martes, 29 de septiembre de 2009

Raúl Ortega: Palabras de Izumi para el tío Rant + 3 Relatos de Carlos A. Díaz

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"Palabras de Izumi para el tío Rant"
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(Presentación del libro de cuentos Los dulces boleros del infierno, del escritor y narrador cubano Carlos A. Díaz Barrios.)
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----Por Raúl Ortega Alfonso
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---Toda obra literaria es un ajuste de cuentas con el odio o con el amor; el libro que presentamos hoy: Los dulces boleros del infierno es, además, un ajuste de cuentas con la historia; no, por supuesto, con la que escribieron y siguen escribiendo los que se autoproclamaron triunfadores, sino con la verdadera, la de los perdedores, entre los que se encuentran, claro está, el escritor que no se sumó a la victoria, que no le lamió los huevos al emperador, que prefirió quedarse solo, en el anonimato para poder contar la versión que al final será aceptada por el tiempo, el único juez que no se equivoca nunca.
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---¿Qué poder de convencimiento en su valía debe tener un escritor para escribir y publicar su obra y guardarla después en un cajón sin pretender el reconocimiento y el aplauso que, aunque se lo nieguen, merece una obra como ésta? Yo estoy convencido que Carlos no lo hace por modesto. El arte, el de verdad, nada tiene que ver con la modestia. No se pide permiso para enseñar. Carlos lo hace porque él ya cumplió con su parte: ya está escrito, dicho con el magisterio de siempre, con la autenticidad de siempre, con el amor de siempre por la palabra: su tabla, la única, la que no han podido quitarle ni los de aquí ni los de allá y sobre la que aún pisa y volverá a pisar con los ojos cerrados, como él sabe que tiene que ser, sin pensarlo, con la misma pasión, como un toro que embiste. Carlos también lo hace porque el lector, el que espera en el ruedo, el dueño de la espada, el hombre, quiero decir, ha demostrado que ya no le interesa la literatura, que decidió convertirse en el fiel amante de las ideologías, aunque alguno de su especie, entre los miles de millones, podría lamentar que la verdadera literatura, o sea, la vida, se guarde en los cajones.
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---Si con el poemario Oficio de responso ―con el cual mereció el premio hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jiménez en 1994― se dio el lujo de demostrarnos que podía prescindir de su crudeza lírica para colocar el registro de su verso donde le viniese en gana, o donde lo exigiera uno de los concursos de poesía más prestigiosos de la lengua; con este libro de cuentos, dentro de su extensa obra narrativa, rompe con el poder imaginativo y fantasioso que recorre sus novelas y nos enseña que también la literatura se le da con igual maestría cuando desciende a los infiernos del mundo real, del que dejamos atrás, del que nos persigue, nos rodea, del que traemos dentro con su coro de ratas. Y aclaro esto porque dentro de su narrativa ―que incluye más de diez novelas―, Carlos es uno de los pocos escritores contemporáneos que sigue apostando por la verdadera ficción novelada y un delírium lírico que personifica su estilo y que para la salud mental de quienes disfrutamos de su obra, lo mantiene alejado de las dudosas aguas que inundan la novelística actual ―donde no aparece por ningún lado la imaginación―, llena de un anecdotismo banal, lamentos, alabanzas autobiográficas que explican cómo se subió de peso, cómo se volvió a bajar, y glorifica la salud de la verruguita rosada que le salió al autor entre los pliegues de su tercer ojo. En las novelas de Carlos, personajes como la Belleza, el Diablo, la Muerte y hasta el mismísimo Dios se nos vuelven tan familiares en la imaginación, como si pudieran encarnar en Tomasa, la negra fondillúa de la esquina que nos invita a tomarnos una tasa de café. Mas en este libro no, a pesar de que el tropo se desliza por el texto como las esquirlas de una de esas granadas que menciona en los cuentos; Los dulces boleros del infierno es un libro brutal, el libro más duro de Carlos, y no, precisamente porque él quiso, sino porque era una deuda, una vieja deuda, digamos una espina, una dolorosa espina, y existen deudas literarias que hay que saldar, que no pueden evitarse, rodearse, postergarse; deudas que crecen encima de las costillas como un tumor maligno, y hay que operar, o parir. Éste es un libro que Carlos se lo debía a su infancia, a su padre, a la historia de su infancia y a su padre, que es parte también de nuestra historia, la que nos ocultaron detrás del odio más grande que se haya fabricado con bloques de cinismo y arenas de mentira. Hacía ratos que Carlos, desde Balada Gregoriana, publicada en 1987, había dejado de ser un escritor “cubano”. Tanto en su poesía como en su narrativa, como en sus ensayos, se había despojado de los giros lingüísticos, localismos, modismos que pudieran recordar su origen. Su obra podría insertarse más cerca de un Céline, que de un Virgilio Piñera. Ahora regresa más cubano que nunca, más sabio que nunca para entregarnos estos minicuentos, o poemas, o crónicas, o grabados restaurados sobre el cobre de una moneda que Carlos rescató de encima de un raíl de línea, después que fue triturada, desfigurada por las ruedas de un tren que, para tristeza de todos nosotros, todavía recorre el mundo con una credibilidad que aún tiene el poder de que un libro como éste sea desterrado de las grandes editoriales y sus dictaminadores de izquierda con su Mercedes Benz guardado en el parqueo. Si en Los dulces boleros del infierno el lenguaje es como un chorro de ácido, y lo que se cuenta puede arrancarte el asombro, o aguarte los ojos con la punzada, el escritor está muy lejos de devolver el odio; al contrario: el dolor se queda suspendido sobre la red de la batalla que se libra; no cae en el terreno de la venganza de ningún bando, sino que muestra el rostro de uno de los personajes más difíciles de capturar en la literatura y en la realidad de estos tiempos: la humanidad. Los que luchan en estas páginas, los que son enemigos, también son padres, hijos, amigos, hombres que tienen en el pecho algo más allá del simple músculo que bombea la sangre.
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---Si el odio inculcado, inoculado, los impulsó al enfrentamiento, alguna que otra vez, en los momentos más cruciales, recordaron el latido. La historia siempre es falsa cuando es el odio el que la escribe; al final es el tiempo el único que nos humaniza en su empeño de devolvernos la verdad, de hacernos creer en lo que dejamos de creer y para lograrlo muchas veces se auxilia de la buena literatura, de libros como éste.
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---Hoy en día sabemos que aquel que no se junte con la mediocridad, la envidia o el oportunismo, está muy lejos de ser considerado un triunfador por estos mismos mediocres, envidiosos u oportunistas. La ética en el arte es ser consecuente con uno mismo, y uno mismo es su obra. A Carlos no le interesa la algarabía de los triunfadores. Ante sus detractores, los de aquí, y los de allá, nunca se ha puesto de rodillas, y de forma magistral lo dice en el epílogo de Los dulces boleros del infierno: “Si volviera un día a mi país, me sentaría en una playa a recoger todas las balsas que se tragó el océano. Y si no volviera, también me sentaría en la misma playa a recoger las mismas balsas que se tragó el mismo océano. Eso es lo que siempre hago cada vez que escribo”. -
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Tres Relato del libro: "Los dulces boleros del infierno" de Carlos A. Díaz


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-----------------------------Mi Padre
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-------------Donde estés en la gloria
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Cruzó el potrero con la ametralladora calibre cincuenta cargada en las manos como una novia. Las balas iban que jodían rebotando entre las piedras, poniendo en las palmas un agujero perfecto como el nido de un carpintero. Ya sabía lo que le esperaba: el maricón de Batista se había ido. Toda la finca estaba llena de maricones con melenitas y collares de puta.
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El disparaba con rabia. Ya no le importaba el mundo. Sólo matar, decir con las piernas abiertas que el que mea dos veces mea para siempre en todos lo baños. No lo iban a fusilar, el que tiene cojones de oro tiene que tener una cama de plata para morir. Y ésa era su hora nupcial.
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---Ahora veía cómo los rebeldes huían bajo la terrible canción de la ametralladora cincuenta. Allí estaba uno levantando las manos. Era hermoso el chiquillo, como Migdalia, la puta que tenía aquellas tetas inmensas en la oscuridad del amor. Allí estaba el muchachito, meado y cagado como un buen héroe de la revolución.
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---“No te rindas, pendejo”, le dijo mi padre. “El que se tiene que rendir soy yo, que me quedé sin gobierno. Anda, coge la Thompson.”
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Lo dijo con lástima, era como si estuviera regañando de corazón a un hijo. El muchachito temblaba, la correa del arma era como un majá lleno de hormigas bravas que no le dejaban tocar el culatín del fierro.
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Entonces mi padre, el capitán Barrios Casas, le dijo: “Mejor vete para la casa, date un baño y búscate una novia”. Y lo dejó en la yerba temblando de rodillas sin saber el muchacho si de verdad le habían perdonado la vida o estaban jugando.
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-------------------------El bobo de la Yuca
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---Era un mongo, tan mongo, que los rebeldes le pusieron en el bolsillo del pantalón un brazalete del 26 de julio y una caja de zapato con tres petardos, y le dijeron que le iban a dar cinco pesos si se metía en la Segunda Unidad de la calle Zapata y la volaba hasta los cimientos.
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El bobo de la yuca se bajó del Oldsmobile de los rebeldes, cruzó la calle y le dijo al carpeta que si le daba siete pesos le iba a enseñar dónde estaban parqueados los revolucionarios.
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Esa misma tarde, el mongo se fue al Ten Cent del Vedado y se compró una maletica de mimbre con un lazo negro para sus futuras maniobras.
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-----------------------Un amor de Swan
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---Lo extraño es lo que sucede sucediendo sin suceder, y que sucede por el corazón de un niño.
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---Uno empieza a recordar y nunca sabe dónde termina la pared del recuerdo y dónde empieza la ventana abierta de la vida de los personajes. Yo tenía ocho años y por la calle pasaban gentes agitando banderas. Era hermoso y terrible, 6 de enero de 1959, Día de Reyes.
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---Luego sacaron a aquella linda mujer desnuda a la calle. Era la amante de un capitán de la dictadura. La primera mujer que vi desnuda estaba rodeada del odio de las gentes. Tal vez por eso siempre he sentido que el amor termina con la revolución. Luego vi cómo la mujer subía las escaleras llorando. Mi abuela la tapó con una sábana. Mi abuelo me tapó los ojos, pero ya me había enamorado perdidamente de ella.
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---Ya debe estar muerta o debe ser una vieja, pero yo la sigo amando puntual y luminosamente, como el primer amor que hace ese molde infalible para los futuros amores…
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Después rompieron los cristales de la casa. La mujer me miró y me preguntó cómo me llamaba.
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---“Flash Gordon”, le dije. Y comencé a llorar.
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Carlos A. Díaz Barrios, La Habana, Cuba, 1950. Ha publicado más de 28 de libros, incluyendo ocho novelas, entre ellas El jardín del tiempo, Balada gregoriana, Las aguas oscuras del amor, Las costumbres de Dios, Música para sordos, La pequeña durmiente, Las cartas del almirante, Saigón souvenir.
Premios: Beca “Oscar B. Cintas” de creación literaria, Nueva Cork, 1986. Premio Hispanoamericano de Poesía “Juan Ramón Jiménez”, Diputación Provincial de Huelva, España, 1994. Premio “Letras de Oro” de poesía, 1994. Universidad de Miami y Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas, España.
Director de la Editorial La Torre de Papel, Coral Gables, Florida. Miami.

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Raúl Ortega Alfonso, La Habana, Cuba, 1960. Publicación del poemario Las mujeres fabrican a los locos, Editorial Abril, La Habana, Cuba, 1992. Colaborador de la sección “Noterótica” de la edición Mexicana de Playboy, 1996, México, D. F. Columnista del suplemento cultural Sábado, del periódico UnomásUno, México, D. F., 1997-1998. Publicación del poemario Acta común de nacimiento, Editorial Praxis, México, D. F., 1998. Publicación del poemario Con mi voz de mujer, Editorial Arlequín, Fonca, Guadalajara, México, 1998. Segunda edición del poemario Las mujeres fabrican a los locos, Editorial Praxis, México, D. F., 2003. Publicación del poemario La memoria de queso, Editorial La Torre de Papel, Miami, Florida, 2006. Publicación del libro-objeto de poemas y grabados Desde una isla, en colaboración con el pintor Carlos Alberto García, 1997, México, D. F. Actualmente radica entre la ciudad de México y Miami.
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