jueves, 21 de agosto de 2008

"Sobre la Historia Natural de la Reconstrucción"

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Sobre la Historia Natural de la Reconstrucción*

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----Por Carlos A. Aguilera Chang
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En una de las fotos de Stefan Moses, uno de los pocos fotógrafos alemanes que ha continuado la «mirada» que August Sander desarrollara a principios del siglo xx en su serie Ultimos hombres, se observa a una mujer del Museo de Higiene de Dresde decorando las vísceras de varios esqueletos humanos y colocándolos sobre una mesa, en orden. Estos muñecos pedagógicos, por llamarlos de alguna manera, y esta mujer, semiescondida, chiquitica, miope, cuadrada... sorprendida en el momento exacto de la “trepanación”, casi pudiera pensarse como una metáfora perfecta del totalitarismo y las distintas uniformizaciones políticas que ha vivido el mundo en su historia más reciente. Una metáfora del horror, si pensamos éste como el intento ideológico de convertir a todos en uno, tal y como mostró Zamyatin en su novela Nosotros. Una metáfora de lo que siempre estará por regresar.

Para esto, Moses, que ha venido realizando desde los años sesenta exposiciones sobre los alemanes de ambas partes del muro, con una simplicidad e ironía muchas veces precisa, se coloca delante de los maniquíes (o detrás, según se mire), y encuadra una imagen donde a esta progenitora apenas se le ve aunque se torna todo el tiempo presente. Gran Hermano que a la misma vez que se esconde, controla.

Pudiera devenir esta foto resumen de todo lo que ha vivido Dresde desde la República de Weimar a la fecha? Creo que sí, e incluso pudiera decir que vendría a ser la portada perfecta para un libro como el de Kurt Vonnegut, un clásico de como se articulan comedia y sinrazón bajo eso que algunos filósofos han llamado “nuestra época trágica”. Estoy seguro, esos maniquíes fotografiados por Moses hablarían más sobre el libro que casi todos los cover que he visto de Matadero 5 en varios países e idiomas.

Vonnegut, que la noche del famoso bombardeo de Dresde y desde días antes se encontraba preso en una de las jaulas que el régimen nazi había preparado para sus enemigos en la “Florencia del Elba”, cuenta como las bombas de la Royal Air Force caían como garrapatas desde el cielo (un cielo oscuro y a la vez intenso...) y cómo los edificios y personas saltaban a su vez en dirección contraria como insectos despedazados que aún quisiesen volver a saltar... Cuando todo cesó, hace una pausa el autor de Desayuno de campeones, todo era polvo, mal olor y huecos vacíos. Sólo eso.

Sin dudas, una de las cosas que más llama la atención en Dresde, y quizá en todo el este alemán es el vacío. Primero porque debido a los bombardeos de las noches del 13 y 14 de febrero del cuarenta y cinco, el centro de la ciudad y según los historiadores en un radio de quince kilometros a la redonda quedó todo muerto. Segundo, porque esos huecos provocados por la ideología (ya sabemos, no hay nada más ideológico que una bomba) fueron rellenados, también, por la ideología misma. En este caso por esos espantosos edificios prefabricados que el socialismo diseminó como ratoneras por toda la ciudad y durante años representó el orgullo de Honecker y los que como él convertían el hábitat humano en pura especulación marxista.

Desastre que incluso llegó a Cuba, con sus microciudades prefabricadas, sus desastres urbanísticos, y hoy, quizá, por el malestar que produce vivir en una suerte de ruina mal hecha, genera más conflictos que ganancias para la maquinaria despótica cubana. Muchos de estos lugares, por ejemplo, en La Habana, son verdaderos emporios de trapicheo económico, si es que al mercado negro se le puede llamar keynesianamente economía, y diferentes focos de malestar o protesta proceden exactamente de ahí, de estos leprosorios donde todos viven en un roce perverso y la privacidad ha sido tachada en nombre de la Patria, la Nación o cualquier otro de los emblemas totalitarios. Es posible convertir al hombre en un perro cuando es obligado a vivir como una rata, me preguntó una vez un dentista mientras conversábamos en Berlín, y esto parece ser lo que nunca entendió la zoofilia comunista. Perro o rata, rata o perro..., el ser humano nunca podrá ser las dos cosas a la vez, por mucho que se empeñe cualquier manual de marxismo-leninismo o la mayéutica colectiva en su variante más represiva, que es por lo general la que se aplica en países de control total. Por mucho que se empeñen los emperadores de turno.

Si traigo a colación este manual de zoología política, es porque con frecuencia me pregunto qué tipo de personas habrán vivido en las casas abandonadas (vacías) que se pueden encontrar en Dresde, qué habrán comido o hecho durante sus últimos años, a quién habrán vigilado, qué habrán visto... Estoy seguro que cada uno pudiera ser el Oskar Matzerah de una novela, la novela imposible sobre el este alemán; a la vez, la negación de ella misma. Convertir a las personas en simples emigrantes o “animalitos” temerosos resultaría muy facil, bastaría con ponerlos a moverse infinitamente de un lugar a otro o clavarlos en un punto fijo y ordenarles no se muevan. Sin embargo, tal y como sabemos, la mayoría de las veces estamos fluctuando entre dos fronteras, la del deseo de irnos y la del deseo de permanecer, perpetuum mobile y mutismo. Y esta frontera es siempre lo más difícil. Nos obliga a caminar muchas veces, aunque no lo querramos, por el límite.

Curiosidad que me llevó incluso a pensar en cierto momento en un libro que tratara unicamente sobre esas casas y fábricas abandonadas, esos comedores que poseían aún, algunas, el hule sobre la mesa o restos de empapelado en las paredes... Para ello hablé con un fotógrafo amigo, alguien que ya había hecho fotos «de lo vacío» en la exyugoeslavia y Estados Unidos, y de cómo la arquitectura combinada con la estupidez y la historia no necesitaba otro aditamento para ser exacta (él diría bella) que ese «estar ahí congelada en sí misma». Con esta idea nos pusimos en marcha, y si el proyecto no llegó a su final, aún deben estar por algún lado las fotos que varias veces hicimos, fue por razones externas a nuestro deseo de llevar a cabo esa especie de novela postmoderna de lo alemán. Ya sabemos, perro o rata... rata o perro, como me repetía socráticamente el dentista caminando por la antigua Stalinallee, y en medio, el martillo aplastante de la cotidianidad.

Quizá una de las cosas que mejor ayude a entender esto que vengo diciendo, sean las imágenes que en 1990 hiciera Moses del conocido dramaturgo alemán Heiner Müller, en Berlín-Hellersdorf. Müller se encuentra delante de uno de estos grandes monstruos prefabricados con un tabaco en la mano, mientras alrededor y suponemos por casualidad, un grupo de niños juega en un parque. El edificio (los edificios), que por la perspectiva y angulosidad de sus líneas semejan ser imponentes, nos lleva de inmediato a eso que con tanto énfasis el autor de Medea material y Cuarteto se preguntó en sus textos: donde termina-comienza el territorio público y, cómo hacer para crear dentro de ese “nosotros” un bios privado que no pueda ser engullido por la garganta estatal? Cómo devenir realmente individuo?

Como sabemos, de esto es precisamente de lo que se trata bajo el comunismo; la pregunta que por mucho que disfracemos va a permanecer siempre sin respuesta, la urpregunta. Y los edificios estilo Honecker, que al igual que en la época de Hitler no eran más que la decadencia de un movimiento anterior (en este caso de un neoclasicismo ridículo) son jaulas parlantes. No sólo porque eran más feos que todos los que se construyeron en ese momento al otro lado del muro ―los sesenta y setenta fueron en todos los lugares, arquitectónicamente hablando, espantosos―, sino porque en el este eran hechos en nombre del Hombre, la solidaridad humana y la grandeza de algo que nadie veía por ninguna parte. En nombre de «la victoriosa lucha contra la enajenación capitalista», como cacarearon en diferentes momentos los altoparlantes del Komitern. Y no hay cosa peor que cuando el hábitat propio se convierte en artefacto ideológico, trofeo de guerra.

Tendría esta misma sensación Heiner Müller cuando Stefan Moses le sacaba las fotos? Eso ya nunca lo sabremos. Sin embargo en el rostro del dramaturgo hay un rictus irónico, mueca, como de aquel que dice: yo sé, yo sé... y sonríe bajito. Al final, los esqueletos del Museo de Higiene pudieran ser comparados a los edificios sajoneshabaneros por su serialidad, su afán pedagógico-propagandístico y su lado monstruoso; lado que ni siquiera se redime cuando pensamos en la “carencia”. Edificios y esqueletos representaban (representan aún) el triunfo del arte según la ideología, de la ideología mala quiero decir; esa que convierte en estereotipo lo cotidiano y construye pautas para la literatura, la arquitectura, la creación en general. Esa que nunca se equivoca. Y como escribiera Steiner, el reverso de la libertad no es la cárcel, la guerra o el despotismo, entendiendo esto último sobre todo como no-solución política. “El reverso de la libertad misma es el cliché”.

Entraría una reflexión sobre el cliché en ese proyecto Dresde que mencionaba antes? Lo más seguro es que sí, y lo que me preguntaba cada vez que salíamos a realizar fotos, era como hacer visible en nuestra metanovela ese vacío que se pega al estereotipo y termina convirtiéndose en la repetición para miles de personas, la abulia. Recuerdo que especialmente curioso nos resultó un conjunto de edificios medianos que se encuentran en el camino hacia Pirna... Conjunto que en el viejo Mitsubishi de mi amigo, el fotógrafo, alcanzábamos desde mi casa en veinte minutos, si teníamos la suerte de no perdernos en el hueco esquizo que es toda ciudad a la noche, y con lluvia o sin ella nos obligaba a realizar interminables sesiones para poder captar lo visible sobre aquel cementerio de edificios que se extendía ante nosotros.

No es que estos edificios fueran interesantes en sí mismos; podría afirmar con cierto cinismo que ni siquiera eso eran. Lo que les confería a estos “mamuts” otro status era precisamente su abandono, su valor-nulo-de-uso, la vida chiquitica que imaginaba había deambulado alguna vez por ellos y ahora se contraía a cero. Ver que junto al timbre de la puerta colgaban aún nombres que nadie se había detenido a borrar: una tal familia Schmidt, un Magister Stepputat (magister en qué, se pregunta uno...), un tal Kohle..., le daban a ese futuro libro de interiores y textos una coherencia perversa, un punctum. Y una novela es sobre todo hacer que un pequeño núcleo vaya creciendo hasta que se convierta en algo dificil e intragable, para el propio creador, digo. Algo que probablemente nunca más volverá a leer. De ahí que muchos escritores no puedan pasar de escribir la segunda/tercera novela, e incluso cuando lo logran, muchas veces acceden a ella desde la locura, como es el caso de Robert Walser, en Suiza, el cual después del Jakob von Gunten sólo garrapateó pequeños microrrelatos hasta que se internó en un manicomio y desapareció.

Puede llegar a hablar la literatura de otra cosa que no sean experiencias privadas, ficciones, memoria colectiva, sujeto frágil, pasado?

En Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald, que ya en libros anteriores había indagado y recombinado conceptos parecidos, incluyendo el de la literatura austriaca como lugar político de representación, se explaya sobre uno de los momentos más controvertidos de la primera mitad del siglo xx: la destrucción aérea llevada a cabo por la aviación inglesa-norteamericana en varias ciudades del antiguo reich, y el silencio que según él se instaló en Alemania a partir de este hecho. Silencio que identifica con la escases in situ de literatura (literatura sobre el tema, digo...), la compra del “alma alemana” a través del dinero: el reconocido Plan Marshall para la reconstrucción del otrora gigante centroeuropeo, y con la culpa; ésa que para algunos podría tener muchos estamentos, pero a instancias de Sebald representa, ante todo, estar-en-conocimiento-de-, vivir conscientes de “que provocamos claramente la destrucción de las ciudades en las que en otro tiempo vivíamos”.

Lo primero que tendría que replicarle a este “Joyce del siglo xxi”, como reza la contraportada del libro en español, es que no creo exista ese silencio literario que él subraya. Su mismo texto, reescritura del ciclo de conferencias que ofreciera en Zurich en 1997, se apoya en varios ejemplos que vendrían curiosamente a refutar su tesis: el reportaje sobre Dresde de Erich Kästner que data, nada más y nada menos, de 1946, el texto de Hans Erich Nossack sobre Hamburgo y la experiencia de muerte que atravesó esa ciudad, la novela de Heinrich Böll El ángel callaba, a la que acusa de “melancólica” y a veces devalúa o exalta sin argumentos, el excelente experimento de Arno Schmidt Momentos de la vida de un fauno, de 1949, el cual Sebald odia porque quizá recuerda demasiado a su propia escritura, los diarios de Klemperer, los que clasifica como insuficientes (se mantienen “dentro de los límites trazados por las convenciones verbales” escribe), los filmes de Syberberg, que recogen “los aspectos más equívocos de la fantasía expresionista” (en realidad, trascienden los aspectos más equívocos de la fantasía expresionista...), los “artificios pseudodocumentales” de Kluge... así hasta llegar a aniversarios, fotos y testimonios en periódicos locales a los que casi sin hacer distinciones descalifica por no ser literariamente profundos o estar abocados a un kitsch de época, un falso decir.

Lo segundo, que de verdad crea en esa autoconciencia, ese saber que por razones que ignoro, justificaría casi teológicamente el bombardeo postguerra a ciudades como Colonia, Hamburgo, Frankfurt o Dresde..., como si una aufklärung del genocidio hiciese menos doloroso el momento final.

Por haber escapado a un régimen que ha obligado durante demasiado tiempo a sus habitantes a vivir como no-personas, e incluso, denomina a los que marchan al exilio con la misma palabra con la que los kapos en los campos de concentración clasificaban a los judíos, sé que hablar (parlotear) sobre la propia pérdida es una de las cosas más difíciles y a veces imposible a los que se puede ver abocado cualquier ser humano. Si esta pérdida entonces tiene que ver con una ciudad, ese allí donde se desarrollan ciertos afectos, una casa, allí donde los místicos creen observar una opereta chiquitica del alma, la familia, que quizá volaron despedazados por el aire igual a paquetes de carne que de pronto alguien tirase en una caja...., me cuesta trabajo entender entonces la pregunta que recorre patéticamente estas tres conferencias y para las que Sebald no halla respuesta: por qué los alemanes no escribieron más en el mismo año 45 o en los siguientes sobre la destrucción del “propio país”, por qué no llegaron a convertir el desastre, en su momento, en verdadera pregunta...?

Tendría que decir que la imagen de alguien apuntando en un cuaderno sus cagarrutas líricoliterarias o dándole punto final a un poema mientras sobre su cabeza están cayendo kilogramos de explosivos no resulta nada convincente, a no ser que estemos apasionados con Hollywood... Además, como han explicado algunos que han estado alguna vez en situación límite, en ese momento es imposible pensar otra cosa que la propia huída o el propio resguardo, ese intentar llegar a mañana que según Primo Levi, uno de los sobrevivientes de Auschwitz, era su credo personal en el tiempo que deambuló entre Italia y Polonia. Por si fuera poco, no creo se pueda minimizar el dolor, la pérdida o el pathos que genera “el hundimiento” a un texto, por muy desgarrado que éste pueda llegar a ser. La memoria colectiva opera también por otras vías, incluso, la del silencio (aunque tampoco fue el caso, tal y como el mismo Sebald se contradice); incluso, la del “hablar bajito”, que es una de las maneras más socorridas cuando varias personas no quieren pasar del lugar común sobre algo. Y ya sabemos, nada sugiere tanto como el lugar común, esa repetición de la repetición de la repetición. Sobre todo porque generalmente puede ser canalizado de otra manera (no siempre hay que escribir una novela para dejarlo todo en claro). Sobre todo, porque más que esconder, fase primaria de todo lugar común, revela...

No vendría a resultar enfático que muchos alemanes de procedencia judía cuando pasaron al exilio decidieran, sin presión alguna de gobierno o institución política, olvidar para siempre la lengua en que habían crecido y pensado parte de su vida, extirparla? Hay silencios y silencios... cosa que debió saber W. G. S., todo un maestro a la hora de ir enterrando-desenterrando mentalidades en sus propios escritos. Y la literatura no sirve para aliviar ni comprender el dolor, como demuestran los casos de Celan, Hemingway, Jean Améry, Silvia Plath o Márai, que irónicamente pasó un curso de tiro con la policía de Los Angeles antes de descerrajarse un balazo en la cabeza. No es antídoto. [1]

Si he dado esta vuelta sobre ese bicho extraño que era Sebald para continuar hablando sobre Dresde, es porque la primera pregunta que me asaltó ante esas casas abandonadas, esos edificios recortados por la cuchillita ideológica, esos nombres que ya no representan nada sobre el antiguo timbre de una puerta, ese paisaje que extrañamente llaman “la suiza sajona”..., avanzaba de manera parecida. Qué quería decir ese silencio que yo encontraba en el este alemán y hasta qué punto éste podía ser narrativo. Cómo escribir sobre algo tan mezclado con la política, la pulsión de emigrar, el abandono, las experiencias privadas, el trasvestismo, la denuncia, lo ajeno?

Curiosamente, y como nueva refutación de esas –para mí– erradas conferencias de Zurich, cada vez que llego a una nueva ciudad de la antigua Germania, una de las cosas que escucho con más insistencia tiene que ver con el feroz bombardeo a que fueron sometidas ciento treinta y una ciudades y pueblos al final de la guerra y las cosas nuevas que poco a poco habían resurgido, transformado. El olvido, ese voltear la cabeza hacia ninguna parte que lamenta el autor de Austerlitz, en caso de que exista no me ha parecido hasta ahora demasiado grave. A veces es necesario silenciar algo para después repensarlo, someterlo... Y por la cantidad de fotos que he visto, documentales, libros o notas que se editan a diario, no creo el tema esté en Alemania “desplazado”. De ahí, cada vez que observo como en alguna terminal de trenes revolotea sobre mí un calvito con sobretodo negro y sonrisa intrigante, preguntándome si ya conozco la historia de su hermosa y apocalíptica ciudad, busco cambiar de tema lo más rápido posible y hablo de las nubes o cualquier otra cosa. De lo contrario, me arriesgo a que aterricen horas y horas de bombas de más de 500 kilos sobre mi cabeza.

Una ciudad, sus habitantes..., es uno de los territorios más difíciles o escurridizos de tratar. Lo máximo que puede llegar a hacer el artista, es intentar focalizar una pequeña zona de ese túnel y mostrarlo. Intentos absolutos pocas veces quedan bien, o a la postre, resultan insuficientes. Una de las excepciones que conozco es la pelicula de Godfrey Reggio, Koyaanisqatsi, donde a través del nerviosismo de las imágenes y la música de Phillip Glass se puede llegar a comprender el enchufe esquizo que existe entre una sociedad y sus “cadáveres”, la manera en que se mueven y abandonan a sí mismos, la trampa que muchas veces constituyen. Y quizá por tener demasiada consciencia de esa trampa fue que esa novela Dresde ha quedado inconclusa. La literatura, la escritura, el escritor, los textos, muchas veces representan formas distintas de lo ajeno, de lo que no logra acoplarse a nadie, nada. Y el ajeno es ése que ni siquiera tiene casa propia, madriguera; un animal siempre hastíado y con frecuencia en ninguna parte. Alguien que se sienta “al otro lado” y observa como todo alrededor coge fuego y desmorona, aunque sin llegar a los extremos de la Royal Air Force por supuesto... Cuando esto suceda, entonces podré responder las preguntas que al principio me hice e incluso llevar a cabo mi megaproyecto sobre lo vacío-lo lleno en el este alemán. Mientras tanto, no me quedará más remedio que hacer silencio y continuar aceptando mi derrota (la derrota del que aún no tiene suficiente ironía o distancia). Una ciudad sólo comienza a ser habitable cuando ya hemos descubierto el monstruo que en realidad es.
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Texto leído en el evento Dresden literarisch, raum für kultur, Frankfurt am Main , 6 de diciembre 2006.


[1]Sobre una pelicula-debate con otras personas que habían estado al igual que él en un campo de concentración alemán, Bruno Bettelheim escribe: „…el horror nazi había sido un cataclismo difícil de imaginar, un hecho que despertaba tanta angustia que aquellas gentes necesitaban negar que tuviera alguna relación con ellas como personas. Pensar en ello inducía a formularse preguntas sumamente perturbadoras sobre la naturaleza del hombre cuando, sin vacilación alguna (…), se le presentaba la oportunidad de participar espontáneamente en el más vil y sistemático de los asesinatos en masa, no solo de hombres indefensos, sino también de millones de mujeres y niños pequeños. Verlo con sus propios ojos en películas documentales y escuchar el testimonio de los conferenciantes despertaban unas sensaciones incontrolables de revulsión e impotencia en los asistentes a la conferencia. Quizás esto explique por qué unas personas que habían decidido voluntariamente ver aquella película en verdad aterradora que mostraba escenas donde se hacía objeto de la mayor degradación posible a hombres, mujeres y niños inocentes, escenas de tortura, de hambre, de asesinatos en masa, y luego participar en un debate sobre todo ello, reaccionaban ante tal experiencia distanciándose emocionalmente de ella y negando toda relación emocional e intelectual con ellas aquí y ahora. De lo contrario, no habrían podido hacer frente a lo que aquellas imágenes despertaban en ellas.“ Sobrevivir. El holocausto una generación después, Editorial Crítica, Barcelona, 1981, p. 41. O más recientemente Ian Buruma, Placeres y riesgos de ser víctimas, en Letras libres, Febrero, México D.F., 2001, p. 22, “Cuando llegaron a Israel los sobrevivientes de los campos nazis de exterminio (...), la verguenza y el horror impedía a la mayoría de ellos hablar de su sufrimiento. Las víctimas ocuparon un sitio precario en el nuevo Estado de héroes judíos. Era como si hubiera que borrar la mancha de ser víctimas y no tomarla en cuenta, así que un gran número de judíos no habló.”

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Carlos A. Aguilera, (La Habana, 1970). Escritor. De 1997 a 2002 codirigió en Cuba la revista de literatura y política Diáspora(s). Premio David de poesía en 1995 y Premio Calendario de poesía en 1996, ambos en La Habana. Ha publicado:
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Retrato de A. Hooper y su esposa (Poesía) Ediciones Unión, La Habana, Cuba, 1996.
Traducción al francés: Portrait de A. Hooper et son épouse suivi de Mao. Éditions Farrago, Tours, 2000.
-Das Kapital. (Poesía) Ediciones Abril, La Habana, Cuba, 1997.
-Die Chinamaschine. (Antología: Relatos, Poemas, Ensayos) Steirische Verlagsgesellschaft, Austria, 2004.
-Teoría del alma china. (Relatos) Ediciones Umbral, México DF., México, 2006.
Traducción al alemán: Theorie der chinesischen Seele. Editorial Erata, Leipzig, 2007.
Traducción al croata:
Kinamašina. Editorial Profil, Zagreb, 2006.
Próximamente se editará también en checo por la editorial Fra, Praga.
Ha realizado además las antologías Memorias de la clase muerta. Poesía cubana 1988-2001. Editorial Aldus, México, 2002; Pobuna Bolesnih. Kubanske Kratke Priče, ("La rebelión de los enfermos. Veinte cuentos cubanos del siglo xx"), Editorial Profil, Zagreb, Croacia, 2005 y Die leere Utopie. Intellektuellen und Staat in Kuba, ("La utopía vacía. Intelectuales y Estado en Cuba"), Editorial Leykam, Austria, 2005. Así como el dossier Virgilio Piñera: La inundación ilustrada (revista Tsé Tsé 17, Bs. Aires, Argentina, 2006). Actualmente posee una beca ICORN como escritor en la ciudad de Frankfurt. Vive en Alemania.

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