerpo
es fango
y está en el charco

Cazar cangrejos era divertido
pero
Ariel murió de tuberculosis y
le creció un mangle desde el escupitajo de un perro
negado como
las vísceras de la mujer que
indefinía la cicatriz más exacta
del color
o
como los ojos del niño /bolas carrasposas
en el pavimento/

Ariel guardó

en la ingle
un mangle

y la muerte le creció
desde el fango

La muerte
el charco
el fango y
Ariel
eran lo mismo

Los cangrejos sabían

La Habana y 1995.

jueves, 22 de noviembre de 2007

"ELOGIO DE LA DIÁSPORA" (Fragmento) Por Julio Fowler








-Elogio de la Diáspora-
Julio Fowler

Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese “no sé a dónde ir” que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; solo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia.
(Stefan Zweig. “Mi Mundo de ayer”)



I



Yo fui uno de aquellos uniformados niños cubanos que entonaban en el aula o en el interior de los patios de colegios las célebres estrofas del himno de Perucho Figueredo: “Al combate corred bayameses/ que la patria os contempla orgullosa/ no temáis una muerte gloriosa/ que morir por la patria es vivir….”. Por entonces, como cualquier niño o niña cubana que vivía una circunstancia redentora y heroica, coreaba al unísono y a todo pulmón: “Pioneros por el Comunismo, seremos como el Che” o declamaba, empujado más bien por la mimesis que por la pasión, aquellos enardecidos versos de Bonifacio Byrne dedicados a la bandera: “Si deshecha en menudos pedazos/ llega a ser mi bandera algún día/ nuestros muertos alzando los brazos/ la sabrán defender todavía…”. Todo aquel repertorio de canciones, consignas y versos, legados de una tradición anticolonialista, romántica, patriótica, épica, patriarcal y también necrófila; símbolos inequívocos del sentimiento de unidad y autodeterminación política de un país que, según el relato independentista-revolucionario, ha sido forjado en la permanente resistencia; fueron poblando los laberintos de mi imaginario y compartiendo sus habitáculos con otros relatos procedentes de la mitología griega y romana, con “Las mil y una noche”, con las ficciones de Julio Verne, Emilio Salgari, Daniel Defoe o Alejandro Dumas entre otras tradiciones literarias, conformando así un universo de influencias y lecturas de infancia. En aquel contexto de aprendizaje en el que fui creciendo, entre lecturas y juegos se fueron constituyendo los primeros vínculos de pertenencia a una comunidad, a una historia, a una cultura y a un territorio, se fueron creando así los nexos iniciales que iban ampliando, mi entorno más íntimo y primario (la familia y el barrio) a otro más abarcador y monumental al que por entonces, no sin el asombro, la inocencia y la perplejidad del niño, llamábamos Revolución. Una avalancha retórica de mensajes y símbolos políticos a los que era inevitable sustraerse invadían el horizonte del saber y el ámbito de mis sentimientos produciendo de este modo un raro efecto de parentesco y afectividad en tanto llenaban de contenido social y moral mi vida de entonces. Aquello que llamábamos Revolución y cuya liturgia iba exigiendo de mí compromiso, devoción, amor a la tierra, lealtad, virilidad y hasta el sacrificio de mi propia vida, no dejaba de provocarme cierta confusión al no entender el imperativo de morir por algo que, en aquel momento, todavía me resultaba abstracto y de alguna manera extraño, ajeno al goce de vivir, al deleite que invadía mis impulsos básicos y primarios. No obstante, la fuerza avasalladora de la patria en su más vibrante y triunfal estadío, como a cualquier niño o niña de entonces, nos fue empujando por sus senderos gloriosos y “redentores”, haciéndonos creer no solo en el sentido heroico de la muerte sino además, descubriéndonos la magnitud del miedo y el castigo que amenaza a quienes abandonan su vínculo, evidentes ya en los flamantes versos de B. Byrne a la bandera que dicen: “al cubano que en ella no crea, se le debe azotar por cobarde”.

Yo fui pues un producto de lo que puede denominarse la vida centralizada, planificada, dirigida desde arriba es decir, fruto de un proceso de masificación de la instrucción y la enseñanza; una suerte de “siglo de las luces” caribeño que al final no era más que un ensayo, una preparación para formar el gran ejercito de la nación cubana; esa gran masa anónima y homogénea que Ernest Gellner define como “sociedad…de individuos atomizados y reemplazables” (1). Yo pertenecí a esa generación cuyo advenimiento presagiaban mejor, llamados a ser guerreros ilustrados en un país que había decretado el fin de toda rebeldía, llamados o más bien condenados a venerar un nuevo panteón de deidades republicanas y laicas es decir, Soberanía, Socialismo, Revolución y sobre todo llamados a reverenciar la encarnación del máximo y supremo representante de todos los cuban@s sobre la tierra. De mi generación se esperaba, ni más ni menos que defensores a ultranza de lo que la retórica marxista criolla llama “conquistas políticas y sociales” de un legado independentista que, con el Socialismo llegaba finalmente a su “exitosa conclusión”, a su “feliz y anhelada paz”; con lo cual, la Revolución _ si alguna vez lo fue_ se detuvo, se amuralló en sí misma siguiendo el mismo rumbo teleológico y dogmático de las religiones.



Yo fui adoctrinado para servir a la patria, sacrificarme y morir por ella, también fui aquel al que la patria nunca le pidió permiso, al que reprimió la posibilidad de elegir y construir un destino con ruta propia. Yo fui por lo tanto, uno de los que se hartó de cederles el poder de decidir sobre su propia existencia, de delegar en el Estado cómo y por qué fines vivir. Yo he sido uno de esos cuban@s que ha escapado a esa “retórica de la pertenencia” a la que se refiere Edward Said al hablar de los nacionalismos (2), a esa “enfermedad de la frontera” que muy bien describe José Tono (3). Hoy no me reconozco ni en el himno, ni en la bandera, ni en el héroe épico, ni en aquellos versos, ni en el ideario de eso que con suma obstinación continúan llamando Revolución (4), ni en los modelos de masculinidad que entre mambises y bolcheviques han pretendido inculcarme. Patria, nación, soberanía, independencia son los restos ideológicos de un naufragio político, supervivientes retóricos de una estrategia de dominación cuyo péndulo semántico se mueve entre la obediencia y la exclusión. No me identifico con ese inventario de representaciones colectivas y artificios políticos (“simulacros” diría G. Bataille) con que trataron de intoxicarme el cerebro y que pretende sobredeterminar una identidad ajena a mi propia elección, que solo persigue controlar mi existencia así cómo condicionar la forma en que deseo vivir una socialidad inclusiva, más humana y plena.
Este rechazo a una vida sujeta a la política, a su neurosis y mesianismo, a sus categorías patriarcales y de poder que nos obliga a compartirlo como única vía de realización individual y colectiva (dentro de la Revolución, todo, contra la revolución nada) (5) es el signo más tangible de mi fuga; una fuga que, con toda certeza, se distancia de aquella historia, de sus códigos y lógica y que, más allá del reclamo generalizado de libertad política y democracia que la caracteriza, anhela instalarse y obrar desde otro horizonte, desde un escenario donde la ética y el humanismo sean la brújula de una otra historia posible. Todo el desencanto y el drama que acompaña esta fuga pueden transformarse en el origen, en el principio de una búsqueda y una posibilidad fundadora.
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NOTAS:
(1) Nations & Nacionalism. Ernest Gellner. Basil Blackwell, Oxford, 1983. p. 18

(2) “Reflexiones sobre el exilio”. Ensayos literarios y culturales. E. W. Said. Debate. P---

(3) Revista “Claves” De Razón Práctica. Nº 153 “La enfermedad de la frontera”. José Tono Martínez. P. 36

(4) Llaman Revolución a lo que previsiblemente no es más que aquello que Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Michels denominan con bastante acierto “rotación de las élites”. Desde esa perspectiva, en Cuba no ha habido una revolución sino la sustitución o la sucesión de una dictadura por otra. Es decir, han cambiado relativamente los contenidos políticos pero no los continentes, los significados ideológicos pero no los significantes. Al final, la idea predominante de revolución social se reduce a una dinámica de alternancia del poder, a un cambio de ideologías dentro de la misma dinámica de poder, responde a una lógica política cuya interpretación de la historia no escapa a un esquema clasista que perpetua la dialéctica entre dominadores y dominados.

(5) “Palabras a los Intelectuales”. Fidel Castro. 1961. En Cuba parece que no hay más realidad que la Revolución. Su densa propaganda política se vuelve tan cargante y omnipresente que, de concepto político ha pasado a ser un concepto teológico, como rivalizando con el estatus del Dios judeo-cristiano. Su retórica ideológica se distribuye y expande por los cuatro puntos cardinales de la isla. Primero tropiezas con la pared de la Revolución luego con el mar; de ahí la sensación de estar siempre en una cárcel, en un asfixiante círculo vicioso.
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miércoles, 21 de noviembre de 2007

"MIRLOS CHINCHILAS Y EL SILENCIO DE LOS POEMAS. (Un Paseo por Ávila)". Poema del Libro Inédito: Efory Atocha.L. Santiago Méndez Alpízar / Chago.



Un Poema del Libro inédito: Efory Atocha
de L. Santiago Méndez Alpízar/ Chago.



MIRLOS CHINCHILAS Y EL SILENCIO DE LOS
POEMAS
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(Un paseo por Ávila)

.....................................................................----------Para Lourdes

Ahora es como el silencio de los poemas /
esos que cada cual interpreta
que los poetas olvidan /

En toda esta casa caben mis sueños y los de diez emigrantes
del África –Sub Sahariana

Pero no hace falta / Tampoco es para tanto

Nadie que sea bueno ordena apuntalar la casa con barras de oro / menos
a sabiendas de cómo va la peli

Da miedo pensarlo / capaz que un trueno

Por esta ventana de patio interior tengo que estirar el pescuezo
como los gallos Jamaiquinos

- Ventana de vista muerta -
de ver la luna con seso

Directa al rostro de la señora Purita / la
ventana /
por donde alguna vez tú…

Detrás de la mancha gris perla / del hollín están colgando

Si estiras el pescuezo
verás caer herrumbrosas caretas

Siempre me veas por esta ventana estoy depurando /
eligiendo para llegar a la roca
al lomo del Gran Sapo Toro / que diría si quisiera acojonarte

…buscando alguna representación de fortuna

Últimamente no reconozco una vida de otra

La ausencia o la patria

Un desplazamiento prolongado para llenar
la memoria

Cuáles los años verdaderos

Destino remendado
Para que sea destino /
remendar /
abrir el saco /
aspirar la bocanada

Una vida /
una miserable bocanada

Los nombres de las ciudades ya no pertenecen a una geografía natural /
fue la sierra de Cercedilla o la Loma de Tesico

Calamar dormitado /
- la Yerba que borra lo prescindible -

Tú corazón puede ser – también - una lata de compota /
milagro para un bebé hambriento

Cultura de documentales / cuál fue la
verdadera /

inquietas chinchilas que chispean
aletear de chinchilas
evocadas e imposibles chinchilas europeas

O fueron Mirlos cuando la siembra /
la cosecha del arroz junto a la Zanja de los Chinos /

- arike de agua con anguilas -
piedra enorme

Mirlos en los cielos de la Posa del Güije /
Mirlos desde la rancia infancia / tardíos Mirlos que nunca
llegaron ni siquiera al E. S. B. E. C.*

- a la alada pira -

He de regresar al pasado /
mirar las fotos que me faltan /

Seguramente bailando /
con risas de fotos colectivas /
espontáneas carcajadas a la de tres

Aseguraré que estés desde el principio
Las pinturas de mujeres que no son tú /
que lo son según la luna
el universo interior
la menstruación


Una tarde en Ávila /
un recorrido pétreo /
medieval
romántico
Asilados por la majestuosa
presencia de los Berracos Vettones /

No hay muchos negros en Ávila /
ni chinos con chiringuitos /
ni papel de liar /

No hay muchos chinos en Ávila /
ni negros con chiringuitos /
ni marihuana

Pero estaremos servidos por Elegüa convenientemente /
la asada del cabrito /
la arrogancia del vino

mi derecho de pernada

Tu desquite

Poco más

Aseguraré /
el silencio cuando es de los poemas

Esos / que los poetas olvidan / que cada cual interpreta

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* Escuela Secundaria Básica En El Campo/ Colegio Interno donde el alumno trabaja y estudia desde los 12 a 16 años.
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martes, 20 de noviembre de 2007

"Apetito Equivocado". UN CUENTO INÉDITO DE Luis Manuel García




Apetito Equivocado

Luis Manuel García


Vuela un puesto de fritanga, cae al suelo atropellado el enano malabarista, la pitonisa gitana que ofrece la buenaventura se salva por los pelos de ser embestida. El negro Golomón va dejando una estela de estropicios entre los transeúntes que hoy deambulan por las callejas de Burgos, salpicadas de derrumbes y ruinas, relictos del antiguo esplendor. Algunos lo ven venir como una exhalación y se apartan a tiempo. A otros, desprevenidos, apenas les queda una imagen fugaz de quien los ha incrustado contra el muro. Una imagen que más tarde se verán obligados a reconsiderar, porque un negro de casi dos metros con un traje tricolor, sombrero carmesí de anchísima ala y un papagayo haciendo equilibrios en su hombro izquierdo, no es imagen cotidiana en la muy católica ciudad de Burgos en este Año del Señor de 1695. Los gritos de alguien que lo llama por su nombre ya se han apagado a sus espaldas cuando por fin Golomón entra resollando a la posada donde se hospeda gracias a la generosidad de Carmen, una robusta moza no tan moza, exnovicia que abandonó la religión por la relajación, cuyas hambres diversas y buen diente para todo tipo de carnes, sobre todo humanas, son proverbiales en la comarca leonesa, a pesar de que su dentadura exhibe una perfecta alternancia entre presentes y ausentes.
Aunque Golomón se encorva para hacerse menos visible, su esfuerzo está condenado al fracaso por el color azabache de su piel, los naranjas y verdes de su atuendo, y el espacio en la vertical que ocupan ambos. Carmen le acerca una jarra de vino y con el pretexto de recoger un paño que se le ha caído al suelo, acaricia por encima de las calzas la culebra que el negro porta a la izquierda y que se extiende por el sur hasta medio muslo.
Mientras bebe a grandes sorbos el vino aguado de la posadera, Golomón intenta adivinar qué carajo hace en Burgos don Gaspar Pérez, carpintero en la villa de San Juan de los Remedios del Cayo, en la costa norte de la Siempre Fiel Isla de Cuba. Y lo único que se le ocurre es que haya venido a buscarlo. Golomón es un negro liberto con toda su documentación en regla, no un cimarrón huido. Tampoco ha transgredido la ley. No más que lo habitual en estas tierras. De modo que si algo viene a remover don Gaspar será aquella vieja historia de endemoniados que protagonizaron su amo y él bajo la güira de Juana Márquez La Vieja, donde según el cura de la villa tenía Lucifer una entrada del Averno, y puede que hasta tuviera razón. El negro no presagia nada bueno. La posadera sí, cuando detecta signos de euforia en la culebra, aunque en este instante su dueño cavila que la encomienda de don Gaspar no será de las autoridades civiles ni militares. Y Golomón decide en este instante que debe poner tierra –más tierra y mar y cielo de los que ya ha puesto— de por medio, siendo como es, larga y fisgona, la mano de la Santa Inquisición.
Carmen sigue sin encontrar el trapo y sobándole la culebra, que ha empezado a desperezarse con la caricia, pero también con la memoria de aquella noche cuando, recién incorporado a la dotación de don Tomás Rodríguez, Golomón convenció a Engracia, la esclava que cuidaba a los muchachos, de que lo acompañara hasta los matorrales a contemplar el cielo y las estrellas. Cuando su amo apareció de improviso, Golomón estaba afanado sobre Engracia, a quien tenía a cuatro manos en la tierra, al vuelo las enaguas y el culo al aire. «¿Qué coño es ésto?», fue lo único que atinó a decir don Tomás espada en mano. Del salto que dio Engracia, la verga del negro quedó a la intemperie y como indecisa. «Yo le voy a explicar, mi amo», y Golomón trataba de esconder el instrumento del delito, que se resistía, rígido como un mástil de navío, enorme como una cachiporra de mayoral. La mujer sólo atinaba a llorar y no lograba componerse el vestido, al aire sus redondeces que hasta entonces su amo no había sospechado. Si no nos llega a sorprender aquel día, otra sería mi historia, piensa Golomón mientras acaricia a su papagayo y mira en derredor por si alguien se ha percatado de que la posadera ha olvidado el trapo y está dándose un banquete de ofidio en la planta baja. El hombre concluye que deberá irse a pregonar maravillas de Indias en tierras más lejanas, como si fuera poca la distancia que ha puesto entre Remedios y Burgos pasando por Sevilla. Esta misma noche recogerá el petate y se largará con los dos animales que le dan de comer: su papagayo y su culebra.

Don Gaspar Pérez ha perdido primero el resuello que la voluntad de perseguir al negro Golomón. Porque es él. Seguro. Un negro de su tamaño y con esa cabeza que parece un pedrusco de hierro, no se le despinta a uno en toda su vida. Claro que es él. Y de que me oyó llamarlo estoy seguro. Entonces, ¿por qué carajo salió como diablo que lleva el diablo y arrollando a la gente? ¿No tendría razón el cura y estarían los dos, amo y esclavo, endemoniados? Quién sabe. Será cosa de magia negra. Lo cierto es que aquella vez siempre quedó una sospecha flotando en el aire cuando sorprendimos a don Tomás Rodríguez con éste, esclavo cuando aquello de su dotación, bajo la güira de Juana Márquez La Vieja. Y puede que nunca lo hubiéramos sabido, pero un chiquillo los vio de lejos al oscurecer. Corrió asustado hasta la iglesia denunciando que algo satánico ocurría. Allí acudimos, y desde lejos se escucharon gemidos y estertores. Vade retro, gritó el cura para espantar a los demonios. Correteos, bufidos, palabras en lenguas extrañas. Cuando salimos al claro, estaba don Tomás descamisado y como loco, fusta en mano y atizándole al negro, que corría alrededor del árbol a cuatro patas, como un animal, y encueros vivos. Sus partes bien desveladas, que hasta intentó fornicar al árbol, a pesar de los fustazos. Tomás Rodríguez vino sobre nosotros con la fusta en alto, pero el cura lo detuvo con la cruz –Vade retro, Satán, Vade retro– y cayó a tierra sin sentido. En ese mismo momento el negro volvió en sí. Cuando pudimos despertarlo, don Tomás preguntó qué había pasado porque no se acordaba de nada. El esclavo tampoco. De que las negras fuerzas poseyeron al tal Tomás, no cabe duda. Y por la huida de hoy, quizás resulte que el negro no era tan inocente ni tan víctima del Maligno como pensamos en su día. Ni su amo tampoco. Si no, ¿cómo se explica que al poco tiempo le concediera graciosamente la libertad al negro?

A 10.000 kilómetros de distancia, en la villa de San Juan de los Remedios, cesa el cuchicheo de las comadres reunidas frente a la puerta de doña Elvira Santacruz, porque se acerca don Tomás Rodríguez, que nadie tiene por hombre de fiar. Entre los posesos comprobados estuvo, y eso basta para que las mujeres se persignen disimuladamente. En la última reunión de vecinos, todos notaron el aire ausente de don Tomás, y tomaron sus ojos vidriosos de mirarse por dentro como un pésimo augurio, aunque ya hayan pasado trece años desde los sucesos. Don Tomás atisba de refilón a las vecinas y un amago de saludo queda congelado en el aire ante las miradas que se alejan, huidizas, por la tangente. El hombre no cesa de hurgar en su memoria qué mal ha hecho desde aquella noche, quién sabe si aciaga o feliz. No puede arrancarse de la cabeza que todo lo bueno y lo malo de su vida en los últimos trece años tiene su origen en aquella noche. Regresaba de la partida de cartas que un par de veces por semana jugaba con los Godínez, cuando escuchó un sonido extraño entre los matorrales. Pensando en ladrones, se acercó con sigilo y descubrió al negro Golomón, que apenas un mes atrás había comprado, afanado sobre Engracia. «¿Qué coño es ésto?», fue lo único que atinó a decir espada en mano. Del salto que dio Engracia, la verga del negro quedó a la intemperie y como indecisa. «Yo le voy a explicar, mi amo». La mujer sólo atinaba a llorar y no lograba componerse el vestido, al aire sus redondeces que hasta entonces don Tomás ni sospechara. Los ojos dubitativos de don Tomás iban de los engraciados montículos a la verga del negro, que se resistía a descender. «Vete a la casa, Engracia. Después hablaremos». Pero la negra se arrodilló a sus pies: «No le haga nada, mi amo. Yo fui la culpable». «Obedece, Engracia», pidió también Golomón, un tanto turbado por la mirada indecisa de su amo. «Que te vayas, carajo», gritó el amo en aquel instante de aquella noche. La negra huyó. Y su huida marcó para siempre el destino de don Tomás Rodríguez.

Después de un tropeloso viaje por mar en una nao de la Real Casa de Contratación que lo depositó oliendo agrio en San Cristóbal de La Habana, don Gaspar Pérez hizo cinco días a caballo antes de arribar, por fin, a San Juan de los Remedios del Cayo, con la firme voluntad de no abandonarlo nunca más. Todavía se pregunta qué carajo lo acometió el año pasado cuando, rehechos sus caudales gracias a la reconstrucción de la villa, decidió irse a conocer el mundo para descubrir que la mar es una superficie móvil cuajada de náuseas y vomiteras, que la Madre Patria es un manojo de ciudades por momentos grandiosas y siempre pestilentes, de pícaros y señores vestidos de holán fino y cundidos de piojos; y que los campos alternan paisajes de una belleza que quita el resuello, con gavillas de fascinerosos que le rebanan el gaznate al viajero por una pinta de vino y medio queso. Lo único bueno de su largo viaje es saber lo bien que se está en casa, y tener una reserva de historias, novedades del Viejo Mundo que contar al arrimo de una taza de cacao. Entre otras, haber visto a aquel negro –¿te acuerdas del tal Golomón?– en la feria de Burgos, pregonando maravillas de Indias con un papagayo al hombro. Después de perseguirlo sin resultado, alguien le comentó que tenía un éxito notable en las tabernas, donde era fama el tercer pie que desenfundaba ante la menor provocación de las mozas. Y aunque supo la posada donde dormía, al día siguiente ya el negro había escapado con rumbo desconocido dejando una posadera desconsolada y una deuda que pretendieron cobrarle a don Gaspar por paisano. Trabajo le dio convencerlos de que ni paisano ni un carajo; cualquiera sabe en qué selva habrán parido a ese negro huidizo. Y la reacción de don Tomás, mujer, cuando le narré el encuentro. Primero fue un sobresalto en la mirada, aunque se contuvo y aparentó no darle la mayor importancia. Tan raro como que no hiciera ni una sola pregunta sobre quien fuera un hombre de su casa. ¿No te parece sospechoso?

La mención del negro Golomón ha revuelto los recuerdos de don Tomás. Míralo como va, con los ojos en blanco, que hasta parece ánima en pena –cuchichean las comadres que han suspendido la conversación y se persignan de nuevo al tiempo que lo ven desaparecer–. Antes de perderse tras la esquina (no de fraile, por cierto), y que las viejas lenguaraces continúen chachareando con momentáneo alivio, don Tomás fulmina de un vistazo a doña Ana de Reinoso, cuya presencia lo turba siempre, desde aquel lejanísimo día cuando, enrolado aún en la chiquillería de Remedios, descubrió que la doña tomaba cada viernes un baño de cuerpo entero en la poceta del Seborucal. Allí se fueron a emboscarla. Cada uno en su atisbadero y bien ocultos entre los matorrales, la vieron llegar. Tendido junto a él estaba Pedrín, el más chiquito de los Márquez, quien permanecerá alebrestado muchos años por las mujeres de su imaginación. Tomasito casi podía oír el repiqueteo de su corazón cuando doña Ana, con una parsimonia y un ritmo dignos de un sex-show del lejanísimo futuro, se empezó a desnudar. Era la primera mujer sin ropas que veía en su vida, pero lo único que despertó en él fue curiosidad, por el contrario que en Pedrín, casi ahogado del sobresalto. La mujer nadó su cuarto de hora y luego se acostó sobre una laja de piedra, frente por frente a ellos. Mientras se secaba al sol, comenzó a sobarse los senos. Mira qué grandes, Tomasito, mira qué grandes, cuchicheaba Pedrín; pero aquel cuerpo lleno de redondeces a Tomasito le resultaba insulso. Pedrín, en cambio, cuando la vio correr su mano hasta la entrepierna y acariciarse allí con un movimiento circular, no pudo más, y poniéndose de costado desenfundó la picha, quizás demasiado adulta para su edad, y comenzó a masturbarse. La erección de Tomasito fue instantánea. Mientras Pedrín casi se parte el cuello por no perder ni un contoneo de la doña, Tomasito, sin perder de vista la picha rígida de su amigo, se llevó la mano a la bragueta, trató de extraer el contenido, pero no le dio tiempo: la primera eyaculación de su vida lo sumió en un vértigo de placer, y a sus calzas en un charco pegajoso que lo tendría asqueado el resto de la tarde. Una huella amarillenta perdurará en las calzas durante mucho tiempo. Pero lo que el agua y el jabón no podrán erradicar en toda su vida será descubrir, a los trece años, que Dios le había asignado un apetito equivocado.
La noche de su boda con Catalina Sarduí, quince años después de aquella paja colectiva y fluvial a costa de doña Ana de Reinoso, tendría lugar su segunda experiencia sexual. Durante el intermedio se fue percatando de que si algo lo excitaba era contemplar a los muchachos que se bañaban en el río, o el torso sudado de los vegueros jóvenes mientras se afanaban en los surcos; no a esas señoritas adiposas y empolvadas que sus padres querían meterle por los ojos cada domingo en la misa. A la larga, sus padres triunfaron: La noche de su boda, Catalina se desnudó para él y Tomás tuvo que cumplir su deber con menos entusiasmo del que ella esperaba. Dios sabe lo doloroso que le resultó violentar sus instintos. Con el tiempo, se habituó a representar el papel de varón cada vez que el malhumor de Catalina resultaba insoportable. Había ido perfeccionando su actuación y las fantasías con hombres corpulentos, antes y durante, convertían la tarea en algo, si no placentero, pasable. Con tanta puntería, que tuvieron dos hijos, niña y niño. Ya a esas alturas sabía que el nefando pecado era lo más aborrecible en la faz de la cristiandad, punible con la muerte. Una sensación de culpa lo acosaba, y de ella vinieron a librarlo sus hijos. No sólo porque lo exoneraron durante dos largos plazos del deber marital, sino porque se convirtieron de inmediato en los amores más grandes de su vida. Tomás Rodríguez se ocupó del hogar en sustitución de la postrada Catalina, la descargó de las tantísimas ocupaciones que acarrea un nacimiento –para que des de mamar sin preocupaciones–, veló en la cabecera cuando tenían fiebre y jamás una toma de leche le quedó más caliente o más fría. Tomás Rodríguez resultó un padre tan solícito como una madre. Todas las mujeres del pueblo envidiaban la suerte de Catalina. Excepto Catalina, que ya empezaba a ocuparse de cuanta chismografía pélvica deambulaba por la villa –un modo de sustituir la praxis por la literatura–, y que lo hubiera preferido más interesado en ella que en la leche tibia. Sólo una vez en todos estos años, cuando la villa fue incendiada de cabo a rabo, la desgracia quebró las distancias entre ellos. En aquella ocasión don Tomás Rodríguez caminó sobre los escombros de su casa y abrazó a doña Catalina Sarduí, que no era en ese momento la maledicente de costumbre, docta en cuanta chismografía pélvica ruede por la villa, sino una pobre mujer abrumada por la pérdida de todo lo que creía indestructible. Aunque ni un sollozo la conmoviera, las lágrimas rodaban por sus mejillas y empapaban la camisa de don Tomás, quien sintió en aquel instante por la mujer una ternura semejante a la que ha depositado en sus hijos, una ternura que al abrazarla se confundió con el amor.

Para doña Catalina Sarduí, refugiarse en los placeres y las debilidades pélvicas de los otros —fornicaciones, virgos intactos o recompuestos, aberraciones y tratos con animales domésticos, lo que incluye el negrerío de las dotaciones y la escasa indiada—, fue un medio para resarcirse de tanto pecado incometido. Demasiada grasa y malhumor ha acumulado en los últimos doce años de ausentismo marital. Y no es que antes haya estado muy presente, pero desde que sucedió aquella historia de demonios, negro y güira, ni para interlocutor le sirve su marido, absorto siempre en pensamientos a los que ella no tiene acceso. Justo cuando se desencadenaron los sucesos, don Tomás había alcanzado un remanso de su existencia tras el nacimiento de sus hijos. Fue como concertar tablas con la vida: la presencia de los muchachos le dio ánimos para continuar simulando un apetito ajeno, a cambio del hogar donde sus chiquillos crezcan y despunten. Ya había rebasado los cuarenta y el futuro no podía ser mejor: el sexo, que lo había perseguido durante toda su vida, empezaba a apagarse, también para Catalina. La promesa de una vejez sin sobresaltos lo reconfortaba, cuando ocurrió el gran bandazo (casi casi naufragio) de su vida: la noche que sorprendió a sus negros enhorquetados en medio de los matorrales. No bien don Tomás hubo espantado a Engracia para arreglar cuentas con el tal Golomón, se produjo un paréntesis silente, un hueco negro donde desaparecieron las palabras. La mirada de don Tomás habló al falo del esclavo, los ojos del esclavo persiguieron la mirada absorta de don Tomás y después su rostro y de regreso, hasta que descubrió el bulto que empezaba a levantarse en la entrepierna de su amo. Entonces Golomón, muy lentamente, comenzó a comprender. Y no sólo cesaron sus vanos intentos de ocultar la verga, sino que la depositó en su mano derecha, y con una parsimonia que dictaba la natural prudencia, porque en su condición un error de cálculo podía ser fatal, corrió hacia atrás la piel, y el glande saltó al encuentro de don Tomás, que sintió como le temblaban las piernas y el corazón le golpeteaba en el pecho con la misma intensidad que a Pedrín aquella tarde de hacía treinta años. Del temblor, se le cayó la espada. Resistió cuanto pudo. (Tú bien lo sabes, Señor, pero por qué me diste un apetito equivocado, por qué, cabrón). Y cuando supo que no iba a poder, intentó huir, pero sus piernas se empecinaron en desobedecerlo. Tras un enorme esfuerzo, logró apartar sus ojos de la verga enhiesta y miró con impotencia y furia al rostro de Golomón, quien apagó rápidamente su sonrisa, temiendo una equivocación irreparable. A punto estuvo de esconder su instrumento entre los jirones del pantalón, y pedir perdón de rodillas a su amo. Algo se lo impidió: La misma intuición que restauró su sonrisa: Con ella demolió la última resistencia de don Tomás, que vino entonces a su encuentro con tal temblor en todo el cuerpo, que el negro lo creyó atacado por algún mal de San Vito. Pero don Tomás Rodríguez sólo seguía el curso de sus instintos, incapaz ya de dominarlos. Obedeció entonces a su mano, ya que su mano no lo obedecía, y la acercó muy lentamente, sus dedos rozaron el miembro, lo acariciaron, huyeron como si un reptil venenoso los hubiera mordido, pero al cabo regresaron y la mano de Golomón se retiró, depositándolo en la suya. Estallaron entonces las paredes de la cárcel donde sus deseos habían permanecido confinados desde aquella tarde en el río, cuando descubrió que Dios le había asignado un apetito equivocado, y se arrodilló ante su esclavo. Golomón lo dejó hacer durante un rato mientras le acariciaba el pelo. Entonces lo volvió, tomándolo suavemente por los hombros y su amo se agachó en el lugar de Engracia. De bruces sobre la tierra, don Tomás sintió deseos de eternizar aquel segundo en que el dolor y el placer se confundieron. Con la boca reseca, sólo logró pronunciar:
—Dios mío. Dios.
—¿Así, mi amo?
—Así.
Gracias, Dios mío, gracias, repitió para sus adentros, encontrado consigo mismo. En ese instante habría preferido morir a verse embutido de nuevo en su vieja piel, morir para que nada enturbiara un placer insospechado. Abrazado al tronco de un árbol, el rostro contra la corteza ríspida, don Tomás Rodríguez lloró.

Por el camino francés, pero huyéndole a Santiago Apóstol en dirección a Amberes, donde tiene pensado establecerse, Golomón recuerda que no fueron malos tiempos aquellos, en especial las tardes bajo la güira. Pensándolo bien, aquí está mejor, al menos por su éxito entre las mozas y por la libertad relativa de que disfruta, incluso la libertad de morirse de hambre y de frío, porque los largos inviernos atraviesan su piel y por momentos tiene la certeza de que se le hiela el alma en esta tierra de ventisqueros y pedregales pelados. Cuando aquello, ya él sabía que en los dominios españoles lo que hacían podía costarles una plaza en el tostadero, pero no lograba adquirir ningún sentimiento de culpa, porque en su lugar de origen el placer elegía a su destinatario, ningún dios en su nombre. Buenos eran los dioses de su tierra para dar lecciones de moral y buenas costumbres. Y no sólo los de su tierra. Mudable en sus apetitos, Golomón amaestró a don Tomás en el trocar continuo de papeles. Su status le acarreó ciertos privilegios que empezaron a alimentar los rumores de la dotación. Pero no sólo le encantaba ser durante algunos minutos el amo de su amo, sino que le profesaba un afecto que muchos habrían tildado de amor.

Tras la consumación de su encuentro con Golomón, la vida de don Tomás floreció fugazmente. Señor y esclavo se acostumbraron a los encuentros premeditados, a las miradas cómplices y los tocamientos furtivos. El don Tomás sombrío cobró brillo, aprendió a ser más indulgente con esclavos y vecinos. Aprendió a ser feliz. Incluso aumentó la frecuencia y la intensidad de sus encuentros con Catalina, encantada con este entusiasmo tardío.
Suficientes escenas como para ruborizar a toda la villa había presenciado la güira de Juana Márquez La Vieja, sitio discreto y acogedor, cuando fueron interrumpidos por el cura y sus huestes. Los salvó el Vade retro lanzado desde lejos y la moda de los endemoniados. Pero también los perdió, porque desde ese día no fueron sino amo y esclavo, hasta que don Tomás le concedió la libertad —en parte por agradecimiento y en parte por temor a reincidir y que en las cabezas de sus hijos recayeran culpas sin culpa—, con la condición de que se marchara, como mínimo, a San Cristóbal de La Habana. Pacto que el liberto sobrecumplió con creces, enrolándose como grumete en la flota de Su Majestad.

Ahora, trece años después, cuando don Tomás camina ensimismado, su hija lo saca de sus recuerdos. El la despeina con una caricia antes de pasarle el brazo sobre los hombros. El gesto lo convence de que actuó bien, así le pese; lo único sensato en aquel trance. Tampoco se arrepiente. ¿Por qué? Si fueron los únicos tiempos verdaderamente felices de su vida. El no tuvo la culpa. Allá el Dios que le asignó un apetito equivocado. Culpable Él. Aunque a veces se estremece al pensar en aquellos tiempos como una debilidad que pudo arrastrar a los que más ama hacia una catástrofe irreversible. Pero, ¿por qué?, coño, ¿por qué? Tasa el resto de su vida: una desazón perpetua que lo ha arrastrado año tras año por el légamo de sus hambres mutiladas, desazón de la que sólo se emancipó durante aquella temporada luminosa. ¿Por qué precisamente a mí, Señor? Repasa una y otra vez toda su vida, torturado por la sensación de que algo tuvo que suceder, de que en algún instante debe quedar la respuesta, porque no sabe que no existe esa respuesta, que es como si el manatí se devanara los sesos tratando de explicarse por qué manatí y no gavilán o pez espada o ébano carbonero.
Ya muy anciano, don Tomás Rodríguez visitará antes de morir, tras haber enterrado a su mujer y a uno de sus hijos, la güira de Juana Márquez La Vieja. Ese día maldecirá a gritos, por primera y última vez, a ese Dios hijodeputa que le asignara un apetito equivocado. ¿Por qué a mí, cabrón?, le escupirá.
La única pregunta que no se le ocurrirá o no se atreverá a formular es la que quizás Dios habría accedido a responderle: ¿Por qué no?