jueves, 19 de noviembre de 2009

David Lago-González: Poemas

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Tres poemas (inéditos) de David Lago-González
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Fernando Ortiz agradece la salvación de su alma a Mario Parajón la noche del lunes 30 de marzo de 1998
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A Mario Parajón
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En el recinto de la Sociedad Económica de Amigos del País,
en la calle Infantas de La Habana,
érase una vez, hace muchos años, cuando una noche Don Fernando
dio tres sonoros golpes de bastón contra la mesa para acallar la turbamulta.
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El silencio profundo provocó,
tan profundo que ni el más insolente abejorro osó frotar sus alas en toda La Isla,
tan profundo que hasta Enrique Labrador Ruiz se calló.
El joven Mario se hallaba entre los asistentes
y ―como un mago de Oriente― guardó, en el cofre esmaltado de su memoria,
el restallido paralizante de un palo contra otro, madera
contra madera, voz contra silencio que se hace silencio y atención.
El joven Mario, con la sencillez de los auténticos,
no sabía que era portador de un lingote de oro escondido en la barahúnda del porvenir.
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Ese porvenir se haría presente y rápido pasado
cuando una noche, veintinueve años después de haberse marchado Don Fernando
en busca de tambores mudos, se iluminaran en Madrid las suntuosas instituciones
para ofrendarle una fiesta excesiva en palabras y pomposidad,
con la excepción de que esta vez la turbamulta era más disciplinada y tranquila,
producto tal vez de la edad, tal vez
de la arenilla que la brisa del Atlántico había dejado en algunos rostros al cruzarlo
o tal vez del aire que nos venía del continente con compostura y sujeción.
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Barnizados emisarios venidos de ultramar llenaron las horas con citas de citas
sin que pudiéramos vislumbrar la figura fugaz del aludido,
provocando la desesperación de más de un piececito
y el continuado cambio de posición sobre las incómodas butacas de aluminio y plástico.
Lores británicos travestían inconscientemente el sexo de algunas palabras castellanas
mientras la audiencia esbozaba una velada sonrisa en correspondencia
con la ambigüedad idiomática del ilustre anglosajón de cabellos blancos.
Y las horas se cernían amenazantes sobre la noche madrileña,
como una tormenta que nos hubiese hecho perder el tiempo
en el que quizás iba a acontecer una cita importante.
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Pero para entonces el joven Mario ―que se hallaba en el lugar de Don Fernando
cuando muchos años atrás, otra noche se cernía bulliciosamente contra la palabra―,
pidió diez minutos, pidió solamente diez minutos,
y abrió aquel cofre esmaltado que escondió entre sus pensamientos durante medio siglo,
entregándonos aquel lingote de oro que no sabía que llevaba consigo
y ―como un mago de Oriente―, con la sencillez de los auténticos,
le otorgó el cuerpo y el alma de Don Fernando Ortiz.
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Se reavivaron de inmediato las veladas habaneras
que buscaban sostener la palabra más allá del tiempo y del espacio,
salvándola del exceso;
se reavivó el científico de la idea rastreando la verdad de sus sospechas;
se reavivó el entregado a armar la osamenta del carácter insular;
se reavivó el maestro admirado;
se reavivó el padre y el marido en el centro sagrado de la familia.
Se reavivó el hombre.
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Y aquel destello salido del cofre
nos guió hacia la conjunción de la realidad y el ser:
hacia la ausencia y la presencia, hacia la carne y el espíritu;
y la idea y la palabra se hicieron una y se hicieron música,
acallando, como el bastón de Don Fernando, el aleteo insolente de los abejorros.
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El joven Mario se excedió seis minutos de su tiempo,
seis maravillosos minutos, y pidió excusas.
Además, pidió excusas.
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(Madrid, 31 de Marzo de 1998.)
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Wallace Stevens
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En una época sin creencias, la misión del poeta
es proporcionar las satisfacciones de la fe

---------Wallace Stevens

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La fe satisface el alma y fortalece el cuerpo,
pero disiento de ti, Wallace Stevens, en creer que el poeta porte alguna misión
que no sea el duro trabajo de labrar un verso
que dé contento y gozo a su alma descreída.
No colma proferir una profecía y comprobarla: más bien espanta.
Tengo tanto miedo de lo que llevo dentro como de lo que veo fuera.
Si tú, Wallace Stevens, puedes endulzar esta época que me ha tocado vivir
ofreciendo a mi alma el apoyo eficaz, ven, acércate,
coloca mi mano sobre la garrota y échame a andar
para que cuerpo y alma hallen regocijo en lo que dices.
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(Madrid, 6 de septiembre de 1999)
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El cielo de China
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---Desde la milenaria China viajó a las Indias Occidentales hasta recalar en un pueblo azucarero de la mayor de Las Antillas, amontonada en el almacén de Jacob, un judío polaco que supo salvar cuerpo y alma antes de que las chimeneas de Auschwitz tuvieran la oportunidad de convertirlos en cenizas. Allí la descubrió ella en 1945.
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Azul y blanca como el cielo; ligera y suave como un copo de lana; y, sin embargo, fuerte y segura, como la intención que se deposita en hacer del amor algo perdurable.
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Desde entonces ocupó el mismo espacio dentro del armario, intacta y virgen como el primer día que la vio en el almacén de Jacob.
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---No participó en el Gran Salto Hacia Delante, ni en la Revolución Cultural, ni supo de Mao Ze Tung mucho más de lo que oyó sobre la Banda de los Cuatro.
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Pero silenciosa vio pasar las riberas de otra vida: vio nacer el hijo; vio la riqueza y la miseria; y asistió a la muerte del esposo tendido sobre la cama con el mejor de sus antiguos trajes mientras esperaba aquel forense que se jugó a los chinos la molestia de abandonar su tranquila guardia nocturna por la aburrida rutina de expedir el certificado de la partida.
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Casi cuarenta años después de nuevo emprendió viaje, otra vez al Viejo Mundo, pero a la esquina opuesta de donde había nacido. Le tocó entonces cumplir con el deber para el que había sido hecha: proteger del frío peninsular el cuerpo de aquella mujer que al tendero Jacob la había comprado.
Cuando ella murió, fue el cuerpo del niño, ya entonces casi tan viejo como ella, el que tuvo que cubrir, en noches solitarias o de compañía.
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---Cincuenta y cinco años después, la textura de su lana, el azul y el blanco de aquel cielo se han hecho menos compactos: clarean ambos cuerpos como cuando el amanecer se va abriendo lentamente sobre la noche. Sin embargo, hoy por hoy, ella sola se basta para dar calor a los grados bajo cero del invierno madrileño, y no es menester edredones ni mantas de pelo de camello ni radiadores, ni cuerpos terrestres capaces de proporcionar mayor sosiego.
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---Hay noches en que verdaderamente me pregunto, un tanto extrañado, si todo se debe nada más a la calidad de las ovejas trasquiladas o si son aquellos que me han querido los que tan livianamente se echan sobre mi piel y cubren las estrellas.
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(Madrid, 13 de Enero del 2000)
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Otros poemas de DL-González, Aquí.
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5 comentarios:

  1. Buenos, David es un poeta muy especial, cada palabra dice y va donde debe, y me conduce y emociona. Gracias.

    Gracias Chago, abrazos

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  2. Gran poeta es David, ùnico.
    Estos poemas son preciosos.

    Un abrazo y muchas bendiciones,

    Belkis

    www.belkiscuzamale.blogspot.com

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  3. Buenos poemas,me han gustado mucho

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