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PARA BUSCAR AL DIOS DE LOS POETAS
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----Por Odette Alonso -
El teléfono sonó antes de que el sol pensara asomarse. Era mi compatriota Carlos Olivares Baró con la noticia infausta, totalmente inesperada: Osvaldo había partido en busca del dios de los poetas. Todos los cantos sonaron al unísono.
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“La vida es más breve si se evoca”, dice uno de los versos que Osvaldo Navarro (Santo Domingo, Cuba, 1947-Ciudad de México, 2008) seleccionó antes del viaje, para deleitarnos ahora con esta selección de poemas que bajo el título de Melodías de amor nos entrega el Instituto Politécnico Nacional. Pero evocar la vida de un poeta como Osvaldo Navarro, enorme en el parnaso cubano del pasado siglo, es, dicho a su modo, “como un arco iris que nos llama/ constantemente al horizonte”.
Pensador excepcional, editor, maestro, cubano desde el fondo de su alma y hacia todos los confines, Osvaldo nos deja una obra sólida, perdurable. Pero nos deja, sobre todo, su presencia, el privilegio incaducable de su amistad y el exquisito lirismo de su poesía.
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Para él, la muerte nunca fue una extraña. Es constante su presencia en estos versos porque muerte y amor, amor y muerte, son la argamasa con que se funda la vida. “Arduo ha sido el tiempo de las sombras” y el “horror al vacío”. Hasta “Dios era un pan apagado”. Así lo consignan los versos del poeta: “Ni siquiera las aves/ marcaban otro rumbo que no fuera la noche”.
Osvaldo formó parte de una generación que, jubilosa, entregó la vida a un ideal que se le fue pudriendo ante los ojos. No hay poema que lo exprese mejor, ni siquiera aquella cuarteta que dice:
¿Quién pudiera olvidarse del gobierno
y del duro deber y del camino
para darse a tus ojos como al vino,
a la música, al beso y a lo eterno?
como este soneto que, no en balde, tituló “Catarsis” y que es, quizás, el más completo resumen de su vida:
Como el héroe del griego fui divino
y salté de la historia al escenario.
Me embriagué en el amor, tuve adversario,
y tañía mi lira al pie del vino.
La embriaguez fue total, en el camino
mi espada fue sostén de un ideario.
Y sólo la Atenea de ojo vario
vio la equivocación de mi destino.
El amor me dejó sin argumento
y el taimado adversario, tan violento,
clavó en mi corazón su daga de oro.
Si no es posible el arrepentimiento,
y no hay en la tragedia extrañamiento,
mi propia muerte, como el griego, lloro.
Pero todo esto (el dolor, la frustración, las pérdidas) ocurre en el mismísimo “enjambre de la vida” donde el poeta siente, también, el límpido aguacero aclarándole el alma; el alma llena de música de mar. En el mismo espacio en que cantó al amor, esa divina guerra, y en que pintó con versos:
La belleza fue siempre una mujer callada
que se llamaba Helena, invento de aquel griego,
poeta el pobre hombre y por lo tanto ciego,
que en la piedra del alma nos la dejó tallada.
A los ocasos siguieron renaceres y cantos de sirena, recuerdos tatuados en la piel y en la palabra, la mirada de un niño y una mujer con un halo de diosa. Y otros tiempos, también difíciles, porque cuáles no lo son para un poeta, para un hombre sencillo de la tierra con el alma hecha de flores y saltos de agua cristalina.
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Ahora al fin está (dicho sea a su manera) “en el lugar primero de toda la esperanza”, sereno como nunca, junto al dios de los poetas:
Porque conmigo viajan los sinsontes,
y cantan con mi voz en la enramada
los nuevos tomeguines
que vienen de regreso de todas las tristezas.
Aquella tarde del 8 de febrero, cuando entré al apartamento de la Condesa con Elena, su viuda, y la caja de madera con sus restos, Osvaldo todavía estaba allí, sentado en su silla frente a la computadora. Me saludó con la misma sonrisa sosegada con que ahora nos observa, tranquilo y luminoso, en paz. Con esa “mezcla simple de vida y de tristeza” que combinó en este libro póstumo y nos entregó como herencia. No en balde un libro de poesía amorosa, lleno de reminiscencias eternas. Porque un poeta no muere mientras viven sus versos, mientras siguen leyéndose y reinterpretándose sus cantos para refrendar, una vez más, que el dios de los poetas habita en la poesía, se asoma o se oculta entre los versos y desde allí nos manda señales, luces de ultramar para que sigamos el camino.
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Odette Alonso: Nació en Santiago de Cuba y reside en México desde 1992. Es poeta, narradora, ensayista y promotora literaria. Ha publicado un libro de relatos y nueve poemarios, entre ellos Insomnios en la noche del espejo, que obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” en 1999. Próximamente aparecerá su antología Las cuatro puntas del pañuelo. Poetas cubanos de la diáspora, proyecto ganador de uno de los Premios 2003 de Cuban Artists Fund. Actualmente es editora de la Dirección General de Publicaciones de la UNAM.
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