viernes, 15 de octubre de 2010

"Clase media" Un Cuento de Ariel León

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-----------Clase Media
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Un Cuento (inédito) de Ariel León
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No lo había imaginado, solo hace poco descubrí que lo mejor (fue en Septiembre), era tomar el metro para regresar a casa. Algo había allá abajo; me refiero a la piedad intermitente que uno puede sentir por uno mismo en ese bamboleo inútil de acero con plástico después de tantas horas de trabajo. Sobre todo el trayecto que va desde la estación Nation hasta Saint-Germain. Cuando uno de mis colegas piensa que algo no va bien, que ya no podemos ni siquiera imaginar cómo las cosas empeoran por días; línea Nation – Charles de Gaulle, le digo

- nada como una trayectoria de ese tipo para la conmiseración solidaria

He abandonado para siempre el auto en la calle Hilaire, no lo quiero. En el metro sigo sintiendo que mi salario es todavía suficiente. Gente muerta de sueño que llegará y se bañará sin otra dilación que preceda la cama, dormir muy hondo, horas y horas si es posible

- Cuando quieran sentirse bien, les digo a mis colegas en la oficina; Nation – Charles de Gaulle

Van cabeceando, me gusta de vez en cuando tomar esos vagones con olor a sudor y gente cabeceando. Algunos van, libro abierto en las manos, saben perfectamente que van olvidando una página tras otra con los portazos del metro y, en cambio, insisten, aún con los ojos semicerrados, en las páginas abiertas de algún volumen de bolsillo. Siempre hay algún ciudadano en el fondo del vagón soñando en algo. Había una mujer, hace dos días; llegar a casa, iba pensando quizás, pero eso era antes. Vi un hombre con un libro de Flaubert hace una semana; ¡vaya vaya!, me dije

- una pepita en pleno trayecto de las cinco y media

Me acerqué con disimulo. Efectivamente no era un error; Flaubert. Lo seguí con disimulo cuando salió al andén, caminaba a su lado sin alardes. Me sentía bien. Se detuvo en la estación Nation y después de sentarse abrió de nuevo el libro. Yo a su lado, me bastaba con eso. Sentía como un calorcito lejano que me llegaba de mis recuerdos, los tiempos en que leía a Stevenson, a Cheever, acurrucado a la vida en esas habitaciones aledañas a la existencia que son los diarios de Salmer. Hubiera querido acomodarme al lado de aquel lector repentino, le agradecía profundamente la frescura de abordar a Flaubert entre las treguas que separaban una estación de otra. La alegría que me produjo un descaro así; Flaubert entre codazos de gente apurada, era suficiente para dormir bien ese día igual a todos los demás. Después de bañarme, comer algo, ya tirado en la cama bajo la colcha, el recuerdo de la jornada se detuvo allí, en la cosquilla del orgullo que me produjo el evento pequeño

- Caramba, me dije con el último bostezo, todavía se encuentra alguna gente que vale la pena en esos vagones de carne cansada


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