miércoles, 10 de octubre de 2007

"LA ISLA DE LOS BLANCOS MANICOMIOS". Novela inédita de Maggie Matéo Palmer


"LA ISLA DE LOS BLANCOS MANICOMIOS". Fragmento de la Novela inédita de Maggie Matéo Palmer

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Habla la Marquesa Roja

No sé por qué ella insiste en llamarse Gelsomina. Usted me hace preguntas que no son fáciles de contestar. Yo fui la que le escogí el nombre cuando nació porque el padre, que quería varón, no quiso saber nada de eso. Así que busqué un nombre bien complaciente, que dejara satisfecha a toda la familia: a sus dos abuelas y a sus tías. Siendo hembra era lo menos que se podía hacer. Ella siempre me lo reprochó. Decía que yo, por quedar bien con dios y con el diablo, no había pensado en lo espantoso --así decía ella, enfatizando bien la palabra, es-pan-to-so--, que era ese nombre tan largo. Pero eso fue antes, cuando aún no había crecido y pasaba apuros en la escuela el primer día que la maestra tomaba la asistencia, porque siempre fue muy tímida.

El problema del cambio de nombre empezó después, cuando un antiguo compañero de ella de la Escuela de Letras se quitó la vida. El era poeta ¿sabe? y tenía un libro de sonetos dedicados a una muchacha que se llamaba así mismo. Al principio yo pensé que María Merecedes Pilar de la Concepción había inventado ese nombre, pero no, un día vi un libro de poemas en su cuarto, con ese título, Sonetos para Gelsomina, y fue entonces cuando me enteré de dónde salía toda esa historia de llamarse diferente. María Mercedes Pilar de la Concepción se quedó muy afectada cuando se enteró de que ese amigo se había matado. El se pegó un tiro en la cabeza con una pistola vieja. Había sido del abuelo. Los mismos policías estaban asombrados de que el artefacto hubiese funcionado en la hora fatal. De hecho, dicen que la primera vez que apretó el gatillo la pistola no disparó. Pero así son las cosas, doctora, no hizo más que volverlo a intentar y se voló la tapa de los sesos.

Mi hija se obsesionó con su muerte. Empezó a encender velas y a rociar agua por todos los rincones pidiendo paz para ese espíritu. A los pocos días había un patiñero por toda la casa que no se podía caminar. Aparecía un charquito donde uno menos lo esperaba. Eso sin contar el reguero de vasos, tacitas de café, pozuelos y hasta cazuelas, doctora, que ya no sabía ni dónde se iba a cocinar. Puso una palangana en medio de la sala donde flotaban pétalos de azucenas y jazmines, y ella misma se bañaba con flores blancas. Mi nieto, que tendría entonces cuatro o cinco años estaba feliz, divertidísimo. Usted sabe cómo son los muchachos que hacen una fiesta por cualquier cosa. Andaba descalzo, chapoleteando por los cuartos, deslizándose por el pasillo mojado, echando juguetes en la palangana. Imagínese usted ese cuadro: los dos por toda la casa, la madre delante y él siguiéndola, dando brincos a sus espaldas, como si estuvieran jugando al capitán Cebollita, cada uno con una jarra, salpicando agua por todas partes, y yo detrás, doctora, con una toalla en la mano para tratar de secarle los pies al angelito, que salió asmático igual que yo. Aquello parecía una comparsa de carnaval, nosotros, en fila india, dando vueltas una y otra vez por toda la casa, pero en realidad éramos una procesión sombría. Hubiera podido resbalar y fracturarme un hueso, pero por mi nieto soy capaz de hacer cualquier cosa. No tuvo suerte con la madre que le tocó.

Aunque desde niña mi hija ha hecho cosas muy raras, esa vez yo me asusté. Traté, como siempre hago, de aconsejarla, de lograr que entendiera que al niño podía darle un ataque de asma con aquella humedad, que esos baños y esas zambullidas no podían traerle paz a nadie, mucho menos a su amigo que se había ido del mundo tan perturbado, el pobre. Le recordé que el agua, como ella mejor que nadie sabía, porque era la que cargaba los cubos desde la pilita de la esquina, había que ahorrarla, pero no me hizo ningún caso. Hasta los vecinos se preocuparon cuando vieron el estado en que estaba la casa y me dijeron que debía llevarla al médico. No hizo falta, doctora, ella sola se fue acotejando y a los pocos días se puso a limpiar, raspó los plastones de esperma en las esquinas y dejó de prender velas. Nunca volvió a decirme que la llamara Gelsomina. Yo pensé que aquello estaba olvidado, pero ahora, ya ve, se le volvió a meter la misma idea en la cabeza, en esa cabeza que nadie sabe lo que tiene por dentro, porque eso sí que es un verdadero misterio.

Ella, de niña, siempre tenía la misma pesadilla: estaba sola en una casa muy grande, con un pasillo larguísimo de muchas habitaciones a ambos lados. Iba abriendo todas las puertas, una por una, pero cuando abría la última y miraba hacia atrás, todas las puertas se habían vuelto a cerrar. En ese momento se despertaba llorando y dando gritos. Nada más tenía que preguntarle si había vuelto a entrar en la casona cerrada para saber lo que le pasaba. Eso duró muchos años, en la época en que estudiaba la primaria. Noche tras noche la misma pesadilla, idéntica, una y otra vez. Entonces era fácil calmarla, conversarle un poco y que se volviera a dormir. Ahora es distinto. Ahora soy yo la que a veces sueño que la cabeza de mi hija, por dentro, es como esa casa, llena de habitaciones que se cierran y se abren solas, sin que ella las pueda controlar.

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