lunes, 15 de octubre de 2007

La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba: Iván de la Nuez


Publicad
a en Austria, "Editorial Leykam, 2005", "La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba", aparece aquí, en Efory Atocha, por prima vez (en castellano) y por entregas diarias, íntegra. La Selección y la Nota de Presentación fue realizada por el escritor, Carlos A. Aguilera.
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"La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba"
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------(6ª. entrega)

DEL “YO” AL “NOSOTROS”.
Los Principios del Arte y el Arte de los Principios en la Revolución Cuban
a (1959-1980)

----------Iván de la Nuez

1. Este ensayo aborda el tiempo, lineal o bifurcado, que transcurre desde el recibimiento de los guerrilleros revolucionarios en la Habana de 1959 hasta la despedida, como escorias, de otras "tropas" (unos 125 000 efectivos) por el puerto del Mariel hacia las costas de La Florida en 1980. La línea que traza esta revisión obedece al propio subtítulo. Intenta descifrar la relación entre el arte, los artistas y los dispositivos de la política cultural en las dos primeras décadas de la revolución cubana, tanto en la isla como en el exilio. Época adorada o demonizada con desmesura, en ella se cifran, posiblemente, las claves de lo que hoy somos los cubanos vivos de cualquier latitud. Recorro estas décadas para interrogar la permanente fricción entre los principios del arte (cualesquiera que fueran éstos) y el arte de los principios impulsados por los discursos políticos del régimen cubano. Aún más: aquí se intentará localizar las formas en que aquellos principios del arte fueron, finalmente, derrotados por el arte de los principios enarbolados desde las políticas oficiales de la revolución.

Es menester aclarar que estos años apenas pueden ser considerados, estrictamente, como una época. Ni siquiera los historiadores se han puesto de acuerdo y las cronologías privilegian indistintamente diferentes cortes temporales según la filosofía del autor, las nacionalizaciones efectuadas, el grado de institucionalización del país, la tensión con Estados Unidos o la inserción de la isla en la órbita del bloque comunista. Son veinte años decisivos en los que el proceso conocido como revolución cubana ensaya diferentes maneras de construir una sociedad socialista en el "jardín de Estados Unidos", y -dentro de una hostilidad permanente con esta potencia- consigue un cambio radical en su economía, sus relaciones de propiedad o su orden demográfico (la población, por una parte, se duplica y, por otra, más del 10% de los cubanos se ve obligado a vivir en el exilio).

Abordar estos veinte años es una tarea que obliga a distanciar varios prejuicios. En general, muchos conservan o se han reinventado una imagen romántica de los 60s mientras que, por el contrario, la década del 70 suele ser convertida en una especie de medioevo cubano, una zona oscura en el tiempo insular; "la parte maldita" de la revolución a la que pocos se asoman. Una época donde encontraremos víctimas o victimarios insospechados y sobre la que parece planear un implícito pacto de silencio. Como si muchos de los protagonistas hubieran concertado un alejamiento de ese agujero negro al que acaso temen volver a acercarse. Sea por su condición de víctimas de aquel periodo. Sea por su condición de verdugos. O por ambas, que es la experiencia más usual de aquellos tiempos. Pero una época que provoca esa pulsión por el olvido, lo primero que hay que hacer es no olvidarla. Sobre todo porque en tal desmemoria pernocta, siempre, la posibilidad de su repetición.

Los 60s y 70s, dentro de la política oficial, no marcan sólo dos decenios en el calendario histórico del país sino -como veremos más adelante- también dos maneras de entender la nación, la revolución y la sociedad cubanas. Estos veinte años testimonian un devenir paradójico; atestado de las mezclas explosivas de un país socialista y latinoamericano, pro-soviético y antimperialista, nacionalista y universal, humanista y dictatorial, pobre y soberbio, tradicional y moderno. Mi recorrido parte del supuesto siguiente: la revolución cubana no sólo respondió a una serie de circunstancias históricas que la hicieron posible (como argumentaría el esquema tradicional marxista). La revolución, además, fue un hecho deseable. Y fue deseable por una gran mayoría de la sociedad, incluidos -en un alto grado- los artistas e intelectuales. Si, como le gustaba afirmar a Napoleón, la forma moderna del destino es la política, los diferentes grupos -armados y civiles- que contribuyeron al triunfo revolucionario del 1 de enero de 1959, signaron ese telos de una manera contundente. Es preciso aclarar esto: para conseguir el modernismo estético o la modernización tecnológica no se hizo la revolución -en Cuba no era imprescindible una revolución para ello. La revolución se hizo y se mantuvo porque convirtió a la política -"el arte de lo posible"- en el sentido más significativo de los cubanos, a los cuales se les mostró su destino como algo que podían palpar y conducir. Como el cumplimiento de una antigua aspiración por entrar, a lo grande, en el umbral de las promesas modernas.

2. Entre 1959 y 1980, se desata la socialización de la educación, la gratuidad escolar y médica, la re-territorialización de los jóvenes por toda la isla, la difusión de la enseñanza artística y la reconstrucción de las prácticas sociales de los cubanos, removidos por nuevas experiencias de convivencia interracial, intercultural e interclasista. Es bueno circular, aunque sólo sea mediante un apunte, por estos aspectos. Sin transitarlos, apenas comprenderíamos conductas o discursos que tuvieron lugar en la cultura cubana de esos años[1]. Desde esta perspectiva, las diferentes formas que asume la cultura en Cuba son sólo puntos visibles de un iceberg mucho más complicado. Esta época también muestra la creación de las instituciones, el mecenazgo y la subvención estatal de la cultura, con un fuerte impulso internacional en la primera década de la revolución, en la cual el proyecto cubano parecía exportable al resto de América Latina. En esta línea aparece la Casa de las Américas, el Instituto Cubano del Libro (cuyo primer director fue Alejo Carpentier y cuya primera edición fue El Quijote), el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC), la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, así como una voluminosa red de revistas y suplementos culturales. La revolución cubana, además, aprovechó el desarrollo alcanzado por la radio y la televisión en los años cincuenta. (Probablemente ningún otro régimen de corte revolucionario, hasta esas fechas, haya sido tan "televisivo"). En semejante dinámica tuvieron lugar las relaciones entre el arte, las instituciones y los artistas, así como la red de censuras y prohibiciones que podían provocar estos intercambios. En resumen, estos años nos relatan los caminos perseguidos por la revolución cubana para encontrar una estabilidad institucional definitiva y consolidar la hegemonía política en la sociedad civil.

La hegemonía obtenida no fue, sin embargo, homogénea. En Cuba polemizaron, desde el inicio de la revolución, distintos modos de comprender la política cultural, la sociedad, el ritmo de las transformaciones y el propio socialismo. Dos modelos se hicieron fuertes y protagonizaron el debate oficial. Dos libros inauguran dichos modelos y constituyen la base filosófica sobre la que se han asentado esos dos modos de entender la cultura y la expresión artística. Las obras fundadoras de estas cosmovisiones son Cuba en el tránsito al socialismo, de Carlos Rafael Rodríguez (1960) y El socialismo y el hombre en Cuba, de Che Guevara (1965). Ambas marcan dos tendencias con identidad propia. Las dos agrupan durante esos años a toda una legión de discípulos. Las dos coinciden en entender el proceso cubano como una transición y no como un estado acabado. Las dos tienen enormes repercusiones prácticas mediante todo tipo de ensayos institucionales.

En el primer caso, Rodríguez sostiene una deuda intelectual con el marxismo tradicional y sigue puntualmente los análisis derivados de los pares de categorías, en especial el par fuerzas productivas-relaciones de producción. Esta corriente explicaba el proyecto cubano como un juego de regularidades y especificidades con respecto al campo socialista; tenía como principal referente y valedor internacional a la Unión Soviética y a su modelo de sociedad. En la medida en que este modelo se hizo dominante (especialmente en el periodo de 1971 a 1980) las "especificidades" se diluyeron en las regularidades, al punto de provocar una distorsión teórica de la historia cubana dadas las necesidades de amoldarla al esquema soviético.

En otra dirección se encaminaron los presupuestos del Che Guevara, quien proclamaba la "vía cubana" y el "proyecto original" de la revolución. Como casi todo el pensamiento de la nueva izquierda, esta corriente le concedió una magnitud sobresaliente a la conciencia, la ética y, finalmente, a los cambios provocados desde la cultura. Un procedimiento que ponía de cabeza al esquema ortodoxo: no serían las fuerzas productivas las que transformarían las relaciones de producción sino al contrario. No sería, en fin, la economía la que cambiaría la cultura, sino ésta, por la vía de la "conciencia", la que provocaría la inflexión necesaria para generar el hombre nuevo, un sujeto desprovisto de intereses materiales, sin un pasado capitalista, alejado de la mercancía y de las mezquindades del dinero. Una suerte de clonación del propio Che Guevara. Los partidarios de este modelo tendieron puentes al pensamiento occidental de su época, así como al latinoamericano y del tercer mundo en general. Se atendía con avidez a los libros clásicos del marxismo, aunque también del trotskismo y el maoismo, y eran rechazados los manuales y la producción neo-estalinista de la teoría soviética. Su filosofía estaba poblada de referentes originales, críticos y siempre radicales, como Frantz Fannon, Amílcar Cabral, Andre Gunder Frank, Louis Althuser o Herbert Marcuse). En esta cuerda se movía la revista Pensamiento Crítico (1966-1971), la cual fue cancelada en el mismo año del Congreso de Educación y Cultura (1971), y en un momento en que sus integrantes -jovenes profesores de filosofía- estaban preparados para producir una manera original, aunque no menos problemática, de pensar la sociedad cubana, la objetivación del socialismo, la inserción del modelo cubano en América Latina, el tercer mundo y occidente así como la necesidad de fundar otro arquetipo de intelectual "orgánico".

Si los seguidores del primer modelo eran más tolerantes en economía, sus posiciones eran dogmáticas en los asuntos de la cultura, el arte y la ideología en general. Los guevaristas, mucho más abiertos en materia cultural, se comportaron radicalmente en materia económica, puesto que valoraban en primer orden los "hechos de conciencia" para transformar, desde éstos, a toda la sociedad. Entre las polémicas que adornaron los años 60s -y que manifiestan la tendencia contradictoria de las dos corrientes fundamentales del modelo cubano- podemos citar la que alojó la revista Pensamiento Crítico contra la utilización de manuales en la enseñanza de la filosofía; la sostenida entre Alfredo Guevara y Edith García Buchaca sobre el realismo socialista y los límites de la libertad de creación; o la batalla continua entre el diario Hoy, de los comunistas, y el periódico Revolución, del Movimiento 26 de Julio (fundado y dirigido por Fidel Castro), desde el cual sus máximos responsables –Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante entre ellos– abogaban por otorgarle una salida más libertaria a la política cultural.

Estas dos corrientes operaron asiduamente por vía institucional y fueron armadas para construir, apoyar o difundir el proyecto de la revolución. Ambas consignaron reglas totales o definitivas y cada cual se consideró como la verdadera "opción cubana" al socialismo. Ambas apelaron a la censura para conseguir la hegemonía en el campo cultural. Ambas admitieron su contradicción como la única batalla posible dentro de la revolución y actuaron frente a otros discursos de un modo más o menos similar: o los asumían para sustraerlos de toda opción alternativa o los marginaban hasta sacarlos del juego.

A diferencia de lo sucedido en otras revoluciones, la intelectualidad cubana que operaba con anterioridad a 1959 tuvo una incidencia muy reducida en el proyecto político de los jóvenes revolucionarios. Algo contrario a lo que había ocurrido, por ejemplo, en los años 20s, época en la cual los intelectuales del país sí habían concebido un proyecto cultural que rebasaba, y se anticipaba, a las estrategias de la izquierda política. Si en los 20s la estrategia cultural -a través de proyectos como la Universidad Popular y otras maneras alternativas de socializar la cultura- preparaba las condiciones para una eventual toma del poder por parte de la vanguardia política (lo que no ocurrió), en la década del 50 la estrategia de poder era muy precisa pero no anticipada ni abastecida por un proyecto cultural de los intelectuales. La dictadura de Fulgencio Batista (1952-1958) había cortado, incluso, el proyecto cultural republicano de las primeras décadas del siglo XX. De ese modo el, así llamado, mundo de la cultura afrontó una situación paradójica: ejecutar pos-59 un proyecto cultural que debió ser pre-59. En buena medida, lo consiguió. Le bastó aprovechar las posibilidades abiertas por la revolución, pero a cambio de aceptar una subordinación que todavía permanece, puesto que dejó estratificar, en las estructuras políticas, las transmisiones del proyecto cultural.

Fueron estos veinte años los que definieron el sentido vertical de la política cultural de la revolución cubana. Si la política cultural fuera una, si pudiera hablarse de su unidad, desde todos los documentos oficiales, sería por el siguiente signo: ha sido articulada hacia la intelectualidad y no desde ésta. El máximo ejemplo del "contrato social" entre el arte y el régimen cubano data de 1961. Y está sellado en las conocidas Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro. Las reglas de este pacto están sintetizadas en el slogan que brotó de aquel encuentro: Con la Revolución todo. Contra la Revolución, ningún derecho. Esta frase nunca tuvo un vigor constitucional, pero ha planeado hasta hoy como un cuño por encima de cualquier ley o constitución. Ha operado, ante todo, como un fundamento; y el destino de la cultura, el arte o los intelectuales ha dependido con frecuencia de lo abiertas o cerradas que hayan sido las interpretaciones de este dogma. De modo que los intelectuales han trabajado en un campo que es el suyo pero cuyas cercas y cotas no les han pertenecido nunca. Su diálogo con la sociedad, cuando ha ocurrido, ha estado siempre mediado por el Estado y sus distintas agencias, que han marcado el límite entre vivir al interior de la revolución o en las afueras de sus derechos.

Históricamente, la propia situación del intelectual, en Cuba, apenas ha podido rebasar, en el mejor de los casos, el paradigma del intelectual moderno, orgánico y comprometido. Aquel que es capaz de desplegar su mirada universal y profética. El que posee, y usa, la llave maestra del compromiso político, la continuación de la identidad nacional y de la ruptura negociada con la tradición. Esa ha sido su regularidad en una revolución en la que los modos prácticos y retóricos de la política inundaron cualquier esfera de la sociedad, desde la medicina hasta el deporte pasando, claro está, por la cultura y, concretamente, el arte. Tanto por la vía trascendental de los 60s, como por la reproducción laudatoria del proyecto social en los 70s, lo cierto es que la cultura cubana formaba parte subordinada de ese universo transpolítico.

Dentro de estas disposiciones, se movió el arte cubano de esta época (1959-1980). En un lapso intenso que cambió los modos de mirarse de los latinoamericanos y, al mismo tiempo, cumplió con esa cadena de vanguardismos incontrolados con la que los cubanos habían construido las imágenes de sí mismos: poseer el ferrocarril primero que España (su metrópoli), colocar un paisano en la familia de Marx y, como colofón, construir un proyecto comunista a noventa millas de Estados Unidos.[2]

3. ¿Qué ocurrió, entonces, en el arte cubano y qué pudo hacer dicho arte dentro de la específica política cultural de la revolución? El proceso artístico fue sacudido, sin duda, por los acontecimientos revolucionarios, pero el primero de enero de 1959 no provocó de inmediato una ruptura en la plástica cubana. Al punto de que Antonio Eligio Fernández (Tonel) utiliza el ejemplo de los abstractos -quienes ya habían provocado su ruptura desde mediados de los cincuenta y culminado su recorrido en 1960, creando su propio grupo- como demostración de que "el año 1959 (es decir, el año del triunfo de la revolución) no significa un punto de ruptura a partir del cual puedan marcarse los estrictos antes y después para las artes plásticas en el país." [3]

Lo que se entiende por arte cubano al inicio de este periodo está abarcado por el expresionismo (Antonia Eiriz, Umberto Peña), el arte popular campesino, activado alrededor de la Universidad de las Villas y de la revista Islas de Samuel Feijóo (él mismo escritor, investigador, humorista y pintor), el realismo socialista (Carmelo González, Adigio Benítez), la abstracción geométrica (Luis Martínez Pedro, Corratgé), la pintura barroca (René Portocarrero, Amelia Peláez) y aun el primer periodo conceptualista de Santiago Armada (Chago).

Los 60s reciben, así, una herencia plástica heterogénea y, además, bastante caótica, sin una bandera estética oficial que se impusiera sobre las demás. Pero éste no es más que un umbral, el punto de partida desde el que se comienza a articular la sociedad y la jerarquía artística. Muy rápidamente, las dos tendencias dominantes de la teoría social cubana y de la política cultural –esto es: marxistas ortodoxos y guevaristas- apostaron por estilos divergentes en el mecenazgo oficial, la libertad estética y el respeto a la individualidad de los artistas. El grupo marxista ortodoxo le concedió menos importancia a las instituciones y prefirió arbitrar desde el partido y la ideología el sistema del arte. Ellos leyeron lo más cerrado posible las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro y si bien pudieron operar sólo parcialmente en los 60, una vez que se adueñaron de la situación, en 1971, institucionalizaron y legislaron la cultura en términos absolutos, totalitarios y dogmáticos. Así, el lustro que va de 1971 a 1976, fue llamado por el editor y escritor Ambrosio Fornet como el "quinquenio gris"; color que el novelista y poeta Pablo Armando Fernández (más generoso) extendió a toda la década del 70. Un decenio que, por cierto, contó con una legislación para la censura, emanada del Congreso de Educación y Cultura de 1971, en el cual se proclama al arte como un "arma de la Revolución", se sancionan conductas diferentes, que van desde la homosexualidad hasta la "extravagancia" (melenas, música rock, hablar en inglés, relacionarse con los familiares del exilio). Todo esto tenía como referente el modelo soviético, aunque no carecía de "raíces nacionales" bien constituidas y de un pensamiento teórico proporcionado por buena cantidad de críticos de la época. La raíz filosófica de esa crítica de arte la encontramos en el libro Conversación con nuestros pintores abstractos, publicado por Juan Marinello en los años cincuenta. Entre los críticos que giraban alrededor de esta corriente -muchos de ellos hoy reciclados en las más disímiles escuelas teóricas y en no menos disímiles militancias políticas-, se repitieron argumentos tales como la necesidad de pasar a propuestas menos ambiguas y "más tajantes", se invocaba al PCUS como "garantía de la cultura artística en la URSS", se consideraba la mirada a Occidente como una "desviación ideológica" y una "sospechosa posición en la lucha de clases", y se atacaba, como muy bien había adiestrado el maestro Marinello, al arte no figurativo. Es curioso como fueron denostados, como “incomprensibles” tanto los abstractos de principios de este periodo como los hiperrealistas de finales de esa época. Otra prueba inefable de que siempre hubo, dentro de la revolución cubana, un intento de "sovietizar" la cultura y el arte. Un ejemplo casi tragicómico se encuentra en la encomienda de varios artistas que fueron enviados a estudiar en las academias soviéticas de arte realista. Cuando este grupo salió de Cuba en los 70s -época en que dominaba esta tendencia- les aguardaba la consagración definitiva en el verdadero arte socialista. Sólo que, cuando regresaron una vez culminados sus estudios, había sucedido la ruptura estética de principios de los 80s y la política cultural estaba interesada en enterrar cualquier atisbo de realismo socialista para conseguir insertarse en el circuito posmodernista y multicultural en boga. Entonces, estos pintores y escultores, que ahora estorbaban, fueron lanzados sin contemplación al olvido. (De hecho, no fueron “recuperados” hasta 1991, en la exposición Juntos y Adelante, proyectada por el equipo ABTV.)[4] (4)

El otro grupo de poder en la política cultural de la época -protagonizado por figuras como Haydé Santamaría, Alfredo Guevara o Armando Hart- consiguió crear instituciones como la Casa de las Américas, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica o el Ministerio de Cultura (constituido en 1976). Éstos políticos apostaban por un mecenazgo mucho más moderno. Incluso podría decirse que su estilo provenía de aquella clase media que durante los años cincuenta nunca pudo ejecutar su propio proyecto cultural y utilizó implícitamente a la revolución como un puente para realizarlo. Recordemos que la burguesía republicana cubana fue bastante conocida por su mal gusto, su tacañería y su desprecio por el arte. La burguesía cubana "venida a menos" (cercana o protagonista en parte de la insurrección) no tenía medios para un proyecto de mecenazgo cultural y a la burguesía "venida a más" esto no le interesaba demasiado, fiel a su estética de nuevo rico, su suntuosidad kitsch y su devoción por el sistema de consumo norteamericano. Ahora, por fin amparados en el proyecto revolucionario, antisoviéticos pero devotos de Fidel Castro y Che Guevara, cuidadosos por conectar con América Latina y Europa, a este grupo se le ofreció la posibilidad de tirar adelante la política cultural de la "vía cubana" que tantas esperanzas suscitó en la izquierda intelectual de occidente y el tercer mundo en general. Mientras esta facción se ocupó de unas posiciones (generalmente institucionales) y el grupo ortodoxo de otras (frecuentemente posiciones partidistas e ideológicas), los artistas desplazados o censurados en uno y otro lado acudían en busca de amparo al contrincante, siempre que su "falta" no sobrepasase los límites universales de censura que los dos aceptaban.

Una de las líneas que pueden unir los 60-70 –y también, por cierto, a Cuba y el exilio durante la mismas fechas- es la continua oclusión a los discursos provenientes de nuevas subjetividades y a cualquier pretensión de releer "lo cubano" de una manera diferente. Esto puede explicar la persistente censura, incomprensión, subestimación o el aislamiento de Santiago Armada (Chago), Antonia Eiriz y Umberto Peña, quienes más allá de su descripción habitual como artistas expresionistas, escatológicos, crípticos o existencialistas -que todo esto eran- podrían interpretarse también como artistas que experimentaron de forma distinta la identidad estética cubana y las respuestas positivas que se esperaban de los creadores hacia al nuevo mundo que la revolución construía. Chago, Peña y Eiriz no eran solamente artistas estilísticamente "difíciles" para los códigos de la política oficial. Eran artistas ideológica y filosóficamente inmersos en una búsqueda diferente a la de la masificación cultural del país, se abrían a nuevas formas de subjetivar su interpretación de la sociedad y eran portadores -acaso los primeros durante la revolución- de una defensa del individuo y de una opción distinta a la hora de entender la identidad (nacional, cultural y sexual) a través de una escatología en la que se hizo un lugar a la destrucción, la enfermedad, la muerte, las sexualidades "confusas", el aislamiento, el individualismo y las disonancias. Resulta irónico el hecho de que estos tres artistas -quienes nunca negociaron su discurso estético para facilitarle una socialización mayor- terminaran dedicados, en los años 70s, a trabajos y labores de tipo social: Chago fue casi hasta su muerte (1995) diseñador y emplanador del periódico Granma, Antonia Eiriz -fallecida ese mismo año en Miami- optó por trabajar en un taller de papier maché dentro de un plan educativo, y Umberto Peña se convirtió en uno de los diseñadores más importantes de Cuba, si bien sus pinturas quedaron relegadas y fuera del circuito artístico.

A diferencia de los artistas anteriores, Raúl Martínez y Servando Cabrera Moreno -que ejercieron una considerable influencia sobre generaciones posteriores- consiguieron amortiguar sus búsquedas individuales con los requerimientos de un arte social comprometido dentro del proyecto revolucionario. El ambiguo erotismo de Cabrera Moreno y el periodo abstracto de Raúl Martínez fueron contaminados primero, y dominados después, por un intercambio entre las masas y los héroes, si bien ellos, al principio, siguieron caminos opuestos. Cabrera Moreno, por ejemplo, documentó la gesta de campesinos, milicianos o macheteros y poetizó sus experiencias con su sensualidad habitual, al punto de otorgarles el estatuto heroico que la cotidianidad les sustraía. Estos héroes del día a día eran generalmente bellos, suaves, ambiguos; y se balanceaban en una frontera, a menudo tensa, entre el erotismo permitido y la conocida homosexualidad de este pintor. Cabrera Moreno, además, llegó a convertirse en un iconógrafo obligado de la nueva clase media creada por la revolución, como si con sus desnudos, ambigüedades y el abordaje de la belleza física más convencional, concediera una salida hedonista, opuesta a los designios de la reticencia oficial.

Raúl Martínez, por su parte, es posiblemente el artista más emblemático de esta época. Y supo tanto de la segregación como del más apasionado mecenazgo. Martínez pasó de la abstracción al pop como un modo de socializar su arte o, para decirlo con sus propias palabras, de "hallar nuevos medios de expresión, para nuevas necesidades"[5]. Transitó, así, del "Yo" de sus derivas abstractas al "Nosotros" de la socialización pop. Si bien en las dos perspectivas su obra mantuvo un espíritu de búsqueda notable y unas aperturas inéditas en términos cubanos. A diferencia de Cabrera Moreno, que sublimó a la plebe hasta convertirla en arquetipo de la belleza heroica, Martínez prefirió, en los 60s, una dirección contraria: tomar a los héroes para ubicarlos en una perspectiva cotidiana. Por la pintura de Martínez desfilaron Che Guevara, Fidel Castro o José Martí, todos floridos, en una lectura algo tropical (e irónica) de Andy Warhol. La operación era aparentemente sencilla y dentro de la lógica operativa del pop: si todos somos Marilyn, entonces todos podemos ser héroes. (Lo que tal vez no haya gustado mucho en su época es que en aquellos héroes pudiera haber, también, algo de Marilyn).

Raúl Martínez es el ejemplo más consumado de hasta donde era posible (e imposible) esa negociación entre el artista, su individualidad, las instituciones y la política oficial. El pop fue para este artista el arte de lo posible, la técnica en la que pudo hacer coincidir tanto su infatigable búsqueda estética como la necesidad de salvar -ante la avalancha ortodoxa- su individualidad con los requerimientos de convertirse en un "hombre de su tiempo". También -todo hay que decirlo- lo que le permitió negociar con la política oficial y limar las aristas más polémicas e intolerables de sí mismo. Raúl Martínez encarna a toda una generación y a su drama ante el proyecto cubano, pues fue una mezcla -con todos los matices y contradicciones del gran artista que fue- en la que coincidieron el convencimiento, la ironía y la resignación.

Si Eiriz, Armada y Peña apenas pueden gobernar sus posibilidades, mientras que Martínez y Cabrera Moreno consiguen un pacto a medias sobre lo que se espera de un "arte revolucionario", hay todavía un tercer grupo de artistas más jóvenes que entraron en escena durante los 70s e intentaron una obra de dignidad estética dentro del canon oficial de aquellas fechas. Nelson Domínguez, Ever Fonseca, Zaida del Río, Chocolate o Pedro Pablo Oliva se movieron con solvencia dentro de los temas de identidad de aquellos años, en los que predominaban los motivos rurales, mágicos, sociales o sentimentales. Sin el bagaje cultural de sus predecesores, estos artistas consiguieron salir airosos dentro de los designios canónicos de esa época que no fue, por cierto, la que se vivió una década más tarde. Habría que añadir que, al final de los 70s, varios artistas crearon una fisura en la estética dominante y anunciaron algunos cambios que, finalmente, aparecerán y se sucederán después de la exposición Volumen I, realizada en 1980. Entre ellos cabe citar la etapa expresionista de Tomás Sánchez, las indagaciones sincréticas de Manuel Mendive, la primera muestra conceptualista de Arturo Cuenca, la etapa hiperrealista de Flavio Garciandía o las performances de Leandro Soto; todos diferentes a lo que venía ocurriendo y, asimismo, diferentes entre sí.

Los años 70s describen una apropiación desmesurada de la institucionalización y el estilo de trabajo de la Europa del Este y resulta muy claro que la institución de la cultura no encontró el modo de insertar las artes plásticas internacionalmente, como si ocurrió, en parte, con la Nueva Trova, el cine cubano o el cartel cinematográfico en los 60s. O como sucedió con las propias artes plásticas en los años 80s, sólo que ya los discursos y los protagonistas fueron otros.

4. Entre 1959 y 1980 se perfila lo que se ha conocido como "comunidad cubana en el exterior", la cual ha incrementado sus filas desde 1959 mediante sucesivas oleadas migratorias. El exilio cubano fue, en estos años, fundamentalmente un exilio político; el éxodo forzado de unos sujetos desplazados de su cultura original y obligados a realizar un corte en el espacio y en el tiempo. Lo “cubano” emergería, para ellos, no sólo como lo que había quedado "lejos" sino como lo que había quedado "antes". Una mitología según la cual todo lo que quedaba detrás no era solamente el territorio, sino un tiempo perdido, un "antes de", en el que habían coincidido de manera irrepetible la nación, el territorio y un sistema de tradiciones.

El exilio artístico se inauguró con protagonistas de la etapa anterior a 1959, algunos de los cuales eran considerados dentro de los maestros de la plástica cubana: Cundo Bermúdez, Mario Carreño o Agustín Cárdenas, este último emigrado a París. Al igual que en la isla, el discurso estético del exilio era heterodoxo, si bien menos voluminoso y más disperso. Ello se debe, entre otras cosas, a que no existía una red institucional para el arte. La burguesía cubana del exilio está en una fase de reconstitución y los coleccionistas de la época preferían a los artistas "de antes", "de cuando Cuba era Cuba"; en una palabra, a aquello que consideraban como el arte del cenit de la "cubanidad". Giulio V. Blanc ha sido explícito respecto a estas operaciones, y ha afirmado que las obras más solicitadas fueron las de “viejos maestros, como Wifredo Lam, Amelia Pélaez y René Portocarrero".[6] Esto fue directamente contrario a los intereses de la llamada "generación de Miami", que comenzó su recorrido a la sombra de esa tradición nostálgica. Sin duda las preferencias del coleccionista de Miami estaban directamente conectadas con lo que algunos expertos han detectado como la “etapa sustitutiva” del exilio, que consiste en crear, en los nuevos territorios, sustitutos o copias de la cultura doméstica u original (como la Pequeña Habana, la Pequeña Italia o el Pequeño Haití, por ejemplo). Aunque aquí lo pequeño no alude tanto a la "talla" del enclave sino a "su status disminuido como una deficiente o incompleta copia del original".[7]

Estos veinte años están marcados, en el exilio, por dos generaciones -la de artistas consagrados antes de 1959 que abandonaron la isla en los primeros 60s y los que luego se conocerían como la generación de Miami, cubanoamericanos que "llegaron en su infancia y ganaron prominencia en los 70s"[8]-; por un espacio -Miami-; y por un trazado de identidad situado entre dos mundos, dos lenguas y dos países a los cuales remitirse como referencias. Una tensión irresuelta en esas fechas, en las que solía colocarse en Cuba a la tradición y las "raíces", mientras que la modernidad le correspondía a Estados Unidos. Esta es la biografía, con diversos matices, de artistas como Luis Cruz Azaceta, Julio Larraz, Ana Mendieta, Félix González-Torres, César Trasobares, Carlos Gutiérrez-Solana, Mario Algaze, Tony Mendoza, Connie Lloveras o Gilberto López-Espina, entre otros. Artistas que pueden ser enmarcados en lo que Rubén Rumbaut denominó como one and a halfer generation (generación uno y medio), término recogido por Gustavo Pérez Firmat en su libro Life on the Hyphen para hablar de aquellos sujetos biculturales que habitan en el hiato que divide, y a la vez une, a la cultura de procedencia y a la de arribo. Un one and a halfer se asienta en ese guión entre dos comunidades histórica, étnica, cultural y lingüísticamente diferentes. A medio camino entre el mundo de sus padres y el de sus hijos. Sujetos, en fin, que emigraron con una conciencia relativamente construida acerca de su país de origen, pero todavía lo suficientemente jóvenes como para no educarse en la cultura norteamericana y, finalmente, formar parte de ella.

Entrados los años 70s, estos artistas comenzaron a activar su propia hermenéutica de la condición de exiliados. Lentamente el exilio dejó de ser exclusivamente leído como el espacio del destierro y comenzó a aparecer como un ámbito de experimentación de otras identidades -étnicas, culturales, sexuales. Si la cultura moderna nos involucra en el tiempo sucesivo de un devenir orgánico, esto apenas funciona para un exiliado, de ahí que muchos artistas abandonaran las coordenadas del tiempo sucesivo y se mantuvieran en un presente infinito, desde unas obras que parecían vivir a un costado del tiempo lineal. El conflicto con el tiempo y la historia es muy claro en los sujetos desterrados, que habitan en un presente interminable, compuesto de bloques nunca superados: el bloque de la niñez, el de la madurez, el de la muerte, el del español, el del inglés.[9] El presente de cada casa por la que se ha pasado, de cada historia en la que se han implicado, de cada ciudad en la que se ha vivido. Un espacio siempre en conflicto, entre la ubicación y el desplazamiento, entre la persistencia de la memoria cubana y el peligro de disolución de esa memoria. Un ejemplo notable de la construcción de una poética del éxodo, dentro del arte cubano de ese y de cualquier tiempo, lo encontramos en Luis Cruz Azaceta. Desde Subway Series (1974) hasta Bang Bang You Are Dead (1978), Cruz Azaceta se ocupa de las zonas extremas de la vida moderna, desde las cuales dibuja el itinerario de la fuga, el dolor y la catástrofe; una interpretación del caos y la tensión entre ciudades y sujetos desplazados, verdaderos nómadas de las urbes postindustriales, a los que no queda otra opción que perpetuar sus escapes de unos mundos a otros.[10]

Ricardo Pau Llosa ha abordado la relación de continuidad e interrupción de la tradición cubana en los artistas cubanoamericanos. Su trabajo merece una lectura detenida y algunos comentarios. En el orden de las continuidades, Pau Llosa se pregunta: "¿(c)ómo es que ciertos modos de pensar, de crear tropos, de generar un foco visual y de forjar símbolos sobrevivieron al desarraigo del exilio?" Y más adelante: "(s)ea cual fuere la causa, las afinidades existen, y con asombrosa intensidad".[11] Pau Llosa consigue elucidar la conexión de estos artistas con sus antecesores mejor que con sus contemporáneos y refracta el espíritu nostálgico del Miami de esa época que se debate entre su origen perdido y su destino final. Entre la tradición y la modernidad. Entre Cuba y Estados Unidos. Para este crítico, acaso el que más profusamente ha abarcado esta época en el exilio, "lo cubano" y "lo latinoamericano" se codifican a partir de la imaginación, en su evocación tradicional, sólo que, por este camino, son sustraídos de su particular modernismo estético. Pau Llosa entiende la representación casi como un desideratum para los creadores exiliados -"el exilio tiene que confiar en la representación"- una afirmación que, en principio, les alejaría de cualquier posibilidad vanguardista (siempre que entendamos, con Peter Burger, que el ataque a la representación es, precisamente, uno de los dos pilares sobre los que descansa el afán vanguardista del arte). Como si su pasado latinoamericano dejara al exilio en una imposibilidad de consumar la vanguardia estética, algo que ilustra una lectura dominante, aunque discutible, dentro de la cultura cubanoamericana, a la cual también podemos encontrar ocasionalmente extasiada en su apología del mall, el éxito y el consumo como maneras de entender "lo moderno". De esta manera, los artistas de esa época que comienzan a abrirse a experiencias conceptuales o menos convencionales suelen ser mirados como poco "cubanos". Y al contrario: aquellos preocupados por recuperar o hacer persistir "lo cubano", en tanto raíz cultural, a menudo no resultan demasiado "modernos".

A este fricción de orden existencial y cultural, se une el hecho de que el exilio ha actuado dentro de un sistema de valores tan determinado por la política como la propia isla. Así, frente a una revolución para la cual el arte operaba como el escaparate de un proyecto triunfante, fuera de Cuba fueron privilegiados los discursos que promovieran la idea del "exilio como éxito". Esta reproducción positiva obstaculizó frecuentemente la posibilidad de una cultura crítica, y explica por qué artistas cuyas poéticas se cuestionaran al exilio como condición existencial y cultural, o ratificaran una estética del éxodo más allá de los postulados al uso –primero Cruz Azaceta y más tarde Ana Mendieta, Abelardo Morell o Félix González Torres- apenas tuvieran incidencia en el medio de Miami de esos tiempos. Además, pese a esfuerzos como la creación del Museo de Arte Cubano, las Becas Cintas y la persistencia de mecenas y coleccionistas privados de la Florida, durante los 20 años que van de 1959 a 1980, los artistas apenas contaron con una red institucional medianamente adecuada y sufrieron los prejuicios y, en cierto sentido, la censura del mundo liberal de Estados Unidos, el cual siempre ha visto al exilio cubano de Miami como una comunidad reaccionaria, ajena a los movimientos sociales y culturales de corte progresista. En estos prejuicios hay no pocas verdades; hoy todos sabemos que se necesitó un flujo migratorio como el de 1980 para que el exilio sufriera una diversificación importante y comprobara que "lo cubano" era mucho más diverso en el orden social, sexual y racial. Tampoco es desconocido que no fue hasta la nueva oleada de los 90s -aprovechando la renovación institucional del arte que ocurre en la Florida, así como el arribo de prestigiosos artistas cubanos que ya traían de la Habana o de México una ratificación internacional- que las cosas cambiaron de manera muy favorable, incluso para algunos que llevaban un par de décadas en el destierro intentando hacer valer sus discursos. Aun así, las exageraciones del mundo liberal norteamericano son insuficientes y no consiguen abarcar la diversidad del exilio cubano. Tal vez, lo más acertado sería leer a Miami como un "corte geológico de la sociedad cubana"[12]. Así lo ha sugerido el poeta Pío Serrano, quien ha abundado, por otra parte, en el hecho de que durante mucho tiempo los llamados sectores progresistas han "satanizado la sociedad cubana de Miami y se le ha querido oponer, esquemáticamente, una comunidad cubana en Europa, liberal y democrática".[13]

No obstante todos estos problemas de desplazamiento, deficiencia estructural, dispersión o de una reducida y muy localizada conexión con el medio norteamericano de esos años, los artistas construyeron discursos tan consistentes como diversos; poéticas que transitaban desde una variante antropológica como la de Ana Mendieta hasta las series realistas de Julio Larraz. Desde la excelente indagación en la cultura popular de César Trasobares hasta el conceptualismo de Felix González-Torres. Desde la construcción de una poética del éxodo en Luis Cruz Azaceta hasta trabajos multimedias como los de Tony Labat y Carlos Gutiérrez-Solana.

5. En el momento que tiene lugar el éxodo del Mariel, en 1980, al modelo estético que predominaba en los 70s -a un lado y a otro del Estrecho de la Florida- se le comenzaba a preparar su despedida. El Mariel precipitó ese adiós mediante el trazado de una línea radical sobre la corriente del Golfo que subviertió los usos políticos, cotidianos y culturales del exilio y la revolución. Fue, acaso, la única invasión exitosa dentro de la complicada relación entre Cuba y Estados Unidos (y entre la isla y su exilio). Pero fue exitosa en la medida que no favoreció a ninguna parte y las desestabilizó a todas. El Mariel fue una especie de erótica, por las pulsiones y estremecimientos que puso en juego. Pudo más que las guerrillas de la Habana frente al "Imperio", como una invasión inesperada y "bárbara". Y pudo más que cualquier tropa mercenaria armada desde la costa del Norte, porque fue una tropa que jugó para sí misma. Como la saeta de la metáfora de Lezama Lima, no le importó el origen ni el destino sino la trayectoria y la propia supervivencia. En 1980 la revolución fue menos revolución que nunca y el exilio estuvo menos lejos que nunca. Allí se comenzó a quebrar, verdaderamente, el muro que cada cubano ha construido, soportado y transgredido en los últimos cincuenta años.


[1] Sin transitar estos aspectos apenas comprenderíamos las obras de ese periodo de una manera solvente. Pensemos, por ejemplo, en la literatura de Reinaldo Arenas. Pocas obras, como la suya, expresa este cambio de sociabilidad en las relaciones cubanas: internados, paso del campo a la ciudad, ejércitos, la prisión, etc...

[2] Para ampliar estas ideas, cfr. Iván de la Nuez: La balsa perpetua, Soledad y conexiones de la cultura cubana. Editorial Casiopea, Barcelona, 1998.

[3] Antonio Eligio Fernández (Tonel) "Arte cubano: la llave del Golfo y cómo usarla". Revista Temas, No. 22, La Habana, 1992.

[4] Cfr. Juntos y Adelante, catálogo, Casa del Joven Creador, La Habana, 1991. Los organizadores de la exposición fueron Tanya Angulo, Juan P. Ballester, José A. Toirac e Ileana Villazón. El catálogo tiene un texto de Madeline Izquierdo.

[5] Cfr. Nydia Sarabia: "Raúl Martínez, pintor de acción", citado por Angulo, Ballester, Toirac y Villazón: Nosotros, Instituto Superior de Arte / Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño, la Habana, 1989.

[6] Cfr. Giulio V. Blanc: "Miami: Pequeña Habana", Poliester, México DF, num. 4, 1993, ed. bilingüe, pp: 42-52.

[7] Cfr. Gustavo Pérez Firmat, Life on the Hyphen. The cuban-american Way, University of Texas Press, 1994.

[8] Giulio V. Blanc: ob. cit., p. 43.

[9] En su narración "Entrevista con Alejandro Cortina Summer", Antonio Vera León se extiende brillantemente sobre la situación temporal del exilio y de los sujetos que lo habitan. Este escritor entiende que en las personas desplazadas de su infancia, lugar y cultura original, el pasado carece del mismo sentido que tiene en aquellos cuya vida ha transcurrido, orgánicamente, por las etapas convencionales. Este no se cuenta "desde un yo orgánico a ese pasado, sino para hacerlo llegar hasta el filo del futuro que fue posible antes del exilio, y que después de éste se convierte en un enigma muy fuerte: ¿quién hubiera sido yo si...?" Cfr. Antonio Vera León: "Entrevista con Alejandro Cortina Summer", en Postmodern Notes, Miami, 1992.

[10]Me he acercado durante la última década a la obra de este artista a través de diversas críticas y entrevistas, como "Luis Cruz Azaceta. El éxodo como poética", Lápiz, n. 116, Madrid, 1995; o “Al borde del abismo del American Dream”, Encuentro de la Cultura Cubana, n. 15, Madrid, 1999. Sobre este pintor recomiendo el ensayo de John Yau: "Torn, Twisted and Broken. Alone in the Diaspora", Hell, (Catálogo), Alternative Museum of New York, 1994.

[11] Cfr. Ricardo Pau Llosa: "Identidad y variaciones. El pensamiento visual cubano en el exilio desde 1959", en Outside Cuba, Office of Hispanic Arts, Miami,Florida, pp. 74 y ss.

[12] Cfr. Pío Serrano: "Las posiciones del exilio cubano" (ponencia presentada en los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid, julio de 1995). Aparece citada por cortesía de su autor.

[13] Ibídem.


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3 comentarios:

  1. Efory Chago:
    Gracias por colgarme en este blog que siempre leo con gusto. ¿Por qué no nos pusiste en alemán?
    Un abrazo.

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  2. En alemán me llegó la antología, querido Ivan. "¡No sabes lo que pasé para traducirte!" No pierdas el camino. Un abrazo para ti.
    Ch.

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  3. Me ha gustado el artículo de Ivan siempre moderado y agudo. Aprovecho para mandarle un saludo y mi agradecimiento de siempre por ser alguien que sin conocerme apenas, me echó un cable inapreciable recien llegué a Barcelona. José Raúl

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