------Crónica de verano
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Ahora que es verano, no hay manera de huirle al sonsonete. “¿Qué harás en vacaciones?”, oigo preguntar a medio mundo. Vacaciones. La palabra es reminiscencia y anuncio de fiestas de guardar y de divertir, pero cada vez más se parece a una pausa o descanso en nuestra larga marcha al futuro. De ser momento propicio para el culto de diversos dioses, esos dioses profundos que nombraba el poeta Eugenio Montejo, se pasa al culto de un solo dios o fuerza cósmica o agente metafísico: el tiempo. Los relojes compiten con- y a veces remplazan- altares, iconos y talismanes. Más de uno considera que, a la hora del té, somos solo tiempo. Es el señor de la casa y, acaso, su único habitante. Tenemos literalmente un dios o un diablo o una bomba dentro: el corazón, ese cronómetro. ¿A qué extrañar que una de las fantasías modernas más recurrentes sea el Fin del Mundo, ese electrizante thriller cosmogónico? Cronos-Saturno es el único dios pagano-en realidad, un titán- cuya muerte, acaso no sin hipocresía, todavía tememos.
A las vacaciones, herencia de una cultura más generosa con sus divinidades, no le queda otra que mimetizarse en la religión de los cronómetros. Dada su escasa simpatía por el ocio, el lema es desplazarse. Esta manía de los pasitos al frente. Qué harás se transforma en para dónde vas. Se trata ya no de conocer lugares, por los que no necesitamos tener ni simpatía ni interés, sino de consumirlos. Se barajan lugares desconocidos con nombres frecuentes. Para muchos, seguirán siendo lugares ajenos, rondas del cliché, parques temáticos. Traerán fotos. Son los filatélicos del siglo XXI. Pero sería mezquino reducir de tal forma a los cultores del ocio. Para algunos, las vacaciones siguen siendo una gran ilusión, ahora escrita con letras escurridizas, como esas piedritas agachadas de algunos escritores cansados de tanta palabra de plomo.
Yo, que las conocí enormes, vacaciones infinitas que no cabían en un año, las quiero metafóricas y distraídas, acaso algo aburridas. Nada que ver con esa suerte de monoteísmo nihilista e histérico que es el culto al tiempo. No es que no existan falsos conversos en el templo de esa religión insomne. ¿Quién de nosotros no tiene que pedir sus contantes y sonantes indulgencias? No seamos tan insensatos, me dice una voz, como para no reconocer la existencia de ese dios poderoso. And yet, and yet.
Borges, que lo sospechó fútil, intentó refutarlo. “¡El tiempo ha muerto!”, decía el admirado historiador de la eternidad y de la infamia, a quien quisiera leerlo. Salió previsible, maravillosa y divertidamente derrotado por su propio razonamiento. Imposible, sin embargo, dejar de admirar su arte de la discusión intelectual, cada una de sus irreverencias literalmente anacrónicas.
El tiempo es tigre, río, fuego. El tiempo es una metáfora, apenas hay que decir de nosotros mismos. Algunos emblemas suyos son el árbol de roble, la guadaña y la calavera. Su territorio natural, la tierra baldía. El tiempo es también una figura mítica. Se suele olvidar que el susodicho tiene (¿debemos hablar en pasado?) antecesores, una consorte que es a la vez su hermana, y progenie. Su amante consoladora se llama Melancolía. Cierto que devora a sus hijos, pero al comerse la piedra que era Zeus, sin saberlo le estuvo dando de comer. La historia de los dioses plurales comienza con un disfraz. La historia del tiempo es un cuento de familia.
Ese antiguo teatro de protagonistas visibles e invisibles adquiere dimensiones colosales en los mitos. Los ciclos de la tierra y los del calendario son una coartada perfecta, por dramática, contra y sobre el viejo Saturno, patrono de la agricultura y de la fertilidad: ya los nombres de los meses y los días, custodios de los ciclos humanos, son una forma básica de imaginarlo y de conjurarlo, piedras para su hambre caníbal. Los buenos relojes siempre están diciendo lo mismo: su lenguaje es más repetitivo que una oración. De lunes a domingo, de enero a diciembre, el tiempo nos visita. Parece que no tiene más nada que hacer. Sigue teniendo sus poetas, narradores y pensadores. Cada uno de ellos ofrece una imagen o idea distinta, pero convergente, del tiempo.
Las vacaciones escolares fueron mis primeras novelas. No Rojo y negro ni Orgullo y prejuicio: las vacaciones. Cada día era un capítulo al mismo tiempo redondo y deshilachado. Algunos motivos, situaciones, personajes y frases quedaban resonando hasta el final. Había algunas características ya asignadas para las máscaras del año. Julio era mes de piñas, melones, patillas (la sandía de otras partes) y cigarros robados, Agosto traía decenas de pescados ignotos y compartía destino con las guayabas, el aguacate y el jobito (que alguien explique qué es el jobito). No teníamos cuatro estaciones, nombre de un concierto barroco, sino lluvia, sequía y Navidad, época que en Venezuela tiene no sólo su mesa sino, siempre cantada, su propia música.
Si mis primeras novelas fueron vacaciones, mis iniciáticas vacaciones en solitario, con boletos que eran libros de segunda mano, fueron viajes en el tiempo y de la imaginación, aventuras sin escalas a la violenta corte amorosa de Stendhal, y a los irónicos y sentimentales jardines puertas adentro de Jane Austen. Sus personajes eran como primos, tíos y hasta hermanos, ya no consanguíneos sino inventados. ¡Ah, mis casaderas primas de Bath, tan dulces, tan amargas! ¡Ah, mi trastornado tío Julian Sorel, un napoleónico pobre conquistado por una mujer rica, casada y con hijos! ¡Cuántas cosas no me dijeron! Ambos dominios, las vacaciones y las primeras novelas, en cualquier caso, tenían la densidad suntuosa que trae la despreocupación del tiempo cronológico o al menos su recomposición caprichosa y mítica, una gota de azogue en los hilos de la trama, otros paisajes geográficos y humanos.
Las vacaciones tenían una respiración común, un apego de tribu, una trabazón consanguínea. Quién dijo epopeya. Salíamos, si salíamos, de Cumaná, donde estaba casi toda la familia, sólo para ir a visitar al resto de los parientes, sobre todo de mi mamá. Siempre casas sin libros, con su peculiar olor de ollas y de sábanas, con algún cuadrito de paisaje que parecía escogido con mucho primor. Poseían la fiebre no tanto del oro sino de la porcelana. Gustábase del bolero y la parranda. A veces teníamos visita, de los mismos parientes o de otros que apenas habíamos tratado. Crecía en número la familia, crecían física y metafísicamente las primas, se ampliaba y profundizaba la comarca. Sabíamos de otros acentos y palabras. Las vacaciones eran también un diccionario. Y una escuela más vasta. El mar, ese mar casi siempre manso y tibio del oriente de Venezuela, estaba cargado de frutos y conocimientos. El sol, lo puedo jurar, olía a naranja, o era a pescado frito.
Entonces el tiempo-“el tiempo, ese pariente pobre que conoció mejores días”, sentenció el catalán Jaime Gil de Biedma en un poema- se detenía, se condensaba, se miraba en el espejo, se contagiaba de nuestras enfermedades, se sumaba a nuestras excursiones, se evaporaba en las playas (en la playa el tiempo no existe) o se ponía a cantar una de las canciones mil veces repetidas de la casetera del carro (cantaba bajito). Era un miembro más de la familia, como el calor o el aburrimiento.
Viajar era inaugurar una serie abierta de regresos. El mito del Eterno Retorno es sólo una amplificación filosófica de este fecundo tópico de la imaginación. Nostalgia viene de nostos, que quiere decir regreso. Los viajes son o pueden ser una forma de arraigo. Y de libertad, no tanto la de ir a cualquiera parte (¿quién puede?) como de no estar donde uno no quiere.
Tengo así una pequeña colección de lugares, tiempos, personajes, a los que deseo volver o en los que me imagino de vuelta. En algunos-lugares de latitud verbal o mítica-puedo demorarme a placer. De otros-pero esto tal vez sea una forma de consuelo o de mitomanía-creo que no he salido todavía.
Leonardo Rodríguez, escritor y ensayista Cumanés, (1977) Venezuela. Reside en Madrid.
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