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Zorba el Gringo y el tesoro de Stavros
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Stavros (griego para Cruz), en la península cretense de Acrotiri, era el lugar donde daba sus lecciones de baile y embriaguez aquel legendario Zorba el Griego, imaginado por Nikos Kazantzakis y luego filmado por Michael Cacoyannis. Es una encrucijada recóndita, una playa donde pocos turistas y algunos muchachos se aventuran al término de la primavera griega. Amparada de un lado por un farallón y de otro por una extensión de piedra volcánica, es una miniatura del paisaje de Creta, entre salvaje y ascético, con su aridez, sus montañas abruptas y el mar ubicuo. Por el norte, el Egeo. La playa es una gracia en el paisaje de piedra y polvo. No hay árboles en Stavros.
Lo que sí hay son unas pocas casas con pollos, perros y gatos (Creta es isla de gatos), y un restaurante que sirve a veces de hotel. El dueño, en la cincuentena, asistió de niño a la filmación de la película aclamada. Nunca ha vivido en otra parte. No apareció él mismo en el montaje final del film, pero asistió a su rodaje. Es él quien cuenta la historia de Stavros, que es en mucho la propia. El figurante que no figuró es el principal testigo del lugar y sus tesoros.
De niño, cuenta el hostelero de Stavros, él y sus compañeros jugaban en las inmediaciones del barranco. En el cerro, visible desde la playa, hay una cueva. Nunca entraron.
Anthony Quinn, que tenía de montaraz y también de explorador, sí se adentró allí donde los niños no se atrevieron. Nuestro hombre en Stavros asegura haberlo visto siempre borracho: un imitador cierto de su satírico personaje, más loco que una cabra. Arqueólogo súbito, Quinn encontró, en medio de los trajines de la filmación, un tesoro de alfarería y artesanía minoica. ¿Prendas de Ariadna, enseres de Pasifae, amuletos de Dédalo?
Zorba entrega al encorbatado helenófilo, interpretado por Alan Bates, un tesoro de desenfado y disparatada sabiduría. Para ello, llegado el momento, no vaciló en deshacerse de los tesoros del profesor. En el trayecto del Pireo a Creta, el barco encalla en una marea que le hace zozobrar y hacer aguas. El capitán, heraldo de la sobrevivencia, pide a sus tripulantes deshacerse de lo innecesario. Zorba, sin pensarlo dos veces, agarra la maleta llena de libros del escritor británico y la lanza al mar. Pone literalmente sus páginas en remojo. ¿De qué sirven las obras completas de Nietzsche, las incompletas de Eurípides o algún manuscrito lleno de motivos para un viaje, cuando se está a punto de naufragar? El escritor comienza a hacer preguntas de aprendiz. Zorba, ni corto ni perezoso, se hace aprendiz de maestro. Música, Theodorakis.
Los libros son tesoros de los que se puede y hasta se debe prescindir en la iniciación a los misterios satíricos cuyo celebrante es Alexis Zorba. No así las alhajas y vasijas halladas en Creta por el actor Quinn. De los primeros hay que saber despojarse para alcanzar la gracia del sátiro y aun la otra orilla. Las prendas y objetos minoicos eran en sí una gracia.
¿Cómo dar cuenta de un tesoro encontrado? Las reliquias de Stavros tenían decenas de siglos sin propietario. Al contrario de Sir Arthur Evans, empeñoso excavador de Cnosos, y de Schlieemann, el hombre que encontró la máscara dorada de Agamenón en Micenas, Quinn no pregonó su hallazgo. Siguió con su película y sus borracheras, y lanzó el tesoro al mar del secreto. Más que de sátiro, en esta historia hace de pirata.
Quinn era un actor de vuelo, pero sus alas eran de Ícaro más que de Dédalo. Su fuga no llegó muy lejos. Las alhajas y alfarería fueron decomisadas en la aduana de salida. Grecia, que perdió cientos de estatuas, objetos y hasta fachadas enteras del Partenón en su larga historia de territorio ocupado y colonizado, no estaba dispuesta a ser despojada por un actor que interpretaba a un truhán bebedor, mujeriego y amigo de extranjeros medio raros. Algunas de las piezas que encontró y luego tuvo que entregar al estado griego, pueden ser vistas en el Museo Arqueológico de Hania, la pequeña ciudad de aires venecianos al noroeste de Creta.
Escuchar la historia de Quinn según el cronista de Stavros es asistir al guión de otra película. “Zorba el Gringo”, podría ser su título. El final, con ser cómico, tiene algo de ejemplar, es decir justiciero. Así como el inquieto erudito de sofá vio su vida enriquecerse dramáticamente con la amistad de Zorba el Pícaro, el pillo Quinn requirió de un comisario de aduanas que lo despojara de lo que no era suyo.
El cuento del tesoro, sin embargo, no termina allí. Muchas películas terminan con una frase. Esta historia de película también. Dice el testigo de Stavros, con suave queja irónica: “Ah, si alguno de nosotros hubiera entrado en la cueva y excavado un poco, en este momento sería rico”. No tenía intención, qué duda cabe, de pasar por la aduana.
---Imagen de la película "Zorba el griego" tomada de Internet.
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Leonardo Rodríguez, escritor y ensayista Cumanés, (1977), Venezuela. Reside en Madrid.
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