lunes, 10 de noviembre de 2008

Jacobo Machover: La Cara Oculta del Che

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La Cara Oculta del Che (Fragmento)
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Por Jacobo Machover
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-----------------Los intelectuales: culpables



La culpabilidad de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios.



Para todos los que quisieron ver en él el arquetipo del “humanismo revolucionario”, el Che fue a la vez médico y guerrillero, economista y uno de los teóricos del socialismo, “artista de la guerra” y “poeta”, estadista y rebelde. Un hombre total, la personificación de los ideales del Renacimiento en pleno siglo XX.
Unos meses después de su muerte en Bolivia, Jean-Paul Sartre declaraba, refiriéndose al personaje:
“Pienso que efctivamente ese hombre no fue solamente un intelectual, sino el hombre más completo de su tiempo. Fue el combatiente, el teórico que supo sacar del combate, de su lucha misma, de su experiencia, la teoría para llevar hacia adelante la lucha.”
Sin embargo, la admiración de Sartre hacia Guevara no era recíproca. Una de las biógrafas del filósofo escribía que la actitud de Sartre le parecía al guerrillero argentino “eternamente superior y pedante”.
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Una creación francesa
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Durante el viaje que efectuó a Cuba con su compañera, la filósofa Simone de Beauvoir, en 1960, Sartre tuvo varios encuentros con Ernesto Guevara. Ambos figuraban a su lado el 5 de marzo, en el acto convocado por Fidel Castro para condenar la explosión del barco francés La Coubre, atiborrado de armas belgas destinadas al Ejército Rebelde, que causó numerosas víctimas entre los trabajadores del puerto. ¿Explosión accidental o sabotaje? Para Fidel Castro, se trataba evidentemente de un atentado perpetrado bajo la égida de los Estados Unidos, pero nunca pudo ofrecer ninguna prueba de ello.
Durante ese mítin, en medio de la tribuna gubernamental, fue tomada la foto que iba a transformarse mucho más tarde en la imagen y el emblema del rebelde. Se trata en realidad de una instantánea retocada, de donde ha desaparecido cualquier huella de los personajes presentes en su entorno.
No hubo testigo directo de las conversaciones mantenidas entre Guevara y sus huéspedes. El intérprete de la pareja de filósofos, el escritor Juan Arcocha, exiliado más tarde en París, confirma el hecho al evocar esa estancia:
“Siempre lamenté no haber podido acompañarlo cuando visitó al Che Guevara que, desgraciadamente para mí, sabía francés.”
El uso de la lengua francesa viene confirmado por Claude Julien, el enviado especial del diario Le Monde, que se encontraba en Cuba en ese momento, al mismo tiempo que Sartre y Beauvoir: “Che Guevara se expresa muy correctamente en francés”.
Che Guevara chapurreaba en realidad un francés extremadamente escolar, que había aprendido con su madre, Celia de la Serna, y no en una Alianza francesa o en un Instituto francés, como lo hacían los hijos de familias pudientes en Argentina. Pero ése era uno de los elementos que realzaban su estatura frente a los visitantes extranjeros, en su mayoría intelectuales y militantes revolucionarios franceses. De ese modo, Guevara adquiría la fama de un combatiente internacionalista al que, por su formación intelectual, no le gustaba el manejo de las armas, lo que no era cierto en absoluto.
La leyenda creada alrededor del Che es, antes que nada, una creación francesa, que se ha ido internacionalizando con el tiempo. A sus interlocutores les seducía la idea de hacer de él un políglota, cualidad suplementaria que se podía agregar a las de médico, de economista, de orador, de hombre de Estado. Eso les permitía mejorar la imagen de guerrillero desprejuiciado que se había transformado, en poco tiempo, en uno de los pilares del nuevo poder.
En respuesta a las eventuales interrogaciones sobre las competencias de Guevara, que ocupaba entonces el puesto de presidente del Banco Nacional, Claude Julien relataba las “interrogaciones” de uno de sus interlocutores:
“Entiendo que un businessman americano, con el rostro pálido y un estricto traje gris, me haya confesado sus “dudas” frente a ese banquero vestido de cualquier manera, de sonrisa franca, con el ojo brillante de inteligencia.”
También le daba la palabra a “un amigo francés” sin identificar, que hacía el elogio de Guevara:
“Ud. Verá: como Robin Hood, lo que le roba a los ricos es para distribuírselo a los pobres.”
A una pregunta sobre las capacidades del guerrillero argentino, el mismo “amigo” le contestaba:
“He visto toda clase de hombres de negocios presentarse en su oficina, convencidos de que ese médico revolucionario se dejaría burlar por sus astucias comerciales. Han tenido que salir apenados después de una discusión sin concesiones con un hombre que conoce perfectamente los temas de que trata y que defiende los intereses cubanos con sólidas competencias.”
El enviado especial de Le Monde daba a entender que el Che poseía efectivamente todas las cualidades que su interlocutor le describía. No cuestionaba para nada sus conocimientos económicos, que eran de lo más recientes y adquiridos sobre la marcha.
El retrato que hacía Yves Guilbert, otro periodista, también francés, no era tan halagüeño, no obstante:
“Curioso banquero, en realidad, ese Guevara, con barba clara y largos cabellos espesos. Vestido con su uniforme verde olivo del Ejército rebelde, su gorra adornada con una estrella, con pantalón militar y zapatos gruesos o botas de paracaidista, llega a su lujoso despacho a las tres de la tarde y sólo lo abandona a las seis de la mañana siguiente. En la puerta de entrada, hay un barbudo de facción, con la ametralladora en ristre. Sobre su mesa de trabajo, Guevara deposita el Longer que siempre lleva consigo; esa pasión por el revólver es el trazo común de todos los revolucionarios en Cuba.”
No es sin embargo esa descripción la que la posteridad conservará sino las otras, mucho más complacientes: las de Claude Julien, Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir. El libro de Yves Guilbert fue pura y simplemente ignorado por quienes preferían ver en el Che un héroe romántico en medio de una revolución que podía parecer libertaria.


Pánico entre los intelectuales cubanos

Los intelectuales del mundo entero, que tanto han celebrado al guerrillero argentino, a veces mientras vivía pero, sobre todo, de forma póstuma, tal vez ignoraban (de hecho, les importaba muy poco) que las relaciones que mantenía el Che Guevara con sus homólogos cubanos no hubieran sido de franca estima.
Sus sentencias, publicadas en marzo de 1965 en su principal texto teórico, “El socialismo y el hombre en Cuba”, habían provocado incluso un movimiento de pánico entre los intelectuales cubanos:
“La culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios.”
¿Culpables de qué? El texto no precisaba la acusación. Pero en su gran mayoría los intelectuales cubanos se encontraron en una situación literalmente kafkiana, la que tenía que afrontar Josef K. en El Proceso.
Ya se les había intentado un inicio de juicio en 1961, a raíz de la filmación de un cortometraje, P. M., de Sabá Cabrera y Orlando Jiménez Leal, que había cometido la osadía de mostrar la noche habanera sin la más mínima referencia a la revolución. Otros ataques seguirían, primero en 1965, contra los jóvenes escritores reagrupados en torno a las ediciones El Puente, y luego en 1971, con motivo del “caso Padilla”, durante el cual el poeta Heberto Padilla tuvo que llegar a una autocrítica infamante. En ese entonces, el Che ya había muerto pero sus preceptos tuvieron una aplicación práctica. Las víctimas eran pues condenadas antes de haber sido juzgadas.
En junio de 1961, Fidel Castro había pronunciado sus “Palabras a los intelectuales”, en las que afirmaba los principios inmutables de su política al respecto: “Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada.” En ese discurso, separaba, sin embargo, la forma del contenido, dejando libre curso a las experimentaciones formales con tal de que no se apartaran de los dogmas comunistas y de que no dieran lugar a ninguna crítica hacia la cúpula del régimen ni, sobre todo, hacia él mismo. En su artículo, el Che adoptaba la misma actitud. No se trataba de defender el “realismo socialista” que, por cierto, ya no era practicado en la Unión Soviética aunque sí en la China maoísta. Llegaba a condenarlo incluso en términos radicales: ya no era sino la manifestación de unas “formas congeladas” . A pesar de esa concesión a cierta libertad formal, su sentencia no hacía más que prolongar la de Castro, al criticar el arte contemporáneo como un “arte decadente del siglo XX, donde se transparenta la angustia del hombre enajenado” . Su argumentación constiuía una clara advertencia a los que pretendieran apartarse de la línea oficial. Guevara anunciaba en ese texto las medidas que se iban a tomar más tarde y designaba directamente a los enemigos interiores.
“En seguida cundió el pánico entre los intelectuales que no estaban comprometidos políticamente”, relata el poeta Pío E. Serrano, hoy día exiliado en Madrid después de haberse visto obligado a cortar caña y a recoger frutas durante cuatro años en distintos campos de trabajo. “La mayoría de ellos tuvieron que adaptarse a las normas revolucionarias y hacer la apología del sistema. Ya ni siquiera la indiferencia estaba permitida.”
La mayoría de los exegetas prefirieron ver en sus escritos sólo la parte heterodoxa de su pensamiento. El Che se había cuidado de no dejar una única opción a la interpretación de sus textos y discursos. En efecto, se podía vislumbrar cierto “humanismo” al lado de sus posiciones más intolerantes y radicales.
Esa ambigüedad provocó una evaluación indulgente por parte de los intelectuales. Así, cuando más tarde Sartre y Simone de Beauvoir, junto con otros escritores y artistas, como Jorge Semprún, Juan y Luis Goytisolo, Carlos Barral, José María Castellet, Fernando Claudín, Octavio Paz o Mario Vargas Llosa, se decidirán a romper, en 1971, con el régimen castrista a raíz del “caso Padilla”, lo harán en nombre de los “principios” enunciados “por medio de las palabras y acciones de su Primer Ministro, del comandante Che Guevara y de tantos otros dirigentes revolucionarios” .
De esa manera le conferían una postura anti-stalinista a unos “principios” que permitían condenar a los intelectuales rebeldes, a la vez que daban la ilusión de cierta libertad de expresión, al menos en la forma y siempre “dentro de la revolución”. Presentaban al Che Guevara como una conciencia crítica, lo que nunca fue, frente a la represión desatada por el castrismo contra ellos.
Cabe preguntarse cómo esas consignas y esa imagen pudieron recibir también tal aceptación por parte de tantos intelectuales cubanos, de los cuales muchos tuvieron que sufrir de las persecuciones del castrismo, y cómo un hombre que escribía, a propósito de Fidel Castro, versos tan cursis como estos:
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“Vámonos,
ardiente profeta de la aurora,
por recónditos senderos inalámbricos
a liberar el verde caimán que tanto amas.”
ha podido representar para algunos el símbolo más puro del arte poético.
Por ejemplo, el escritor cubano Miguel Barnet quien, antes de transformarse en uno de los portavoces oficiales del régimen castrista hasta el punto de ser nombrado embajador ante la Unesco en París, había sido objeto de un ostracismo feroz por ser homosexual, escribía:
“No es que yo quiera darte
pluma por pistola.
Pero el poeta eres tú.”
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Así mismo, el cantante Pablo Milanés, uno de los principales exponentes del dicurso musical castrista en el seno de la “nueva trova”, después de haber sido también condenado al ostracismo, llegando a ser internado en la UMAP (Unidad militar de ayuda a la producción), término que encubría los campos destinados a los homosexuales y otros “desviacionistas ideológicos” existentes en la isla a mediados de los años sesenta, ponía en música esos mismos versos con ligeras modificaciones:
“Si el poeta eres tú
¿Cómo puedo yo cantarte,
Comandante?”
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Esos intelectuales habían acabado por encontrarle ciertas cualidades poéticas al revolucionario argentino que, mientras vivía, desconfiaba de ellos como de la peste, provocando una mezcla de respeto y de temor. Una vez muerto, su nombre y su imagen se volvieron sagradas. Podemos preguntarnos, sin embargo, si para todos aquellos que alguna vez tuvieron que soportar callados las sentencias amenazadoras del Che Guevara cuando éste se encontraba en la cúpula del poder en Cuba, los cantos póstumos no conllevan una parte de ironía mordaz, si no se insertan en esa “doble moral” inherente al pueblo cubano en su conjunto, ya se trate de intelectuales o de simples mortales, que los lleva a proclamar enfáticamente todo lo contrario de lo que realmente piensan. No sería la primera vez que, en la historia de los países comunistas, las víctimas se han visto obligadas a hacer el elogio de sus verdugos.
Lo que más ha quedado en la memoria colectiva es un refrán del viejo trovador Carlos Puebla, propagandista oficial de la revolución, que compuso estos versos en 1965, en el momento en que el Che abandonó Cuba:
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“Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia
de tu querida presencia,
Comandante Che Guevara.”
La canción le ha dado la vuelta al mundo y ha sido retomada por los intérpretes más diversos. Se trataba de una oda dirigida tanto a Fidel Castro (“Y con Fidel te decimos: “Hasta siempre, Comandante””) como al Che Guevara, resonando como una premonición ineluctable, un canto fúnebre antes de tiempo.
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Invitación a los poetas

Para justificar su concepción del “trabajo voluntario”, calcada sobre la doctrina stalinista, Guevara no dudó en dialogar a distancia, en uno de sus discursos pronunciado en el ministerio de Industrias en agosto de 1964, con el poeta republicano español León Felipe, exiliado en México hasta su muerte, al que había leído durante su estancia mexicana y con quien había conversado brevemente en alguna ocasión , citando extractos de sus poemas en prosa:
“Pero el hombre es un niño laborioso y estúpido que ha convertido el trabajo en una sudorosa jornada, convirtió el palo del tambor en una azada y en vez de tocar sobre la tierra una canción de júbilo, se puso a cavar.”
León Felipe no era un modelo de ortodoxia ideologíca. Su inspiración era más bien libertaria, nunca comunista. No dudaba en criticar el culto al trabajo, constitutivo de todos los sistemas, ya fueran capitalistas o comunistas.
Guevara citaba esas líneas con el único objetivo de polemizar con el poeta español, al que contestaba con su dureza habitual:
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“Es precisamente la actitud de los derrotados dentro de otro mundo, de otro mundo que nosotros ya hemos dejado afuera frente al trabajo.”
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En efecto, León Felipe desarrollaba una concepción absolutamente antinómica con la defensa, avanzada por los dirigentes revolucionarios cubanos, del “trabajo voluntario”, que significaba la instauración de “domingos rojos”, durante los cuales miles de funcionarios y de trabajadores intelectuales abandonaban sus oficinas, sus ratos de ocio y su vida familiar, para dedicarse a cortar caña o a transportar sacos de cemento en la construcción. Los cubanos designan ese tipo de trabajo bajo el término de “volungatorio”, un neologismo perfectamente adecuado para calificar el carácter obligatorio del trabajo teóricamente “voluntario”.
Lo que pretendía Guevara era reactualizar los viejos conceptos stalinistas, revistiendo los valores vinculados por las teorías del “hombre nuevo” con ciertas virtudes poéticas. De esa manera se colocaba fuera del terreno de la teoría marxista pura, presentándose a sí mismo como un hombre capaz de ocupar todas las funciones, capaz incluso de salidas poéticas. Al tiempo que lo criticaba con dureza, invitaba al exiliado español, igual que lo hacía Fidel Castro con numerosos intelectuales extranjeros, a venir darse cuenta con sus propios ojos de “una actitud nueva frente al trabajo”:
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“Podríamos decirle hoy a ese gran poeta desesperado que viniera a Cuba.”
Inmediatamente quiso concretizar su invitación pública. En una carta de diciembre de 1964, le escribía al poeta, llamándolo “maestro”:
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“El otro día asistí a un acto de gran significación para mí. La sala estaba atestada de obreros entusiastas y había un clima de hombre nuevo en el ambiente. Me afloró una gota del poeta fracasado que llevo dentro y recurrí a Ud., para polemizar a la distancia. Es mi homenaje; le ruego que así lo interprete.
Si se siente tentado por el desafío, la invitación vale.”
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Guevara intentaba ejercer su poder de fascinación sobre ciertos intelectuales, invitándolos a pasar un momento en la isla, con todos los gastos pagados, e incluso a residir en Cuba, en condiciones por supuesto privilegiadas. Lo había hecho con amigos de juventud, como el argentino Alberto Granado o el guatemalteco “El Patojo”, con periodistas como el argentino Jorge Ricardo Masetti, con escritores como el haitiano René Depestre o con economistas como el francés Charles Bettelheim. De esa manera les podía dar la impresión de que ejercían su magisterio sobre los que detentaban la realidad del mando.
La invitación de Guevara a León Felipe no era sino una de las prerrogativas del príncipe.
El viejo poeta exiliado no entró totalmente en el juego propuesto por el Che Guevara. No fue a Cuba. Sin embargo, escribió más tarde un texto a la gloria del Che, al que llamaba su “gran amigo”, después de su muerte en Bolivia. En la introducción de su poema, escribía:
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“Siempre fuiste un condotiero apostólico y evangélico y un niño atleta y valiente que sabías dar el triple salto mortal y caer siempre en tu sitio. Ahora también has caído en tu sitio.”
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El diálogo con el poeta exiliado podía dar la ilusión de que el Che era capaz de entablar un diálogo poético de igual a igual, más allá de las tradicionales consignas políticoas. Se le podría considerar a la par de un Arthur Rimbaud, aventurero como él pero, además, muerto en combate.
Otro poeta entre los más grandes, con quien Guevara tuvo el privilegio de conversar gracias a su posición en la cúpila del poder en Cuba, le concedió a su vez, pero con reservas, la dimensión de poeta: Pablo Neruda. Para el Premio Nobel chileno, era “un hombre meditativo que, en sus batallas heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía”.
El relato de una conversación que tuvo con Guevara, publicado en sus memorias, no es tan admirativo, no obstante.
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Guevara le decía:
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“La guerra... La guerra... Siempre estamos contra la guerra, pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella.” El poeta chileno, quien durante toda su vida fue un militante comunista ortodoxo a pesar de ciertos choques graves con el castrismo en el poder, pero que anteriormente había apoyado públicamente, como sus compañeros cubanos del Partido Socialista Popular, a Fulgencio Batista durante su primer período de gobierno democrático, comentaba, con cierta acrimonía hacia el guerrillero argentino:
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“Yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una amenaza y no un destino.”
El diálogo de Neruda con Guevara sobre el tema de la guerra fue tan tenso como el que éste mantuvo, a distancia, con León Felipe, sobre el valor del trabajo.

El beatnik expulsado

El único escritor que se haya atrevido a burlarse abiertamente en Cuba de la figura de Guevara, ya prácticamente intocable mientras vivía, fue el poeta beatnik Allen Ginsberg, americano, judío, homosexuel y budista. Durante su estancia que sólo duró unos días, en enero de 1965, en La Habana, adonde había sido invitado para formar del jurado de poesía del premio Casa de las Américas, la más prestigiosa recompensa creada por el régimen revolucionario, cometió una terrible afrenta al declarar que, si tenía la ocasión de ver a Fidel Castro, cosa que no le parecía tan importante, le pediría que dejara de fusilar. Luego cometió otro crimen de lesa-majestad. Ginsberg lo contó más tarde de este modo:
“Lo peor que yo haya dicho era que yo había oído rumorear que Raúl Castro era gay. Y la segunda cosa terrible que yo haya dicho era que el Che Guevara me parecía buen mozo.”
El arquitecto cubano exiliado en Francia David Bigelman había traducido al español su largo poema Howl para las ediciones El Puente. Su traducción nuca vio la luz puesto que las ediciones fueron prohibidas. Así ve Bigelman a Ginsberg:
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“Era una persona que respiraba la libertad en un país donde no había ninguna libertad de conciencia. Por mi parte, al salir de una cita con Ginsberg para revisar la traducción en su cuarto del Hotel Riviera, le pedí que me acompañara hasta la puerta. Porque todos los que habían estado con él habían sido detenidos. Nada más se fue, dos tipos, dos policías, me metieron en un carro y me llevaron. Todos éramos considerados como “enfermitos” por frecuentar a un poeta tan iconoclasta.”
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Al cabo de tres días, Ginsberg fue expulsado de Cuba y embarcado en un avión con destino a Checoslovaquia. El pelo largo y la barba no eran en modo alguno un signo de identificación entre el guerrillero y el poeta beatnik, aunque ambos fueran considerados como rebeldes. Hay que precisar, a favor del Che, que en ese momento preciso no se encontraba en Cuba sino en África. Pero estaba perfectamente informado de las declaraciones tan irrespetuosas de Ginsberg, un poeta que no constituía sin duda el prototipo de “hombre nuevo” con el que soñaba. No se podía tolerar ninguna alusión a las tendencias sexuales de los guerrilleros en un país que había empezado, desde 1961, a practicar redadas contra los homosexuales.

Guevara y los demás dirigentes revolucionarios podían aceptar una rebelión teórica pero no contra ellos. Los jóvenes poetas otrora reagrupados alrededor de las ediciones El Puente, que habían pretendido homenajear a Allen Ginsberg, fueron en su mayoría enviados a la cárcel o a campos de trabajo, entre ellos José Mario, muerto en exilio en Madrid. La irreverencia no era del agrado de los dirigentes revolucionarios.
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Efory Atocha Agradece a Jacobo Machover el envío en exclusiva de este capitulo de su nuevo libro: La Cara oculta del Che, ediciones Bronce (Planeta)

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