martes, 30 de noviembre de 2010

3 poemas de Clara Canzani

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Tres poemas (inéditos) de Clara Canzani
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a Clarice Lispector
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en cuanto al futuro
vislumbro y entro
quiero desear algo
que nunca nadie haya deseado
por la mera acción
de ejercitar la mente
quiero más que encontrarme
entre menstruaciones
y el bozal puesto
quiero ser inalámbrica
entrar en vías de extinción
para que hagan
mi documental
y volver
a partir
de ahí
al aire
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avanza la procesión entre las flores
el zoom en los ojos fijos
en la nariz en el pañuelo
la cámara acompaña
la mujer se hace mal la trenza
y tiene el pantalón roto
en la ingle
le duelen los ojos, el pañuelo
le duelen los omóplatos
la anciana necesita parar
a usar el baño
muy poco
amablemente le dicen que no
que no puede
su nieto está descalzo
pero es joven
eso es lo que importa
porque puede saltar
mujer, anciana y nieto
en la plaza
cerca del tren descarrilado
nadie sabe nada de nadie
y comienza la música
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universitamos todos
yo guardo las lágrimas del fracaso
en un frasquito
con gotero
en un cajón accesible
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indistintamente del tiempo
no hay río en la inminencia
y la abruma
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el aire es un lugar ideal
para llevar el mantel
y hacer un pic-nic
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por eso despliega las telas
y se envuelve en sus cuadrículas
se deja succionar por los insectos
la sangre
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el aire más que viento es brisa
y las migas se sacuden solas
se pegan en su piel
los promedios
del viaje que siempre es una duración
incompatible
de música y aire y diafragma
de sombras sin pies
ni zapatos
ni sexo
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y las ellas son yos
nosotros
en la circunstancia estival
de nuestra posición de cercanía
con el sol
secándonos sin saber
si volveremos a estar mojados
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Otras colaboraciones de CCanzani en Efory Atocha, Aquí.
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lunes, 29 de noviembre de 2010

3 poemas de Luis Yuseff

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Tres poemas (inéditos) de Luis Yussef
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Los bajos fondos
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1
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no entiendo nada y lo explico todo:
con palabras o sin ellas
da igual: el código descifrable
de la quimera
radica en la convivencia
de la memoria y el olvido
la casa y la intemperie
Dios y Dios
yo y ese lucero
que empieza a caer
desde temprano
sobre la angustia de saberle
una respuesta a todo
sin explicarme nada
porque es suficiente aceptar
que algo ha cambiado
en nosotros
desde ayer en la mañana
hasta hoy
en que un hombre toca
aquí
--------- —muy hondo—
con una flor de noche
entre sus manos desiertas.
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2
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desplaza la cenital
dentro del espacio
que se brinda como festín
para el goce del ojo
envenenado
y ya tendrás tiempo suficiente
para buscar
esa voz de arriba
que nada dice
pero intuyes que te odia
como a un hombre rabioso
y sin sombra.
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Framboyanes
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a la memoria de A. R. A, mi abuelo.

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I
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este muerto tiene dentro otro muerto
hecho de tantos ojos
de tantas bocas de tantos miedos
unificados en el centro mismo de su muerte
que sólo cuando el cuerpo desciende a tierra
donde se proyecta la combinación de muertos
—como resinosas matrioskas de pino—
el muerto entonces es uno
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el de la superficie
—el de carnes duras—
apenas es la sombra del muerto
--------verdadero
que en horas comenzará a morirse
bajo la piedra
bajo los árboles rojos.
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II
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la exhumación
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…llovió
fino a la vuelta, tan fino
sobre el mundo que sin
quererlo lloramos.
GONZALO ROJAS

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bajo los árboles rojos que espantan el calor
---------------y el vuelo de las moscas
que mortifican con violencia
transcurre la ceremonia
de la más ardua extracción:
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la tierra calcárea
se precipita sobre sus rostros
con un vaho de dos años
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(y otros animales sin escrúpulos
entre los caldos
que destiló de a poco la carne
dentro de la copa cuadrada
-----------------------huyen)
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gris fue la tela que se pudrió
-------en el hueco
hasta desaparecer
como un astro sospechoso
-------------de paso fugaz
sin marcas posibles en el firmamento
como un astro del luto
que estremeció a los hijos del hombre
que fueron con cinco pétalos
en la mañana
para dejar encima de los despojos humanos
de aquella sonrisa intacta
y sus grandes dientes amarillos
en la boca vacía que se comió el mundo.
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III
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resumen
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hay que besar la sangre que mana de ti
hay que besar el vino
como se besa la frente amarilla de los muertos.
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Ganancias y pérdidas
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I
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hallar en la bruma el cadáver
-----------cubierto de mariposas
—algo termina irremediablemente
cuando escribes
sobre la palabra muerte
-------la palabra vida:
entonces
el cadáver cubierto de mariposas
desaparece en la bruma.
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II
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pero no coagula la sangre
que asciende por los tubos sintéticos
de un momento a otro segundo
y a otro la noticia que avanza
igual que una flecha
que burla el mediodía
y un llanto molesto
estremece a los gorriones
que hacen sus desprovistas nidadas
sobre los aleros
--------------caen al césped
como la cascada
-----------------------de sangre
que ya no se detiene
fuera de la ordinaria vena azul
de aquel muchacho que vi
----------tan temprano
---------------en la mañana
---------------------sonriendo.
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III
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la casa de palomas
dejó de existir
cuando se posó el halcón
sobre la torre.
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IV
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aliviar la pérdida
con la excusa de la fe
no encuentra perdón
en la casa del triste.
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V
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sólo flota lo que mata el mar lo demás es puro romanticismo:
—apropiaciones del ojo.
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VI
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en el imposible
que es posible
estás concurrido
----------hipócrita
como una iglesia de pueblo.
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Luis Yuseff: (Holguín, 1975). Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Tiene publicados El traidor a las palomas (2002), Vals de los cuerpos cortados (Premio de la Ciudad; 2004) y Los silencios profundos (Premio Adelaida del Mármol; 2009), todos por Ediciones Holguín; Yo me llamaba Antonio Broccardo (Premio Alcorta; Ed. Almargen, 2004), Esquema de la impura rosa (Premio América Bobia; Ed. Vigía, 2004), Golpear las ventanas (Pinos Nuevos; Ed. Letras Cubanas, 2004), Salón de última espera (Premio Calendario, 2005; Casa Editora Abril, 2007); La rosa en su jaula (Premio “José Manuel Poveda”, Ed. Oriente, 2010) y Los frutos de Taormina (Ed. Matanzas, 2010). En el 2009 obtuvo el Premio de Poesía “La Gaceta de Cuba”. Poemas suyos aparecen recogidos en varias antologías, revistas y periódicos de Canadá, Perú, El Salvador, Honduras, México, Nicaragua, España y Nueva Zelanda.
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viernes, 26 de noviembre de 2010

Clara Canzani: poemas

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Tres poemas (inéditos) de Clara Canzani
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con el ombligo en la espalda
logro una contorsión
implacable
y me acostumbro
a que así sean las fotos
en las que salgo
sin ombligo aparente
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en realidad escondo
el gran secreto
en mi zona lumbar
y respiro profundo
para evitar mi imagen
holográfica
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soy una axila más en este mundo
aunque a veces no entre
en la magnitud de mis actos
ni mis pensamientos
entren en mi historieta
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como quien supo sentir
que le crecían alas
supe salpicarlas con la lluvia
y generar el espectáculo
la felicidad expansiva
de color y agua
supe amamantar
a mis maripositas
acurrucarlas en el calor
de mi axila
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me contorsiono implacablemente
observo mi imagen
transparente en un vidrio
hay nubes
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mis espacios cómodos son otros
prefiero la noche
sufijamente sol-a
prefijamente a-sol
donde los pasos tiptoean
triptongo imposible
de concebir
pero quizás llegue
a tener hijos
abiertos y cerrados
triptonguitos
sin hongos en los pies
ni rechazo a los insectos
a las víboras
gauchos
comiendo golosinas
extranjeras
(malbabiscos con dulce de leche)
por ejemplo
a-parecidos
a-mi
quest-a
dónde
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como la ropa de hormiguitas
ese fiasco caliente
ese mejor promedio
ahora el color de uñas
mucama está bien
para no discriminar
y se siguen tapando la boca
ante las supuestas injusticias
qué horror, qué tragedia
con la escoba en la mano
y universitarias
también hay mucamas
alérgicas a las plumas
y en blanco
todos tenemos hijos
igual
yo sé multiplicar sin los dedos
tengo poca tolerancia
al error
no al margen
al error
y al fiasco promedio
que se huele
en la fosa común
con esa frecuencia trágica
hablamos de vocaciones
y el margen de error
nos hace pensar en un paquete
de galletitas
una propaganda
es como el tilde y el acento
cómo y qué
cuántos años se necesitan
para entender
universitamos todos
yo guardo las lágrimas del fracaso
en un frasquito
con gotero
en un cajón accesible
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Clara Cecilia Canzani, Buenos Aires en 1984. Traductora Pública de inglés. Estudia canto y participa del Taller Literario de la poeta y escritora Ana Guillot. Publicó “heidi urbana”, su primer libro de poemas en 2009.
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jueves, 25 de noviembre de 2010

Alexander Doblado: poemas

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Tres poemas (inéditos) de Alexander Doblado
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Confesiones
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He acumulado memorias
que hubiese querido no tener
Un barco naufragando en llamas
Los ojos sin luz de un niño enfermo
Rostros que podría haber amado
y se pierden en el trasiego cotidiano
La tristeza de aquellos
en los que sólo conocía la risa
Pero he visto más
También lo escondido
lo oscuro inédito del hombre
alguien que asesina y continúa alegre
alguien que delata y no pierde el sueño
alguien que muere en el intento desesperado
de alcanzar otra frontera
y queda sin crédito-------anulado en la memoria de los otros
He sentido en mi carne el miedo
la fragilidad de otros y la mía propia
la urgencia impostergable de escapar
He sentido como todo se disuelve sin reparo
Y con todo mi alegría-------mi orgullo
mi añoranza
Ahora sé lo que puede apagar al hombre
y toda la oscuridad de la tierra
no impedirá que lo escriba.-
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Nota de un suicidio
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He soñado un Universo vasto
compacto y definitivo
como la oscuridad que lo posee
Ya no iré a ningún lugar
apenas puedo mantenerme donde estoy
El universo que he soñado se desmorona
y nadie escucha el sonido de las piedras cayendo
nadie me escucha cayendo
porque caigo en silencio
no quiero arrastrar a nadie en mi caída
- Ya no iré a ningún lugar
apenas voy a musitar dos palabras desde el vacío
y su eco rebotará en las paredes como un terremoto
He dicho cuanto creí necesario
pero nada ha cambiado
Ahora reine el silencio-------la incomunicación
Bienvenidos al infierno.-
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Senectud
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Sentados en la arena
Tus arrugados parpados
atrapando los ojos que quieren navegar
el tiempo discurre por ellos
con mil preguntas queriendo asomarse
Cogidos de la mano
nuestras huesudas manos
vencidas por las huellas del tiempo
Paseamos con los pies descalzos
por la arena blanquísima
Nuestros ojos llenitos de mar
perdiéndose en el horizonte
Los rostros relajados
marcados por dos huellas intensas
la flacidez inevitable de los años
y la plenitud insondable del amor
Vestidos de blanco
mis sandalias en una mano
y tu mano en la otra
Como en una postal
nos adentramos en el atardecer
El camino ha sido largo
pero ya está terminando
Ahora
------solo queda ver como el sol se pone.

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Otras colaboraciones de ADoblado en Efory Atocha, Aquí.
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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ana Guillot: poemas

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Tres poemas (inéditos) de Ana Guillot
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“…y con tu negro hígado un banquete celebrará”
---- (Esquilo, Prometeo encadenado)

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abrió la puerta a los perros
dejó que ellos comieran
su hígado
su sólo estar así, abierta
a las fauces
al discreto quejido de este dejarse
mordisquear
de ser blanco
del hombre
que mira como si no
pero perfora con diente minuciosa
tritura el corazón
despierta hocicos y hambres
(saliva misteriosa la del desasosiego)
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ella no encuentra su canción
sus sólidas vigilias
la deslumbran los perros
esa invasión de perros anhelantes
devorando su hígado
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atada a la piedra central
bebiéndose el fuego
(ni encadenada, ni castigo de dioses)
-no hay distancia- dirá
-entre la hembra abierta
y su jauría-
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(el enamorado mira como si no
como si no quisiera, pero quiere:
hundir el colmillo
en el tendón del ala, si pudiera)
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se disuelve la nube, se di…suel…ve en trizas flecos del vestido trazos blancos
como tiza blanca bandera de la patria celeste
en las márgenes del río se disuelve, pasa a la clandestinidad la nube
dispersa en fragmentos microscópicos que van y van
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no se puede tocar la nube, no se toca la disolución pero se siente su látigo su fleco
se percibe en los órganos, raspa la corteza del pan, del pan del día
comunión que se espera del cielo
un maná prometido, todos los días ha de haber, y es prioritario no alentar mezquindades
cada día ha de haber, pero no siempre hay
esa miga, alimentando al mundo
no siempre hay esa solidez de las palabras esa carnadura del silencio que cala en la
-- -------------------------------------------------------------/textura
y permanece
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se di…suel…ve el día, la célula amniótica, la memoria neuronal se disuelve
pasa como una nube ligera que va y va
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se hace trizas lo que iba quedando de ese cielo
trizas como tripas hambrientas sin la miga pequeña y saludable
pasa a la clandestinidad lo que ya no alimenta, se tuerce se olvida se deja disolver
pigmentos microscópicos de tiempos que fueron prioritarios
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se evade la nube, la memoria del cuerpo, la longitud del rayo, la blancura
somos eso
una evasión de nubes, pan del cielo
una corteza rara y bendecida
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a miguel ángel molfino
a mempo giardinelli, natalia y celeste

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¿diré que no
si el río va y va
y yo soy agua?
charquito o empedrado
pura humedad
balsa o camalote o totora
¿diré que no?
si es resistencia el nombre
que fluye como el río
como la sangre misma
en un temblor
del verde
el resto de la tarde
suave paso de gato
culebra o colibrí
al sol
como emergente
del color verdadero
y de su forma
¿qué diré al canto del zorzal
a la arcilla que late que me late
entre los cuencos rojos
del tan relampagueante corazón?
¿diré que no al cielo alborotado
al rumor del verde y su vestido?
trébol o vicisitud o pluma
de loro barranquero
camalote o zozobra
el paisaje
se lleva o no se lleva
en los cauces amables
de la especie
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hay en la galería
una niña que dice que ella sabe volar
pájara o mansedumbre o liviana
sed de la muchachita
hay en la mesa pan
hay vino y mandarinas
y es feliz el verano
sobre la casa abierta
el hombre que no sabe
lo que lleva sembrado
ríe
y es feliz él también
en la cuerda del cielo
en el azul frontal
de su discurso
que fluye como el río
riego o manto o virtud
del color verdadero
en el tan humedecido corazón
¿diré entonces que no
si el agua va y va
y yo soy río?
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Ana Guillot nació en Buenos Aires en 1953. Es profesora en Letras y ha ejercido la docencia secundaria y universitaria. Coordina el taller literario Tangerina y dicta seminarios de literatura y de mitología en su país y en el exterior. Como docente ha publicado “El taller de escritura en el ámbito escolar” (1987), y “¿Querés que te cuente el cuento?” (1989). Como poeta: “Curva de mujer” (1994), “Abrir las puertas (para ir a jugar)” (1997), “Mientras duerme el inocente” (1999), “Los posibles espacios” (2004), y “La orilla familiar”/La riba familiar (2009; edición bilingüe castellano-catalán). De este último se publicó una selección, traducida al italiano, bajo el título “La riva familiare”); y fue motivo de estudio en la ponencia “La poesía moderna de Ana Guillot y su visión de la feminidad” en el I Congreso de Estudiantes de Filología Ibérica, Lublin, Polonia). También co-publicó “La lección de las diosas” (2010), libro de crecimiento espiritual. Integra el blog Pensadoras y Escritoras Europeas, y diversas antologías; y colabora con publicaciones del país y del exterior. Ha sido invitada a participar de la Semana de la poesía (Festival Internacional, Barcelona, 2004); del Festival Internacional de Rosario (2005); del Festival de Poesía de Zamora (Méjico, 2006), del Encuentro auspiciado por la Casa del poeta peruano (Perú, 2006), y de Las dos orillas (Uruguay, 2008), del Encuentro Internacional de Rosario “El Círculo” (2008), del de Junín (2006-2008-2009), de El Ovillo de Ariadna (Madrid, 2009), de Los Viernes de Sarmiento (Valladolid, 2009), del Brumario Poético (Pontevedra, 2009), y del Festival Internacional de La Habana (2010) y de la Pre-Bienal de poesía (Brasilia, 2010). Su obra ha sido publicada parcialmente en España, Venezuela, Chile, Uruguay, Méjico, Austria, Estados Unidos, Italia, Nicaragua, Perú, Brasil, Holanda, Polonia y Puerto Rico; y traducida a los respectivos idiomas. Ha formado parte del encuentro Kafka-Borges (2007), del encuentro internacional Borges y los otros (2008), del encuentro “Veinte años de mujeres en las Letras” (Buenos Aires, 2009), y del Foro Internacional organizado por la Fundación Mempo Giardinelli (2009). Su primera novela “Chacana” está inédita.
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lunes, 22 de noviembre de 2010

"Ovación" Un Cuento de Ariel León

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---------------------------Ovación
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Un Cuento (inédito) de Ariel León
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Dos segundos después del anuncio lo vimos entrar, lento y solemne. Llegó al estrado, ajustó sin apuro los micrófonos y luego de gestar un saludo conciso que la audiencia recogió en silencio, abrió la charla. Lo primero fue reiterar el motivo de la gran cita. Una voz esbelta fue entrando en calor hasta ocupar la sala con una estela de palabras y gestos enérgicos que ya nos eran familiares. Unas más calmas, otras menos, durante todo el discurso fuimos oyendo las frases hilvanadas por el querer de una sugestión que iba nutriendo, con un desfile de citas de alto vuelo, como de costumbre, el cuerpo obeso de un discurso que terminó, una hora más tarde, por imponer el asombro, por colmar de admiración las casi tres mil personas que estábamos adentro, en el gran Teatro de Gobierno.

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Bastaba sentir la emoción contenida que nos imantaba cuando el alegato tocaba a su fin. Un momento más tarde la sentencia que cerraba la actividad se expandía desde las bocinas como un manto sonoro. Detrás vino el saludo destinado a concluir el extenso discurso. Apenas lo vimos levantarse para despedirse de su pueblo (parecía no haber estado nunca sentado) comenzamos inmediatamente a dar las primeras muestras de entusiasmo. Las palmadas iniciales aparecieron en las filas que estaban próximas al estrado, desde allí se fueron abriendo paso, hacia el centro de la nave, hasta culminar en el fondo, integrando la totalidad de la asistencia numerosa. El máximo líder condescendió con una sonrisa a la algarabía generada por el aplauso. Miró hacia el fondo buscando las aclamaciones que llegaban desde allí. Nosotros lo vimos enviar un saludo que los grupos del centro también recogieron como un cumplido. Ambos lados reforzaron el aplauso; el máximo líder no tuvo otra opción que enfrentar esa respuesta calurosa con un gesto más amplio.

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Fue con ese movimiento de la mano derecha que sentimos crecer el tamaño de la ovación. Los que estábamos en el fondo arreciamos las palmadas por temor a no ser escuchados delante. Los escoltas del máximo líder ya habían salido y esperaban en los laterales para prevenir a los chóferes de la caravana. Nadie hubiera podido adivinar que aquella demostración multitudinaria seguiría creciendo, pero pasó; el hecho simple de darse cita en aquella gran sala para aplaudir, divisar un vecino batiendo palmas, imaginar algún conocido aplaudiendo en una de las gradas remotas del fondo, hallar en aquella aglomeración a los que no habían aplaudido todavía, a los que siempre habían aplaudido y a los que continuaban aplaudiendo se había convertido, sin otro motivo, en algo más que suficiente. En esos primeros instantes solo mirábamos nuestras palmadas fusionadas en las palmadas vecinas, sentíamos las palmadas vecinas que se elevaban para nutrir las palmadas del entorno y escuchábamos la onda del aplauso cubriendo el estrado, allá arriba, con el máximo líder, estupefacto por la vasta acogida. Su semblante no conservaba la frescura de los inicios, y es posible que prefiriera retirarse a descansar de las tareas del día, porque en medio del entusiasmo lo vimos, por primera vez, mover ambos brazos en señal de adiós. El público respondió con una efusión que no daba señales de querer detenerse. Y en efecto, parecía imposible frenar aquel aluvión de palmadas convertido, todavía después de quince minutos, en un hervidero de respeto alborotado. Después lo vimos más claro, pero entonces habían nacido las primeras diferencias.

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No todos aplaudíamos igual. La parte central del público conservaba, como calculada de antemano, una energía intacta que después, en efecto, dio sus frutos, cualquiera hubiera pensado que menospreciaban un poco el aplaudir precipitado que les llegaba del fondo, o el de las filas delanteras. De minuto en minuto habían venido aplaudiendo como si, por una razón inexplicable, temieran contaminarse con un aplauso ajeno. De este lado preferíamos aplaudir a como saliera, la presencia del máximo líder bastaba para elevar nuestro aspaviento un poco desordenado y, por extraño que pareciera más tarde, en los minutos de esa gran media hora de aplausos la forma de batir palmas, que aparentaba por momentos separarnos, nunca pasó de ser una porfía benévola entre veteranos entusiasmados y profanos que emulaban a los grupos vecinos, divorcios que se embriagaban con un liderazgo momentáneo, pronto diluido en aquella lava sonora de palmadas que avanzaban con el regocijo simple de estar aplaudiendo en medio de los que aplauden, rodeados por los que aplauden, vecinos del vecino que nos toca los hombros con sus hombros y del más remoto de los asistentes, que aplaude sin detenerse con una devoción igual, desde el fondo de una multitud que todavía con la luz que comenzaba ya a retirarse parecía dispuesta a no ceder. Afuera habían comenzado a reunirse los primeros vecinos, venían de las calles aledañas para rodear el borde del edificio como una cenefa de curiosos, para comprobar que efectivamente el estruendo interminable que se escuchaba en el barrio venía de allí, del Teatro de Gobierno. Adentro en la tribuna, el máximo líder enfrentaba el aplauso de pie, frente a la multitud (parecía haber estado parado desde siempre), los hombros curvados se negaban a ceder al cansancio adoptando poses que sortearan el peso de los minutos, por un momento lo vimos dar un paso hacia la izquierda, esbozar un saludo con la mano derecha tal vez dirigido hacia las gradas del fondo ¿Qué fragmento del discurso aplaudíamos en cada extremo de la sala? ¿Los comentarios dirigidos, tal vez, a los sectores de la cultura? ¿Las críticas del inicio? También habían sido mencionados errores de funcionarios ubicados en las filas intermedias.

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Nada era obvio, la fuerza del aplauso seguía arrollando los celos transitorios, una firmeza robusta colmaba los minutos y la sala entera parecía avanzar hendiendo el tiempo con la dura armazón frontal del aplauso. Con qué placer recordábamos luego esos últimos juegos fantasmas, cuando algunos grupos previendo tal vez lo que venía comenzaron a disimular su pericia, se habrían tal vez preguntado si no era mejor dosificar, guardar para después, sorprender más tarde con una reserva imprevista de palmadas. Eso hicieron, aunque no era ningún secreto, con el campanazo que anunció las diez de la esa tarde explosiva lo que estaba en juego era otra cosa; ir aplaudiendo por supuesto sin rezago porque en la sala se aprovechaba cualquier merma vecina para ganar visibilidad, pero sin desgastarse inútilmente. Ya era fácil imaginar que la ovación no volvería a ganar la potencia de los inicios, el cansancio no era cuestión únicamente de los grupos delanteros, detrás hacíamos pendular el peso del cuerpo para distraer los primeros malestares de la columna, arqueábamos el cuello, sacudíamos los hombros para absorber las vibraciones que exigía el palmoteo incesante. Ninguna de esas astucias lograba ya enmendar la contracción de los brazos ni el dolor de los pulsos. Todavía después de las diez los grupos del centro eran el núcleo duro del aplauso, aplaudíamos intrigados por esa ventaja chiquita, pero insistente, y hubiéramos querido responder al reto como se debía, pero cerca de las diez y media habíamos comenzado a constatar que el paso del tiempo nos afectaba, entre otras cosas por una sed inminente que sentíamos aumentar con cada minuto. Fue la primera vez que apareció el temor a que todo pudiera detenerse, el fogonazo de la conjetura nos despabiló, mas tarde hubo otros. En el centro se mantenía la solidez elocuente de las palmadas, se apoyaban de espaldas unos a otros mientras aplaudían para superar el obstáculo del sueño que comenzaba a menguarnos, o se agachaban de golpe y volvían a alzarse como un resorte, una vieja técnica para reavivar la indecisión de los tobillos.

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Esas ocurrencias, simples si tomadas al azar, eran en cambio respuestas de peso frente a lo que sentíamos venir. El máximo líder, allá arriba, luchaba con ambas manos apoyadas en la mesa para lograr sustentar el peso del tronco que se inclinaba hacia adelante o hacia un costado, los gestos tensos del rostro habían ganado un aspecto insomne y a duras penas podía sostenerse. Dijeron más tarde que los primeros grandes signos de fatiga ya habían aparecido antes ¿Antes cuándo? En el público lo que importaba cada vez más era los hoyos que los desmayos iban incubando en la multitud, la urgencia era ésa, el amontonamiento implicaba una ventaja, andamiaba la fatiga, tenerse apretados unos contra otros permitía hacer frente al agotamiento que comenzaba a ganar los suburbios del cuerpo. Seríamos dos mil todavía los que aplaudíamos cuando llegó lo que estábamos temiendo, los primeros punzonazos lumbares. Aparecieron como una plaga desatada por el campanazo que anunció las once de la noche. Dos colaboradores entraron a esa hora en el estrado agradeciendo el afecto prolongado con vivas y venceremos que se diluyeron en la marea de la ovación. Los grupos que aplaudían amalgamados en las cercanías de las ventanas huían del calor, el desfallecimiento comenzaba a mezclarnos borrando las distinciones del entusiasmo competidor y en el fondo del teatro se notaba todavía el afán por capitanear la ovación. A sólo unos pasos de la medianoche ¿se podía, aún, aspirar a tanto? Lo único firme por aquellas horas era la voluntad de querer seguir aplaudiendo y se quería, con eso bastaba, la ovación misma se había convertido en el lomo visible de un fluir generoso, como dijeron más tarde los que integraban el tumulto que ya por esas horas rodeaba el edificio tratando de imaginar lo que sucedía en el interior, arrimaban su curiosidad multitudinaria a las paredes del recinto, agrupados al mítin como grandes colonias que terminaron formando una faja de gentío, esperando que de un momento a otro se detuviera lo que estaban escuchando.

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Pero adentro no pensábamos en eso, lo que queríamos y continuábamos haciendo era aplaudir al mismo tiempo y por todos lados para cubrir los hoyos creados por los desmayos apenas se insinuaban en la multitud. Al menos por el momento aquello no terminaría, todo lo contrario, a solo unos minutos de la medianoche el Teatro de Gobierno llenaba de estruendo las calles periféricas al asunto. De nuevo aparecieron a esa hora dos asistentes que durante más de diez minutos intentaron cerrar la perseverancia que ocupaba el teatro. Fue inútil, muchos habían comenzado a aplaudir sin control, a ver por dondequiera una merma donde poder inaugurar una ventaja, pero solo producían un estruendo incongruente proyectado, eso sí, hacia el estrado, donde al máximo líder le costaba cada vez más sostener los párpados doblegados por tantas horas sin sueño. En el interior del uniforme se renovaba a cada tanto una batalla de articulaciones indecisas, de músculos que se obstinaban por una verticalidad casi imposible, los grupos que aplaudían cercanos a la tribuna veían todo con mas nitidez; las manos que erraban de vez en cuando por la mesa, el mentón colgado, la convicción inamovible frente a una ovación irrigada por un vigor oscuro que avanzaba resuelto hacia el umbral del amanecer aplaudiendo con una fuerza insólita. Los más jóvenes habían soportado mejor las erupciones de las yemas y lograban mitigar el tormento de la cervical, evitar la aflicción de las vértebras mejor que nosotros. Lo más difícil, sin embargo, era el apoyo, lo buscábamos adentro, en nosotros mismos, qué otra cosa podía hacerse, neutralizar la tentación fugaz de la interrupción que nos atravesaba como relámpagos furtivos los entresuelos de la conciencia.

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La aglomeración de curiosos en el exterior había terminado por vaciar las casas del barrio entero, no quedaba nadie en los hogares a la una de la mañana. Los que divisaron el evento desde las azoteas confesaban que la mole del Teatro de Gobierno semejaba un panal gigante, rodeado por el enorme cinturón pasivo que se iba añadiendo a las paredes, quietos allí, eran cientos, después se supo, obstruyendo la posibilidad de una salida, como explicaron entonces, lo que era verdaderamente improbable a juzgar por el batir de palmas que podía escucharse todavía a las dos menos cuarto de la madrugada en el interior del inmueble, prueba tangible de que aún se aplaudía. Por esas horas, justo cuando esperábamos lo peor, se sintió un brío indeciso en medio del aplauso; un arranque pareció querer despertarse en algún rincón del teatro, avivado probablemente por la nostalgia de los comienzos. En el momento no se percibe si partió del fondo, ni si fueron los primeros, lo cierto es que afuera también creyeron escuchar un aplauso corpulento, algo repentino, decían, como tirado por el azar de un anhelo vitalicio que pudiese zafar la ovación del estancamiento. Era extraño porque en ese momento el agobio de las rodillas era enorme, y el dolor que se extendía por el abdomen amenazaba con hacernos caer, era más razonable esperarse una mengua, todo lo indicaba, en el exterior pensaban igual; la lógica de los eventos lo exigía y sin embargo, algún eslabón de lo previsto pareció saltar fuera volcando la realidad sobre sí misma y fue a dar en la sorpresa de una euforia disparatada, insensata por aquellas horas. Da lo mismo, en momentos similares con tal de seguir aplaudiendo el error es un compañero bienvenido, bordear el asunto por el lado de esa tolerancia al absurdo paliaba la angustia que nos vulneraba en las proximidades del amanecer. Amanecer que todos pensábamos próximo, típico de gente exhausta, eso de imaginar cada varios segundos que ha pasado mucho tiempo, eran solo minutos. Por el campanazo nos enteramos de que eran aún las tres de la mañana y esa hora, como puede preverse, no trajo nada bueno; la primera ola de desmayos vino de los tumultos que se disputaban la proximidad de las ventanas.

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Por vez primera nos vimos en aprietos; ésas deserciones nos obligaban a redoblar, aplaudíamos más fuerte, no se sabe cómo. En la parte delantera se les ocurrió algo que de gestionarlo como se debía, pensaban, daría sus frutos; consistía en aplaudir alternándose el pilotaje de esa región de la multitud. El argumento no era trivial; primero una parte del grupo que asumiera momentáneamente la vanguardia del palmoteo. Mas tarde, otro sector permitiría a los dos tercios restantes seguir aplaudiendo pero mas bajo, por decirlo de alguna manera, reposando sin dejar de batir palmas al mismo tiempo. El último tercio terminaría el ciclo. Esa maniobra de relevo les permitiría poder sostener la potencia de las palmadas hasta llegar hasta las horas iniciales de la mañana, no faltaba mucho, también ellos lo creían. No es que la idea fuese inoportuna, pero no eran momentos favorables a la sutileza, se sabía que nos acercábamos cada vez más, eso era seguro, porque el tiempo es irreversible y esa convicción trivial nos acompañaba, pero saber cuándo, en qué momento, era mucho pedir ¿Valía la pena cargarse con preguntas inútiles? Si no lo hicimos (ganas no faltaban; “culpa del resto”, nos lamentábamos más tarde) fue porque de todas formas, aún teniendo de nuestro lado la convicción, la ovación entera se escuchaba ahora en los muros como los coletazos desesperados de un inmenso animal moribundo, a eso hay que sumar el pesado aroma dulzón generado por el sudor, prácticamente irrespirable hacia las cuatro de la mañana, con el máximo líder irguiendo en el estrado las últimas reservas del cuerpo bajo la avalancha del aplauso. A veces intentaba algún movimiento insólito, un ademán que hubiese podido terminar con el brazo alzado, un giro del tronco que lo separaría definitivamente de la gran mesa, pero era un error, el aire enrarecido que flotaba en la sala nos impedía distinguir con claridad lo que pasaba; llegar aplaudiendo hasta la mañana, sólo pensábamos en eso. La mañana misma, sin embargo, era un hueco de promesa despojado de bordes y el dolor insoportable del esternón nos engañaba, el agobio pensaba por nosotros. Aun así continuábamos aplaudiendo. Cerca de las cinco indagábamos restos de saliva inexistente en el interior de la boca y odiábamos las punzadas que nos amargaban las axilas, hasta los jóvenes doblaban los hombros buscando una posición inverosímil que les evitara el calambre enemigo de las caderas, como si quisieran deshacerse de los huesos, soltar los músculos, andar livianos para seguir batiendo palmas eternamente. Una voluntad similar, con ese impulso, era solo posible gracias a la concentración extrema que no merodeaba concesiones ni se detenía en el pesar que nos apretaba los riñones, en el esfuerzo que erraba de nuevo por la sala llena de falanges extenuadas buscando los márgenes ilusorios de un amanecer sin orillas. Alrededor de las cinco de la mañana lo importante seguía siendo esquivar el terrible embarazo del sueño que vagaba por la sala buscando presa. Vimos algo en el uniforme del máximo líder, doblado en el estrado bajo los últimos latigazos en el interior de su estómago estragado, quiso decir algo, el ademán desapareció bajo campanazo de reloj de la entrada.

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Eran, por fin, las cinco de la mañana. Ya en ese momento atinar una palma con otra, solo eso, exigía un esfuerzo tremendo, basta imaginar el calor que aumentaba cada vez más, levantando el vaho de algunos excrementos que la travesía de la madrugada había dejado dispersos en la sala. Con frecuencia olvidábamos todo en medio del palmoteo, mirábamos sin querer hacia el pavimento y una vez más nos invadía el mareo insoportable y el peligro de la caída. Es probable que a esas alturas el máximo líder doblara repentinamente una pierna porque lo vieron agarrarse sin fuerzas del borde pulido de la mesa. Al parecer descolgó hacia adelante la cabeza, tal vez sometida por el vértigo, a causa probablemente de la marea compacta de gente que a esa hora, después nos contaron, rodeaba las calles aledañas a los muros exteriores del edificio como un bulto de ojos desorbitados por el sofoco. A pesar de los desmayos éramos todavía casi dos mil personas y hubiéramos querido sentir vergüenza por esos desertores, pero intentábamos aceptar los eventos como llegaban. Cabía incluso esperar que las cosas fueran a peor, como en efecto sucedió poco más tarde, así que experimentar algo que no estuviera provocado directamente por el deseo de seguir aplaudiendo implicaba en el cuerpo un desgaste inoportuno. Éramos por el momento solo capaces de un asombro preciso, provocado por un empleo exacto de la energía, según afirmaron los curiosos que se hallaban encaramados a las altas ventanas del Teatro para mirar. Mirar qué, allí dentro no había otra cosa que ver, como no fuera el aplauso, más de lo mismo, aunque en el nubarrón sonámbulo las veleidades de la emulación, dijeron, habían desaparecido ¿Era cierto? Al parecer lo era; nos comunicábamos la convicción de querer seguir aplaudiendo solo por ademanes extraños, frutos del agotamiento, guiños sutilísimos que aparecían en la marea del cansancio como coágulos pequeños de epifanía. Se sabía que tomar la delantera en el aplauso, solo por unos segundos, implicaba más tarde un costo elevado en desmayos que semejaban el bochorno de una renuncia. Eran las siete de la mañana, eso creíamos con el reloj marcando aún las seis y cuarenta. Más de una vez, en los delirios del mareo, nos estremeció el pánico repentino a que el aplauso se detuviera bruscamente, pero en aquella etapa y en el estado en que debíamos encontrarnos, esa traición al máximo líder nos hubiera parecido una rendición intolerable. Debíamos estar a dos palmos de las siete cuando el gran uniforme volvió a inclinarse en la plataforma cubierta por el fragor, muchos alcanzaron a verla; era la segunda pierna que amenazaba con arquearse sin poder tolerar el tronco. Nosotros, los que estábamos detrás, solo mirábamos hacia el techo indagando un sostén, a veces descubríamos, con sorpresa, una absurda bola blanca flotando encima de la ovación como un pólipo celeste.

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No era una bola blanca, era el gran reloj de la entrada intentando medir una mañana renuente a dejarse marcar por aquellas horas atascadas que continuaban deglutiendo el aplauso. Ya era prácticamente imposible mantenerse en pie cuando vimos el uniforme del máximo líder, curvado sobre la mesa, bajo un temblor que le sacudía las piernas sostenidas por el soporte de una decisión indoblegable. El pavimento parecía ablandarse bajo el aplauso como un manglar de algas podridas, atrapándonos en el cenagal del cansancio que nos tiraba desde abajo, pero sabíamos que era únicamente el agotamiento, extremo por esas horas, y aplaudíamos. Lo hacíamos, es cierto, canjeando señas extrañas de auxilio que ya solo daban testimonio del esfuerzo sumergido bajo el palmoteo de la ovación, pero eso mismo nos ayudaba, saber que no era otra cosa; el peso de los minutos que parecían colgar de los codos como grandes alforjas repletas de hierro. Mas tarde nos preguntamos de qué manera se puede seguir aplaudiendo en situaciones como ésa, pero entonces lo supimos; batiendo palmas, mirando hacia todos lados para verificar que somos muchos todavía; más de mil doscientos a las siete y media de la mañana, aseguraban los que estaban en el exterior, asomados a las ventanas para mirar la molotera afantasmada. Ellos también asistían a los desmayos cada vez más frecuentes como algo confuso que se desprendía del afán de seguir aplaudiendo, la huella de una renuncia como algo intolerable pero necesario que, sin embargo, no lograba tocar el corazón del aplauso. Decir aplauso, es cierto, hubiera parecido a esas alturas tal vez inadecuado, pero no importaba, de alguna manera había que llamarlo, aunque solo fuese para abreviar en una palabra la vehemencia inmaterial que seguía embistiendo con palmadas la dilación inasible de los minutos, lo que tenían de pujanza revuelta los últimos instantes. Para los que estaban asomados a las grandes ventanas era en realidad, decían, un montón de confusión tortuosa que intentaba cubrir a como diera lugar lo que faltaba. Cuánto, nadie lo sabía. Ellos mismos hablaban más tarde de las sacudidas irregulares en el interior del gran uniforme; al parecer la mitad superior amenazaba con caer de un momento a otro sobre la mesa, la otra se combaba irregularmente en un vaivén sereno que intentaba por todos los medios impedir el derrumbe. Nosotros también andábamos tironeados por reacciones endémicas de esas horas remotas donde era imposible distinguir quiénes aplaudían una cosa, quiénes aplaudían otra, quiénes habían cesado de aplaudir. Ya no era posible, solo escuchamos el campanazo del reloj de la entrada, pero no supimos lo que sucedió pasadas las ocho de la mañana. Nos lo dijeron después; habíamos continuado llenando de palmadas la extensión incongruente que ofrecían los segundos hasta que unos ojos vidriosos, desde el estrado, intentaron percibir algo por última vez. No pudieron, el uniforme se desplomó de un solo gesto y el eco del golpetazo en las tablas se impuso como una orden que suspendió la ovación entera. Ya en la tirada de la tarde todos los periódicos se disputaban el estreno de la noticia; a las ocho y veinte minutos exactamente había cesado el aplauso.

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Imagen superior tomada de la Web.
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