martes, 16 de octubre de 2007


Publicada en Austria, "Editorial Leykam, 2005", "La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba", aparece aquí, en Efory Atocha, por prima vez (en castellano) y por entregas diarias, íntegra. La Selección y la Nota de Presentación fue realizada por el escritor, Carlos A. Aguilera.
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"La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba"
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(7ª. entrega)

LA PUTA PINTADA, O WARNUNG VOR EINER HEILIGEN NUTTE

-------------Néstor Díaz de Villegas

1.

El lenguaje de los pintores cubanos debería ser objeto imprescindible de estudio a la hora de medir –si no existiera otra manera de hacerlo– la distancia que separa el concepto borroso de lo que llamamos “pasado” de la noción no menos intratable que con pareja vaguedad llamamos “presente. Cada una de esas épocas abarca un período de aproximadamente medio siglo.

Si es lícito agrupar y echar en el mismo saco trozos tan disímiles como el Jugendstil de la primera Intervención y el dadaísmo machadista[1] –y poner tantas cabezas bajo el mismo gorro frigio– quizás se deba a que el espíritu de cuanto antecedió a la Revolución obedece a un cierto “estilo”, a una secreta unidad de propósitos.

Al menos, así lo percibimos hoy, como observadores de un sistema que se aleja a velocidad constante. Los físicos advierten que un sistema tal parecería acortarse en la dirección del movimiento, y que a la contracción aparente correspondería un aparente retraso de los relojes. De hecho, al presente –que puede subdividirse en muchas partes y que se quiebra, efectivamente, en tantas coyunturas; ese presente que se ha erigido en categoría del Tiempo, y que en su pretensión de serlo todo y abarcarlo todo ha terminado emulándolo– lo percibimos también como unidad. Desde la estrepitosa caída de la República vivimos inmersos en un contínuum.

Los pintores de ayer, con su apoliticismo, sus lagunas espirituales y su ausencia de obsesiones, son el más claro testimonio de la diferencia de densidad y de la radical asimetría de las dos edades.

Por otro lado, la obsesión de los artistas contemporáneos –su monótona insistencia en desentrañar un solo problema– los hace, a la vez, mucho más ricos y mucho más pobres que sus predecesores. Se diría que estos artistas, para quienes existe un único asunto, estuvieran enfermos de Tiempo: enfermedad que, como cualquier otra dolencia artística, ha terminado enriqueciéndolos.

¡Qué poco nos conmueven los herejes, los transgresores de nuestra economía, de nuestra pobreza espiritual! ¡Qué poco nos entusiasman los pintores que, como el último Tomás Sánchez, se apartan hacia un budismo schopenhaueriano, se escatiman, y no invierten su capital en las acciones sucias del presente! ¡Qué poco nos dicen y cuánto menos nos excitan! (Apartarse, en lugar de profundizar en los tópicos de sus contemporános, equivale, para el cimarrón, a la muerte. El que ose crear su propio problema será condenado por un público completamente ajeno a todo lo que no le hable de lo mismo. Sin embargo, en cualquier obrita de Los Carpinteros[2] leemos volúmenes completos sobre nuestra condición.)

Tanto si volvemos la mirada hacia lo que se conoce en Miami –con un nombre sacado de los manuales de mercadotecnia– como los “Cuban Masters” (o los Académicos: es decir, el ala conservadora de nuestra pintura) como si la bajamos hacia lo que con largueza propia de diletantes hemos dado en llamar la Vanguardia (o el ala liberal del arte cubano), nos encontraremos enfrentados a idéntico dilema: silencio absoluto respecto a la res publica. No existe pintura menos republicana, en sentido estricto, que la que nos legó la República –si entendemos ese término ambiguo como turbulencia y caos creador, y adjudicamos aún carácter público a la “res”.

Lo mismo Romañach[3] que Víctor Manuel[4] inscriben en sus telas una Cuba paradisíaca, más cerca de la apolítica edad de piedra que de las convulsiones poscoloniales. En vano buscamos en Amelia, Portocarrero, Viredo o Mariano[5], la mirada despectiva de un Grosz, la impaciencia de un Siqueiros. Ni Lam ni Abela[6] hacen más que pintar el mismo Paradiso, pero la rebelión está ausente de sus telas. Ausencia de conflicto es el verdadero asunto del arte republicano, del “académico” y del “vanguardista”. Los artistas de aquella época –que hoy, luego del borrón del totalitarismo, se ha vuelto tan imprecisa– nos obligan a creer en la pastoral cubana y a preguntarnos por la realidad de la tragedia tradicionalmente asociada al ayer.

Hasta un borrachín como Víctor Manuel, o un reputado tarambana como Carlos Enríquez[7], son pintores “malos”, entre otras cosas, porque no tienen nada terrible que contarnos. Habría que concluir que los ojos del artista republicano son pozos ciegos, limpios de maldad. En ellos –en su mirada anterior a la Caída– encontramos reflejada la estampa de los vitrales, los flamboyanes, las gitanas y los seráficos gallos finos, en una estela ininterrumpida que se extiende durante medio siglo sin que una sola batalla, una muerte, o una locura parezca enturbiarla o desdecirla.

Es a esa era imaginaria a donde escapamos cuando queremos salir de la monotonía del presente, de su problema único, de su ironía neurótica, de la fanfarronería ubicua de sus caricaturas.

2.

En marcado contraste con el arte “antiguo”, el arte en la Cuba contemporánea vuelve la espalda desdeñosamente a todo lo que no sea la tragicomedia del presente. No sólo creemos admirar las variaciones obsesivas sobre un tema único: a veces tenemos la impresión de que se trata del mismo intérprete chapurreando todos los dialectos artísticos.

El pintor villareño Flavio Garciandía[8] es el paradigma de esa ansiedad por probar, en el menú de los modelos disponibles, cada receta estilística. Desde el Francis Bacon de los Popes y el fotorealismo de Chuck Close, pasando por el neo-Modern de Sottsass, hasta el expresionismo faux, el Comic chic y el hiperkitsch, ¿qué no se ha apropiado y de qué no se ha hastiado? (En la historia de la pintura insular Flavio y su mímesis denominativa recuerdan a aquel Singe de Watteau, que llevaba en la paleta la probabilidad de toda la plástica de Occidente.) En los años 70, durante su época hiperrealista, pintó Todo lo que necesitas es amor, la obra que observaré a continuación.

Reverso de Marat at son dernier soupir (la joven pintora Zaida del Río aparece como la Carlota Corday omitida en el original) este cuadro podría ser, además, un David borrado. Desaparece el mártir y en su lugar emerge la encantadora asesina.

En cuanto a la necesidad del realismo como vehículo de representación de una actualidad revolucionaria, bastaría señalar que las mismas circunstancias que hicieron posible la aparición del naturalismo histórico davidiano se repitieron en el momento de la concepción del retrato de Zaida. Nuestra interpretación (sui generis y sólo circunstancialmente fotográfica) del realismo socialista alcanza su apogeo en el naturalismo de Todo lo que necesitas es amor. Zaida aparece allí como koljosiana –de hecho, lo era. Flavio la presenta como la nueva campesina; y el cuadro, en tal sentido, es apología del Volkskunde agropecuario y ejemplo clásico de arte fascista.

Parodiando otros oportunismos, el pintor hace al mismo tiempo un guiño al público y a las autoridades del Ministerio de Cultura: adopta el lenguaje del Entartetekunst capitalista y da a la policía lo que la policía quiere “ver”. Aunque, llegado el momento –el momento en que la oposición, como avant-garde, hace hipóstasis, en su calidad de excedente de las energías reprimidas del Sistema– el realista (político o artístico) estará mejor equipado (como es el caso del David del período napoleónico) para dar el salto y situarse a la cabeza de la Restauración –sencillamente, porque ya antes había entendido el papel del Politburó como marchand. Mientras sus contemporáneos se debatían entre las lealtades políticas y las estilísticas, el “realista” consiguía resolver discretamente el dilema.

Por otra parte, un artista que domine los medios de producción –los medios de re-producción– asumirá también, naturalmente, las tareas de funcionario o apparatchik en la representación global –y no en alguna fantasmagoría particular. El artista deviene “decorador” general: el visionario que apuntala las conmemoraciones oficiales con su genio para la coartada figurativa.

3.

Regresando al cuadro: el mismo ángulo de la cabeza, el mismo distenderse del Marat, pero aplicados a la satisfacción femenina que sucede al crimen. En lugar del dernier soupir, Zaida exhala el resuello que precede al orgasmo: ella es lo Eterno Femenino triunfando sobre la pesadez martirológica de la iconografía revolucionaria.

Si imprimiéramos sobre ese ícono antiguo una imagen reciente de la koljosiana pintora, a la manera en que Warhol reiteró a Marilyn en sus calcomanías, aparecería un holograma completo de la Revolución. Y es que el retrato de Zaida tendida sobre el césped de Cubanacán[9] resume todo lo que aquella tuvo de victorioso: como cuarta Lucía[10], encarna la liberación sexual; como la pintora de los nuevos salones, el triunfo de la educación artística –de la que Flavio Garciandía es la hipérbole necesaria.

Hasta podría permitírsele al césped –el Grund und Boden que sirve de fundamento a la imagen– ser el verdadero protagonista: campos de Country Club, hollados otrora por el espectro de la República, que en el lapso de una mala estación vieron agostarse sus hojas de hierba primorosamente recortadas; testigos de la apoteosis y la ruina de las circulares de Porro y Garatti[11]; de la llegada y la partida de los niños malditos de la Revolución.

El de Todo lo que necesitas es amor es un pasto formado en los rigores de la jardinería filistea; Naturaleza sometida por la razón y obligada a servir de paño en el almuerzo campestre, o de tablero en el juego de pelota. Sobre ese césped aparece reclinada la lujuria satisfecha de la Gran Ramera: la huella que deje su cuerpo en la hierba debe parecer un agroglifo de Ana Mendieta[12]. (No es extraño, entonces, que Ana regresara a una época bárbara para encontrar la marca de nuestro tiempo.)

Como las manos delineadas en las paredes de las cavernas, nuestro arte fascista dejó su huella en la tierra de Cubanacán.

Un estuve allí ominoso.

Recordatorio conmovedor del paso de los bárbaros por el Country.

4.

El cuadro, con el pasar de los años, ha llegado a representar a toda la pintura cubana –la hetaira pintarrajeada que va a mostrarse al mercado. Para insinuarse al dealer debe lucir “exótica”. Como mismo adquirió acento caribeño, ha debido fingir, eventualmente, acento Zeitgeist, minimalista, posmoderno, hiperrealista y transnacional. Ha sido todo para todos. En los 80 vestía harapos de Sottsass; hoy, estampados retro. Flavio Garciandía representa este “pimping” o chulería estilística, que atañe igualmente al coleccionista y al pusher como arquetipos del proxenetismo ilustrado. Del arte como whoring.

Flavio, como Velázquez, se ha mentado en el cuadro: la cruda mercantilización del pintor (el pimp de su propia obra) no se muestra mejor en ninguna otra parte. Zaida es entonces, allí, imagen de la pintura cubana en estado de inocencia, antes de convertirse en la concupiscente painted harlot a que alude el proverbio. Aunque, por una de esas simetrías tan frecuentes en el reino del arte, encarne también, sin proponérselo, a la Revolución antes de la decadencia –la de los bellos ideales– y por extensión, al Volkitsch manierista del primer fascismo, previo a la revelación pública de sus campos y de sus cámaras.

El arte –el fetiche por excelencia– es sólo vehículo, caballo para vender otra mercancía; y nuestro pintor descubrió temprano cuál era ese commodity: la infinita intercambiabilidad de los contenidos y de las formas. (Cuba, por razones obvias, estaba en posición ventajosa para encarnar la nada que yace en el fondo del valor que representa la “res”.)

Lo que se vende hoy como arte cubano es cierta nebulosa disponibilidad y dis–posición; un status; un no pertenecer o estar en ninguna parte, que es la esencia del arte moderno. Esa cantidad hechizada es un imponderable. Flavio, el nuevo artista, representa el vacío de valor, la ausencia de significado, y un eigenvalue infinitamente móvil –que incluso puede estar, como el “brochazo de posibilidades” que describiera Shrödinger, en más de un lugar al mismo tiempo

Por último, podría objetarse que el cuadro no se parece a la pintura fascista. Habría que darle tiempo, y se parecerá. Cuando el sistema actual por fin se aleje a velocidad constante con respecto a aquellos años, las palabras se rebajarán (como se encojen las reglas y se atrasan los relojes) y del hiperrealismo socialista sólo quedará el viejo, mañoso realismo. Entonces veremos el lienzo como el retrato de alguna Bauersfräulein.

5.

En su libro Mi lucha, Hitler apuntaba: “Si se combinan la popularidad y la fuerza y si, combinadas, pudieran durar un cierto período de tiempo, lograríamos crear una autoridad basada en principios más sólidos que si tuviéramos la popularidad y la fuerza únicamente, porque se trataría entonces de la autoridad de la tradición."[13]

Paradójicamente, los fascismos no estaban hechos para durar. Aunque el nuestro nunca tentó a la suerte anunciándose como reino milenario, los casi cincuenta años transcurridos desde su triunfo parecen diez siglos. La dictadura encarna a la dureé (concepto bergsoniano que De Broglie creyó prefiguraba al cuanto[14]) para los procesos históricos; un fascismo triunfante y longevo parece refutar (como historia abreviada de la eternidad) la segunda ley de la termodinámica.

En Cuba, al contrario de la Alemania nazi, alcanzamos efectivamente el estadio ideal anticipado por Hitler: la vista panorámica nos permite apreciar un proceso que arranca en la hecatombe republicana y culmina en la actualidad, completando una sórdida tradición.

En este momento crítico aparece, de entre los escombros y las cloacas, el artista maduro, experto en las intrigas palaciegas, curtido en los rigores de larguísimos períodos especiales; delegado y confidente, que a veces, como en el caso de Velázquez, llega a ser amo de llaves. Los feos tableaux del sufrimiento, que habían permanecido ocultos bajo una gruesa capa de barniz en las imágenes superferolíticas del primer fascismo, salen ahora a la galería –y a nadie parece importarle lo que revelan. La ciudad, que había evitado astutamente el bombardeo liberador, se ha desmoronado sola y está llena de cráteres y solares, aparecidos como por generación espontánea. Es un paisaje postbellum, aunque la batalla fuera sólo de Ideas –apenas una guerra anunciada. La autoagresión dejó bajas reales entre los nobles edificios; pero las cicatrices acaso sean más elocuentes en el alma del artista.

Allí emerge un estado límite, hipertrofia del choteo que habíamos analizado antes[15] como expresión peculiar de la canción y el refranero, aunque nunca llegara a asomar el hocico en el arte. (De hecho, en el estadio a que hacemos referencia, el artista abandona la pintura de una vez y por todas: en contraste con Garciandía, que se vale aún de ese medio anticuado para realizar sus melancólicos comentarios, los jóvenes se desplazan resueltamente hacia una neo-carpintería analítica.) Designaremos ese estado fronterizo como el “límite de la ironía” y tomaremos a un artista, Kcho, como paradigma de esa práctica.

¿Qué es el límite de la ironía?

Ilustrémoslo con ejemplos: el artista abraza al Líder; le sostiene la mano temblequeante para que tire una firma sobre la tela; busca el contacto y la fotografía –son vistos juntos; celebran cumpleaños y bautizos en familia. Esta familiaridad no puede ser sino el resultado de una práctica artística: el límite de la ironía; o lo que Virgilio[16]Magister Ludi– llamaba “una broma colosal”. Traducido a la praxis: Kcho toma la imagen femenina como arquetipo –una Zaida del Río idealizada y descarnada– y realiza con ella A los ojos de la Historia (1992), una obra de restauración simbólica. Ya no se trata más de superadas koljosianas, sino de los puros huesos formales del fascismo trenzados en la figura escueta de la Torre, el arcano que le sirve de lema.

El carpintero, como encocainado agrimensor, habla ahora de la construcción del socialismo en el argot de la ingeniería social, y construye su castillo en el aire. La Torre está hecha con los puntales que sostuvieron las ruinas de la urbe, bombardeada durante la batalla de Ideas. Mientras que artistas menos elocuentes comentan el fracaso de nuestro pasado artístico (ver Una visita al museo de arte tropical, de Garciandía; 1995) Kcho osa dirigir su comentario hacia el futuro. La Torre de Tatlin de sus instalaciones regresa simbólicamente al Futurismo, (la enfermedad del siglo que, como cualquier otra enfermedad artística, terminó exterminándonos) y se presenta como aberración de una fantasmagórica Internacional milenarista, monumento a la utopía y Torre de palo a secas que, después de todo, no es más que la campesina transfigurada en Torre de marfil, Virgo singularis y Madre de los Mártires.

Es en esta etapa cuando (ganada por fin la guerra anunciada) el tiempo se vuelve completamente ideal. Su duración y su flecha direccional pierden sentido porque ya no sabemos si nos encaminamos hacia adelante o si marchamos hacia atrás: las espiras apuntaladas de la atalaya, en abierto desafío de la gravedad, se empinan con un retorcimiento giratorio.

Y nótese que no aludimos al vulgar tiempo cíclico de las sagas, que había denunciado Borges en su Pierre Menard[17], sino al Tiempo que no se mueve y que no fluye. Un universo donde no pasa nada, por principio.[18]

Mientras tanto, en A los ojos de la Historia, la hetaira se ha replegado al underground –a la clandestinidad de una “masonería” que la oculta y a la vez la revela– manteniéndose dentro del campo de posibilidades expresivas del estalinismo y sin perder de vista (en la Torre o en la Virgen) el misterio supremo de su credo.

6.

Una ceguera permite al artista producir arte. Pero la “cosa” pública, el ídolo ciego, sólo puede ver por los ojos del artista. Así, el silencio que nos legaron los antiguos respecto a su tiempo ha sido forzado a hablar, a ironizar, y hasta a parlotear, en las intervenciones de Flavio –y los palos de Kcho acabaron ilustrando la República, convirtiendo en balsa el maderamen de su inmenso naufragio.

Fortuna Favet Fatuis, dice el adagio clásico: a los tontos se les aparece la madre de dios.


[1] Gerardo Machado y Morales (1871–1939), presidente de la República de Cuba de 1925 a 1933.

[2] Los Carpinteros, nombre del trío integrado por los artistas plásticos Alexandre Arrechea, Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez. Fundado en La Habana en 1994.

[3] Leopoldo Romañach, (1862–1951). Uno de los llamados “académicos” de la primera mitad del siglo XX.

[4] Victor Manuel. Emblemático “vanguardista” de la pintura cubana durante la primera mitad del siglo XX.

[5] Amelia Peláez (Yaguajay, 1899– La Habana 1968); René Portocarrero (La Habana, 1912–1985); Mariano Rodríguez, (La Habana, 1920–1990) Viredo Espinoza (Regla, 1928). Protagonistas de la reacción a la academia que tuvo lugar en la plástica cubana en la primera mitad del siglo XX.

[6] Eduardo Abela (1889–1965). Idem.

[7] Carlos Enríquez (Zulueta, 1900– La Habana, 1957). Idem.

[8] Flavio Garciandía Oraá (Caibarién, 1954).

[9] Cubanacán, antiguo Country Club habanero en cuyos terrenos se construyeron (1961–1965) las escuelas de arte.

[10] Lucía, 1968. Trilogía filmica del director Humberto Solás donde se narra la Historia de Cuba a través de las vidas tres mujeres del mismo nombre: la primera tiene lugar durante la guerra de independencia de España, la segunda durante los años treinta y la tercera inmediatamente después del triunfo de la revolución.

[11] Ricardo Porro y Vittorio Garatti, dos de los tres arquitectos (el otro es Roberto Gottardi) que diseñaron las escuelas de arte de Cubanacán. El plan general de las escuelas recuerda el del presidio circular de Isla de Pinos. La construcción se detuvo en el tercer año de su realización a consecuencia de los ataques de orden ideológico de que fue objeto el proyecto, que culminaron con la salida al exilio de Porro y el regreso a Italia de Garatti.

[12] Ana Mendieta (1948–1985), artista conceptual norteamericana de origen cubano. Uso aquí el término ‘agroglifo’ para describir las huellas de su propio cuerpo que marcó en tierra cubana.

[13] Hitler, Adolf: Mein Kampf, pg.579; edición inglesa, 1939. Las itálicas son mías.

[14] De Broglie, Louis V.:The Revolution in Physics, New York, 1953.

[15] Cf: Díaz de Villegas, Néstor, Ocultos para ser libres, Hollywood, 2004, comentando a Jorge Mañach, Indagación del choteo, La Habana, 1928.

[16] Virgilio Piñera, (1912–1979). Poeta satírico cubano

[17]Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos –decía– para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas.” Borges, Jorge Luis: El jardín de los senderos que se bifurcan, Buenos Aires, 1942.

[18] “There are possible ballets where the dancers simply stand on stage, ‘frozen’ in their assigned positions. But are there possible ballets, similar to familiar ones like Swan Lake, where the pattern of the dance steps alone ensures no dancer is really moving? But the GU (Gödel Universe) is just such a possible world.” Yourgrau, Palle: Gödel Meets Einstein, Illinois, 1999, p. 99.

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