miércoles, 17 de octubre de 2007

Publicada en Austria, "Editorial Leykam, 2005", "La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba", aparece aquí, en Efory Atocha, por prima vez (en castellano) y por entregas diarias, íntegra. La Selección y la Nota de Presentación fue realizada por el escritor, Carlos A. Aguilera.
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"La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba"
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(8ª. entrega)
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UN MUNDO QUE VA EXISTIR

--------Alessandra Molina



----The worst crime committed by totalitarian
----mind-sets,

-----is that they force their citizens,

----incluiding their victims,

-----to become complicit in their crimes.

-------------------------------Azar Nafisi


El Zenea de turno.

Un recurso lleno de cínica habitualidad consiste en atribuir a los escritores cubanos que se demuestran críticos de la Revolución de 1959, relaciones con clanes, agencias enemigas y pecunios de toda índole. Es elocuente cómo esas descalificaciones, en cierto sentido fáciles y visiblemente gastadas, despiertan todavía al instrumento que alguna vez fueron: el detalle de inteligencia policial que dio cuerpo definitivo, por ejemplo, al caso del poeta Heberto Padilla. Elocuente también que a esos mismos escritores, considerados poco menos que mercenarios, se les burle por la búsqueda de quién sabe qué inocua verdad. Como el Zenea de turno que Lezama Lima se temió, o como ése en que Heberto Padilla fue convertido, un círculo de carcajadas cuando eres traidor y, si te sientes puro, un nuevo círculo llameante, hecho de aquellas mismas carcajadas. Cabe preguntarse qué fondo toca un desprecio casi sublime como éste que diría: “enfrascados en la búsqueda de una verdad”. ¿Qué sabe de sí esa verdad presentada como de última hora, secreta y, a la vez, desvinculada de todo, a disposición segura en algún sitio? ¿Qué sabe de su impotencia, de su vergüenza, su dolor; de lo sospechoso o lo mentido de su búsqueda? ¿Qué sabe de sí a estas alturas de nuestra historia y qué es lo que calla? En su curso de 1976, Defender la sociedad, Michel Foucault dice:

[...]No hay ejercicio del poder sin cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer el poder por la producción de la verdad[...]

[El poder] institucionaliza la búsqueda de la verdad, la profesionaliza, la recompensa. Tenemos que producir la verdad del mismo modo que, al fin y al cabo, tenemos que producir riquezas, y tenemos que producir una para poder producir las otras. Y por otro lado, estamos igualmente sometidos a la verdad, en el sentido que esta es ley; el que decide, al menos en parte, es el discurso verdadero; él mismo vehiculiza, propulsa efectos de poder. Después de todo, somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a cumplir tareas, destinados a cierta manera de vivir o a cierta manera de morir, en función de discursos verdaderos que llevan consigo efectos específicos de poder.[1]

Pienso que al admitir estas relaciones descritas por su “constancia” e “intensidad” en las sociedades contemporáneas, admitimos con ello una mirada al ejercicio intelectual sobre el poder. Cualquier enunciado sobre el poder, crítico o no crítico, cae de lleno en estas relaciones y éstas, incluso, siguen hablando del escritor que indiferente a una pregunta sobre el poder o su circunstancia política, no puede pasar sin la mitología, los énfasis, de su indiferencia. Si los discursos de verdad están en la naturaleza del poder y de la mirada al poder, si son poder en sí mismos, si pertenecen para cualquiera y en cualquier parte a una serie de convivencias con el poder, desde las sobrecargadas hasta las inadvertidas, desde las exaltadas hasta las abúlicas, se entenderá el nervio que constituyen en la vida política cubana después de la Revolución, de la que apenas se puede comenzar a hablar o, en cualquier caso, terminar de hablar, sin el tópico de sus principios fundamentales, de alguna verdad.

La idea de la Revolución “atraviesa todo el funcionamiento político y toda la historia de Occidente desde hace más de dos siglos”[2], lo que querría decir algo importante en el asunto que ahora nos ocupa, y algo que, en efecto, Foucault también advierte: desde hace al menos dos siglos “la cuestión del poder ya no puede disociarse del problema de las servidumbres, las liberaciones y las manumisiones”[3] . Si el análisis del poder en Cuba se hace difícil, ambiguo, parcial, preso o disminuido por los propios elementos que se intentan llevar a juicio, romántico o cáustico, se debe, entre las primeras razones, a que no hay ejercicio crítico sobre el poder en Cuba sin el riesgo de pasar como una impugnación de los ideales de justicia revolucionaria. Lo primero sería, en medio de esta dificultad que como veremos no constituye la única ni la menos compleja, legitimar la palabra y el pensamiento político del escritor cubano; e inmediatamente habría que decir: lo primero sería legitimar al escritor; ese individuo que encontramos entre las partes más activas de la Revolución y, también, paralelamente, entre las más agresivas exclusiones de ésta. Así como existe un castigo, una prisión, un exilio, una calumnia, una intimidación, un desafío, una tergiversación, una burla, un silenciamiento del escritor cubano, habría que intentar retomar lo que todo eso ha sido en los márgenes histórico políticos de la Revolución. Ir a la historia revolucionaria y encontrar en ella el hecho, las vías, la persistente eficacia de ese descrédito y ese dominio.

El intelectual, la Revolución, el pueblo.

Una vieja y manida dualidad, muchísimo más vieja que el proceso revolucionario cubano pero que éste va a poner en contexto, a complicar y a usar continuamente, es la que se plantea entre el hombre de letras y el hombre de acción. Pienso que con el grupo literario Orígenes, su pasado republicano, su saludo a la Revolución de 1959 y sus posteriores avatares políticos, se retoma sin demasiada búsqueda el eje de esa dualidad múltiple. Acusados de burgueses, de herméticos, recusados por sí mismos de apolíticos, Orígenes, sin embargo, sólo sería un grupo dentro de otro mucho más grande que, al triunfar la Revolución y al irse planteando la capacidad totalizadora del Estado, ni tiene lugar fuera del pueblo ni al parecer cabe dentro de él. Sea en nombre de lo real y de las transformaciones político sociales que redoblan los efectos de convicción de lo real; sea en nombre de los talentos perdidos o de los futuros, en nombre del hombre nuevo, del activismo revolucionario, de la unidad, la protección o la seguridad nacional, el escritor con que la Revolución se encuentra al consumarse es, en primera instancia, un obstáculo, una dificultad, un accidente. Un accidente aunque muy rico, rodeado a su vez de la más rica accidentalidad. Cada uno de los documentos que en 1975 devendrían en códigos constitucionales sobre la enseñanza y la cultura, y que hechos ley continúan tasando su anterior fuerza normativa y coercitiva, coinciden en este sujeto de admirable elusión. Política cultural de la Revolución cubana. Documentos, lleva como prefacio las siguientes palabras del entonces ministro de cultura Armando Hart:

Estamos insistiendo en que la política cultural de la Revolución ha sido ya aprobada. La misma está contenida en las palabras de Fidel a los intelectuales, pronunciadas en 1961; las conclusiones del Congreso de Educación y Cultura, en 1971; los preceptos de la Constitución de la República que se refieren a la cultura nacional [1976] y muy especialmente en la Tesis y Resolución sobre la Cultura Artística y Literaria del Primer Congreso del Partido [1975]. No se trata, pues, de elaborar una política que ya está acordada por nuestro Partido y por nuestro pueblo. Se trata de aplicar una política fundamentada en la línea de principios marxista-leninistas de nuestra Revolución.[4]

Que el intelectual y el pueblo son pero no son la misma cosa, va a constituir, a mi entender, una de las tensiones políticas más graves, aprovechadas y silenciadas del proceso revolucionario cubano; tan pronta como el despunte mismo de la Revolución, tan duradera como este presente. “In medias res publicas”, artículo de Desiderio Navarro sobre la persistente anulación en la esfera pública de los intelectuales cubanos, contiene muchas de esas distinciones entre el intelectual y el pueblo[5], distinciones sobre las que, sin embargo, habría que ahondar su gravedad de pertenecer, más que a un grupo de torceduras en la política cultural revolucionaria, a un resorte matriz de dominación. El recelo, la sorna, las antipatías hacia el escritor, perceptibles ya antes de 1959 (“ser presentado, entre cubanos, como un poeta, es lo que puede dar lugar a un incidente”, escribía Lorenzo García Vega sobre el escritor en la República[6]), no sólo no se habrían corregido y borrado con la llegada de la Revolución, sino que se habrían vuelto mucho más profundas: políticamente hábiles. La diferencia entre el hombre de letras y el hombre de pueblo puede verse como algo muy amplio, y puede verse así hasta por los propios escritores, a los que su vocación tampoco nunca dejará de poner ante un abismo de extrañamientos; pero tratamos de concentrarnos aquí en la capacidad de instrumento político que esa diferencia desarrolla después de 1959, en primer lugar, porque su fuerza última va a probarse, a la par de su enorme eficacia discursiva, sus teorizaciones políticas e ideológicas, en la decantación humana que propone a partir de esa totalidad denominada pueblo y, también, perfectamente humana.

En realidad, esa idea de pueblo que encuentra con la Revolución un gran uso y efectividad políticas, tiene un trayecto. Michel Foucault brinda una de sus puntualizaciones a través de la historia concerniente a la Revolución francesa (1789), y de manera más específica, a través del valor que los historiadores de tipo liberal o burgués, en un contexto previo o posterior a esa Revolución, dan al presente. No vamos a detenernos aquí en los análisis de esos textos salidos de la burguesía francesa: sus afanes por constituirse una nación (nación como status para unos individuos con la capacidad de abarcar por medio de sus “trabajos” y “funciones” las consecuencias sustanciales e históricas de Francia); su reacción al poder monárquico; sus elaboraciones y estrategias en la lucha por el poder; textos como Qué es el Tercer Estado: ensayo sobre los privilegios, de E.-J. Sieyès, o los de Augustin Thierry que desembocan en una intensidad del presente y un concepto de pueblo ahora muy familiares:

Inmensa evolución que hizo desaparecer sucesivamente del suelo en que vivimos todas las desigualdades violentas o ilegítimas, el amo y el esclavo, el vencedor y el vencido, el señor y el siervo, para mostrar por fin en su lugar un mismo pueblo, una ley igual para todos, una nación libre y soberana[7].

Vamos, en cambio, sobre cierta constancia de los términos observados por Foucault -valor del presente, emergencia estatal en una Revolución, grupo, particularidad y universalidad, pueblo- a intentar un desplazamiento hacia nuestra historia.

Al leer los documentos de la política cultural cubana, cualquiera de los que hoy conformarían la crónica de la Revolución, y mucha de la literatura escrita durante los años sesenta y setenta, el valor del presente salta a la vista. El presente será uno de los retos de la poesía coloquial revolucionaria (“Presentismo: la circunstancia, el aquí y el ahora aunque con visión de futuro”, lo describe Virgilio López Lemus[8]); apuesta también del cuento y la novela realistas. Es la extroversión del vivir, la toma de lo privado por el afuera épico (“alzamiento nacional”, “estado de guerra”, “sentido de urgencia”) todavía, a una década del triunfo, perceptibles para J. M. Cohen, autor del libro En tiempos difíciles[9]. Es el ahora que Edmundo Desnoes concibió como temporalidad en su proyecto de antología íntegra, el cielo y el infierno revolucionarios, publicada fuera de Cuba, en los años ochenta.[10]

El presente es el tiempo privilegiado de toda Revolución. Es el tiempo sin tiempo de esa inversión drástica y siempre repentina si se mide por su magnitud, sus alcances, sus repercusiones. El tiempo del que toda la historia revolucionaria desea hablar con la llegada de su justicia, los cambios que ya tienen una parte de su realización en el día mismo que los enuncia, que los vislumbra. Un tiempo que no se agota en los días del triunfo, que se da en prueba, se dilata. “Un presente que acaba de pasar y que va a pasar”, diríamos con palabras de Foucault sobre la Revolución francesa y todavía idóneas[11]. Con la Revolución francesa, la racionalidad de la burguesía para esbozar un nuevo funcionamiento del Estado y su absorción completa de esas funciones, Foucault veía conformarse, aparecer, una “historia de tipo rectilíneo” donde el momento decisivo lo constituía el paso de lo virtual a lo real. También veía, por la novedad y trascendencia para Francia de aquellas cuestiones, un proceso de autodialectización de la historia, y una transferencia y emparentamiento del saber histórico con la filosofía; filosofía que bajo el nombre de la dialéctica nosotros no íbamos a ignorar. Es el momento, dice, en que la historia y la plenitud del presente constituyen para la filosofía la verdad de lo universal. En que la historia y la filosofía van a plantearse una misma pregunta: “¿cuál es el elemento portador de lo universal en el presente?”[12]

Creo no ejercer demasiada violencia si transfiero de una vez la idea de universalidad en las palabras de Augustin Thierry al concepto de pueblo de nuestra historia, un Todo donde la propia Revolución simpre podría quedar contenida: desaparición de las viejas dualidades, las disimetrías, los sometimientos, de las leyes que privilegian a unos y desamparan a otros, de las clases: un Pueblo, una Ley, un Estado, una Nación[13]. Siglo y medio más tarde, la diferencia acaso sería que el pueblo nombrado por Thierry como síntesis, como cristalización, es punto de partida, fundamento en la época y en el proceso revolucionario cubanos. Pienso que para entender la Revolución de 1959, esa fuerza suya que se invierte y todavía recae con suficiente ventaja y suficiente crédito sobre cualquier forma o expresión de disentimiento, ayudaría tener en cuenta esa idea de pueblo que pudo principiarla, darle una fundamentación histórica, filosófica; idea de pueblo que el proceso revolucionario jerarquiza, afianza, y que llevará a la síntesis de una herramienta política. Observar, en las dimensiones de nuestra época y de nuestro país, lo que Foucault leía en el proyecto estatal o el revolucionario francés sobre valor histórico del presente: “Ese punto de contacto de lo universal y lo real”; ese “momento solemne en que se produce la entrada de lo universal en lo real.”[14]

Emergencia del Estado revolucionario. La cara oculta del presente.

Partir, entonces, de esa circunstancia que desborda las fronteras de Cuba para tantear un desciframiento paralelo: lo que esa intensidad del presente esconde, desplaza, tergiversa, usa. Si el presente revolucionario es el momento del cambio y de la luz, es también aquél en que los hombres comenzarán a ser llamados, y se llamarán a sí mismos, de transición y de una época de transición. Creo que estaremos de acuerdo en apuntar, entre las grandes ventajas acaudaladas por el poder, ese constante desplazamiento del presente a que induce el espíritu revolucionario, irrelevancia del tiempo a escala de los hombres, de la inmediatez política y no política en que están envueltos. Heberto Padilla, en respuesta al Caimán Barbudo (polémicas que precedieron su enjuiciamiento) escribía: “incesante provisionalidad que remite al plano teórico toda discusión urgente de los problemas y hace reinar sobre el país una moral de emergencia. Es la sociedad en que vamos a vivir la que está en juego”[15]

Al leer un poco sobre los primeros años del proceso, las rivalidades entre Lunes de Revolución, Orígenes, los coloquialistas, los realistas, Ediciones El puente; aquellos enfrentamientos de la primera década que Zaida Capote describió en un excelente ensayo como un „verdadero campo de batalla“; o las encuestas sobre el valor de los compartimentos generacionales, que para unos resultó asunto baladí, y para otros, ya en 1966, decisivo en su sobrevivencia de escritores[16], nos encontramos ante una serie de enfrentamientos que, como bien dice la ensayista, nacen de la propia institución de cultura, pero nacen de allí también en la medida que ésta forma parte de algo mucho más extenso: la emergencia, con sus áreas productivas, administrativas e institucionales, del Estado revolucionario.

Si repasamos aquellos enfrentamientos que pronto se convertirían en conflictos políticos graves, vemos como éstos no se resuelven ni terminan en el círculo restringido de la acción o los intereses de uno u otro grupo; atravesando una madeja de acontecimientos puntuales y con frecuencia delicados, lo que esos enfrentamientos tienen como horizonte no es otra cosa que la conformación del poder Estatal. Retomando la emergencia del Estado estudiada por Foucault a partir de los textos históricos de la Revolución francesa, tendríamos esta suerte de esquema[17]: en el contexto marcado por el triunfo revolucionario, el espacio definitorio, de imantación y conexión de esas tendencias, grupos, individuos que los conforman o que podrían conformarlos, es el Estado, estructura nacional que se está constituyendo o reconstituyendo ante ellos y por medio de ellos. Será, por lo tanto, una relación menos concentrada en el pasado que en el presente y la inminencia de lo que vendrá. Un grupo será fuerte cuanto más capacidades estatales tenga ante sí, será fuerte en la medida de sus virtualidades, sus posibilidades de ajustarse a la figura del Estado.Y en ese sentido, la misión de un grupo no será tanto la de dominar a otro como la de gestionar y asegurar en sí el funcionamiento de la figura y el poder estatales. No tanto un desplazamiento horizontal de dominación como una relación de verticalidad, de inserción y realización estatal. Se trata de una rivalidad y un esfuerzo que tienen por fin y medio la universalidad funcional del Estado. Un nuevo Estado para lo que muy a menudo consiguió parecer un nuevo país.

Sobre esta emergencia estatal en una Revolución, relevante sería para nosotros el nervio político, centrado y centralizador[18], que a instancias de ese mismo proyecto revolucionario, va a caracterizarla y, finalmente, a definirla. Unidad de poder estatal y unidad política de ese poder que comienza a concretarse y se explicita, desde que el carácter socialista de la Revolución se proclama (1961), con lo que ello representa para la economía del país, hasta el monolitismo ideológico y de partido. Esa unidad de poder aun precaria es la que nos permite encontrar en puestos inaugurales y relevantes a escritores como Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Antón Arrufat, Heberto Padilla, Nicolás Guillén, Virgilio Piñera, Alejo Carpentier, José Lezama Lima; ver cómo los conflictos en que algunos de ellos estuvieron envueltos se hacen determinantes con un cambio: de aquellas capacidades heterogéneas a la unidad política del poder estatal. Y en esa unidad ya fortalecida, encontrar a los escritores que perduraron, o a los que relevaron, realizando funciones matizadas por el prestigio, el carisma, los gestos personales, pero que como poder político no entrañan ninguna autonomía o desafío profundo[19].

Al cabo de cuarenta y cinco años no es difícil, o no parece demasiado difícil, percibir los rituales de poder en la Revolución, pero habría que reintegrarlos al conjunto de elementos donde se fueron conformando y perpetuando, y del cual todavía se extraen los recursos políticos de hoy. A la par de su magnificencia, el presente revolucionario podrá ser el momento más turbio, confuso, azaroso; el momento de los “desplazamientos múltiples”, modificaciones de aquello que Foucault atiende en un espacio enteramente civil como “relaciones de fuerza”[20]. Momento de revancha, desprecio, violencia, intimidación, traición, odio. De valor. De esa pregunta sobre sentir miedo que Virgilio Piñera se hizo en voz alta, ante la intelectualidad y los líderes del gobierno revolucionario; y el retardo, la dislocación, el sueño al revés de esa pregunta ya de por sí sorda, en la sordera constantemente hablada y actuada del presente. Es el momento de plenitud para unos y, para otros, de plenitud a medias, de plenitud ninguna e, incluso, de reveses[21]. Si el presente se había convertido en el momento revelador para los historiadores burgueses de la Revolución francesa, al triunfo de la Revolución cubana ese presente, también revelador, también motivo de inteligibilidad histórica, también realidad consumada y plena de valores universales, está listo para funcionar a cabalidad; es decir, con la misma eficacia política, por su reverso. Y el lado oscuro del presente se volverá todavía más oscuro porque los enfrentamientos, a la par y a través de la Revolución que se prestigia, que se fortalece, que transforma al país, que se vuelve un Estado soberano y una unidad nacional, serán silenciados, neutralizados, negados. Remitidos a ese plano teórico del que Padilla hablaba: la dialéctica, lógica de la contradicción que aún pueden rastrear nuestras lecturas o nuestra memoria, y el marxismo-leninismo. Teorías que conocimos demasiado mal y demasiado bien; compendios docentes y a la mano en cualquier librero de casa. Vocabulario común y ensayismo, pensamiento político. Sobre la dialéctica, valdría atender a estas observaciones de Foucault:

La dialéctica bien puede aparecer, a primera vista, como el discurso del movimiento universal e histórico de la contradicción y la guerra, pero creo que en realidad no es en absoluto su convalidación filosófica. Al contrario, me parece que actuó más bien como su reedición y su desplazamiento en la vieja forma del discurso filosófico jurídico. En el fondo, la dialéctica codifica la lucha, la guerra y los enfrentamientos en una lógica o una presunta lógica de la contradicción; los retoma en el proceso doble de totalización y puesta al día de una racionalidad que es a la vez final pero fundamental, y de todas maneras irreversible. Por último, la dialéctica asegura la constitución, a través de la historia, de un sujeto universal, una verdad reconciliada, un derecho en el que todas las particularidades tendrán su lugar ordenado. Me parece que la dialéctica hegeliana y todas las que la siguieron[...]deben comprenderse como la colonización y pacificación autoritarias, por la filosofía y el derecho, de un discurso histórico político que fue a la vez una constatación, una proclamación y una práctica de la guerra social. La dialéctica es la pacificación por el orden filosófico y quizás por el orden político, de ese discurso amargo y partisano de la guerra fundamental[22].

El dato, el presente en su peso y medida cotidianos, el desmenuzamiento histórico de lo que sucedió, de lo que sucede, resultarían los recursos más eficaces en un análisis del poder. No desde una posición ideal, neutral y por encima, afin a la filosofía[23]. O desde cierto prestigio que lo filosófico tendría de por sí. Ni a partir de unos principios o verdades universales que llevarían por nombre Revolución, justicia, bienestar, pueblo..., y que, en definitiva, también resultan ese lenguaje a gran escala del poder sobre el que debemos tratar de avanzar en nuestro análisis. Por unas convicciones amañadas en ese lenguaje, vemos perderse en Cuba toda heterogeneidad de pensamiento político e instaurarse una práctica de censura a cualquier forma, vía o expresión de disentimiento. Por esta censura paulatinamente más recia, con una de sus cumbres entre 1968 y 1975, después del terror y el dogmatismo de aquellos años, la crítica política que se publica en el país sólo va a darse y a ser posible dentro de una suerte de retardo temporal, donde el presente tiende al pasado, y el pasado, como el presente que alguna vez fue, se difumina.

En la medida que esa crítica, ya compartimentada, privilegie el presente, se encargue del lenguaje, las estrategias y los conflictos políticos del momento, tendrá sólo espacios fugaces, marginales, enmascarados, clandestinos o, como en los últimos tiempos, de franca y arriesgada disidencia. Pensando en ensayos como los comentados de Desiderio Navarro y Zaida Capote, o el que Víctor Fowler publicó sobre el ejercicio de la crítica[24], todos con el tema de la censura en común; ensayos históricos útiles y, al cierre de los años noventa, con una importante acogida; encontramos, sin embargo, que están como afectados por eso que Foucault llamó de la manera más enjundiosa: “efecto inhibidor propio de las teorías totalitarias”[25]. Es decir, que esas críticas todavía resultan como atrapadas en los términos mismos de lo que buscan llevar a juicio, límites que se violentan pero que no llegan a rebasarse. En La Gaceta de Cuba esos ensayos pasarán, sobre todo, como un saldo de errores concernientes al proyecto cultural de la Revolución, tan álgidos como publicables, pues un error golpea pero no deroga semejante legitimidad. Y, más aún, el error relatado, ése con el que ya se ha hecho factible convivir (y así entiendo los tránsitos mayores de lo censurable a lo no censurable en Cuba) es espíritu, carne misma de legitimidad. El método consistiría -y esa es la búsqueda y la enseñanza del curso Defender la sociedad-, en un descubrimiento histórico e intuitivo del poder como mecanismos y formas concretas de dominación; contenidos históricos que permitirían, además de recuperar la memoria de los enfrentamientos, develar aquellas vías por las que esa memoria quedó enmascarada y sepultada en “coherencias formales”, en “conjuntos funcionales y sistemáticos.”[26]

Política cultural de la Revolución cubana. Documentos.

Al buscar en la Revolución de 1959 las ganancias políticas del apelativo pueblo, notamos que, según las coyunturas, es lo que a veces se presenta como el gran protagonista, el sujeto único y verdaderamente activo y, otras, como el elemento a proteger, a redimir, a salvar con la embestida revolucionaria. Un todo que estratégicamente se mueve a sus extremos: principio fin, pasado futuro, activo pasivo, alto bajo, singular plural, sujeto objeto; pero que sólo se fracciona y adquiere bordes para conformar una totalidad nueva. En “Palabras a los intelectuales” (1961) -alocución de Fidel Castro a los intelectuales reunidos en la Biblioteca Nacional “José Martí” para discutir el primer acto explícito de censura revolucionaria: la censura del documental PM-, ese pueblo será presentado como algo enteramente pasivo, rústico, receptor. Pasividad por la que discurren todas las apelaciones psicológicas y morales del discurso, pero que como contenido de apelación (realidad, justicia, honestidad, bien, verdad, potencialidad, futuro), se volverá activa, determinante:

[...]El problema existe verdaderamente para el artista o el intelectual que no tiene una actitud revolucionaria ante la vida y que, sin embargo, es una persona honesta. Claro está que quien tiene esa actitud ante la vida, sea o no sea revolucionario, sea o no sea artista, tiene sus fines, tiene sus objetivos y todos nosostros podemos preguntarnos sobre esos fines y esos objetivos. Para el revolucionario esos fines y objetivos se dirigen hacia el cambio de la realidad; esos fines y objetivos se dirigen hacia la redención del hombre. Es precisamente el hombre, el semejante, la redención de sus semejantes, lo que constituye el objetivo de los revolucionarios. Si a los revolucionarios nos preguntan qué es lo que más nos importa, nosotros diremos: el pueblo y siempre diremos el pueblo. El pueblo en su sentido real, es decir, esa mayoría del pueblo que ha tenido que vivir en la explotación y en el olvido más cruel. El prisma a través del cual nosotros lo miramos todo es ése: para nosotros será bueno lo que sea bueno para ellas[...]será noble, será bello y será útil, todo lo que sea noble, sea útil y sea bello para ellas[...]Si no se piensa y no se actúa para esa gran masa explotada del pueblo[...]entonces, sencillamente, no se tiene una actitud revolucionaria.[27]

Sería preciso retomar todo el discurso a la luz de la estrategia política que elabora, estrategia que puede redundar en una o varias normativas para la cultura pero con un momento todavía anterior: el peligro que acaso serían los intelectuales. Y desde ese peligro, esa fuerza de oposición posible y, de cualquier modo, ya heterogénea, difícil de reducir, difícil de controlar como voz y como pensamiento, una esencia que se llama pueblo y contra la cual se estallan y pierden prestigio todas las cavilaciones, y mucho más cuanto más ricas y más serias: súmmum, función, expresión, leyes, libertad del arte... Pero reincidiríamos en viejos límites si creyéramos que esa alocución contiene por sí sola la génesis y el meollo del problema de los intelectuales en Cuba. Recordando algunos análisis diríamos que, polarizados en la persona de Fidel Castro, en su intención secreta o explícita, su buena fe o su maldad; a través de esa figura entendida como centro y fuente de poder[28], esos ensayos parecerían abarcar la integridad política del país, pero se trata de una percepción demasiado sujeta a las empatías y las hipótesis. Habría que reintegrar esas palabras al conjunto de elementos donde fueron posibles y de donde toman mucha de su fuerza, de su capacidad estratégica y, finalmente, de su efectividad política.

En ese vasto libro de historia que resulta Defender la sociedad, Michel Foucault cuenta cómo el noble historiador del siglo XVIII, Henry de Boulainvilliers, preguntándose qué sería el poder, ese reducido grupo de hombres que lo ejerce pero que no tiene fuerza y que al cabo se impone como la fuerza más fuerte entre todas, encontraba que no debía hacerse sólo la historia del poder, sino la de ese par que lo conforma, “las fuerzas originarias del pueblo y la fuerza finalmente constituida de algo que no tiene fuerza pero que es, no obstante, el poder”[29]. Planteaba del poder su “carácter relacional”:

[...]éste no es una propiedad, no es una potencia; el poder nunca es otra cosa que una relación que sólo puede y debe estudiarse en función de los términos entre los cuales actúa. Por lo tanto, no se puede hacer ni la historia de los reyes ni la de los pueblos, sino la historia de lo que constituye esos dos términos uno frente a otro, de los cuales uno nunca es infinito y el otro nunca es cero. [...] al definir el carácter relacional del poder y analizarlo en la historia, Boulainvilliers recusaba[...]el modo jurídico de la soberanía, que había sido hasta entonces la única manera posible de pensar la relación entre el pueblo y el monarca, o entre el pueblo y quienes lo gobernaban. Boulainvilliers no describió este fenómeno del poder en términos jurídicos de soberanía, sino en términos históricos de dominación y de juego entre las relaciones de fuerza[...][30]

Foucault, para quien la soberanía era precisamente la “gran trampa” a evitar en los análisis del poder, sobre todo porque no parece dar paso a una develación concreta del poder en la multiplicidad y variedad de sus relaciones, sugiere una mirada totalmente inversa. No una mirada descendente sino ascendente: notar cómo en la base de la sociedad, a nivel de los individuos y sus entornos inmediatos (el entorno afectivo de la familia, el de la casa, los gremios) existen una serie de fenómenos de poder infinitesimales y de cierta manera autónomos, pero siempre susceptibles a unos mecanismos de poder más extensos, más abarcadores. Se trataría de notar cómo esas relaciones de poder en la base de la sociedad, entre individuos; relaciones con su historia, cierta cantidad de recursos propios y, en todo caso, inestables: múltiples y reversibles, pueden ser afectadas por unos mecanismos de poder cada vez más generales y unas técnicas globales de dominación. Si pensamos en la intelectualidad cubana a principios de la Revolución y los enfrentamientos ya comentados, percibimos una trama de poder con estos motivos: origen, educación, vocación, talento, carácter, ambiciones, obra, fama, filiaciones literarias, políticas...; y vemos cómo en esas pequeñas tramas se introducen y cobran lógica, funcionamiento, unos mecanismos de poder más extensos, capaces de abarcar a aquellas, colonizarlas, transformarlas, extenderlas, desplazarlas, utilizarlas[31]. Mecanismos de poder más extensos, instancias materiales y espirituales de la sociedad donde nos encontramos, por ejemplo, ante las distintas áreas del Estado en constitución, pero también ante conceptos como el de pueblo y las ideas asociadas a él. Foucault resumiría: “(...) en vez de preguntarse cómo aparece el soberano en lo alto, procurar saber cómo se constituyen poco a poco, progresiva, real, materialmente los súbditos, el sujeto, a partir de la multiplicidad de los cuerpos, las fuerzas, las energías, las materias, los deseos, los pensamientos, etcétera.” [32]

Extraídas del conjunto, y extraídas de ellas ciertas intenciones, “Palabras a los intelectuales” resultan menos de lo que verdaderamente son. Ideas que pudieron calar y funcionar por todo lo implicado en ellas: desde la vocación artística y literaria personal, hasta el momento en que se está hablando de esa vocación. Desde el asunto del compromiso político de los intelectuales, asunto médula de las vanguardias que durante las décadas del veinte y del treinta había atizado a la intelectualidad del continente y a la de Cuba, hasta el hecho mismo del triunfo de 1959: el aprecio creciente a los líderes, la oratoria y las acciones revolucionarias (muy en particular hacia Fidel Castro), en un medio sobresaturado por la reciente batalla de Playa Girón, y el arrumbamiento hacia el socialismo del proceso[33]. Desde aquel viejo, rico y esencial sentido de culpa sobre no ser un hombre de acción política; esencial y rico como la realidad misma, entonces y sólo entonces revolucionaria; desde aquella culpa fácil y cada vez más fácil de señalar en la vida pública y en la privada del escritor (tan llena de sueños, de intenciones, de intentos, de palabras), hasta el hecho mismo de la Revolución y la cantidad de cambios que había consumando, no ya para el pueblo, sino también, para los intelectuales.

De “Palabras a los intelectuales” no sale un enemigo concreto y listo a ser enfrentado. Por el contrario, su valor, su fuerza, su trascendencia histórica, y lo que esa misma historia iba a develar como su paradoja, sus inducciones, su estrategia, su traición, estarían en el llamado que ellas contienen: al escritor que por sus intereses creativos, intereses para sí, no tendría una actitud esencialmente revolucionaria, de transformación de la realidad, pero que, como hombre de bien, sabría respetar y, acaso, algún día, sumarse al proceso[34]. Y través de esa apelación; del motivo mismo del encuentro –la censura-, apenas retomado durante el discurso pero nunca olvidado, una idea de pueblo que es principio, pero también, medida de la Revolución. Medida ante la cual los escritores aparecen como un elemento fatalmente diferenciado, entorpecedor, llamado a participar. A mi entender, una de las deducciones más importantes que permiten los análisis históricos de Foucault en su curso Defender la sociedad, sería, precisamente, sobre esa idea de pueblo que, connatural al proyecto y la profecía revolucionarias, sirve de bisagra cuando ese mismo proyecto, ya en el poder, se invierte y busca decantar a determinados grupos e individuos. Busca dominar. Si hay un arma política en la idea de pueblo común en la Revolución, su primera complejidad y fuerza estarían en que aquellos elementos que la hacen posible son los mismos que la encubren. Es decir, esa idea de pueblo que diferencia, subordina o enajena del proceso revolucionario, en la misma medida que es apelación y habla de un sujeto universal. Un pueblo que aparece como historia, esencia de la Revolución y de su sociedad; raíz de su cultura y fuente de lo nuevo; fundamento de su economía, sus instituciones, su justicia, su filosofía, su poder, su política interna y contra el agresor. Eje y paradoja por los que la Revolución se va a convertir en el proceso visiblemente más justo y secreta, sinuosamente, más hegemónico.

Después de 1959 los origenistas se van a convertir, como se sabe, en uno de los primeros y más aferrados motivos de crítica. Ningún entusiasmo de Orígenes con el advenimiento de la Revolución, ninguna de sus participaciones bastaron, ni bastan todavía, para borrar la culpa de su ascendencia; casi todos los postulados de la poesía coloquial después de 1959, vertiente que se impondría de inmediato y por las dos primeras décadas de la Revolución, tocan en esa crítica bifrontal a Orígenes: ascendencia burguesa y nulidad política. Y las connotaciones de la imagen, esa tan comentada disfuncionalidad, hallan por su reverso una completa validez. En la antología inaugural de poetas de los cincuenta, también llamada “Generación de la Revolución triunfante”, Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís escriben: “donde se vió la imagen intentando desgarradoramente encarnar en la historia, vemos a la historia con el desafiante rostro de la poesía”[35]. Pero nos engañaríamos si pensáramos que la crítica a Orígenes termina con Orígenes. En El libro perdido de los origenistas[36], un descubrimiento histórico político del proceso revolucionario cubano, concebido sobre la singularidad y la constancia de estas cuestiones: ¿qué es la escritura?, ¿qué cosa es un escritor?, Antonio José Ponte hace notar cómo aquel grupo de pasado pequeñoburgués y, hacia 1959, con el mayor prestigio poético, protagonizó, en virtud de esos motivos, una serie de hostilidades y desvalorizaciones que al cabo atañerían, no a Orígenes, sino, a la comunidad literaria. Y, por otra parte, si el pasado pequeñoburgués de esos escritores pareció y, de ciertos y derivados modos, todavía parece capaz de resumir lo que políticamente sea Orígenes, ese mismo pasado pero en las dimensiones de la conducta, la integridad moral de la sociedad nueva, va a convertirse en una de las más tempranas ansiedades de la Revolución. Como Michel Foucault observa, a propósito del Estado soviético y que con sus métodos nuestra historia repite: aquello que el discurso revolucionario designaba como el enemigo de clase se va a convertir, después de 1959, en “la amenaza de una serie de elementos heterogéneos”[37] que no enfrentan y dividen a la sociedad, pero que como sus accidentes, vestigios que subsisten durante el tránsito del capitalismo al socialismo, o como sus desvíos, tendrían que ser eliminados. Y allí, en esas arremetidas de saneamiento público, “La noche de las tres pes” (1961) y la UMAP (1964-1968)[38], hechos de nuestra historia poco sopesados o poco conocidos, el nombre, también como casual, de algunos escritores. Proclividades y amenazas que en la “Declaración del Primer Congreso de Educación y Cultura”(1971) ya tienen nombres y medidas. Proclividades por las que el intelectual pasa de elemento diferenciado, desgajado de la totalidad pueblo, a uno de incitada diferenciación: actitud apolítica, elitismo, extravagancia, aberración sexual, decadencia; colonizados y portadores de una nueva colonización; tránsfugas, traidores, mafia de burgueses seudoizquierdistas[39]. Espectro que recorre el doble riesgo, individual y colectivo, social y político, previsto por aquellas campañas de saneamiento que se llevaron a cabo, no intensa y extensamente, ni, en verdad, de manera fortuita, sino según lo irregular propio del espacio público: sus intersticios, sus señas, sus viejos y renovados tabúes, sus oportunidades.

Resulta necesario señalar que aquel manojo de clasificaciones, de simulados insultos, tiene un trasfondo: el casi paralelo enjuiciamiento del poeta Heberto Padilla por su libro Fuera del juego, y las protestas que ese juicio provocó, sobre todo entre los escritores europeos y latinoamericanos que habían apoyado y colaborado con el proceso revolucionario desde los primeros años del triunfo[40]. Señalarlo para hacer ver cómo, con el caldeo de los hechos, con sus permisiones, sus acentos, su circunstancialidad; pero sin apenas referirlos, o sin referirlos en absoluto, esas palabras toman y dan cuerpo a una política cultural, y cómo, por la vía de esos documentos, se deja en circulación una imagen de los intelectuales tan eventual como abyecta y acabada. La escueta declaración de guerra y, más que de guerra, la declaración de muerte política que se hizo a los intelectuales cubanos durante el Congreso de Educación, no vamos a leerla en el preventivo, rector conjunto Política cultural de la Revolución cubana. Documentos. Ella tuvo hasta hoy otros caminos. No se hace en 1961, con “Palabras a los intelectuales”, sino en 1971, cuando la institución cultural posee suficiente solidez económica y política para ser golpeada, aterrada, enfrentada. Para vaciarla de estorbos y de fuerzas. No se hace en un cara a cara como en 1961, sino oblicuamente, desde el desafío y el rechazo a la protesta de los escritores extranjeros. No se hace ante los escritores e intelectuales, sino ante otro grupo, en su mayoría maestros y técnicos de la educación. Grupo lentamente configurado hasta encarnar en la otra, fabulosa magnitud, el pueblo:

Algunas cuestiones relacionadas con chismografía intelectual no han aparecido en nuestros periódicos. Entonces: “¡Qué problema, qué crisis, qué misterio, que no aparecen en los periódicos!” Es que, señores liberales burgueses, esas cuestiones son demasiado intrascendentes, demasiado basura para que ocupen la atención de nuestros trabajadores y las páginas de nuestros periódicos.

[...]Si a cualquiera de esos “agentillos” del imperialismo cultural lo presentamos nada más que en este Congreso, creo que hay que usar a la Policía, no obstante lo cívicos y lo disciplinados que son nuestros trabajadores y que son estos delegados al Congreso. No se pueden ni traer, eso lo sabe todo el mundo. Así es. Por el desprecio profundo que se ha manifestado incesantemente sobre todas estas cuestiones[...]

Están en guerra contra nosotros. ¡Qué bueno! ¡Qué magnífico! Se van a desenmascarar y se van a quedar desnudos hasta los tobillos[...], contra el país que mantiene una posición como la de Cuba, a noventa millas de los Estados Unidos[...] y que forma parte de todo un mundo integrado por cientos de millones que no podrán servir de pretexto a los seudo-izquierdistas descarados[...]

Tendrán cabida ahora aquí, y sin contemplación de ninguna clase ni vacilaciones, ni medias tintas, ni paños calientes, tendrán cabida únicamente los revolucionarios.

Ya saben, señores intelectuales burgueses y libelistas burgueses y agentes de la CIA y de las inteligencias del imperialismo[...]

Para un burgués cualquier cosa puede ser un valor estético, que lo entretenga, que lo divierta, que lo ayude a entretener sus ocios y sus aburrimientos de vago y de parásito improductivo. Pero esa no puede ser la valoración para un trabajador, para un revolucionario, para un comunista. Y no tenemos que tener temor a expresar con claridad estas ideas[...]Y éstas son y tienen que ser y no puede haber otras valoraciones.

[...]Hay un grupito que ha monopolizado el título de intelectuales y de trabajadores intelectuales. Los científicos, los profesores, los maestros, los ingenieros, los técnicos, los investigadores, no, no son intelectuales. Ustedes no trabajan con la inteligencia. Según ese criterio, los educadores no son intelectuales[...] Y por eso hemos planteado que nosotros en el campo de la cultura tenemos que promover ampliamente la participación de las masas[...]

[...]¿Qué pueden preocuparnos a nosostros las magias de esos hechiceros? ¿Qué pueden preocuparnos, si nosotros sabemos que tenemos la posibilidad de a todo un pueblo hacerlo intelectual, hacerlo escritor, hacerlo artista? ¡Todo un pueblo! Si la Revolución es eso, si el socialismo es eso, si el comunismo es eso, porque pretende para las masas, pretende para toda la sociedad liberada de la explotación, los beneficios de la ciencia, de la cultura, del arte. Sin eso, y todo lo que forme parte del bienestar del hombre... ¿Por qué luchamos? ¿Para qué luchamos?[41]

Majestuosidad e infinitud acaso sólo comparables con vislumbres como los del comunismo y su regimentado advenimiento. De vuelta al conjunto Política cultural, en la Declaración asentada de ese Congreso, nos encontramos ya con un pueblo definido como conciencia crítica de la sociedad. De receptor a creador; de naturaleza, esencia y carácter, a un emancipado ejecutor de las normativas culturales:

[…]Son los trabajadores quienes han denunciado sus ideas reblandecientes que intentan denigrar a nuestro pueblo y deformar a nuestros jóvenes.

Es el pueblo quien en todo momento ha sabido salvar y defender la cultura. Junto a él está la mayor parte de nuestros artistas y escritores, todos nuestros verdaderos valores, cuya actividad se ha visto en cierto modo estorbada durante los últimos años por esta corriente obstruccionista y colonizante.[42]

En “Palabras a los intelectuales” Fidel Castro había dicho: “y si a alguien le preocupa tanto que no exista la menor autoridad estatal, entonces, que no se preocupe, que tenga paciencia, que ya llegará el día en que el Estado tampoco exista”[43]. Quince años después, en la “Tesis y Resolución del Primer Congreso del Partido Comunista”, la Revolución adquiría (a través de ese Estado transitorio, lamentable pero inevitable) una proyección y legalidad de carácter científicos: “concepción científica del mundo”[44], “certeza científica de la perfectibilidad del hombre”[45], sobre las que parecen oportunas estas palabras de Foucault:

[...] antes de plantearse la cuestión de la analogía formal y estructural de un discurso marxista o psicoanalítico con un discurso científico, ¿no hay que preguntarse sobre la ambición de poder que acarrea consigo la pretensión de ser una ciencia[...]? Y yo diría: “Cuando veo que se esfuerzan por establecer que el marxismo es una ciencia, no advierto, a decir verdad, que estén demostrando de una vez y por todas que el marxismo tiene una estructura racional y que sus proposiciones competen a procedimientos de verificación. Veo, en primer lugar y ante todo, que están haciendo otra cosa. Veo que asocian al discurso marxista, y asignan a quienes lo emiten, efectos de poder que Occidente, ya desde la Edad Media, atribuyó a la ciencia y reservó a los emisores de un discurso científico”.[46]

Economía y poder.

A riesgo de agotar, no podemos desentendernos del “Informe”[47] a ese mismo Congreso del Partido, 1975: cifras de una realidad perpetuamente transformada; números y nuevos números para pensar en esto: ante ese callejón sin salida de lo económico que repetidamente hemos desandado en Cuba, esa idea de la pobreza endémica de nuestro país, pesadilla del hambre que sirve de contraargumento a cualquier propuesta de apertura o cambio político, señalaríamos que Política cultural de la Revolución cubana. Documentos posee tantas inducciones de conducta, tantas normativas, formas de control, disciplinamiento y silenciamiento político, como cifras de logros y ganancias en la estructura educacional y cultural del país. Si lo económico es nuestra fatalidad, lo que siempre consigue reaparecer y ponerse al final o al principio de la historia, diríamos que es también lo interno, lo detallable, momentos como los que hemos tratado de abordar en estas páginas, en los que la estructura económica y el poder político se conjugan ineludible y provechosamente. Junto a lo económico, con sus múltiples fluctuaciones, vamos a tener otro trayecto: el del poder como relaciones de fuerza, relaciones de poder. Camino paralelo posible de seguir en muchos de sus más oscuros contactos con lo económico; formas y mecanismos de poder tan tempranos como las más tempranas transformaciones revolucionarias, y tan persistentes y abrasivos como los mayores logros de esa economía. La enorme ganancia política del sistema económico cubano estaría en que, una vez retomado como ideal -y siempre admite ser retomado como ideal: “justicia, bienestar, liberación, felicidad del hombre”[48]-, vela, descentra y hasta desplaza completamente cualquier análisis del poder en tanto formas concretas y efectivas de sometimiento.

El hombre vivo y el hombre muerto.

Pienso que de 1971 hasta el presente la situación de los intelectuales cubanos se ha colmado de matices, de marcas, de vivencias, pero no ha cambiado. Como ciudadano en la estructura política del país que se afianza durante aquellos años; como figura de autonomía e influjo en la controversia y la opinión pública, no ha cambiado. Es precisamente en ese espacio público (espacio de la acción, lo real, el presente revolucionario y el pueblo) donde va a sufrir sus más elaboradas y persistentes anulaciones. Esa situación no cambió durante la segunda mitad de los años setenta. No cambió con los esfuerzos reformistas y revisionistas de los ochenta que tuvieron, entre sus pocos y más llamativos desenlaces, el consentimiento gubernamental e inicio de una excelente gestión para viajes y becas de los escritores y artistas en el extranjero. No cambió con el magro “Proceso de rectificación de errores”, a caballo entre los ochenta y los noventa, y que el derrumbe del bloque socialista revirtió en contenido y anuló. No cambió, como confirman los recientes arrestos dentro del país, durante los confusos y taimados años noventa. Por el contrario, distantes ya de las dos primeras décadas revolucionarias, esa situación se hace cada vez más turbia, ahistórica, tergiversada, velada, constreñida a uno u otro episodio, vidas y acontecimientos divorciables del conjunto político del país, zaga de aquellos días del documental PM en que los intelectuales quedaban incitados y, a la vez, sumidos por las ideas de universalidad revolucionaria. Implicados en un nuevo divorcio con lo real. Razones por las que se hace imperioso, y políticamente útil, atravesar esa historia con la historia misma de la Revolución, la funcionalidad económica y política de sus instituciones, con sus conceptos, sus aparatos de saber; y con ese lenguaje suyo que se hizo costumbre: eficaz y manido, sustancial e insulso.

El pueblo, cifra de lo real, expone, en primer término, un mecanismo de poder extensivo y, a través suyo, la verdadera dimensión de amenaza prevista y enfrentada en los intelectuales a lo largo de todo el proceso. Fácil como parece preguntarle al escritor por su desempeño en lo real, pregunta de contenido político que continúa a mano, ante el acto de creación podemos seguir insistiendo sobre dónde se encuentra esa herramienta capaz de separarnos limpiamente realidad y arte. Diríamos también que una comprensión del poder en los hombres y en la vida de los hombres, como instancia física, cognitiva, ética; y como estructuras sociales y políticas, nos internaría mucho más en ese mundo literario del que tampoco nunca ha estado ausente.

En la palabra pueblo caben y se borran muchas de las sinuosidades políticas de la Revolución, pero en cuanto se descubre como arma nos enseña también a un contrincante. Y, sin embargo, ¿son el pueblo y el intelectual esos contrincantes? ¿Hay entre ellos ese interés de oposición crucial, depurado, autónomo? ¿Cuánto de ese antagonismo no responde a una estretégica articulación de fuerzas donde el mando político también lleva su parte? Si, como bien sabemos, existe y no cuesta mucho exponer una diferencia entre el intelectual y el hombre de pueblo, habría que pensar las ganancias políticas que esa diferencia vislumbró y desarrolló a lo largo de nuestra historia. Devolverla a una historia de los enfrentamientos donde también contarían los despliegues del poder en la lucha por la conservación de su mando. Conflictos donde los intelectuales, desgajados de la totalidad pueblo y enfrentados siempre oblicuamente, mostrarían con el poder un arma en común: la palabra.

Diríase que no hacemos más que esbozar una dinámica de poder, pero el interés estaría, precisamente, en esa dinámica que acaso tenga las ganancias mayores, no cuando se vuelve extrovertida, cruda, sino en sus formas imperceptibles, cotidianas, en sus mecanismos minuciosos, múltiples y relacionados: “esos procesos continuos e ininterrumpidos que someten los cuerpos, dirigen los gestos, rigen los comportamientos”[49]. Habría que encontrar el poder como relaciones de poder y relaciones de fuerza, ocultas tras los ordenamientos de la sociedad. Devolver el poder a su nombre y a la verdad de su nombre; a la violencia de sus mecanismos, que en nuestro país conocerá otro grado de ocultamiento: el carácter profundamente persuasivo de la convicción revolucionaria y la ideología con que se ungen líderes, prácticas e instituciones enteras.

Creo que la crisis vivida por Cuba después de la desaparición del bloque socialista nos daría un ejemplo. La década de los años noventa en Cuba es la de un país que se resiente en todos y cada uno de sus órdenes mientras los mandos políticos y de gobierno consiguen afianzarse, perdurar. Hecho que habla, sobre todo al inicio de la crisis, no de una violencia y una imposición puntual del poder sobre los individuos, sino de cómo los individuos fueron implicados, constituidos y determinados por ese poder. Y cómo, desde aquel trayecto y aquel tránsito del poder por los individuos[50], es que se siguen elaborando las nuevas formas de uso, investidura y hegemonía. Si es factible decir que durante los años noventa la historia de la Revolución cubana se fisura en dos, habría que observar los recursos de continuidad (de poder) que subyacen y religan esos paisajes encontrados. La Revolución retoma la parafernalia de todos sus antiguos combates. Autófaga, comienza a vivir enteramente de su pasado. En el Discurso por el XL Aniversario del Asalto al Cuartel Moncada, 1993, Fidel Castro dice:

Algún día la historia se encargará de señalar el papel de cada cual y el trabajo que hizo la CIA en la destrucción de la URSS y la responsabilidad que tienen los hombres con todo lo que allí ocurrió. Me he quedado asombrado de que ellos decían que era para perfeccionar el socialismo[...] Nosotros esos errores no podemos cometerlos; por difíciles que sean las circunstancias no podemos destruir el Partido, destruir el Estado, destruir el Gobierno, destruir la historia del país.[51]

Atendiendo a la naturaleza relacional del poder, enfatizaríamos ahora: el poder se somete a la producción de la verdad, y nosotros, en la medida en que somos su interés, pero también uno de sus recursos, lo sometemos a una constante producción de la verdad. La palabra política de los años noventa recrea la imagen de la Revolución en estado de desvalimiento. La Revolución abandonada, infortunada, fatalizada; en medio del caos político internacional, de fuerzas que desaparecen o se vuelven unipolares. Desnudez que la exime, la purifica. Que le da una esencialidad, y una impunidad de acción y contraacción que crecen mientras más se aproxima a sus límites. Pero la Cuba “único país”, “la isla sola”, “la excepcional”, sobreviviente enigmática de un mundo que ya no existe, tiene profundas equivalencias con la Cuba de un mundo que va a existir. En un tiempo que no quiere acogerse ni demostrar semejante circularidad, la Revolución concibe, sobre aquella misma línea hacia la infinitud (su historia de tipo rectilíneo), la idea profética y, a la vez, apocalíptica de su aislamiento. Aislamiento amedrentador sobre el ya doméstico de cuarenta y cinco años. La Revolución se mira y se hace mirar desde afuera: bloqueo económico total; imperialismo; terrorismo; países en guerra; amenazas; cercanía de los Estados Unidos. Figuras políticas tan englobadoras como el concepto de pueblo; el valor del presente, la acción y lo real; la unidad y centralización política del Estado; el liderazgo, la soberanía; la convicción revolucionaria o los preceptos ideológicos. Como en tantos otros momentos, los conflictos políticos del país aparecen contra ese fondo de circunstancias internacionales, de manera muy conveniente (movilizadora, inductora), pero también como parte y, acaso, límites, de su propia lógica: ¿de qué conflictos internos o disentimientos políticos se hablaría en la Cuba del presente? Los intelectuales, esa fuerza que, aún a favor de la Revolución, fue controlada y manejada, ¿podría constituir ahora algún tipo de oposición definida y a tener en cuenta?

La Revolución en estado puro, cuando la vida del país toca en un interior desgastado, sinuoso, lleno de paradojas y evidencias, va a tener en el pueblo su mejor argumento de continuidad. El elemento más descarnado, singularizado por las circunstancias, y el más englobador. En el discurso de 1993 se lee: “ni siquiera en el período especial la Revolución estuvo dispuesta, ni está dispuesta ni estará dispuesta a sacrificar al pueblo”[52]. Y pueblo, esencia de la Revolución y de su palabra política, pasará a ser el motivo urgido de las apelaciones. Se hace ese llamado donde el revolucionario y el hombre de pueblo, delineados en “Palabras a los intelectuales”, entonces fundidos, se tienen a sí mismos, y recíprocamente, como fondos:

[...]se puede ser patriota no por obligación, sino por vocación; se puede ser bueno por vocación, justo, digno, honorable, por vocación[...]Y el revolucionario es noble, es digno, es desprendido, es generoso; piensa en su causa, en la belleza de su causa[...] no tendrá más remedio que adaptar su mente a esas realidades que nos ha impuesto la vida, que no las hemos buscado nosotros, que no es por abandonar las ideas revolucionarias sino por salvar las ideas revolucionarias, y lo que sea necesario hacer para ello debemos estar dispuestos a hacerlo.

Es a los revolucionarios a los que se les pide más sacrificio; es a los revolucionarios a los que se les pide más comprensión. ¿A quién se les va a pedir? No es a otros, no es a los indiferentes[...]todo dependerá de la capacidad del pueblo de comprender estas realidades, de comprender estos problemas y de apoyar las medidas que se toman para salvar el país.[53]

Reinstalados en esas mismas palabras, nos preguntamos ahora hasta qué punto el pueblo es la gran y verdadera apuesta de la Revolución, su primer amparado, su primer protegido. En la pelea política el pueblo no es un compartimento estanco, es sólo una de las fuerzas en juego. La “Segunda Carta de los Intelectuales Europeos y Latinoamericanos a Fidel Castro (1971)”, terminado el juicio a Heberto Padilla, avisaba:

El desprecio a la dignidad humana que supone forzar a un hombre a acusarse ridículamente de las peores traiciones y vilezas no nos alarma por tratarse de un escritor, sino porque cualquier compañero cubano -campesino, obrero, técnico e intelectual- puede ser también víctima de una violencia y una humillación parecidas[...][54]

Pero ese pueblo, estandarte del poder revolucionario, protagonista de todas las plazas; ése que por cuarenta y cinco años no se ha creído necesario llamar a las urnas para votar por su presidente y las políticas de su país, es también el hombre pobre, negro, trasnochador, bebedor, rumbero y mujeriego del documental P.M. que tanto disgustó a los directivos del Consejo Nacional de Cultura y del entonces recién creado Instituto de Cine; es el criminal moral y criminal social recogidos durante “La noche de las tres pes” y la UMAP. El de la ola migratoria del Mariel (1980), apaleado y denigrado en las calles. El de las migraciones solitarias. El empobrecido y hambriento de los años noventa. El de la protesta de 1994, rápidamente contenida y “La crisis de los balseros” que le sucedió. El de los ajusticiamientos sumarios de abril de 2003.

Burgués, apolítico, religioso, homosexual, marginal, vago, diversionista ideológico, desafecto, contrarrevolucionario, agente de la CIA..., consideremos ahora ese fenómeno denominado por Foucault como “racismo de Estado”, y que se refiere a la raza, no en el sentido étnico, sino en el sentido biológico, en su transcripción evolucionista; ése que sirve en nuestra historia para comparar y decantar a un supuesto hombre del pasado con un supuesto hombre nuevo y de la sociedad nueva; perfectible, integral y dueño del futuro:

[es] el discurso de un combate que no debe librarse entre dos razas, sino a partir de una raza dada como la verdadera y la única, la que posee el poder y es titular de la norma, contra los que se desvían de ella, contra los que constituyen otros tantos peligros para el patrimonio biológico. Y en ese momento vamos a tener todos los discursos biológicos racistas sobre la degeneración, pero también todas las instituciones que, dentro del cuerpo social, van a hacer funcionar [ese discurso] como principio de segregación, eliminación y, finalmente, de normalización de la sociedad [...]

[Es un discurso que dice:] “Tenemos que defender la sociedad contra todos los peligros biológicos de esta otra raza, de esta subraza, de esta contrarraza que, a disgusto, estamos construyendo[...] racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos; un racismo interno, el de la purificación permanente[...][55]

El 18 de marzo de 2003, a la par del ultimátum que Estados Unidos da al gobierno de Iraq; en medio de la ebullición política, las protestas y las críticas internacionales a esa guerra, comienza en Cuba una intensa maniobra destinada a destruir a la disidencia, que por primera vez ganaba dentro del país cierta connotación de movimiento político. En escasos quince días, setenta y cinco activistas de ese movimiento: periodistas independientes, representantes de diferentes filiaciones políticas y por los Derechos Humanos, habían sido encausados y sentenciados a condenas que oscilaban entre los 10 y los 27 años de prisión. El 2 de abril, el más sombrío hombre de pueblo se aventura en ese entorno políticamente álgido y su presencia será completamente aprovechada: es el caos; el que secuestra una lancha y toma rehenes para intentar salir del país. El terrorista, según el vocabulario del momento. El inconsciente, que pone en peligro la seguridad nacional. El que podría ser fusilado y el que, en efecto, será inmediatamente fusilado.

No podemos dejar de observar, en ese acoplamiento de circunstancias, acciones y personas, la continuación de un viejo duo: es el hombre de lo real, en su margen de la hora PM, que vuelve a no coincidir con lo real revolucionario. Es el hombre de las fronteras y sobre las fronteras del país, las fronteras del crimen político, del delito común, de la locura, de la civilidad, de la sociedad. Es el ya muerto sobre las fronteras de la vida; del perdón judicial, de la clemencia soberana. Y el otro: es el que se niega a esa realidad; el que la niega, la viola, la desborda con crímenes que van a los fundamentos mismos de la Revolución. El mercenario que traiciona a su país, que sirve a una potencia extranjera, está más allá de todos los límites: no tiene legitimidad. Es el vivo y sus fronteras son las de la condena judicial, las del castigo soberano, las de la muerte. Es la nada política. Como pensamiento político y como palabra de oposición, no tiene existencia en Cuba.


[1]Michel Foucault. Defender la sociedad. México: Fondo de Cultura Económica, 2002, p.34

[2]Ibídem, p.78

[3]Ibídem, p.83

[4] Varios. Política cultural de la Revolución cubana. Documentos. Ciudad de La Habana: Editorial Ciencias Sociales,1977, p.1

[5] Desiderio Navarro, “In medias res publicas”, Revista La Gaceta de Cuba, No. 3, La Habana, 2001, pág. 39-45.

[6] Lorenzo García Vega. Los años de Orígenes. Caracas: Monte Avila Editores,1978, p.286

[7] Augustin Thierry, Essai sur l’histoire de la formation et des progrès du Tiers-Etat, París, 1853. En: Michel Foucault. Ibídem, p.215

[8] Virgilio López Lemus. Palabras del trasfondo. Estudio sobre el coloquialismo cubano. La Habana: Letras cubanas,1988, p. 79.

[9] J. M. Cohen. En tiempos difíciles. La poesía cubana de la Revolución. Barcelona:Tusquets Editor, 1970, p.7.

[10]Edmundo Desnoes. Los dispositivos en la flor. Cuba: literatura desde la Revolución. Hanover:Ediciones del Norte,1981

[11] Michel Foucault. Ibídem, p.207

[12] Michel Foucault. Ibídem, p. 215. Sobre el valor del presente en la literatura histórico política de la Revolución francesa, ver: clase del 10 de marzo, en particular, pp 204-207 y 215.

[13] Michel Foucault. Ibídem, p.215.

[14] Michel Foucault. Ibídem, p.207

[15] Heberto Padilla. Fuera del juego. Edición conmemorativa 1968-1998. Miami: Ediciones Universal, p.108

[16] Zaida Capote, “Cuba, años sesenta. Cuentística femenina y canon literario”, La Gaceta de Cuba, enero-febrero, 2000, pp. 20-23

[17] Michel Foucault. Ibídem. Ver clase del 10 de marzo de 1976, pp 197-217. Para este esquema, su representación y vocabulario, ver en particular, pp 203-207

[18] Michel Foucault. Ibídem, p.65.

[19] Michel Foucault. Sobre la unidad de poder estatal, ver en particular pp 49 y 50.

[20] Michel Foucault. Sobre las relaciones de fuerza que atraviesan los ordenamientos civiles y pacificados de la sociedad, ver en Michel Foucault, clase del 21 de enero de 1976, en particular, pp 55-63

[21] Michel Foucault. Ibídem p. 59

[22] Michel Foucault. Ibídem, p.62, 63

[23] Michel Foucault. “El papel de quien habla no es, por lo tanto, el del legislador o el filósofo que se sitúa entre los campos, personaje de la paz y el armisticio, en la posición que había imaginado Solón y también Kant. Establecerse entre los adversarios, en el centro y por encima, imponer una ley general a cada uno y fundar un orden que reconcilie: no se trata en absoluto de esto”. Ibídem, p.58,59

[24]Víctor Fowler, “Bodas de Cenicienta y Tántalo: metacrítica en Cuba”, La Gaceta de Cuba, enero-febrero, 2000, pp. 14-19

[25] Michel Foucault. Ibídem, p. 20

[26]Michel Foucault. Ibídem, p. 21

[27] Fidel Castro, “Palabras a los intelectuales”. En: Política cultural de la Revolución ... Ibídem, p.14

[28] Sobre la teoría jurídico política de la soberanía: ver clase del 14 de enero, pp. 33-49, y del 21 de enero, pp.49-67

[29] Michel Foucault. Ibídem, p.158

[30] Michel Foucault. Ibídem, p.158

[31]Michel Foucault. Ibídem, p.39 Sobre las precauciones de método sugeridas por Foucault para un análisis del poder, hay que atenderlas en su interrelación: clase del 14 de enero, pp 36-42

[32] Michel Foucault. Ibídem, p.37

[33] El ejército y las milicias, al mando de Fidel Castro, frustran rápidamente el desembarco del 17 de abril de 1961 que llevaba por objetivo derrocar la Revolución. El 16 de abril, en el entierro de las víctimas de los bombardeos que preludiaron el desembarco, había sido proclamado el carácter socialista de la Revolución.

[34]Ibídem, pp 13, 14, 15

[35] Varios. Poesía joven de Cuba. 2º Festival del libro cubano. Lima: Editorial Latinoamericana S.A., 1960, p.10

[36] Antonio José Ponte. El libro perdido de los origenistas. México: Editorial Aldus, 2000.

[37] Ibídem, p. 80

[38] “La noche de las tres pes”, el 11 de octubre de 1961, bajo la clasificación de prostitutas, pederastas y proxenetas, recogida de ciudadanos en la capital del país. UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción), campos de trabajo y castigo a donde fueron enviados desde 1964 a 1968 aquellas personas clasificadas como peligrosas para el sistema: vagos, marginales, desafectos, homosexuales, raros, fuera de la norma.

[39] Política cultural de la Revolución cubana. Documentos. Ibídem, pp. 51-64

[40] El juicio de Padilla tuvo lugar el martes 27 de abril de 1971, en la sede de la UNEAC , ante un amplio grupo de escritores que, sin embargo, recibió invitaciones personales. Tres días después, durante la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, Fidel Castro retomaba el asunto.

[41]Fidel Castro, “Discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura”. Casa de las Américas. Año IX, No. 65-66 (mayo-junio 1971), pp. 21-33 En: Heberto Padilla, Ibídem, pp. 155-159.

[42] Ibídem, p.57

[43]Ibídem, p.22

[44] [El Estado] En su política educativa y cultural se atiene a los postulados siguientes: a) fundamenta su política educacional y cultural en la concepción científica del mundo, establecida y desarrollada por el marxismo-leninismo... Capítulo IV de la Constitución de la República de Cuba, 24 de febrero de 1976. Política cultural de la Revolución cubana. Documentos, ibídem, p.137

[45] Ibídem, p. 128

[46] Michel Foucault. Ibídem, p.23

[47] “Informe del Comité Central del Partido Comunista”. En: Política cultural..., Ibídem, pp. 67-77

[48] Fidel Castro, “Discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura”, Ibídem, p. 157

[49] Michel Foucault. Ibídem, p.37

[50]Michel Foucault. Ibídem, p. 38

[51]Fidel Castro, “Discurso por el XL Aniversario del Asalto al Cuartel Moncada, 26 de julio de 1993”,Cuba en el mes. Dossier, No 3. Tomado de: La despenalización del dólar , trabajo por cuenta propia y cooperativización de granjas estatales en Cuba. Documentos y comentarios. La Habana: Centro de Estudios sobre América, 1994, p.59

[52] Ibídem, p.51

[53] Ibídem, p.61,62

[54] Heberto Padilla. Ibídem, p 161

[55] Michel Foucault. Ibídem, p. 65, 66.




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