jueves, 24 de julio de 2008

"Rejuío" Un relato de Luis Mesa Fernández

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"Rejuío" Un relato (inédito) de Luis Mesa Fernández
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---------------------REJUÍO.



---------para Glew.


Reventando garúa y humo la noche me acogotó.
Arrastrándome escalé una inmensa pila de huesos,
cráneos podridos, astillas húmedas y roñosas buscando
donde esconderme. No muy lejos escuchaba gritos y
disparos. Con las manos cavé un hoyo en el barro
podrido y me oculté. La horda de mechoneros se
acercaba. Su tropel estremecía la tierra. Los cánticos
consignatarios resonaban en la noche desbocada.
Aguanté la respiración cuando pasaron por mi lado. A
pesar del dolor de las heridas, de los bichos del
barro que laceraban mi pellejo, no moví ni una ceja.
Solo así no dieron conmigo. Los mechoneros siguieron
de largo en busca de otra victima para su lucha
inútil.
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Salí de mi escondite y escalé aquel cerro de escoria
podrida hasta la misma cima. Allí me senté a mirar el
mar. Ah Mar, padre y madre de todas las vidas, solo tu
mar sabes el destino de todas las cosas, porque hasta
el sol y la luna nacen y mueren en ti.
Lié un cigarro y fumé, el humo se volvía aguanieve
inmediatamente al salir de mi boca.
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Luego me suicidé.
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Salté desde la punta del cerro y abajo me recibió el
golfo en un abrazo de aguas negras. Descendí horas, mi
cuerpo cortaba la gran ola, siempre hacia abajo,
siempre hacia abajo. Ningún pez, cangrejo o pulpo me
dio la bienvenida. Solo descendía entre la inmensidad
del mar, como en un largo viaje a través del alma.
Hacia abajo. Por fin llegué al fondo. Quedé sentado
sobre la arena, mirando la enorme vastedad que se
extendía ante mí, rodeado de un silencio de angustias.
Así pasé mucho tiempo, años diría yo.
--
Con el tiempo uno se acostumbra todo y como la
costumbre es pariente de la resignación, un día empecé
a escribir sobre la arena. Con un dedo dibujaba sobre
la arena blanca las historias que me sucedieron o que
le habían sucedido a los que yo conocí, o las que me
contaron, o las que inventé, que al final viene a ser
más o menos lo mismo. No seguía un orden
preestablecido, lo mismo hablaba del amigo que fue
preso por escribir NO en todas las paredes de la
ciudad, que de las empanadas árabes que cocina doña
Rosita Jerónima o como se menea la Colli cuando baila
la cumbia al son del millo, todo mezclado, como no.
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Al terminar el día de puro extenuado caí
dormido sobre mi lecho marino. Al despertar e ir a
revisar ansioso mis escrituras ¡Horror! Habían
desaparecido. La corriente nocturna las había borrado.
Me quería morir. Tanto tiempo escribiendo para nada.
Entonces se me ocurrió una idea. Tenía que memorizar
mis escrituras. Escribía y memorizaba las historias
antes de que llegara la noche.
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Así fui construyendo mi cuento deseperado. Las
voces que me dictaban venían de bocas, que a veces
hablaban con risas, a veces adoloridas. Voces del fin
del mundo me hablaban y también voces de niños que
perdieron la inocencia trabajando de noche. Llantos de
viejas cuyos hijos se los sacaron de casa y nunca más
los aparecieron, hombres contando como los inmunizaron
al invierno bajo los chorros helados de las mangueras,
en las madrugadas de villa grimaldi. Mujeres que de un
día para otro parieron un hijo sin saber, entre tantos
violadores, quien la preñó. Gente que ya no quiere
hablar, porque cuando recuerda llora. Día a día fui
aprendiendo mi historia y clavándola en mi memoria,
como se clava un ancla en los dientes de perro de la
costa.
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Un atardecer mirando el sol naufragar en el océano,
una balsa pasó a lo lejos. En la proa, atada al
mástil, una mujer le daba el pecho a su hijo. Yo cerré
los ojos y me persigné. Pasé toda la noche temblando
de miedo. Al amanecer escribí en la arena: anoche vi
un barco fantasma.
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Cuando ya me acostumbraba a mi muerte de frío y sal,
escuché una voz, no vi al que me hablaba solo escuché
su voz. “Aquí no puedes estar, no queremos hijos de
puta aquí”, me dijo.
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Yo le hablé con delicadeza, creo que le pedí un favor.
Pero la magnánima voz de agua escupió un cerco de
burbujas a mí alrededor, re-de-limitando una vereda
divisoria, marginal, negra de salitre, liquida de
soledades. Vereda acuosa, ignorante, represiva y
total.
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Insistí, que mas podía hacer. “Dame un don”, le pedí.
Pero la voz se mordió los labios de agua salitrosa, su
rostro se hizo una mueca de mil arrugas y por sus
cuencas rotosas, manó un chorro de efluvios
sedimentosos. El chorro yodado me envolvió en un
remolino, el salitre entraban por mis orejas dando
vueltas a su antojo dentro de mi cabeza para luego
salir de mi cuerpo por cualquier agujero, seguido
empezó a abofetearme, me daba bofetadas de envidia y
rabia, que son las que más duelen, porque son las más
míseras. De las bofetadas pasó a las patadas. Cuando
me magulló a su antojo, la voz de agua absorbió de una
inspiración galones de océano, chupaba el agua como
poseído por una sed infinita, una vez ahíto, vomitó
sobre mí un chorro transparente, gordo como mil
medusas marinas, el chorro me golpeó directamente en
el alma, o en la responsabilidad, no estoy seguro.
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La tormenta de medusas me envolvió en una red adiposa,
miles de ventosas se incrustaron en mi piel y a toda velocidad me
sacaron de mi asiento de arena. A la fuerza tiraban de
mi, tanto que la piel se me empezó a rajar. Pero yo
soportaba estoicamente. Me dejaba hacer, indiferente a
la violencia.
--
Sentí la luz del sol picándome en los ojos y adivine
que estaba cerca de la superficie. Catapultado por un
empujón feroz salí del mar, yendo a caer directamente
sobre una colina de cascajos helados. Atardecía y a
lo lejos se veían las luces de una población extraña.



Luis Mesa Fernández (El Billo), San Juan de los Remedios, Las Villas, Cuba, 1963. Durante estos años ha vivido y trabajado en varios países de Sudamérica: Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Colombia. Se desempeña como actor y director teatral. El relato pertenece al libro (inédito) El País de los demás. Otras publicaciones de Luis Mesa en Internet, Aquí.

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