viernes, 1 de agosto de 2008

"De Efory a Atocha" Por Néstor Díaz de Villegas

----
"De Efory a Atocha: por los caminos de Chago"
---- ----

Por Néstor Díaz de Villegas

Una caminata por el Paseo del Prado, desde la Casa de América hasta las inmediaciones de la puerta de Atocha, me ofreció la oportunidad de conversar con L. Santiago Méndez Alpízar (Chago), que, casualmente, recogía ese día los primeros ejemplares de su libro de poemas en la editorial de Pío E. Serrano. Habíamos asistido al mismo evento por distintos caminos, y durante el receso del mediodía coincidimos en un pasillo, nos presentamos, intercambiamos teléfonos, y salimos a la calle.

Afuera el cielo gris cernía llovizna helada sobre los árboles del parque. Apuramos el paso, escurriéndonos entre transeúntes sorprendidos por el chubasco, y enfilamos hacia la terminal de trenes, que, según supe más tarde, alberga un jardín de plantas tropicales. El invernadero de Atocha, que ocupa el edificio antiguo de la estación, resultó ser una especie de isla sembrada de altas arecáceas. Una fina capa de churre cubre las hojas de ninfeas y calas, y también el agua muerta que las rodea. De vez en cuando un pasajero se inclina sobre la baranda y arroja boronillas de pan a las jicoteas que circulan bajo la superficie. Algunas recogen el fiambre, mientras otras dormitan en las mariposas de los aspersores. Desde el techo de vidrio, unos faroles perennes arrojan luz sucia sobre los caparazones de las huerfanitas que los madrileños han abandonado a su suerte, después de haberlas usado como mascotas.

Pensé, en un arranque emotivo, que también las jicoteas de Atocha parecían estar condenadas a la “maldita circunstancia del agua por todas partes”. Y mientras oía a Chago explicar que Gustave Eiffel era el arquitecto del antiguo hangar, ahuyenté la idea con la vista fija en el techo, en dirección del lucernario. Pero más tarde, de vuelta a casa, no me molesté en “googlear” el dato, prefiriendo fantasear y quedarme con la duda.

Recordaré aquí, a propósito de fantasías, la ocasión en que un amigo poco versado en literatura fue a encontrarse conmigo al recital de un libro de poesía. Al término de la velada, los intelectuales hablaron de conexiones y deudas estilísticas, mientras que mi amigo, que era el miembro más joven de una familia de cheos habaneros –y que se presentó ante la concurrencia como periodista “lírico”–, comparó el poema con una supuesta novela francesa que, según afirmó, había leído de niño. No recuerdo el título de esa obra, aunque puedo afirmar que, como el de tantos otros tomos de la biblioteca fantástica que los legos han compilado a espaldas de los especialistas, no me resultó absurdo, sino sólo inaudito.

Refiero estas anécdotas porque, dos días más tarde, cuando volvimos a encontrarnos y Chago me obsequió su libro de poemas, miré la portada, y el título pareció saltar de la carátula: ¿Entonces, qué? Tomé la pregunta por un desplante, de los que se gritan tirando las manos al aire: ¿Entonces, qué? –sólo faltaba añadir la palabra “volá”, o eso me pareció antes de abrirlo por la sexta página y chocar con el exergo de Samuel Taylor Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en la mano, ¿entonces, qué?” El fragmento pertenece a los Cuadernos de notas del autor de Christabel (quien, con Wordsworth y Southey, forma el trío de los llamados “poetas del Lago”), y, en contraste con tantas citas superfluas que encabezan libros, iluminaba hasta el tuétano la razón de ser de la obra de Chago.

L. Santiago Méndez Alpízar pertenece a la generación que leyó a Virgilio Piñera quizás mejor que ninguna otra, porque llegó a ver el absurdo virgiliano hecho realidad; lo que equivale a decir que la suya fue la primera generación que habitó en las riberas del “lago” de Virgilio. Para ellos, escapar del cerco no era una disyuntiva, sino un imperativo categórico. También la coyuntura literaria que circunscribió al escritor de esa generación se asemejaba a un cuerpo de agua: era el piélago origenista, o “la sopa de la patria”, como lo ha llamado Chago en alguna parte.

Y, en otra:

A tanto mar

no alcanzo

–acaso–

ser delfín de los cuatro vientos

Cuando ellos llegaron, ya la letra se había convertido en logos, en lago, en segunda Naturaleza. Nunca antes Piñera y Lezama habían resultado tan limitadores, tan orilleros, ni habían ejercido una influencia tan abarcadora, ni habían asumido el papel oficial de “fundadores de nacionalidad”. El contacto sostenido y directo con este tipo de literatura universal, por encima de las divisiones de clase, generó en Cuba –y no olvidemos tomar el término en su acepción más mundana una poesía “lírica”.

De la misma manera que Napoleón pretendió hacer del Mediterráneo un lago francés, el Atlántico llegó a ser un lago cubano: un lago ideal, una lacuna mentis. En ese lago se desarrolló nuestro drama y se representó nuestra tempestad, con Bermudas pobladas por los monstruos de la razón. Para nosotros, emigrar significó cruzar “el charco”, ir a habitar la otra orilla. Tampoco hay que olvidar que el cerco sirvió de telón de fondo a la dictadura, y que el “por todas partes” –igual que tantos otros presagios del repertorio virgiliano– podía entenderse como la cábala del totalitarismo. Sólo una extensión enorme, de proporciones oceánicas, daría la medida de lo sucedido: José Bedia pinta un mayombero con la nganga bajo del brazo, que vacila, con un pie en cada orilla, entre el perpetuo aquí y el allá sin más; y Severo Sarduy lamenta la huída de los dioses que “cogieron el barco, se fueron en camiones, atravesaron la frontera, se cagaron en los Pirineos.” El Atlántico es nuestro lago, y es el arco que va de Efory a Atocha.

La generación de Chago no sólo fue testigo de la rehabilitación y renormalización de Lezama y Piñera, sino de la de una caterva de epígonos que había sido “separada” del proceso en etapas previas. Los jóvenes escritores trababan conocimiento con la promoción artística desterrada al gulag oficinesco, la que había permanecido oculta en los infiernillos de las bibliotecas. Fue como si hubiesen soltado a los presos: un pase general de reos de conciencia que, luego de décadas de encierro, veían la luz –si bien no pocas veces sólo en la letra, pues su restos mortales habían quedado en el camino. La época de esa amnistía coincide con la erupción de una especie de Solaris que marca la apoteosis de los “chaguistas”, pues sólo a ellos les fue dado concebir la isla virgiliana ceñida por una materia gris que era el producto del descongelamiento del Quinquenio que los vio nacer.

Si en el principio era la “maldita circunstancia del agua por todas partes”, para la fecha en que el autor de ¿Entonces, qué? viene al mundo, fue la “maldita circunstancia” a secas. Hay un punto negro allí, que Chago define de varios modos:

Hay un punto

Alrededor del punto

La sombra y yo

Sobre todo fin

hay un

punto

Un punto

negro

Y otra vez en el Rockasón con Virgilio Piñera:

Un punto en el espacio

es una fuga

Entre una historia y otra

un punto negro

Visto de otra manera: un punto negro separa Efory (el “monte”, la “yerba”, la “cura”, vititi nfinda), de Atocha (el Niño, el Apóstol, Mercurio, Elegguá). Esta “sublimación” es un proceso espagírico, pues las permutaciones del monte nos llevan al santo, por el camino de Chago. Efory es el símbolo de nuestra alquimia, de nuestro conocimiento secreto –del que se dice que “hay que haber nacido allí” (que es una fiesta haber nacido allí) para poder poseerlo. Y también que es una maldición, una maldita circunstancia: el monte del conocimiento del Bien y del Mal.

Es, justamente, la aparición del El Monte, de Lydia Cabrera, lo que marca el momento en que la brujería penetra la alta cultura. La brujería tiene ahora una historia y un libro. El bilongo fluye por el cuerpo de la nación, pero ya traducido, sincretizado: Lydia Cabrera es la cifra de una decadencia, y el epítome de una clase social que había arribado, en el año en que aparece su clavícula (1954), al punto que Jean Baudrillard, tarareando a Chago, define como “tiempo del fin, y de un ilimitado suspenderse del fin”:

Yeah baby

Judas Priest conspira

venga heavy

La tesis de la maldición –del daño: “iká”, “madyáfara”– que Virgilio retoma en su poema, es el tema de la Rima del antiguo marinero (Hay agua, agua por doquier / mas ni una gota de beber), pues también para Samuel Coleridge el agua se ha convertido en pócima de brujas:

The water, like a witch’s oils

Burnt green and blue and white.

Así Chago aparece como un poeta del lago que, en sus baladas “líricas”, consigue despojarse del coloquialismo estatal y parodiar al Coleridge de los conversational poems. El hecho de que, en los poemas del exilio, el poeta hable “como si estuviera en Galiza” –que hable como galego– presupone un viaje de retorno, de marcha atrás como el cangrejo, y un camino al revés: de descubierto a descubridor (Normal que no entiendas el asombro / Esa cuestión de saberse descubierto). El personaje llamado Chago es un Santiago que desanda el trayecto de Atocha a Efory, un Auaca Taíno –de “rasgos atrofiados”– que descubre Compostela. Viene embutido, “atiborrado de ansiedad”, dentro del chourizo de su historia personal, y trae consigo al destierro su “nariz de negro”, y el sarcófago de su esclavitud:

Llegado a un punto / con o sin retorno/

ésta que no tienes es la casa / ésta que nos falta

El poeta retrasa el camino de aquel antiguo marinero a quien los discípulos metieron en un sarcófago de mármol, “y éste en una barca cuyo único timonel era Dios”, según reza un prospecto para peregrinos ocasionales. “La embarcación surcó el mar hasta Gallaecia”, continúa explicando el vulgar folleto, “y remontó el río Ulla hasta llegar al puerto de Iria Flavia, capital de esta provincia romana, y allí enterraron su sarcófago en el cercano bosque de Liberum Donum”.

Con un Flashback, Santiago concluye su periplo, regresa a Atocha, y vuelve a ser niño:

Eres un hombre / Todos te lo dicen

Por fin te han pulido las botas montadas / con tacón estilo

Hollywood

Para el undécimo onomástico: un juego de chalequito y

pantalones bataholas

La vida le otorga a Chago una venera: concha de Afrodita, Vas spitituale o el “bollo en el horno”, da igual. No hay otro poeta romántico cubano que haya cantado a la hija de la espuma, en versos más listos, ni más líricos:

El mar ya está en la mesa / el pulpo feito

No tardará en llegar el chaparrón y con él /

lo que nos une

No mencionaremos el pathos ni a escritores aburridos

pero tocaré / como en el poema / con mis gordos pies

por debajo de la mesa

y tú volarás mareadita y borracha

Chago es ese hombre coleridgiano (He partido de todo para llegar a ellos / Estoy a salvo de una Patria) que atravesó el Averno y un Paradiso y regresa empuñando el deep flower de su poema erótico. La voz salta de la tapa y me reprende con un Aye? and what then? que parece estar dirigido al tiempo, a lo que sea que será. Aunque, ya sentado a la mesa de su piso de Atocha, mientras el vate me sirve merluzas y cerveza, me asalta la sospecha de que, en su traducción castiza, quizás se trate también de la pregunta de los sesenta mil euros: ¿Entonces, qué volá?
---
Febrero de 2008.

----
Este texto fue publicado en el número 48/49 de la Revista Encuentro de la Cultura Cubana.
---
Néstor Díaz de Villegas (Cumanayagua, 1956). Ha publicado los poemarios, La edad de la piedra (1992), Vicio de Mami (1997), Anarquía en Disneylandia (1997), Confesiones del estrangulador de Flagler Street (1998), Héroes (2002) y Por el camino de Sade (2004). Articulista de El Nuevo Herald y de Encuentro en la Red. Dirige el magazine literario Cubista. Exiliado en Estados Unidos desde 1979.
---
Otros textos de NDdV, Aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario