sábado, 20 de octubre de 2007

La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba: Rolando Sánchez Mejías

Publicada en Austria, "Editorial Leykam, 2005", "La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba", aparece aquí, en Efory Atocha, por prima vez (en castellano) y por entregas diarias, íntegra. La Selección y la Nota de Presentación fue realizada por el escritor, Carlos A. Aguilera.
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-"La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba"
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(10ª. entrega.)

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LA CONDICIÓN TOTALITARIA

-------------------Rolando Sánchez Mejías


1.

¿Qué es el totalitarismo? Esa pregunta, más que una indagación, resultó ser, finalizando la década de 1980, una averiguación casi patológica, ir en busca de una explicación de la realidad que pedía ser no analizada con espejuelos, sino puesta al revés como el zapato que ya no nos sirve, y que hasta ese momento nos habíamos puesto con mayor o menor incomodidad. Poner en entredicho la naturaleza -o condición- totalitaria en que uno había vivido era darse de bruces con la propia vida de uno, peligro que la mayoría intuye postergando el análisis, entonces, para "mejores tiempos". Pero no llegaron "los mejores tiempos", incluso llegaron los peores, aquellos que cada generación vive con especial acritud. O como decía el poeta Antonio José Ponte en la Habana, mientras saboreábamos los últimos tés con dulces de la Casa del Té de Mercaderes: "Los mejores tiempos, queriditos, están pasando".

Muchas veces escuchábamos de los "mayores" su versión del problema, y aunque el relato era perfectamente verosímil, nos parecía que el "narrador" no gozaba de la legitimidad necesaria como para "hacerse" con la historia, pues ningún relato, finalmente, es enteramente personal. O el narrador se volvía tremendista, o sencillamente apelaba a la elipsis, y el relato se retiraba brúscamente, sea de la Historia donde el narrador quería meterlo a toda costa, sea del trozo de vida que traía a colación como exempla. Por otro lado, no abundaban tampoco las historias a la luz pública, sino que se contaban de forma discreta, y lo que se aprendía de aquel pasado reciente, se escapaba del contenido de la vida de uno. Sí servía como advertencia, digamos, el que alguien, alguna vez, hubiera sido fusilado. Pero si ese alguien no era de la familia, ni siquiera de los amigos, vecinos o conocidos, ¿acaso el relato podía tener una consistencia a prueba de tiempo? Recuerdo que cuando mi familia vivía aún en Holguín, una vez se formó algo así como un alboroto sordo en la casa. Un hombre se había escondido en nuestra casa, no sé exactamente si en el pozo del patio o debajo de una cama, y luego llegaron otros hombres y se llevaron al hombre que se había escondido, no vi cuando ni cómo se lo llevaron porque yo era pequeño y se suponía que esas escenas no debían de ser vistas por los niños, sólo recuerdo que el hombre era macizo, corpulento y llevaba una camisa a cuadros, y creo que era pelirrojo o demasiado rubio, y que saltó la tapia del patio o entró por la puerta, y unos años después mis padres me dijeron que lo habían fusilado, que lo andaban "cazando" y que al fin habían dado con él, con el "hombre rubio", que era "americano" y no cubano, o que era cubano y se había hecho "americano", incluso que llevaba debajo de la camisa a cuadros una pistola, pero que lo habían "cazado sin hacer ruido y sin oponer resistencia", contaban mis padres. ¿Debajo de la cama o dentro del pozo?, preguntaba yo, y la respuesta nunca era clara, así como tampoco quedaba claro a veces si "el hombre grande" era el perseguido o uno de los perseguidores. Así, el primer fusilado del cual tuve noticia, a pesar de haber estado en mi propia casa, no era posible ubicarlo en un relato coherente.

Más adelante comprendí que si mis padres se negaban a dar una versión "coherente" del relato, era porque ni ellos mismos podían, tampoco, dar al relato de sus vidas en los últimos años una razón coherente. Imposible contar la historia de mis padres: eran trozos de historias que cada uno recordaba a su manera, no había "historia" en mi padre, que había como enmudecido para con su historia personal, y la de mi madre, por su alto grado de "delirio", me resultaba creíble a medias, como si yo no quisiera formar parte de aquel "desastre" de "una historia de campo más", o mejor de descampado, era difícil buscar hilación familiar en el agrupamiento forzozo que llevaba en Cuba el nombre de "familia". Una caterva de tíos que se fueron alcoholizando, o muriendo de "accidentes cerebrales", los que quedaron en pie, como sobrevivientes de un país y a la vez de una familia, apenas servían para contarlo, se habían vuelto afásicos o extrañamente locuaces. Mis padres, mirándolo bien, con el paso de los años resumen el "país" o lugar que me tocó vivir: mi madre no sabía exactamente si los padres de su padre -un tipo enjuto y sólido como una serpiente de poco peso, pero compacta, y que tocaba la guitarra-, venían de indios centroamericanos; de ahí, explicaba mi madre, esa manía suya de no tener conciencia alguna del arraigo; pero tampoco estaba claro que vinieran exactamente de Centro América, lo más posible, decía mi madre, es que fueran de Andalucía. Con los años me percaté que había numerosa gente de mi talante: no sabían bien de dónde venían o se inventaban las historias de "proveniencia"; las inventaban a partir de historias mal contadas o mal hilvanadas, o sólo tenían claro determinados segmentos de la historia y hacían de esos pedazos elementos autónomos, con vida propia, que se desfasaban del resto. Con los años fui creyendo que los cubanos éramos mentirosos por naturaleza. Siempre hay un cuentista en la familia, y se sobran entre los vecinos y amigos, y esa maña para "inventar historias en al aire" la fui interpretando, en el tiempo, como un rasgo bufo de nuestra naturaleza, por no decir una cualidad intrínseca de lo que éramos como nación. De mis padres no había aprendido a mentir en el sentido extricto de la palabra. De mi padre había aprendido a callar, a eludir la importancia del problema, cosa que más adelante supe que era una astucia de mi padre, no consciente sino intuitiva, de guajiro cazurro, que había preferido traspapelarse en zombi, escurriéndole el bulto a la Historia y a su historia personal: mi padre aceptaba calladamente, porque así se amoldaba su paciencia a cualquier resbalón de la Historia, incluso cuando perdió el pelo lo supo hacer con cierta nobleza, sin aspavientos, como seguramente lo habían hecho sus padres y abuelos canarios o castellanos en la sierra del Escambray, preservando con su silencio cualquier desgarrón de la realidad, alejados de la aspereza de la ciudad, lentos como bueyes, tramitando la blancura insoportable de su piel en un país con demasiado sol. Mi padre el Buey. Que poco a poco fue adquiriendo su rostro caballuno a través de las sienes y de la nariz que se adelantaba a los acontecimientos. ¿De qué huía mi padre? Esa pregunta me dijo mi madre que me la contestaría años después, cuando yo fuera mayor, "pero que por poco lo fusilaban, en aquella confusión de los primeros años". Mi madre, que de bella y joven fue pasando a orgullosa y delirante, no quería contarme la historia "entera". Ni aquella ni las otras historias que quedaban pendientes de contar, como la muerte de una de sus hermanas -el resto murió de "accidentes cerebrales"- "en manos de un hombre celoso", o más exacto, de un hombre que "había perdido la razón por celos". Más adelante mi padre comenzó a huir de mi madre, y de zombi pasó a ser bebedor, jugador y traficante, de modo que aquel hombre que no contaba historias, o que apenas tenía una historia que contar, pasó a la ofensiva: durante algún tiempo se pudo burlar, a su manera, de "un medio hostil", como lo llamaba mi madre. Mi madre, si definía aquel "medio hostil", lo hacía con su falta de modales habituales para tales ocasiones: "este país es una mierda". Era astuta, sin embargo, y aunque no aceptaba la afasia astuta de mi padre el zombi -que seguramente era la actitud correcta para un hombre de campo que desconocía casi todo de su pasado y por supuesto del presente-, practicaba un delirio sui generis con el cual mantenía a raya a "los otros". Ella se quejaba de que no se había ido a tiempo del país, y que ahora "estaba condenada a vivir con aquella gentuza para el resto de su vida". La Historia, ciertamente, le había pasado por arriba, como decimos en Cuba. Pero cada cual tiene su extraño arte de mantenerse en pie en las peores condiciones, y el delirio, lo mismo que la afasia y la literatura, no son de las peores variantes.

2.

La Historia de Cuba ha sido rápida y azarosa, de manera que podemos pecar por exceso atribuyéndole la mayúscula a la palabra Historia. Y además de rápida y azarosa, se ha venido haciendo con tal grado de violencia y desarraigo que resulta casi imposible adjudicarle algún sentido o hilación estable. Quizás lo que creemos que opera por síntesis o contraste -oponiendo por ejemplo República y Revolución, Colonia y Modernidad-, sean artimañas de un relato que nos malcontamos a nosotros mismos, o que los historiadores se empeñan en domeñar como relato. Que hayamos tenido hombres de impulso sublime, como José Martí y José Lezama Lima, que hayan querido actuar a nivel de la Historia o de la Imaginación insunflándole a Cuba una potencialidad casi infinita, coloca a tales hombres en una situación incómoda respecto a casi la mayoría de los hombres de su país y respecto a ellos mismos. O esos hombres son la expresión más acusada de la estirpe "delirante" del país, o son sencillamente su excepción, cosa que no les concede ventaja alguna, sino más bien un estigma de rareza, como si fueran habitantes de otro mundo en vez de habitantes de la isla. En un país de pericos y de perros mudos, tal genero de hombres puede llevarse la palma, o pueden aparecer como ridículos. Esos hombres han contribuido, seguramente, a "deformar" nuestra historia, le han tirado un paño, como se le tira el paño a los bustos o a los muertos, queriendo "edificar" una Historia, el primero -Martí- "actuando y escribiendo", y el segundo -Lezama- sólo "escribiendo", aunque de la manera "poiética" en que entendía Lezama la escritura, como una extensión del cuerpo. Martí, con su afán pedagógico y redentor, nos colocó en una encrucijada, en un problema de "interpretación" que aún estamos pagando, como si hubiera escrito el bosquejo de una ópera que todos, a su turno, interpretaremos a su manera aunque hayan variado las circunstancias de la realidad. Lezama, oscuro pedagogo a través de la poesía, imaginó Eras Imaginarias, y llegó a colocarnos en una de ellas, para más desdicha la Final: la Revolución encarnando la última Imago de su Sistema Poético. Del desarraigo, ambos habían hecho, o legado, una obra de plenitud, o más exacto, la obra de una vida, cosa que un país, un país pequeño y de corta historia apenas puede soportar, constituyéndose ese género de "símbolos de plenitud" en carga insoportable para los que vienen después.

Es curioso que Lezama, a pesar de su videncia, a pesar de que sufrió en lo personal del totalitarismo, tardó en reconocer la naturaleza de éste, o no supo verla en su entera magnitud. Es curioso, por ejemplo, que Lezama recomendara a sus alumnos escritores, dentro de su Curso Délfico, el libro Mono y esencia de Huxley, y no recomendara, sin embargo, Rebelión en la granja o 1984, que hubieran explicado mejor la realidad de Cuba en la década de 1970: Mono y esencia explicaría Cuba durante la "república", y lo más seguro que también la explicará después del "comunismo", pero no la explica en la etapa que va de 1960 hasta hoy, cosa que sí hacen las dos novelas de Orwell. Lezama fue un hombre reticente a lecturas especulativas sobre política, de ahí tal vez que su elección de Mono y esencia sea simplemente una "rareza" más en sus ideas acerca del mundo y la literatura. O en el peor de los casos, un desfase que coloca a su Sistema Poético -como él llamaba a su "método" o "intuición metódica"- en un aprieto respecto a sus relaciones con la Historia y la realidad. La persona no, la persona Lezama ya estaba en aprietos desde finales de la década de 1960, y lo siguió estando hasta su muerte en 1976. Mi pregunta es: ¿cómo un hombre que sabía de los "campos de trabajo" de la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), y que de algún modo se sabía pretendiente potencial de estos "campos", no pudo o no supo darle un viraje a su Sistema Poético, o al menos concluirlo en una Era Imaginaria menos discutible, al menos postular una revisión de su Sistema antes de su muerte en 1976? Lezama habla de la nueva Era Imaginaria en 1959 y 1969, haciendo equivaler la Revolución con la Resurreción. Su incomprensión de la política es la de un letrado pre-moderno, incapaz de captar en la Historia otra sustancia que no sea la de la Imagen. Sin embargo, en sus últimos poemas, la metáfora capta la asfixia, en este caso, la reclusión del cuerpo del poeta entre las cuatro paredes de su casa de Trocadero: había engordado y pasaba la mayor parte del tiempo en su sillón. La muerte cívica trabajaba en los planos físicos, hasta el infarto final, que podemos aceptar como "muerte médica" si prescindimos de ver en el totalitarismo un elemento tan potente y desvastador como la Naturaleza.

En "Doble noche", poema firmado en 1972 -del mencionado libro Fragmentos a su imán-, el barroco retrocede; si hay barroco hay que buscarlo en la entraña de la imagen, que duplica la realidad, que se sueña a sí misma, como en los pasajes donde Dostoievski, en sus novelas, tropieza con el doble, con el personaje especular delirante, resistiéndose la ficción a la "cantidad novelable", permitiéndonos ver el otro lado de la "mentira novelesca":

Entré en el cuarto,

no me decidí a encender la luz.

Estaba un hombre sentado en un taburete,

su espalda toda frente a mis ojos.

No lo sentí como extraño

ni alteraba la colocación de los muebles

ni el botón de la luz.

Como en una explicación casi inaudible

dije: Uno.

El otro, con su cuerpo inmovilizado,

moviendo sus labios con sílabas muy lentas,

me respondió: el cuerpo.[1]

En un poema del mismo libro (firmado en 1974), "¿Y mi cuerpo?", la metáfora sólo acude para graduar mínimas distancias:

Me acerco

y no veo ninguna ventana.

Ni aproximación ni cerrazón,

ni el ojo que se extiende,

ni la pared que lo detiene.

Me alejo

y no siento lo que me persigue.

Mi sombra

es la sombra de un saco de harina.

Hasta que la imagen se va a la deriva, sin precisar los límites entre realidad y sueño, como si la poesía fuera una experiencia de vigilia atroz, no un careo con la "extensión imaginativa":

Siento que nado dormido

dentro de un tonel de vino.

Nado con las dos manos amarradas. [2]

En 1975, en "La caja", la metáfora se cierra sobre sí misma:

Vive en una pequeña caja de acero

y por la noche se asoma a la mirilla,

pero sólo ve su chaleco reproducido

por el ojo paleolítico del elefante.[3]

¿Puede el "miedo" actuar en el imaginario literario, trastocándolo o velándolo, o impidiéndole "progresar" según los cambios históricos? Lezama, como sus contemporáneos, o como todos los que vinieron después, sabía qué era el miedo, y lo "sufría" psicológica y culturalmente con más o menos talento que los demás. El "miedo", ese afecto o "aflicción" que Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas llevarían a los límites de un "postulado" estético, se volvió sustancia de la vida, no sólo de la vida de los "hombres de letras", sino de cualquiera que aspirara a sobrevivir en el nuevo país. Miedo que se arrastraba como un vicio nacional más, y que ahora también -como con Machado y Batista- era política de Estado, aunque con una novedosa característica: masificándose y burocratizándose al máximo.

En las páginas iniciales de Tener y no tener, Hemingway describe, con su habitual talento para captar dinámicas violentas a pequeña escala, qué era la Habana en la década de 1940, ciudad en la que se podía pasar de la molicie calurosa, de la "fiesta" fomentada hasta la extenuación, a la violencia. Cuenta Hemingway:

¿Saben ustedes cómo era la Habana a primera hora de la mañana, cuando los gandules duermen aún contra las paredes de las casas y todavía no pasan los carros que llevan hielo a los bares? Bueno, pues veníamos del puerto y cruzábamos la plaza para tomar café en el Café de la Perla de San Francisco. En la plaza no había despierto más que un mendigo que bebía agua en la fuente, pero cuando entramos y nos sentamos, allí estaban los tres esperándonos.[4]

Un par de párrafos adelante el narrador describe, después de una tensa conversación de café, cómo aniquilan al trío de visitantes en una trifulca entre "mafias" políticas:

Cuando doblaron a la derecha, después de salir, vi que por la plaza avanzaba hacia ellos un automóvil cerrado. Primero se hizo añicos un vidrio y la bala dio en la hilera de botellas del aparador de la derecha. Sentí que el revólver seguía funcionando y, bop, bop, bop, a lo largo de la pared se fueron rompiendo botellas. De un salto pasé detrás del mostrador, por la izquierda, y por encima pude verlo todo. El automóvil se había detenido y al lado se agazaparon dos individuos. Uno esgrimía una Thompson y el otro una pistola automática. El de la Thompson era negro. El otro vestía overoll blanco de chófer. (...) Ví que el negro se volvía a agachar para largarles otra rociada. Pancho asomó entonces por uno de los lados del carro, se puso al resguardo del caballo que estaba en pie y, con la cara blanca como una sábana sucia, avanzó apuntando al chófer con su gran Luger, sosteniéndola con las dos manos para no errar. Sin dejar de caminar disparó dos tiros por encima de la cabeza del negro y uno bajo. Dio en un neumático del automóvil, porque cuando se escapó el aire voló polvo. A diez pies de distancia y con la que debía ser la última bala, pues le vi tirar el fusil, el negro le acertó a Pancho en la barriga. Pancho cayó sentado, se inclinó hacia delante, y, sin dejar de esgrimir la Luger, intentó incorporarse, pero la cabeza no le obedeció. El negro agarró la pistola que había quedado junto al volante al lado del chófer y le voló la sesera. ¡Qué negro![5]

Menos literato que Hemingway, menos interesado en crear "efectos especiales", el gallego-cubano Lino Novás Calvo, un eterno desarraigado que fue a dar con sus huesos a Miami, captó como nadie esa violencia específica, a veces inenarrable, de la ciudad y los suburbios habaneros. Lino escribió uno de sus mejores cuentos, La noche de Ramón Yendía en 1933, influido por el acontecimiento de la Revolución del 33[6]; los "hechos" le habían impresionado de tal manera, que según sus propias palabras abandonó cualquier intento de "hacer literatura, para relatar escueta y directamente una historia". Ramón, el chofer del cuento, suele alquilar su carro casi diariamente a tres o cuatro jóvenes. "Él no sabía quienes eran, sabía tan sólo que eran revolucionarios y que manejaban alguna plata. Ser revolucionario era un mérito; la palabra resonaba a gesta nacional de independencia; la había oído desde niño, a los de arriba y a los de abajo; era moneda nacional de buena ley."

Más adelante, Ramón, manejando su carro, se ve metido en la huelga. Al pasar uno de los cruces populares de la Habana, Cuatro Caminos, "vio otro grupo de hombres corriendo, con armas en las manos, y algunos de ellos iban tan barbudos y descompuestos como él. Sin duda eran hombres que habían estado escondidos en los últimos meses, o que habían sido libertados de presidio." El cuento narra la huida de Ramón por una Habana esperpéntica.

No hace mucho leí un cuento poco conocido de Lino, El secreto de Narciso Campana -lo escribió en Nueva York en 1967, nunca fue antologado en Cuba junto a los relatos anteriores a su vida de "traidor a la Revolución"-, y me sorprendió la liviandad con que Lino narraba la vida cubana. Cierto que esa liviandad ya la habíamos visto también en Virgilio Piñera, pero en Lino no había ni rastros del "absurdo" satírico con que Virgilio captaba la realidad. En el fondo, Novás Calvo y Virgilio Piñera son parecidos, yo diría incluso que lo que los separa es una telita fina, el mosquitero a través del cual miran con esa "mala" ubicuidad con que miran los desarraigados -"mala" ubicuidad que no les permite contar una historia de violencia como lo haría por ejemplo Hemingway, que parece gozar todo el tiempo de un excelente punto de vista "objetivo" tamizado por oraciones cortas-. Son parecidos y sin embargo en Novás ni por asomo hay el "platonismo negativo" que le permite a Piñera -sus figuras parecen sacadas de un fondo común, de un fango común que las hace brillar con "luz" propia-, a pesar de una prosa "escasamente" literaria, ver en sus personajes a homúnculos zafados de una "existencia" que rebasa la Historia, como si su "miedo" dependiera de un entramado o mecánica no solamente insular. El cuento de Lino, El secreto de Narciso Campana, se remonta a los años 30: "Aquellos nos parecían ya malos tiempos, y muchos andábamos tristes, y algunos componían canciones tristes. La familia de Narciso había quedado regada por la isla." Después de recibir una golpiza, sangrante y dando tumbos, Narciso va a parar a los arrecifes de la Chorrera, y días después, luego de deambular por las fondas de la ciudad, encuentra junto al mar una cartera con un título de chofer de un tal Colomano, que resulta ser un criminal conocido de la ciudad. Narciso decide cambiar de destino, se hace chofer de carros -autos- de piquera y adopta la "valentía" como estilo de vida.[7]

En otro de sus cuentos escritos en Nueva York en 1968, Peor que un infierno (reconstrucción memoriosa de un relato publicado en una revista cubana veinte años atrás), Lino teje la violencia en un mundo casi familiar, donde alternan insulsos tenedores de libros emigrantes con la familia de un matarife y su hija Rafaela, "llamada Fela, Adelfa y Extrañarrosa". Uno de los tenedores de libros se ve atrapado en lo que parece malamente una historia de amor, y cuando decide poner pies por medio del lugar -hija y matarife representan la misma entidad amenazante-, un hecho inesperado tuerce súbitamente la narración, como si ya "sobrara" en la historia el "personaje principal": "Compró la maletita, metió en ella el traje y los zapatos y se disponía a regresar, en sentido contrario, cuando Mauro Rubio (el padre de Extrañarrosa) se le acercó sigilosamente por detrás y le clavó en la nuca el punzón o clavo con que daba la puntilla a las reses en el matadero. Aquello sucedió tan sencilla y prontamente como acabo de contarlo."[8]

En el ensayo El pathos cubano[9], Novás Calvo intenta explicar las razones del desarraigo nacional, el por qué de una estructura -histórica y psicológica- que no ofrece asideros para un "ser nacional". Novás anticipa que la ausencia de una "raza autóctona" -a diferencia de otros países de América Latina- hace endeble la empresa de un proyecto nacional. Clasifica a los pueblos americanos en "pasivos" y "activos" según se hayan formado a raíz de "conglomerados militares y conglomerados pacíficos": los primeros, como resultado de una resistencia autóctona a la "voracidad colonial"; los segundos, al no contar con tal "resistencia", dan pie a naciones "pobres, dispersivas y débiles", como Cuba. Novás va más allá y sitúa el "mal" en la amplificación de una "venganza" de los "vencidos" sobre los "vencedores", dilatada en el tiempo como una amenaza mitológica: "es la herencia de los muertos, que aún sufren, como una oculta profecía talmúdica, los actuales pobladores de la Isla". Al explicar a los "vencidos", Lino critica su debilidad expresada en el suicidio: "La vitalidad de un pueblo se muestra en el heroísmo, aun en el martirio, y no en el suicidio". Aquí, Novás se suma al grueso de los intelectuales de la república, que veían en su presente un tiempo poco heróico y sin ideales, de manera que glorificaban el siglo XIX como un siglo de autenticidad en los valores y la lucha política.

Según Novás, el espacio que los colonizadores han ganado, al no depender de una resistencia, es un espacio debilitado, morfológicamente desprovisto de moldes vitales enérgicos, siendo más bien una "tierra blanda y caliente", una Isla que sólo acogería a "una familia cansada procedente acaso del Sur de España", pues "no hay en Cuba espacio para grandes hechos..., empresas difíciles de acometer". Una Isla así, que hasta en el paisaje se muestra pasiva: -"No existe un terreno quebrado y áspero que lastime nuestros pies. No nos espera la crudeza de un invierno que nos empuje unos contra otros en busca del calor físico y espiritual"-, según Novás no puede dar lugar a un epos civilizatorio: sólo será una "estación de paso" para el inmigrante (drama que la vida del propio Lino reproduciría). El proceso de invertebración, siguiendo su razonamiento, se completará más adelante por la incapacidad de las fuerzas en juego -"elementos aisladores extraños"- en dar cabida o impulso a las "minorías revolucionarias triunfantes", que en vez de oponerse al poder "se congregaron en torno a éste". En lo adelante, según cierto discurso "negativista" cubano, el cubano tendrá tres caminos: la dependencia del comercio español, del norteamericano, y la economía parásita que crea el poder a su alrededor. La "masa", entonces, nacerá sin conexiones con el "ejercicio cívico".

Tal vez la "economía de medios" de la prosa de Lino tenga su explicación en la imposibilidad de hallar resonancia afectiva profunda en el contexto donde tuvo lugar: su prosa, aun siendo enérgica, no encuentra una realidad ni una psicología convincentes. Hay algo ciertamente "contemplativo" en su mirada de prosista urbano, que asiste al desarraigo sin implicarse a fondo. Ya trae suficiente desarraigo en su cuerpo como para no sentirlo como una caricia metafísica, parece decirnos Lino.

En un relato-crónica de inicios del siglo XX, La manigua sentimental, el narrador, Jesús Castellano, da cuenta de la guerra pasada, la "guerra de independencia" de finales del XIX, y es difícil asegurar si la "crónica ficticia" se encamina hacia una ironía crítica o hacia una "épica" imparcial. El narrador abre el relato con la pregunta-"¿Por qué estaba yo en la guerra?"- . Prosigue: "me encontraba... cinco meses después del grito de Baire en aquel pequeño campamento oriental, bajo una luna plácida, ambarina, que poetizaba los ranchos y hacía soñar a los centinelas". Más adelante: "Soy simplemente un, ¿cómo diré?..., un cómodo. Dilettante de los chocolates en la cama, espectador de los estrenos, ducho en las juergas a la moda, ¿cómo podían conciliarse estos urbanos gustos míos con aquella vida a salta de mata, limpio el estómago y andrajosa la indumentaria? ... ¡Pero ya estaban hechas las cosas, por amor del nombre! ... Ahora soñaba con llegar a uno de esos campamentos ilustres donde un general de las tres guerras reunía cada noche en su rancho a todo su estado mayor en arduas disquisiciones sobre el porvenir de la patria y las relaciones de la música con la poesía..."[10]

Uno de los "personajes" más enigmáticos de la narración es la Tenienta, "el terrible marimacho, que se aburría atrozmente en la forzada quietud del campamento", que aparece como la fuerza ciega de alguna bestialidad histórica y racial imposible de ubicar en aquel cruce o vórtice de fuerzas en juego. La negra es descrita como bestia andrógina, "secas las abiertas fauces por donde asomaba la blancura de los dientes limados en punta", y se mueve por el campo de batalla con furia carnavalesca. Luego de algunas refriegas, el narrador abandona las tropas y se pone camino hacia la Habana. Lo que encuentra es una ciudad "desconocida y hostil..., un gran vientre abierto que hedía al sol". Rememora el paisaje del campo y la guerra como una posibilidad de "naturaleza" opuesta a una urbe en formación que, como él, también estaba escindida:

Por las calles lodosas rondaban procesiones de soldados con vendas y astrosos reconcentrados (aquí el narrador se refiere a los campesinos y habitantes de los pueblos "concentrados" por el general español Weyler durante la guerra del XIX) cuyas manos imploraban en las ventanas de los restaurants hasta que los barría con un terno la escoba del camarero. Sobre el empedrado, en que las basuras se podrían, pululaban los perros y su barahunda se abría para el paso de un convoy resonante de heridos y enfermos que vomitaban la borra negra sobre el hombro de su compañero. En los parques, en los alrededores del Palacio reía, no obstante, una dorada población. Pero era una alegría teatral y enfermiza que no curaba la pátina verdosa de la piel, y la fatiga de los ojos bajo las viseras.[11]

Casi setenta años después, Reinaldo Arenas, en su periplo de Holguín a La Habana y en su posterior periplo dentro de una capital que le hurtaba su protección "civil", escribiría la prosa de completo desarraigo: haría del miedo, la delación y la traición, del golpe bajo y de las citas a oscuras, un motivo central para su literatura. A diferencia de Virgilio Piñera, su "maestro", Arenas apenas puede escribir como un escritor: Si en Piñera aún podemos localizar un absurdo rayano en la experiencia ontológica, una metafísica burlona de la prosa, en Arenas el posible hombre de letras que pudo asistir a un ceremonial habanero de consagración, sea en manos de la "nueva intelectualidad revolucionaria", sea en manos de los letrados de vieja estirpe -origenistas y otros-, se trocó en mueca, en una bufonería trágica que también el último Piñera -su miedo, ahora, dependía del totalitarismo- alcanzaría.

Los prosistas necesitan deslizarse en la tradición amparados por soluciones de continuidad no sólo históricas, sino también de lenguaje. La historia de la prosa cubana -la poesía se ha dedicado a captar "esencias"- es, hasta cierto punto, la historia del país: disruptiva, apretada, llena de baches que dan pie al delirio, a los puntos muertos que más que fugas se entretejen en un modesto laberinto de opacidades y murumacas vitales. En autores como Ramón Meza, Lino Novás Calvo, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, la prosa pudo dar cuenta de la "verdad narrativa", sin apelar a los discursos civilistas y utópicos. La lengua, al fin, se liberaba de los "relatos públicos", arcádicos y potenciadores de una Historia "posible".

3.

En Cuba, casi ningún cambio político desde la Colonia se ha producido por deslizamiento: el "nuevo" acontecimiento, metido de sopetón en la realidad del antiguo, aparece como disloque, como irrupción más o menos abrupta o solapada. De ahí que sea laborioso, por no decir imposible, delimitar las nuevas zonas de composición en un formato que permita cortes de estabilidad profunda.

Supongo que para las personas nacidas y "crecidas" antes de 1959, sería mucho más difícil "averiguar" o "mantener" un estatuto, llamémosle simbólico, de pertenencia a un país, o a una nación, si sustentamos ese atributo como consecuencia de vectores de pasado, por muy fantasmales que sean. Nacer en 1959 o a partir de esta fecha, como es el caso de tantos cubanos vivos, representa no sólo una diferencia de dimensión histórica, sino también, para llamarla de modo pretencioso, una diferencia de dimensión metafísica. En realidad, se ha nacido en un "mundo nuevo", cosa que ya advertían ideólogos de la Revolución como Ernesto Ché Guevara, que dictaminaron temprano la calidad o cualidad de "hombres nuevos" que detentábamos los "nacidos" y "crecidos" dentro del proceso revolucionario. Desde muy temprano y programáticamente, nos enviaron a becas escolares -allí se comía, se dormía, se trabajaba y estudiaba-: el Estado se aseguraba de que los "hombres nuevos" no fuéramos formados por las familias, que arrastraban la culpa burguesa o la debilidad del desarraigo.

La primera "becada" que conocí fue una de mis primas, traída de la provincia de Oriente por una tía. Mi prima, flaca y mal vestida, con una muda de ropa a lo sumo, llegada de Cueto o de Marcané, se incorporaba unos días a la "vida familiar", y luego era vestida con el feo uniforme carmelita y enviada a la "beca" -una casona del que fue el barrio burgués de Miramar- puntualmente los fines de semana. Supongo que para mi prima, que venía de aquellos puebluchos áridos y precarios donde también habían nacido mi madre y mis tíos, escapar de la miseria, de los campesinos bobalicones y alcohólicos del lugar, del paisaje que se trocaba según el día y la hora de bucólico a seco y agreste, era algo así como un alivio; y verse vestidas de aquel modo, e integradas a un "estilo" de socialidad menos aburrido, era una manera más digna de vivir, supongo, porque en vez de sentirse descontentas por la lejanía, asimilaban la nueva vida de la ciudad, se volvían parte inseparable del paisaje urbano, y los fines de semana, o cada quince días, dependiendo del ciclo de sus "becas", se les veía arribar con sus maletas y uniformes para integrarse a esa otra forma de domesticación que era el trabajo en casa. De becadas pasaban a fregonas -además de su ropa tenían que encargarse de otros menesteres como la limpieza- y apenas contaban con unas horas para el cine o el paseíto proverbial por el Vedado, que cuajaba en la visita a la masiva heladería Coppelia, símbolo encarnado del sistema político. (El helado de Coppelia, según el Estado y la voz popular que reproducía la voz del Estado, era "el helado más sabroso del mundo".)

Los becados en la Habana se contaban por miles y venían de todas las provincias, aunque creo que su mayor número provenía de Oriente, la provincia más grande y miserable del país. Al ser "rescatados" por el sistema político, arrancados a una vida campesina y miserable, los "becados" se constituían en un ariete perfecto del totalitarismo. No hay peor cosa que ver a un campesino metamorfosearse, de pronto, en "ideólogo" del sistema. Lo que tenía de campesino, con la reciente capa de ideología, se volvía en duro carapazón. Los habaneros, los que se consideraban habaneros de pura cepa, no asimilaban la lengua de campo que les parecía chabacana o, peor, "cantada". (Sí que mis primas -llegaron otras después- "cantaban"; para mi no era inconveniente porque ya yo había oído "cantar" a mi madre, aunque mi madre , fruto del esfuerzo que tuvo que hacer desde niña para cantar -realmente- a la claque de Holguín -la invitaban a cantar cancioncitas de Schubert y pedacitos de óperas cubanas-, era de los orientales que menos "cantaban". Mi padre, el zombi cazurro, no "cantaba" cuando hablaba: era del centro de la isla y allí no se "cantaba" como en Oriente. Por otro lado el "idioma" habanero, de cierta forma, se resistía al totalitarismo, mientras que el "idioma" cantado de Oriente se amoldaba al nuevo pathos ideológico: las arengas y discursos en cubano "cantado" tenían un no sé qué que me dejaban, o con la boca abierta, o con la sensación de que me habían estafado. El propio Fidel Castro, aunque no cantase como el resto de los orientales -aunque sí "cantaba"-, supo utilizar aquella melodía que se parecía a la "tierra", no sólo la melodía, también los afectos -y aflicciones- que eran "naturales" del campo: cierta espontaneidad, como si se abriese, el muy cínico, de pronto, el corazón. Qué tipo!)

Que el totalitarismo cubano se haya afincado en Cuba con devoción insular por más de cuatro décadas se explica, entre otros factores, por el amplio caudal de "violencia" que, a modo de capital simbólico -si se puede hablar así a un fenómeno tan complejo y difícil de definir- se ha ido acumulando. El enraizamiento -u origen- que han buscado con sospechosa obsesividad los letrados e ideólogos del país desde el siglo XIX, puede interpretarse como necesidad de encontrarle -o fabricarle- un molde a la nación. Un molde y no un cajón de sastre, donde cabrían, en disjecta membra pero atemperados por una lógica "nacionalizadora" modelos políticos y poéticas insulares, catastros de botánica nacional y programas de cómo debía definirse "el ser cubensis". ¿Cómo "meter en cintura" aquel agrupamiento fortuito de razas y conciencias distintas? ¿Cómo empujar a un chino junto a un negro y a un castellano en un proyecto nacional? Eso, un molde, un Estado o un conato de Estado, y no el tan traído sopón o ajíaco que se tiene por símbolo de mezcla de razas, es la lección que el totalitarismo extrajo de la historia cubana, convirtiendo, lo que había sido una revuelta o revolución, en el molde perfecto para "definir" a un país que siempre se ha resistido a una forma estable de Estado-nación.

Sólo un oriental, un hombre cazurro como Fidel Castro, que representa la norma típica de astucia nacional -cuya cazurrería se puede olisquear como un rastro desde la Colonia hasta hoy-, pudo darle el empujón que necesitaba el país para mirarse en el espejo de una utopía. Que un hijo de terrateniente oriental -el padre, un gallego- haya venido a la Habana y le haya hurtado a los republicanos el país posible, es signo de la cazurrería proverbial de los orientales.

Finalmente, republicanos o revolucionarios, cualquier propuesta, como lastre insoslayable, pasa por la "cubanidad" o "cubanía". Como dice el novelista cubano Miguel de Marcos en Papaíto Mayarí (crónica humorística, "pantuflar", como llamó el autor a su estilo despreocupado y satírico en la década de 1940) la cubanidad es amor, o es el timo del siglo.

El patriotismo cubano se erige sobre los escombros del país, en la imposibilidad de estratificar una sociedad consolidada, capaz de crear, a su vez, instituciones con cierto aire de perennidad. Un personaje de la novela de Miguel de Marcos (libro que recoge un período importante de la presunta formación de la nacionalidad cubana, 1907-1946), Tin Boruga (que representa al rico azaroso que de la noche a la mañana se vuelve paria, mutilado, mendigo y bebedor) cuando Serapio Pedroso, el viejo criado de Federico Mayarí, le pregunta por qué bebe, responde:

-Tin Boruga, un harapo social; Tin Boruga, un andrajo, un residuo; Tin Boruga, un escombro, una imagen trunca, incompleta, una sinfonía inconclusa, viejo, que hace años tuvo la riqueza -casas en el Vedado, acciones de petróleo, almuerzos en el París, yacht en el Almendares, una garconniere en la calle Marina- y ahora está hecho leña. ¿Comprendes por qué ahora me embriago? Pero no violento tu conciencia y tus escrúpulos. Ya que no me das el ron, dame su equivalente en numerario. Si Papaíto Mayarí, tu señor y mi excelente amigo, estuviera aquí, no vacilaría en calmar mi sed, sabiendo que es patriótica.[12]

El totalitarismo, pues, como se ha querido ver, no es sólo un engendro venido desde afuera para desviar al país hacia un modelo extemporáneo: tal vez sea mejor observarlo como el animal que llevamos dentro, seres aún coloniales, instituciones nunca maduras, que cualquier cazurro, sea o no oriental, puede mancomunar bajo éste o aquél pretexto redentor bajo la "sed de patriotismo". Y si el totalitarismo ha prendido, no ha sido sólo por "marco histórico", sino también debido a razones "emocionales": necesidad de hallar asidero en la vida nacional, de vincularnos a un proyecto político estable con determinado capital de "redención".

El totalitarismo cubano quizás tenga que verse como culminación de la Colonia. El capital, en Cuba, apenas tuvo tiempo para organizar algún equivalente de nación: por un lado, dio lugar a un pequeño burgués vacilante, un Tin Boruga potencial que lleva en la sangre el suicidio o la bufonería como modos de resolución; por otro, una "alta burguesía" cuya "ilustración" arrastraba el siglo XIX como un pedigrí legañoso, y cuyo capital poco sirvió -como demostraron los hechos- para darle coherencia al país. Forcejeo de un Estado siempre precario, incapaz de avanzar hacia la democracia a no ser instituyendo la violencia; forcejeo que generó el "terror del 33" (precisamente cuando el Estado había cuajado en su forma más moderna), y que se erige en el signo dominante de la política en Cuba durante el siglo XX, dando paso a dos dictadores como Fulgencio Batista y Fidel Castro, ambos amparados en un discurso nacionalista de "sed patriótica".

El populismo y el control institucional cuajaron en los años del gobierno de Machado en la década de 1930, años que venían a resumir una historia de ex abruptos, decepciones y falta de cristalización cívica de la política como medio pacífico de construir la nación: de ahí que lo que se creó no fue una nación, sino un Estado, que recogió del fascismo europeo el "biologicismo" -una de las frases de Machado y de otros presidentes que vinieron después fue "sanear la nación"-, la ampliación y consolidación de una policía y una "inteligencia policial" que se hicieron populares en América, la estratificación de un fuerte aparato burocrático no exento de "ideología" (durante el gobierno de Machado se creó, por ejemplo, la Liga de Higiene Mental y el Departamento de Moralización). Por otro lado -o por el mismo lado, pues el Estado tenía que consolidarse bajo alguna "teoría"-, habían llegado a cristalizarse las tesis de una "limpieza social", amago de mecanismos biologicistas, raciales y médicos que procuraban -según el escritor Marqués de Armas- un cubano "más limpio" en lo racial y lo psicológico: luego de la "rebelión de negros" de 1912 (murieron alrededor de 4.000), el fantasma de futuras rebeliones no se pudo borrar de la sociedad blanca y burguesa cubana; el negro, el vago, el paria social, el borderline, pertenecían a un mismo campo indiferenciado.

4.

Que muchos cubanos hayan aceptado y acepten el totalitarismo como solución a sus vidas, no se explica únicamente por la fuerza que ejerce el poder o por su capacidad de anulación del "yo". Mientras Cuba sea un país "joven", nacionalmente irresoluto, el totalitarismo, en cualquiera de sus variantes -incluidas las "democráticas"- vendrá a establecerse en el país. Y es bastante difícil que una democracia, entendida en su acepción literal, prenda con rapidez y continuidad en la isla. En política, la violencia ha sido el vector fundamental, no el libre ejercicio de la vida en el espacio público. Los más de cuarenta años de totalitarismo en Cuba, a pesar de haber traído estabilidad -o mejor, inmovilidad- histórica, no han erradicado la violencia, sino que la han convertido, sutilmente, en razón de Estado.

En 1994, invitado a un evento literario en una de las provincias orientales de Cuba, tuve la oportunidad de visitar una escuela deportiva. En la sala de entrada de la escuela había una pequeña tarima que, a primera vista, por estar colocada junto a un mural con fotos y una bandera, parecía un adorno "ideológico". Sin embargo, tenía como función no sólo "adornar" el salón de la escuela, pues daba acomodo a cuarenta porras de tamaño mediano, que a primera vista parecían bates de béisbol para niños de siete años. Las porras, según me explicó un profesor-deportista, servirían para "controlar algún motín contrarrevolucionario", y estaban allí, justo a la entrada, a disposición de los alumnos, "para repeler cualquier acto contrario a la Revolución". Cogerían sus porras, montarían el camión y se trasladarían al lugar del pueblo o de la zona -caseríos desperdigados en las afueras- señalado por el Partido o la Dirección de la escuela. Seguramente habría algo festivo en el hecho de montarse en un camión, en camiseta y short, a la orden de "ir a dar palos". La manía de "dar palos" o de agredir en grupo no es nueva en Cuba. Según se cuenta, ya desde los años 40 a los homosexuales "se les daba de vez en cuando sus escarmientos". Los grupos de "hombres" salían a la calle, cogían a algún "maricón desprevenido, le daban tres o cuatro galletas para que parara de llorar", y luego, con tijeras, lo pelaban al rape. Durante los días de la "huelga del 33", la Habana se convirtió en una ciudad donde "podía pasar cualquier cosa", incluidos los linchamientos por venganzas personales y políticas. Lo mismo se repitió en 1980, durante la salida de miles de cubanos por el puerto de Mariel: mítines violentos -o más exacto, pogroms- contra los que se iban o querían irse del país. En la década de 1960, amparadas por el "nuevo Estado revolucionario", salían a la calle con tijeras grupos de mujeres que pertenecían a los Comités de Defensa de la Revolución, y pelaban a la fuerza, ante la aprobación general de los mirones, a los peludos o hippies que encontraban en la calle. Estos "porristas" del socialismo tienen su precedente en Cuba en los años de Machado, cuando se crearon los primeros grupos de "porras" paramilitares, curiosamente junto al primer código penal, el culto al lider, los congresos de eugenesia y el presidio "modelo", que resumía arquitectura, psicología y antropometría médica como medios de "cura"...

La capacidad del totalitarismo de organizar la violencia dentro de la sociedad, de "institucionalizar" el terror, es una vuelta de tuerca al concepto romántico de Revolución: como ya era imposible sustentar la "lucha de clases del desposeído contra el burgués" -lucha que asegura durante un breve período la "legitimidad" del proceso, al menos desde el punto de vista internacional y de una porción de la sociedad-, la "lucha" se transfiere a otros niveles. Las golpizas y los gritos de los grupos organizados de cubanos contra cubanos son una página del proceso "revolucionario" cuyas consecuencias "morales" resultan imposibles de medir. Quien ha visto de cerca, o ha participado en algunos de estos grupos "espontáneos", o ha resultado "objeto" de su violencia y cinismo, sabe de primera mano el grado de descomposición a que pueden llegar incluso las personas más allegadas: vecinos, amigos, familiares, o compañeros de trabajo y estudio. Los pogroms de 1980 cerraban una etapa de "pequeñas" políticas programadas en las aulas preuniversitarias y universitarias contra los estudiantes católicos que, por ejemplo, eran sometidos a "reuniones de escalafón" a la hora de escoger carreras: se suponía que un católico no era "digno" de ciertas profesiones.

El Estado cubano se había dado cuenta de que repetir la "experiencia rusa" no tenía ningún sentido: los "campos de trabajo" (UMAP) llamaban demasiado la atención internacional, como resultó en la década de 1960. El asunto era crear mecanismos e instituciones que garantizaran indirectamente el control y la segregación, no sólo los Comités de Defensa en cada cuadra vecinal, sino también las nuevas brigadas de trabajo y producción, conformadas por "obreros escogidos", que se pusieron de moda a partir de los finales de la década de 1980. Los obreros del "Contingente Blas Roca Calderío" -nombre de uno de los comunistas del viejo Partido Comunista anterior a 1959-, al escapar de las provincias orientales, cobrar mejores sueldos que el resto de los obreros del país, recibir pequeños regalos, condecoraciones y premios, además de ser "atendidos especialmente" por dirigentes políticos, se erigieron en emblema de una "nueva forma de lucha", tanto en la producción -les encargaban tareas rápidas y de relativa importancia- como en "tareas ideológicas" -se les trasladaba de un punto a otro de la ciudad para controlar o "escarmentar" a los "grupos de disidentes" o controlar posibles revueltas en embajadas o en el malecón de la Habana.

Es difícil reaccionar de manera radical ante tales mecanismos. La sensación de que todo no es totalitario en la vida de uno, es un imperativo psicológico que atañe a la sobrevivencia como "principio de realidad". En Barcelona, hace poco, un amigo cubano me explicó la necesidad que él sentía de no saludar a otro amigo en la calle: no era sólo el miedo policial de que lo confundieran con las "tendencias ideológicas" del otro, sino la necesidad de poner a distancia aquello que ya no pertenecía al "mundo cotidiano", y que se desplazaba por las calles de la Habana Vieja a Centro Habana o al Vedado con cierta calidad "irreal", como si se hubiera desligado de lo cotidiano. Eso mismo tuve oportunidad de sentirlo cuando me topaba por la calle a "disidentes" como la poeta María Elena Cruz Varela. La veía como a una persona "enferma" a la que se le había suministrado una cuota insana de energía, como si hubiera pactado con un único nivel de la realidad que la dislocaba del resto: un disidente, para poder ejercer como tal, de alguna manera tenía que "violentar" su persona respecto al "principio de realidad", como hacen los actores. La casa del poeta y periodista Raúl Rivero, cuando comencé a visitarlo, me pareció que no era una casa "normal". No sólo tenía la sensación de que "estaban grabando": había, en los pocos muebles y en las paredes apenas pintadas del apartamento, un ligero aire de devastación o decadencia similares al hombre gordo que era Rivero. En su sillón, Rivero me parecía ciertamente un poco farsante. Incluso llegué a pensar a veces que aquel disidente "gordo y canoso" había equivocado su función en la vida. En fin, que cuando das un paso que te desconecta con la realidad, te vuelves irreal para ti mismo y para el resto: es la sensación que uno tiene si escoge un camino que no sea la plena indiferencia.

El totalitarismo te hace vivir en un mundo totalmente político, sin que uno suponga la diferencia, esencial o práctica, entre política y vida; como si finalmente aquella forma de vida fuera la vida. Conozco cubanos que ni en el exilio han podido cambiar radicalmente. En el fondo, conservan una vaga ilusión "redendora" que los hace fatalmente incapaces de actuar como seres normales en la ciudad a que han ido a parar. No aceptan vivir en el totalitarismo, pero ya nunca tendrán tiempo para adaptarse a otras reglas de juego como "principio de realidad". Su crítica al capitalismo es despiadada y enrevesada, no porque amen el comunismo -probaron que ya no podían vivir en un sistema semejante-, sino porque ya no pueden vivir como seres normales en ningún lugar: los llamo cariñosamente "los endemoniados", aludiendo en broma y en serio a los personajes de la novela de Dostoievski, que apenas tenían tiempo para sopesar la diferencia entre sus ideas y la vida que llevaban, paseándose por las calles de San Petersburgo con las manos y el cerebro crispados.

El totalitarismo, por extraño que parezca, no deja de producir poesía, si entendemos por "poesía", en este caso, un mundo de imágenes y sentimientos "forjado" en la infancia y la juventud. Aquel que llegó a creer en la voluntad política revolucionaria, funcionó en una dirección del tiempo y de la Historia muy distinta a la de otros seres humanos, cosa que pesa para el resto de la vida (no exactamente como "sentimiento de culpa", orden de los afectos que finalmente se podría sublimar de mejor o peor manera, ni como el que sabe que ha "perdido sus mejores años de vida", pérdida que a la postre te puede hacer vivir los nuevos años con ilusión gratificante), porque es imposible encarnar durante toda una existencia una "misión" utópica, a no ser que uno se vuelva un místico, o lo que es más práctico, un cínico. Esa mezcla no siempre ponderada entre cinismo y utopismo, creo que es mi capital personal, adquirido unas veces a duras penas, otras con extrema facilidad: de eso, como de haber sido jesuíta, uno nunca se cura, porque son dos niveles de percepción -el cinismo y el utopismo- que a veces se dan la mano, mientras en otras se desconocen, como un par de cabezas endemoniadas. Algo de "revolucionarismo" me es difícil extirpar de mis 40 años de vida -nacimiento incluído- en un país que primero intentó una Revolución para acto seguido burocratizarla y militarizarla. Ese algo de "revolucionarismo", a veces lo siento como un peso, un lastre inútil, otras es un afecto más, una de esas aflicciones que los antiguos localizaban trabada en la carne, en una "política de las pasiones".

El totalitarismo no es un conjunto de mecanismos que se puedan retirar de la sociedad en un momento dado dejándola libre para nuevos fórceps o ataduras: es un "sistema de vida", entendiendo por tal la capacidad de producir vida, realidad, como si tuviera la misma competencia, el totalitarismo, que la naturaleza. Nada tan artificial y natural, a la vez, que el totalitarismo.

5.

La mezcla de pragma, disparate y "mitologización", por otro lado, son "hábitos" que han calado en los cubanos de cualquier calibre, y que de alguna manera han contribuído a la regulación de la violencia desde la Colonia hasta el totalitarismo. Pero no únicamente el "rumor popular" y los escritores de "ficción" han colaborado en la "mitologización" de la Isla. En un bonito ensayo escrito en 1935 -dos años después del convulso período "machadista"-, La clave xilofónica de la música cubana, el etnólogo Fernando Ortiz (tal vez la figura de sabio más representativa en la historia de Cuba), al tratar de definir la genealogía de la clave cubana -nombre de "los trocitos de madera dura que constituyen el instrumento a manera de clavijas o claves"-, busca la entidad del instrumento en la cultura china (el bon-kú), la andaluza (las castañuelas), la proto-cubana (los palitos de los indios), llegando hasta los huesos ("dos trocitos de esqueleto") de los africanos que fueron a parar a tierras angloamericanas. El siguiente párrafo del positivista Ortiz pudo haber sido perfectamente firmado por el imaginista Lezama, nuestro escritor más voluntarioso en construir una Imago Total donde inscribir Cuba:

La clave da la sonoridad medular de las maderas durísimas que en Cuba se llaman "de corazón". El duramen es la columna vertebral del árbol; la clave no es sino un hueso de árbol, como la corteza de su tronco es un pellejo reseco. Por eso hacer sonar una clave, o sea un palito sacado de lo más entrañal de la planta, es como revivir por arte de magia el espíritu arbóreo, es semejante al toqueteo sonoro de las vértebras de un esqueleto, al tamboreo sobre el cuero curado de un totem zoomorfo, al rito resucitador de Osiris, por tacto simbólico de su sacro coxis. En todos ellos, por la sonación ritual de un miembro donde el criterio primitivo supone más adentrada la esencia vital, ésta se reanima y resurge a la trascendencia de la sobrenaturalidad.[13]

También hay que tener en cuenta que la política cubana ha tenido que ver, hasta el sol de hoy, aunque sea en niveles esporádicos, con ingredientes de "cultura popular". A partir del gobierno de Gerardo Machado -el primero que abrió un estilo totalitario de gobernar en Cuba: se le llamó el "Mussolini tropical"- surgió, entre política y "creencias", un vínculo que sirvió de sostén al poder, por ejemplo -como ha detectado el estudioso cubano Jorge Núñez Vega- las connivencias entre la masonería, la Iglesia y el Estado, institucional y personalista a la vez.[14]

Un fenómeno de la llamada "baja cultura" puede convertirse en "ficción pública" con rapidez vertiginosa, lo cual nos iguala, desde tal ángulo de visión, a países del Caribe cuya "nacionalidad" siempre ha pendido de un hilo por la sobreabundancia de "fantasías culturales" en precaria proporción con un Estado "fuerte", como es el caso extremo de Haití, donde dictadura y anarquía tienen su base en la pobreza y el imaginario.

Según el rumor popular, políticos cubanos como Machado, en su debido momento, enterraron bajo un árbol prendas que asegurasen su "buena relación" con el "panteón negro", y por supuesto que le deparasen un "salvoconducto" a prueba de peligros como el golpe de Estado, la muerte "accidental" y otras contingencias "públicas" y "privadas". El rumor popular -que en Cuba resulta más eficiente que los medios públicos de información- también habla de "trabajos de santería" que ministros y funcionarios ejercen "a escondidas" para asegurar su bienestar o "adivinar" su futuro en un medio tropeloso y cambiante.

Jorge Núñez Vega refiere el surgimiento de la filiación entre fantasía pública y mecanismos de poder a la etapa que abre Machado en la década de 1920: un nuevo sistema de "gobernar" una población todavía trabada en el imaginario de la esclavitud:

Hubo un proceso de persuasión gestado en el seno de la clase política para presentar a Machado como el Mesías providencial que debía combatir la depresión económica, el intervencionismo diplomático de los E.E.U.U., el estancamiento de las obras públicas y la corrupción administrativa, partes de la realidad compleja que eran la sociedad y la política cubanas (...) Es difícil conocer en profundidad cómo se articularon esos dispositivos o recursos del poder. Formaban parte de la estrategia de legitimación del régimen político, mecanismo combinatorio de elementos racionales e irracionales. Elementos que eran transmitidos por el rumor y aceptados por el imaginario popular, gracias a las raíces existentes en él.[15]

Vale la pena reproducir in extenso un fragmento de la crónica El niño prodigio, de Guillermo Cabrera Infante, escrita en el año 2000, que a un lector ajeno al "temperamento" cubano puede parecerle no desprovista de énfasis fabular o resultado del delirio, lo mismo del propio pueblo cubano como de sus hombres de letras:

Batista también veía visiones y creía más en los dioses que en Dios. Le contó a Gastón Baquero (coterráneo, amigo y consejero consultivo) que debía el éxito de su golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 a la "luz de Yara". La luz de Yara es una creencia cubana de origen aborigen. Batista debía entrar de madrugada (el madrugonazo era su actividad política preferida) al cuartel general del ejército en el campamento de Columbia por una de las puertas estrechamente vigiladas. De pronto se decidió por la posta 6, donde el centinela de guardia no sabía de la conspiración militar. Batista, vistiendo el jacket que se ponía en todas sus apariciones peligrosas, llevaba en el bolsillo su pistola "con una bala en el directo". Al entrar por la posta el centinela no pudo verlo porque lo protegía y hacía invisible la luz de Yara, bien conocida en el oriente de la isla, desde Banes, donde nació Batista, a Birán, donde nació Fidel Castro. Seis años más tarde en 1958 entra en escena uno de sus maestros de ceremonias preferido, Odilio Urfé, erudito de la música cubana... Urfé era un batistiano que confesaba estar en un cuarto de espaldas a la puerta y cuando entraba Batista sabía que era él sin siquiera volverse: anunciaba al falso general su halo irresistible. En el verano de 1958, bajo petición batistiana y usando el dinero que le había dado Batista para este propósito Urfé organizó lo que se llama en la santería "un gran Ekbó" en la vecina villa de Guanaboca, uno de los centros espirituales de la santería. Este ekbó (o egbó como también se llama) tenía el propósito de reunir a todos los santeros de Cuba en una petición a Olofi (Dios para la santería) en el estadio de Guanabacoa... El estadio estaba atestado de prosélitos y babalaos, todos vestidos de blanco de pies a cabeza. La reunión de todos los santeros, algunos venidos de Cárdenas, centro originario de la santería, era para pedir a todos los santos que se detuviera el "río de sangre" que anegaría a la isla. Curiosa petición de Batista que era la causa principal tanto de los horrores de su régimen como de la existencia del terrorismo urbano y la guerrilla que se desplazaba de la Sierra Maestra hacia el occidente de la isla.[16]

El imaginario popular, a partir de 1959, también se encarga de dotar a la figura de Fidel Castro de un aura o atributos que le concedían cierto grado de naturaleza sobrehumana. Primero fue la idealización mesiánica -jóven barbudo que bajaba de las montañas-, y luego, ya convertido el joven barbudo en un monigote de más de seis pies engordado con un chaleco antibalas y embutido en uniforme a la medida y botas rusas enormes, se le adjudicó tratos con "santeros de África"; incluso se cuentan cacerías en las cuales "el Comandante" sacrificó elefantes, o leones, según quien contara la historia.

En la década de 1950 la radio inundó el espacio público de manera tal que trajo la atención de los políticos por el peligro que implicaba este género de "movilización masiva", como es el caso del popular Clavelito y su programa, chamán a distancia que recibía miles de cartas y llamadas desde cualquier punto de la Isla, sin contar los cientos de procesiones a la Habana para recibir sus consejos "en persona". La opinión pública cubana -mezcla de "sentir popular" y rumor inducido desde los medios de prensa por los políticos y empresarios- se dividió en dos: por un lado, los que veían en tales programas (no era sólo Clavelito) un retraso en la modernización del país, un mantenerse en las "estructuras mentales atávicas" del siglo XIX y los primeros años del XX; y, por el otro, un "modo natural de vivir en lo cotidiano", que no tenía por qué herir el desarrollo de la nación en su dimensión económica y moral. Una "comisión de ética" dispuso, en 1952, que no se debía estimular a través de la radio "creencias en pugna con la civilización o cualquier otro tipo de superchería contraria a la moral o el orden social"[17]. Hay que recordar que la radio no sólo servía para "dramatizaciones ficcionales" de este género: los políticos arengaban también desde la radio, y ya pertenece a la "mitología nacional" el disparo que se propinó en el estómago el político Chibás en plena sesión radial, como "advertencia de los males" que aquejaban a la nación y como "salvación de su propia conducta moral".

El proceso de gestación de la modernidad en Cuba entrañaba a lo largo del siglo XX dos niveles difíciles de colocar en un mismo movimiento homogéneo: las estructuras mentales y públicas, por un lado, y los problemas que presentaba la "capitalización" del país desde adentro -formas rurales y urbanas como los "pequeños negocios" y otras formas capitalistas primarias- y desde afuera -la definitiva influencia norteamericana-. Un ejemplo "paradójico" resulta el de los chinos que llegaron a Cuba durante el siglo XX: muchos de ellos, expulsados de Norteamérica, trajeron la banca y se erigieron en "artífices del dinero", mientras que otros, la mayoría, tuvieron que sumarse a la "masa indistinta de blancos, negros y mulatos" que montaban sus lavanderías y tenduchas y arrastraban carretones de frutas y viandas por las calles de la Habana. (Se creó, así, el Barrio Chino de la Habana. De los 150.000 chinos emigrados entre 1847 y 1874, apenas quedaron vivos el 10%, según un censo efectuado en 1899.)

¿Preparó la República cubana del siglo XX el totalitarismo que vendría luego? Es una pregunta que hoy intentan responder algunos historiadores y "estudiosos del problema cubano". Para unos, la República, al no cuajar en un proyecto sólido, dio paso al totalitarismo, responsabilizándose a la "débil e irresponsable burguesía cubana" de dicho "trastorno". Otros ven en el "republicanismo cubano" un proceso aún no maduro, y en gesta de evolución, que fue cortado de golpe por circunstancias más o menos azarosas de la Historia. Incluso hay quien ve en el totalitarismo una etapa necesaria de modernización del país por vías no precisamente económicas, sino más bien "espirituales, morales y políticas".

La República es un hecho, y más que un hecho, un proceso que tiene su lógica en la historia: en vez de criticarla o denigrarla exacerbadamente, quizás sea mejor preguntarnos cómo, a pesar de la inclemente historia de Cuba, a pesar del atropellamiento de violencia, guerras, colonizaciones y pseudo-colonizaciones, pudo emerger una república desde el marasmo del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX. Sucesión de etapas republicanas, inestables, sí, pero de las cuales es posible -además de ser un argumento moral- extraer una lección de civilidad: no la absoluta negación con que se afirma de la República algo poco menos que un desastre. Ni, tampoco, colocarla en un pedestal de modernidad lograda, perfecta, gratificante como nacionalidad conseguida o como aparato expedito de dicha modernidad. (Hay que recordar que la crítica que realizó la burguesía blanca exiliada en Miami, no vio en la república parte del problema que había llevado a la solución comunista, o achacó al mulato Batista la culpa del desastre nacional. La gran etnóloga y cuentista cubana Lydia Cabrera, llegó a decir, por ejemplo, que en Cuba no habían cucarachas y que todos se querían como hermanos.)

Entre los más jóvenes -y entre los más viejos- cunden ambas radicalizaciones. Tanto en el exilio como en la Isla, son frecuentes y peligrosas ambas radicalizaciones, pues se exagera no sólo el pasado, sino también el futuro. Así como se exagerará o aminorará en unos años el "capital simbólico" del período llamado Revolución, hoy se hace con la República, y quizás sea conveniente pensar el futuro como una posibilidad extraída de las lecciones de ambas etapas, que finalmente se anudan una en la otra como caras de una misma moneda, como resultado de un pasado colonial y la confusión entre utopía y destino.

Aunque sea tangencialmente, y salvando las diferencias "clasistas y raciales" como países, las palabras del escritor haitiano Frankétienne sobre Haití resuenan como un fantasma en las posibilidades irresueltas de nuestra historia insular:

El fenómeno de aglutinamiento colectivo alrededor de un proyecto mayor de unificación y modernización, nunca pudo concretarse bajo el peso y los efectos negativos de la extremada compartimentación social, de las divergencias irritantes, de los antagonismos exacerbados y los disensos que siempre nos han parecido insuperables, gracias a la persistencia de capillas, de castas, de categorías cerradas, de tribalismo tenaz, del atomismo histórico-socio-político y de las nefastas influencias extranjeras, fuertemente impregnadas de hostilidad y racismo. La ausencia dramática de la nación haitiana persiste como un hecho histórico incuestionable, a pesar de la existencia de un territorio, una población, un Estado y un gobierno.[18]

Para Frankétienne, Haití "se ha convertido en un black hole, en un horrible agujero negro, una pavorosa estrella apagada que sigue todavía hoy desprendiendo una energía enigmática, prodigiosa, potente, misteriosa, pero desgraciadamente negativa, que chupa y devora violentamente todos los cuerpos que, fascinados por El Hocico de la Nada, se aproximarían a ella sólo por ignorancia, por imprudencia o por curiosidad."

Creo que algo compartimos ambos países, donde lo colonial, la violencia, las razas, la anarquía, la fantasía y los dictadores trazan sus vericuetos históricos con alto grado de complejidad.

Por debajo de la Historia de Cuba, soterradamente, además, se ha librado una guerra racial de "baja tensión" en la cual los blancos han llevado la voz cantante en la repartición del poder institucional, aunque finalmente, la mayoría de los blancos han vivido con un nivel de vida semejante al de los negros. Si la Revolución abolió buena parte de las diferencias entre negros y blancos, fue para introducir, más que nada en su último período, la idea de que la pobreza era la idea moral que debían compartir ambas razas. Ese fenómeno ha sido conocido velada o abiertamente -desde el punto de vista, claro está, de los blancos y mulatos- como el proceso de "negrificación" del país. Recuerdo que a partir de 1991 era vox populi en la Habana decir que "nos están negrificando" o "nos están orientalizando". Con "negrificación" se quería explicar el abarrotamiento en las viviendas, el hambre, la falta de trabajo urbano, la sensación de que "todos éramos una masa indistinta"; la "orientalización" (de este punto de vista participaban lo mismo blancos, negros que mulatos) indicaba la afluencia masiva, descontrolada, de los pobladores de las provincias del Oriente del país, que aumentaban la saturación urbana, y que eran -y son conocidos en la Habana- como "vagos, borrachos y vulgares". El "rumor popular" a menudo llega a identificar la "negrificación" y la "orientalización" como políticas totalitarias manipuladas por el Estado: la policía habanera, por ejemplo, en los últimos años se fue nutriendo de orientales a los que se les daba un sueldo por encima de la media, una cama en albergues "comunitarios", además de comida y uniforme.

La capacidad del totalitarismo para transformar, llegado el caso, las funciones o la naturaleza de un sector social cualquiera, es grande, por no decir infinita: los obreros del contingente "Blas Roca", los grupos de confianza del Partido -compuestos por militantes y por no militantes "afines"- y los militares del ejército cubano -que curiosamente se habían mantenido hasta el momento como una pieza no implicada directamente en la vida civil-, habrían de convertirse, en el momento menos esperado, en "tropas de choque" contra los propios civiles. Es decir, desde finales de la década de 1980, el totalitarismo se había radicalizado en una nueva dirección, asumiendo grotescamente su cara más fascista, término que puede molestar a los europeos, que reconocen en el fascismo un fenómeno histórico bien situado en el tiempo y el espacio, costándole trabajo reconocer que el fascismo es un fenómeno que irradia en cualquier dimensión donde el poder se concentra, inundando los llamados espacios público y privado de la sociedad, o más bien confundiéndolos.

6.

Debo reconocer que la siguiente conclusión, a la que habíamos llegado algunos de los nacidos desde 1959, de que el totalitarismo cubano, antes de mutar en un totalitarismo-nacionalista y caer finalmente -como suelen caer los totalitarismos- podía tomar una forma fascista o cuasi-fascista, fue el factor que nos hizo acercarnos -al menos a algunos escritores de nuestra generación literaria- a lo que entendíamos por "naturaleza del poder". Habíamos llegado a esa conclusión a través de la literatura, confundiendo, en un mismo nivel, ficción y realidad. Pero precisamente esa confusión nos identificó con una nueva forma de "escepticismo" que fugaba del juego proverbial de contradicciones en el medio intelectual cubano. No creíamos en las soluciones "reales", digamos "históricas", con que se dirimía y dirime el "problema cubano", rasgo que nos colocaba en una tradición del "esceptismo cubano". Sin embargo, dicho "escepticismo" se derivaba de aquello que fue, para muchos de nosotros, un "revolucionarismo vital", o la facultad de entender el mundo en función de su futuridad. Escepticismo y "revolucionarismo" son las caras de una misma moneda vital en una generación marcada por un tiempo histórico que coincidió exactamente con sus vidas.

El origenismo, dentro del totalitarismo, nos llegó como anillo al dedo, no sólo para enfrentar a la tradición realista cubana, que a mi modo de ver se había desvirtuado considerablemente al metamorfosearse en un "realismo socialista" o peor, “cuasi-socialista” (al menos el "socialista" estuvo perfectamente dibujado como intención programática, pero este último, al cubrirse de una pátina de literatura, es doblemente dañino). Aquellos años -desde 1985 a 1990- fueron felices literariamente hablando: se podía vivir en medio de la literatura, de sus energías casi románticas, sin que la realidad interviniera desfavorablemente en el idilio. Había una voluntad de mantener la literatura "a salvo de la realidad": como "conjunto de signos", o como capacidad "romántica" de crear, a contrapelo de la vida, un territorio imaginario con sus propias leyes; y por qué no, potencialmente listo para evolucionar, desde algún rincón metafísico de la realidad, hacia un futuro o pasado que lo activaría simbólicamente.

Como contrapunto a esa "felicidad literaria", estimulada por el conocimiento de una literatura propiamente nacional y anclada en lo universal -Lezama Lima y el resto de los origenistas-, avanzábamos por un camino de "autoconocimiento" en relación con la "condición totalitaria". Respecto a la literatura, lo más probable es que estábamos confundiendo "experiencia literaria" con "experiencia vital", pero creo, finalmente, que esa confusión era necesaria como inicio del proceso de indagación sobre la pertinencia de la literatura en un medio totalitario.

Los escritores de Orígenes -y sobre todo Lezama- habían podido articular tradición, ethos y literatura en contextos tan distintos como la Cuba pre-revolucionaria y la post-revolucionaria -sin que aparentemente el Lenguaje se modificara, emergiendo del "vacío republicano" para caer en la "plenitud de la imagen encarnada en Revolución"-. Su experiencia "cultural" nos pareció también una experiencia "histórica", de la cual se podían extraer no pocas enseñanzas.

Aunque, mirándolo bien, como neo-origenistas también éramos, de cierta manera, algo así como los egresados del Mundo Metafísico, paseándose, uno, con la gravedad que faculta ese género de patología de la imaginación, dividido y único a la vez, rehén de la Literatura y del Estado. (Para poner un ejemplo caricaturesco, si llovía, no era precisamente que cayera maná del cielo, pero algún símbolo discreto podía pescarse en medio del fango. ¿Acaso la literatura no era un medio de "salvación"?)

La distinción de "intelectual orgánico", del pensador italiano Antonio Gramsci, nunca pudo ser aplicada a nuestra generación. Por supuesto que las generaciones anteriores, más involucradas en la Revolución, pueden adjudicarse el calificativo con mejor integridad; pues en verdad se entregaron a la vida política con devoción, si se entiende por vida política el haber aceptado "funcionar" como intelectuales en un medio que no reconocía esa función como un ejercicio de libertad, ni siquiera como un contrapunteo entre Estado e intelectual.

Que un hombre de letras como Lezama Lima, un poeta docto, se haya confundido de lugar, colocando en un mismo plano la vida del país y su Sistema Poético, postula una "organicidad" intelectual novedosa. El novelista Alejo Carpentier, sin embargo, procuró ser más atinado en su "organicidad", no colocando "lo real maravilloso", su teoría estética, en el espacio público que aceptó como Revolución. Carpentier provenía de la "generación del 30", y su concepto de "vanguardia política", aunque refrendado por variadas tesis sobre el papel de la cultura en la sociedad, se mantuvo a una distancia saludable de su "teoría de la novela", excepto en su peor obra de ficción, La consagración de la primavera.

Lezama nunca volvió a repetir los entusiasmos de la década de 1960. Se enclaustró en su casa de Trocadero y sublimó su idea del Estado en relación con la imaginación por vericuetos menos escrutables. En su ensayo de 1959, La imagen histórica, la imagen (imago) nunca es tratada en relación directa con la diversidad mundana, sino más bien sostenida, como escarceo potencial, entre dos polos huecos, más que mentales metafísicos: "reducción hacia un centro, o por el contrario sobre la infinidad, hacia la fiesta de la diversidad o hacia la desolación, para que esplenda removiendo el acto". Para destruir aquello que Lezama nombra hybris como sinónimo de diversidad, en contraposición a la "simple y monda extensión", Lezama supone un ser "actuante", que sería un "estado previo al ser". Yo no sé lo que estaba leyendo Lezama por esos años, si era a Heidegger y Santo Tomás y Vico, casi indistintamente, pero lo cierto es que su teoría de la "imagen histórica" borra la historia nacional, justo en un año -1959-. Lezama fue un "visionario" a posteriori de los hechos, y por tan mínimo tiempo que no pudo consolidar su posición "visionaria", como sí hicieron otros "origenistas" más duraderos, y más "oportunistas", en el tiempo. Cuando Lezama muere en 1976, sus "visiones" se habían convertido en un barroco menos grandilocuente, una escritura rasposa -sin Sistema Poético-, que fue la que tardamos en descubrir. Era la escritura de un hombre herido, y no sólo por la letra. El poeta docto, el hombre de letras, se había trocado, por efecto de la vejez, la enfermedad y ostracismo, en un "visionario" de su propio cuerpo.

A comienzos de los años 90, los conceptos o intuiciones de Insularidad, Isla arcádica y otros del mismo registro comenzaron a chocar con imágenes más agresivas de la realidad, como aquella de Bentham y su organización panóptica de la sociedad. La Isla, de entidad abstracta o simbólica, pasó a ser un territorio "moderno", en el sentido de que ya ninguna imagen podía surgir sin ser atravesada por el "problema del poder". La Arcadia era una encerrona, geográfica y política, como quiso decir el "renegado" de Orígenes, Virgilio Piñera, en su antológico poema La isla en peso:

La maldita circunstancia del agua por todas partes

me obliga a sentarme en la mesa del café.

Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer

hubiera podido dormir a pierna suelta.[19]

Isla que se vuelve extensión trágica de cada cuerpo que la habita, mutua antropofagia que no deja margen al ritual, al residuo simbólico, al acto "civilizatorio" entendido como devoración "pactada":

Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,

cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor,

cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra...[20]

Para los que pensaban, ya adentrados los años 90, ocupar algún sitio como "intelectuales", había únicamente dos caminos claros: o pactar con el campo institucional activando algunos dispositivos tácticos -estratégicamente no tenía ningún sentido: el totalitarismo es la estrategia petrificada-, o inaugurar alguna forma de "resistencia" tradicional en el punto de unión entre la cultura y la política, si aceptamos por un momento tal distinción en un país como Cuba. Ambos caminos, con el tiempo, aunque necesarios, demostraron ser ineficaces, lo cual planteó, para una parte de la "generación" literaria surgida en los años 80, el camino del exilio.

7.

Ya a principios del siglo XIX el pensador cubano José Antonio Saco dejaba clara la influencia que podía tener, para la literatura nacional, un pacto con el poder político, viendo en la "astucia" y la "resistencia" un camino auténtico. Saco contraponía la "riqueza y la ilustración" que provenían del despotismo -de la influencia directa de la cultura de la metrópoli colonial y de los pactos nacionales que se abrían a partir de la aceptación pasiva de las reglas de juego-, a la "riqueza y la ilustración" que provenían de una "conquista" que se había efectuado "luchando mañosamente contra el despotismo". Según Saco, el Gobierno no había tenido ninguna influencia en el "espíritu ilustrado" de los criollos, espíritu que se había forjado en los viajes, en los exilios y regresos, incluso en el comercio con "las naciones más civilizadas del mundo".

Sin embargo, el totalitarismo moderno, en este sentido, deja menos margen que el "despotismo colonial" para la elaboración de cualquier estrategia o énfasis personal en lo que concierne a la relación de la escritura con el espacio público. A pesar del "despotismo", o en relación directa con el "despotismo" colonial, va cobrando vida y destino la literatura nacional: ya desde alrededor de 1880 se va reconociendo un "espacio público" más o menos autónomo para el intelectual y las letras, ciertamente precario pero mucho más fructífero para la literatura que el totalitarismo. La "generación del 30" y el grupo Orígenes, para poner dos ejemplos polares, no hubieran sido posibles sin esa condición trágica del nacimiento de una literatura que se gestó desde el siglo XIX. Tampoco la "dramática prosa urbana" de los años republicanos, que tuvo en Miguel de Marcos, Lino Novás Calvo y Virgilio Piñera sus mejores exponentes, habría sido posible sin el gérmen finisecular, que aunque no garantizaba todas las libertades, al menos las enunciaba en forma de tertulias, grupos, revistas y periódicos.

Sin embargo, también a partir de este núcleo de letrados, así como de la tradición cubana independentista -que en algunos casos se manifiesta como caras de una misma moneda-, numerosos intelectuales cubanos tuvieron puesta la mirada durante el siglo XX en la literatura como acción social, como medio de redención público. El ensayista Jorge Mañach, por ejemplo, se quejaba, en 1935, del espíritu dicotómico en que se había mantenido "la vida pública cubana dividida en dos zonas: la zona de la cultura y la zona de la desvastación"[21]. Creían, numerosos intelectuales republicanos, que "ampliando poco a poco, por el esfuerzo educador, la primera de esas parcelas -con artículos, conferencias, libros y versos- acabaríamos algún día por hacer del monte orégano". Mañach y otros habían perdido la paciencia: la vida pública de la nación les parecía un "yerbazal venenoso" que había que "podar". Y respecto al vanguardismo anterior, le atribuían falta de consciencia o le achacaban puerilidad:

Visto a esta distancia, el vanguardismo fue, en ese aspecto, una especie de fuga, una sublimación inconsciente de aquella actitud marginal en que creíamos deber y poder mantener para salvar la cultura. Lo que nos rodeaba en la vida era tan sórdido, tan mediocre y, al parecer, tan irremediable, que buscábamos nuestra redención espiritual elevándonos a planos ideales, o complicándonos el lenguaje que de todas maneras nadie nos iba a escuchar... Pedíamos los vanguardistas un arte ausente del mundo casi inhabitable. Y así nos salía aquel arte sin color y sin sustancia, un arte adormecedor y excitante a la vez, un arte etílico, que se volatilizaba al menor contacto con la atmósfera humana.[22]

Mañach veía en la voluntad de vanguardia "una jerigonza de minúsculas, de dibujos patológicos y de versos ininteligibles", aunque asimismo matizaba su crítica observando en los despropósitos sintácticos y representativos de aquella época el conato de un nuevo instrumento de precisión. Y esto tal vez sea la frase más profunda que Mañach escribió en su vida: "Más capaz de brincar -el estilo- grandes trechos de lógica sin perder la gravedad."

La confusión de Mañach respecto al papel de la vanguardia en un país de frágil espacio público, tenía una triple raíz: por un lado, los sempiternos problemas del arte y la literatura al luchar por su autonomía en un medio que les negaba cualquier gratificación en tal sentido: en segundo lugar, la fragilidad de una tradición escasa, hecha a sobresaltos, y sin un sólido basamento que operase como origen o capas medulares y asentadas; y, por último, el arte y la literatura como figuras del civismo, ecuación difícil de soslayar en un país como el nuestro. "Negábamos el sentimentalismo plañidero, el civismo hipócrita, los discursos sin médula social o política, el popularismo plebeyo y regalón: en fin, todo lo que constituía aquel simulacro de república, aquella ilusión de nacionalidad en un pueblo colonizado y humillado. Nos emperrábamos contra las mayúsculas porque no nos era posible suprimir a los caudillos, que eran las mayúsculas de la política."[23]

8.

Nuestra generación podría suscribir tal vez algunas de las palabras de Mañach. (Mañach, bien visto, nunca resultó ser un vanguardista: su neoclasicismo deudor de Ortega y Gasset, y su conciencia demasiado pequeño-burguesa de letrado, lo remiten a una tradición estabilizadora del arte y la cultura, a una pulsión mediadora.) La Revolución de 1959 había procurado un campo institucional a la cultura: sectores amplios de la población se habían alfabetizado y profesionalizado, y numerosos escritores y artistas se articularon al "proceso", unos por "revolucionarismo" -se le llamó romanticismo revolucionario-, otros por la propia inercia con que el artista y el escritor se adaptan a la realidad por pura sobrevivencia, a no ser que escogiese el exilio, o el disenso directo, cosa impensable -el disenso abierto-, en un Estado totalitario como el cubano, que asimila la lección soviética y la de los gobiernos coloniales del XIX en Cuba: el ahogamiento ilimitado de los intelectuales que se oponían al status quo, o la compra de su figura y capital simbólico, convirtiéndolos en funcionarios, soplones y creadores programáticos.

Leyendo recientemente unas palabras del narrador húngaro Imre Kertész, me parecía escuchar la descripción de la situación cubana, al menos la que vivían como conflicto -estético y moral- algunos artistas y escritores que aún pernoctaban en el interior del sistema:

Quedar fuera del juego fue la condición para poder escribir. Yo vivía en una dictadura donde había una fábrica literaria que se componía de una nomenclatura. Pertenecer a esa nomenclatura implicaba un reconocimiento social, con su compensación económica, pero para nada era una situación normal, ya que creaba valores completamente falsos. El que entraba en ese mundo se veía en un peligro sumamente grave, en el sentido de que perdía su distanciamiento respecto a la situación en la que vivía.[24]

A finales de la década de 1980 se produjo la desbandada generacional, agotadas las "tácticas" de sobrevivencia o de resistencia según el caso. Los jóvenes pintores, que sí tenían en la tradición cubana un asidero más claro respecto a un "espíritu de vanguardia", y que curiosamente se habían formado en las Escuela de Arte del Estado, fueron los primeros en desarrollar una acción grupal, ejercida desde el arte, contra las instituciones: empleando la parodia, las exposiciones grupales, la "acción" en las calles, los performances "agresivos", la reflexión teórica que agrupaba a escritores, profesores, pensadores y artistas en un mismo nivel de realidad. Los procedimientos posmodernos y modernos se entrecruzaban: aquello, de cierta manera, se parecía a la vanguardia, crítica y nihilismo, pueblo y público, diálogo y burla con el poder. Se creó una situación insostenible, tanto para el Estado como para los jóvenes artistas: no podía haber una zona franca desde la cual establecer una alianza entre política y arte sin que esta alianza fuera en menoscabo evidente de una de las dos partes en litigio. Mercado, control y exilio fueron las vías de escape. Buena parte de los llamados "artistas plásticos" vieron en el mercado una saludable salida para sus obras, y el Estado propició el deslizamiento: ambos ganarían dinero, y paz. Otra parte de los "plásticos" se fue a México, Miami, Barcelona y Nueva York. Y los que quedaron en Cuba prefirieron una política menos bélica, y el viaje, el viaje de ida y vuelta, como recursos de sobrevivencia. Refiriéndose a la "complejidad" de este nuevo fenómeno de las relaciones entre el arte y el Estado en la Cuba actual, el escritor Néstor Díaz de Villegas coloca la situación en un contexto mucho más "antiguo", más "tradicional", enfatizando cómo el nuevo Estado explota la historia cubana de poder despótico en la "modernidad totalitaria" cubana. Villegas analiza las relaciones del Estado y uno de sus artistas más "vendidos" -y elogiados por la nomenclatura-, en este caso un artista negro que ha hecho, de las balsas que fabrican los cubanos para su fuga a la Florida, una constante "artística":

Habría que comenzar por advertir que, a diferencia de los tiranos criollos, los déspotas peninsulares poseían enormes reservas morales y que, en cualquier caso, jamás se hubieran atrevido a “comerciar con el dolor ajeno”. La incuria extrema del fidelismo, por el contrario, lo ha obligado a expropiar a sus víctimas hasta del sufrimiento... El sufrimiento se convierte entonces en fetiche, en mercancía seudo artística o seudo religiosa...

En esta comedia de errores hace su entrada Alexis Leyva Machado, en el papel de Kcho. ¿Quién es este pedazo, o desprendimiento de un ente mayor, del cual es sólo trozo o parte? Si lo escuchamos explicar una obra suya, (Obras Escogidas, 1994) que representa una balsa hecha de libros, en el Walker Art Center de Minnesota, quizás lo entenderemos: “Mucha gente mira esta pieza y ve únicamente libros de marxismo, y cree que se trata de una obra política. Pero también hay allí libros de ciencia, de matemáticas y de geografía. Esta obra trata de literatura universal; es sobre el intercambio de ideas”.

Podemos ahora, perfectamente, imaginarlo sentado en las piernas de un ventrílocuo. Lo que dice Kcho parece salido de la boca de otro. A fin de cuentas, ¿qué cubano no sabe lo que significa una balsa? Kcho se limita a explicarla con las palabras del amo. Aprovecho esta declaración de Kcho para ilustrar una nueva, y rarísima, especie de sincretismo: la falsa conciencia del mayoral se introduce en el discurso del esclavo -y no como lenguaje artístico, sino como lenguaje de conveniencia, de ocasión. Como lengua diplomática: el esclavo aprende a mentir como los blancos.[25]

En lo que concierne a la literatura, el proceso ocurrió con la lentitud proverbial de unas letras atrasadas, limitadas seriamente por un realismo que venía del XIX; y que tuvo su punto álgido en "realismo" que germinó en la década de 1960, y que ignoraba lo mejor del realismo cubano republicano -el "absurdo", la burla, la impaciencia trágica. El "realismo" cuasi-socialista cubano (sus practicantes han asegurado hasta la extenuación que estaban lejos del "realismo socialista") dijo apoyarse en Hemingway, Isaac Babel, Novás Calvo y otros "duros", simulando situaciones de "conflicto", creando una dramática espúrea y un lenguaje empobrecido y empobrecedor. Un crítico que apadrinó o sirvió de portavoz a esa "generación de realistas", ya en 1968 planteó el "problema" al que habría de enfrentarse el "nuevo lenguaje", un "problema" donde la política y la psicología "absorberían" las energías creativas de aquellos "artistas nuevos":

Lo primero que descubre el intelectual de un país en revolución es su propia ignorancia. Acostumbrado a plantearse problemas ajenos a su medio y a hablar por boca de ganso, comprende que no está preparado para aceptar el desafío intelectual de la revolución cuando, al mirar en torno a él, siente una especie de vértigo: la realidad ha estallado ante sus ojos y no cesa de transformarse. Entonces va moviéndose a tientas entre su viejo escepticismo y un nuevo entusiasmo.[26]

La poesía -género de las "esencias reveladas"- tampoco escapó a la nueva contracción política, y aunque dio lugar a mejores resultados que la prosa, no escapó a la fatalidad a que estaba condenada.

El "conversacionalismo" había sido la carta de triunfo de los poetas cubanos que buscaron en los primeros años de la Revolución un "tono oral acorde con la realidad y el entusiasmo". Era la vía opuesta a la escritura ceremoniosa de Lezama y los poetas del grupo Orígenes. Los poetas "conversacionalistas" tal vez venían de una tradición más mundana, más ligada a la "prosa de la ciudad republicana", y sin embargo su poesía no pudo lograr la extensión hacia espacio público que presumiblemente la Revolución les había abierto. Practicada por burgueses "culpables" o por hombres que provenían de la pobreza -no de la pobreza criolla, "irradiante" lezamiana-, el "conversacionalismo" se trocó en soliloquio ligeramente conversado, y supongo que para estos hombres fue demasiado tarde, como para dar marcha atrás a sus palabras "públicas". Uno de sus poetas más prometedores, Rolando Escardó, "alumno" de César Vallejo y que vio en la Revolución realmente una salida no sólo a su pobreza personal, escribió en los primeros años revolucionarios en el poema Isla:

¿y cómo puedo yo mismo así negarme

cómo podría yo mirar el Sol y no cegarme?

Pero lo que importa es la Revolución

lo demás son palabras

del trasfondo

de este poema que entrego al mundo

lo demás son mis argumentos.[27]

Un cuasi-origenista y pequeño burgués como Fernández Retamar (rondó la "estética" de Lezama: la búsqueda de los "orígenes" de la nación y la poesía "metafórica", luego se convirtió en uno de los poetas oficiales del Estado totalitario, aunque su poesía resultó, en los años de 1960, una "alternativa" al neo-origenismo insular)- en 1959 tuvo que readaptar su "lírica" a un tono menor:

Nosotros, los sobrevivientes,

¿A quiénes les debemos la sobrevida?

¿Quién se murió por mi en la ergástula,

Quién recibió la bala mía,

La para mí, en su corazón?[28]

Lírica y redención parecían, al fin, encontrarse en el nuevo abrazo estético, donde aún los residuos de la vieja sociedad permitían la contradictio poética:

Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela.

Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de trabajo,

Pero los hombres y los muchachos que en sus harapos esperaban

Todavía me dijeron señor.[29]

Lo que comenzó a importar para estos poetas e intelectuales "orgánicos" fue la poesía y la prosa en función de la Historia que comenzaban a vivir, unos como "emancipación", otros como "revelación dentro de las posibilidades de la Historia", lo cual los separaba del "nacionalismo esencialista" de los escritores de Orígenes. La trampa, en el espacio "público" y "privado" estaba servida para estos poetas. En el espacio "público" tuvieron que acatar las "normas y directrices" que se pergeñaron desde la década de 1960 hasta la institucionalización que se completó en forma de Estado totalitario en la década de 1970. En el "privado", el mal fue peor, pues su poesía se fue desprendiendo de cualquier afectividad auténtica, cosa que redujo el "conversacionalismo" a una retórica social.

Ya desde muy temprano, los intelectuales cubanos habían recibido los dictámenes de la nueva política cultural, unas veces a través de discursos "teórico-ideológicos" de sus líderes, como es el caso del antologado texto El socialismo y el hombre en Cuba, de Ernesto Ché Guevara:

Cuando la Revolución tomó el poder se produjo el éxodo de los domesticados totales; los demás revolucionarios o no, vieron un camino nuevo. La investigación artística cobró un nuevo impulso. Sin embargo, las rutas estaban más o menos trazadas y el sentido del concepto fuga se escondió tras la palabra libertad. En los propios revolucionarios se mantuvo muchas veces esta actitud, reflejo del idealismo burgués en la conciencia.[30]

Con la frase "domesticados totales", Guevara alude al intelectual de "ideología burguesa", que había preferido ir al exilio que oponer resistencia desde una posición revolucionaria o al menos expectativa. En verdad, este fue uno de los factores de la rápida institucionalización "revolucionaria", la fuga en masa de una burguesía poco preparada para oponer una resistencia pública.

Para aquellos intelectuales que habían quedado, se les reservaba, sin embargo, otro género de domesticación:

Resumiendo, la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios. Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras; pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original.[31]

Así, se abriría el espacio para el "nuevo arte", y el "pecado original" se investíría de la intemporalidad necesaria, atravesada por el mito del "hombre nuevo" como posible fulguración histórica durante y al final del "proceso político", y por qué no, "antropológico":

Las probabilidades de que surjan artistas excepcionales serán tanto mayores cuanto más se haya ensanchado el campo de la cultura y la posibilidad de expresión. Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual, dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas... Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo. Es un proceso que requiere tiempo.[32]

La domesticación del sector "intelectual" que acató la institucionalización en todos sus niveles, incluyendo los del lenguaje, colocó bruscamente a la tradición literaria cubana en un callejón sin salida, proceso que ha durado más de cuarenta años y que casi rebaja la prosa a un punto cero -y no precisamente el grado cero del lenguaje de Roland Barthes-, a no ser los ejemplos de Reinaldo Arenas, Cabrera Infante, Severo Sarduy y otros pocos.

Durante los últimos años de la década de 1980, los escritores de la generación nacida dentro del "proceso revolucionario" recibieron las influencias del pensamiento contemporáneo. La obra de Freud se empezó a reevaluar -Freud había sido expulsado del sistema educativo institucional, y el psicoanálisis, como práctica terapéutica, apenas existía en Cuba: la psicología rusa era la institución- junto a la obra de Lacan y Deleuze. Las ideas denominadas como posmodernas (que a mi entender, a pesar de erigirse en "relatos sobre el Fin de la Modernidad", eran una forma de vanguardia entrecruzada con el pensamiento filosófico de la época) entraron como una revisión crítica de la modernidad más que como una aceptación de la modernidad como ciclo concluído. Se era no tanto posmoderno como post-moderno en relación con un desfase de doble raíz: nuestra "modernidad" era un ciclo incumplido, ya quebradizo antes de que la revolución viniera a "resolver" el problema; y no obstante, éramos "modernos" de aquella extraña manera en que se puede serlo si se habita una utopía incumplida; o más exacto una realidad burocratizada al máximo y penetrada enteramente por una ideología de Estado. ¿Qué cosa más moderna que un Estado totalitario?

Ernesto Hernández Busto, en su ensayo Recuerdos (cubanos) de una vida dañada, rememora la atmósfera "intelectual" que vivían algunos de los grupos habaneros donde se amalgamaba filosofía y creación literaria:

En el verano de 1991, el libro más prestado de mi biblioteca habanera fue Microfísica del poder, de Michel Foucault, un volumen en rústica, de tapas amarillas, editado en Madrid por La Piqueta. Una de las normas no escritas de préstamo rezaba que nadie podía llevarse dos libros de Foucault de una sola vez: la tentación de desaparecer con ellos hubiera sido demasiado grande. Así que Foucault era dosificado en unidades mínimas; “convoyado”, por así decirlo, con algún Derrida, un Baudrillard tal vez, si ese día el bibliotecario estaba de buen humor, aunque lo más común era que terminara escoltando a cualquier filósofo menos glamoroso, como Spinoza o Hegel.

Por esa época, el arte de citar a los postestructuralistas franceses había conseguido entre nosotros el refinamiento de un ritual oriental y la obligatoriedad de una tratativa cortesana con autoridades indiscutibles. Pero el filósofo ejemplar, el maître à penser de mi generación fue aquel profesor de una universidad francesa de provincias (Foucault), muerto en 1984 sin imaginar que unos lectores cubanos lo elevarían, antes que sus colegas franceses, al puesto canónico de sus maestros: Nietzsche, Freud y Marx.[33]

La precaria situación de la libertad de lectura y de acceso a la información creó un género de lectores ávidos, que hacían del libro una pieza vital, no un simple accesorio del conocimiento:

Esa fascinación se alimentaba con lecturas semisecretas: la Biblioteca Nacional, por ejemplo, tenía una sola edición de Las palabras y las cosas y otra de La arqueología del saber (no en préstamo; había que consultarlas in situ). Traducciones de la Historia de la locura en la época clásica y El nacimiento de la clínica asomaban ocasionalmente en casa de emigrados chilenos o psicoanalistas argentinos. Pero el Foucault más buscado era el genealogista de La Piqueta, el descubridor de una nueva concepción del poder donde diversas técnicas y tácticas de dominación sustituían los criterios de Estado y soberanía.

No es difícil deducir las razones de aquella popularidad: Foucault había escrito sobre nuestra principal preocupación de intelectuales emergentes: el tema del poder y de sus relaciones con el Estado, por un lado, y con el saber, por otro. Sus tesis eran la coartada perfecta para un malestar político que desbordaba los límites epistemológicos de la filosofía del compromiso, ese omnipresente engagement que durante décadas había sido el “enfoque oficial” de las relaciones entre los intelectuales y el Estado... La sociología del postestructuralismo propiciaba la ilusión de un nuevo Estado (red de comunidades abiertas, fragmentadas en micropolíticas), que acogería, pródigo, a los futuros intelectuales. Al menos desde esa perspectiva, Cuba parecía capaz de comunicarse en igualdad de condiciones con la vanguardia del pensamiento occidental.[34]

Para Hernández Busto, este proceso que se libraba en una zona harto estrecha que podríamos denominar, paródica -o paradójicamente-, "espacio público", fue más que nada una "mala lectura" del pensamiento occidental más reciente, una especie de incongruencia entre discurso y realidad política. El poder, finalmente, según su análisis, no era tan "capilar" como se podría suponer. Las reflexiones de Foucault acerca de la naturaleza del poder no podían servir para una realidad totalitaria del tipo que se vivía en Cuba. A mi parecer, además de los motivos mencionados por Busto, el "movimiento" aquel -grupos de filósofos, escritores y artistas que querían dialogar con el Estado y transformarlo gradualmente- estaba condenado al fracaso de antemano, además, por la propia "naturaleza" de los intelectuales que conformaban los grupos y su distintas expectativas. Era imposible poner de acuerdo una "práctica política" que en algunos venía del marxismo con tácticas "posmodernas" y veía en el poder "partes" o "nudos" que debían desbloquearse, como si trabajásemos con aspectos de la física o de la "teoría de los sistemas". Lo que pesó fatalmente para aquel conato de "movimiento" -que ciertamente puso en guardia a las estructuras ideológicas y represivas del Estado, y que para varios de sus participantes resultó decisivo vitalmente- fue la proverbial división en el intelectual cubano entre sus poderes creativos y sus poderes públicos. A mi parecer, había dos tensiones difíciles de conciliar: la idea de un intelectual gramsciano, cuyo papel sustentaba la "responsabilidad-participativa", y un intelectual de nuevo género, algo así como una suerte de "guerrillero táctico" de la cultura, que podía entrar y salir a su gusto de las madrigueras o de los pliegues que conformaban el tejido social y del poder. Por otro lado, había la indecisión connatural a una empresa de la intelligentzia, de si resolver el problema con los medios de la política -cosa que puede ser vista como escasamente posmoderna, a no ser que entendamos la política en su acepción más frívola- o con las tácticas propias de un intelectual ad usum: que no deja de localizar el poder en las cimas verticales aunque a su alrededor surjan, como peleles mecánicos en una casa encantada, las instancias más próximas del poder: funcionarillos, policías de turno y modestas instituciones.

De tal revoltijo fue definiéndose, por decantación, grupos e individualidades más ligados al problema de cómo crear una literatura o un pensamiento en relación con el poder, y otros que se adentraron en la oposición política directa, sea fundando nuevos grupos, sea incorporándose a la disidencia ya organizada, cuyos programas no se sustentaban en elementos de signo estético. (Recuerdo que para mí, por ejemplo, no estaba muy claro si antes de escribir había que encontrar parte del "don" en la actividad con el afuera. A veces decía que sí: que primero el acontecimiento, el eventum, o al menos la "atmósfera", otras que no: que ya las palabras bastarían por sí mismas para insertarse en la realidad, o para quedar fuera de ella pero expectantes.)

Si a esto se suma el desencanto tradicional del intelectual cubano, que no dejaba de ver el fantasma del pasado en lo que estaba sucediendo -el descreimiento del papel del intelectual, aquello que Lezama Lima llamó, refiriéndose a Virgilio Piñera, "la obscura cabeza negadora"-, y el "trabajo" directo que efectuaron las instituciones políticas y represivas sobre el nuevo movimiento de los años 80, no podemos dejar de ver, en la existencia de éste, un puro milagro en aquellas circunstancias. Un poema de uno de los principales gestores del movimiento Paideia, Rolando Prats, quizás ejemplifique la duda que abarcaba la realidad política y la literaria, o más exacto, la "función" de la poesía en circunstancias límites. Partiendo las palabras de Kuroda -"La palabra revólver no dispara"- que encabeza el poema, éste se desarrolla con cierto brío brechtiano:

Sí dispara, si apuntamos

a la palabra almohada

y la detonación

arráncanos de este viejo y polvoriento

sueño, y de la guata

desclavijada salte

la liebre acumulada

por este roto y

viejo violín. Yo querría,

por ejemplo, pergeñar una poética, querría

sin conceder demasiada importancia a este temblor

de mano sin pistola

que estaba al hacer reír

hasta el estuco, quería, por ejemplo, sortear el río, lijar el arpa en la carpintería,

cepillar

una poética,

lejos de la ciudad en época de elecciones, sordo

a las parciales de primavera

impresas en estivales

hojas de remozado otoño.

Pero dije revólver cuando iba

a devolver alguna cosa, o cuando iba

a revolver una gaveta...

No lo sabría precisar.[35]

El peso de un gran segmento de la tradición literaria cubana queda aquí refrendado: la imposibilidad de una poética que no pasase por la experiencia del cuerpo en términos políticos. Desde Heredia, Varela y Martí, la poesía y la escritura en general debían de reconocerse, incluso comprobarse, en el gesto de sacrifico personal a la Patria -posible o real. Tal corriente "ético-literaria", desde el XIX, se había erigido como centro del cánon cubano, mandando a los márgenes al resto de las posibilidades literarias, siempre adventicias o "raras" en el panorama nacional.

La ironía que ejercieron escasos poetas tras su experiencia política -o cuasi-política-, según el caso o el momento, dio paso a poemas totalmente extraños dentro de la tradición nacional, como el texto Hogar, dulce hogar de la metafísica, de Omar Pérez:

Frente al leño donde pondremos a escurrir la biografía

rodeado de frescos que ya no admiten

otra humedad que la transpiración de un cáliz

bajo el firmamento de vigas ahumadas que no soportaría

otra emanación que las palabras comunes

y un año aproximadamente, después de una cuidada anunciación,

el niño quiere que le den Dadá.[36]

Más adelante, ya perdidas las esperanzas de un papel activo en la cultura y la política, ambos poetas se inclinan, el primero por el exilio, desde donde barrunta una vuelta a posiciones marxistas, para no decir fidelistas, y el segundo, después de un amago en la política de oposición y un "castigo" de varios años en el Servicio Militar, ve en el budismo zen una nueva forma de "política del alma" en estrecha sintonía con cierta tradición cubana de pensadores como Luz y Caballero, por ejemplo. Los irónicos y reflexivos poemas de Pérez -en la vena de un Auden, de los "metafísicos ingleses" y de una sarcasmo más cercano a Bob Dylan- se truecan en "mensajes" zen de ajustado equilibrio en los versos.

9.

De cierto modo, las novedosas experiencias políticas y literarias de aquella generación -hoy en el exilio mayoritariamente- que ciertos teóricos han denominado "generación de 1980", habían conseguido zafarse lo mismo del "conversacionalismo culpable" que del "barroco insularista", incluso del suave insularismo que a manera de post-origenismo había hecho de la Isla una imagen entre idílica y asfixiante; a base de metáforas que se sostenían entre sí por imágenes imantadas -término con que Lezama definía la función de la alta poesía- y que provenían del lenguaje heredado, no del forcejeo de tales imágenes con los estratos de la realidad. Así, se creía repetir el gesto de los poetas origenistas en la década de 1940, que oponían la Alta Cultura, el Reino de las Imágenes y la Poesía como Salvaguarda de la Ciudad, contra el "vacío republicano", sin tener en cuenta que el totalitarismo generaba su propio capital de imágenes, digamos mejor su imaginario carcelario (para remedar la frase de "barroco carcelario" de Marqués de Armas al describir la experiencia "extraña" del último Lezama, cuyo barroco se contrajo presionado por la asfixia que vivía su enorme, casi inamovible cuerpo, y la asfixia política de aquellos años en 1970).

Por la poesía cubana podían verse deslizar saetas, jiribillas, mariposas, catedrales, nieve, nieve demasiado blanca para llegar a ser la nieve mallarmeana o la punta de lo helado desconocido siquiera de Poe, dragoncillos, arpistas, madonas, corolas, silenos, serafines, jofainas... El legado origenista se había bifurcado: en los poetas que acumularon sus imágenes o subrayaron el pathos del imaginario criollista, o en el nuevo origenismo nacionalista que Cintio Vitier -uno de los fundadores del grupo en 1940- reclamó desde la década de 1990 como el verdadero legado de Orígenes: Revolución, Nación y Orígenes, según el letrado Vitier, eran elementos indivisibles de una Trinidad. Vitier, tal vez, lo más que ha hecho -al margen de su desvirtuamiento o "mala lectura" del legado origenista- es ser radicalmente consecuente con una de las posibilidades del Origenismo, aquella que quería ubicar su visión y experiencia de la poesía en una zona de la realidad exterior a ella, o en una sublimación o mise en abîme de la realidad cubana, como si pudiera extraerse, como resumen o abstract, una Ficción que operase a la altura de un imaginario "romántico", fábula o moraleja, cuento -o tablas de la Ley- que se podía revelar a las generaciones siguientes -"hombres nuevos" o nuevos republicanos, ya no importaría el oyente- desde el balanceo de un criollísimo sillón de mimbre.

De ahí que si hubo vanguardia en la década de 1990, la hubo en relación con el "espíritu posmoderno" y con cierta modernidad que Orígenes había "descuidado" en su programa (de Joyce a Pound, de William Carlos William a Robert Musil y Gottfried Benn, por dar algunos ejemplos); la "lectura posmodernista" y "modernista" que hizo nuestra generación, arrastraba, además, los conflictos irresueltos de la modernidad trunca o difusa -literaria y política- que veíamos en el país: en un mismo movimiento, había la crítica del sistema político -cosa que a la postre nos hacía poco postmodernos- y la búsqueda, a la vez agónica y paródica, en una tradición literaria nacional que escurría el bulto o se mostraba como un fantasma. La palabra "proceso", de cierta manera, alentó algunas tácticas de escritura: la vida, la historia y la literatura, tenían que situarse en el mismo contexto, pero el contexto había que "crearlo"; y sólo a través de un "proceso" podía alcanzarse algo parecido a un poema o un relato. También la idea de que no sólo se trabajaba con signos, con el "placer del texto" -como algunas corrientes filosóficas y del lenguaje querían hacernos ver- se volvió vector agudo del problema. Ninguno de los poemas producidos desde la fricción con aquella realidad, sea los que provenían de posiciones menos vanguardistas aunque sustancialmente irónicas, o los que surgieron directamente de la duda sobre la capacidad del lenguaje como potencial de representación de la realidad totalitaria, podrían calificarse dentro de un vanguardismo textual. Por eso me pareció más lógico aclarar, en el primer editorial de la revista Diáspora(s) -revista o samizdat- que circuló en Cuba de mano en mano, facturada con fotocopias que se hacían en diferentes lugares para burlar la vigilancia, que éramos algo así como "una vanguardia enfriada durante el proceso". Los signos debían de trabajar en su propia zona de imantación o dislocación -el primero un término "humanista-gnóstico" lezamiano, el segundo, un calificativo egresado de cierta dinámica ya no precisamente "humana". Aunque, sin enredarse en su propia inmanencia, creando puntos de fugas hacia una realidad no-verbal. Todo esto eludiendo el realismo como si de la peste se tratase.

Pues, si no se quería repetir el gesto de "las minúsculas" de Mañach, había que encaminar los "problemas del estilo" a una zona de alianza con los "problemas de la realidad", sin adoptar la forma del "realismo revolucionario" o del "neorigenismo". Ninguno de los dos -uno porque pertenecía al alma del Estado, el otro porque quería ser el alma de la Nación Arcádica- podían garantizar la expresión de un mundo totalitario. De ahí la prosa "fuera de tono" estilístico dentro de la tradición nacional, del escritor Rogelio Saunders -nacido en 1963- en un relato como Mediodía del bufón:

Hay quienes suponen que los que son como yo dirigen más secretamente la política del Estado. No lo creo. Somos más bien los infaltables infusorios, el toque final que hace caer con estrépito el ruinoso edificio. Porque el edificio es ruinoso y seguirá siéndolo, al menos durante un tiempo. Nació como una ruina y como tal ha ido desarrollándose, creciendo monstruosamente entre las lianas de la destrucción dejadas por el antiguo Imperio. Pero yo hablaba de esa insatisfacción que hunde en el fango a tantas vidas admirables.[37]

Cuando escribió esto, hacía unos pocos años que Saunders había regresado de la guerra de Etiopía -como negro o mulato, era muy fácil que te movilizaran en comparación con un blanco-, donde había leído a Bajtin, Joyce y Cortázar, agudizándose su conciencia de la escritura en relación con la vida y la política, lo cual le llevó a escribir en El lenguaje y el poder:

Lo peligroso de todo esto es que hay quienes creen que un Estado Totalitario puede cambiar fundamentalmente. Cuando la verdad es que las tácticas del poder totalitario pueden cambiar de muchas maneras posibles, pero su estrategia esencial no cambia nunca. El Poder Totalitario en Cuba sólo se ha hecho, en parte, más sutil, como un astuto camaleón que elige el color apropiado para su piel según lo que va olfateando en el aire.[38]

Incluso, llega a haber en la relación entre la Literatura y el Poder casi un lapsus -o cortocircuito- "psicológico" (si todo es psicología, tal concepto se endurece en relación con el todo totalitario) que se produce en un contexto donde Historia y Mente parecen ser la misma cosa en un Estado Totalitario: para Saunders, si la literatura como institución no puede escapar del poder, al menos la escritura -aquello que todavía no es institución- podrá tragarse al Poder, al Dictador, convirtiéndolo en ficción, derrotándolo por una temporalidad superior -la que otorga la escritura- que empequeñece finalmente el trabajo de desvastación temporal que ha ejercido el Dictador:

Pero la labor entre el poder y la escritura no termina, ni mucho menos, con este "poder" que posee la literatura. Cuando el escritor escribe, ejerce una actividad que el Dictador quisiera para él, y a la que sin embargo le está vedado el acceso precisamente porque es un Dictador, es decir, uno que dicta. Pero los que escriben los dictados del escritor no son los escritores, sino los escribas. Nueva ambiguedad que crispa los nervios del Dictador y hace que se estremezcan los pasillos del Poder... Así, pues, la relación entre la creación verbal y el poder (entre el escritor y el dictador, o entre el artista y el dictador) se hunde profundamente en las aguas de lo psicológico.[39]

Mientras el poder se hunde profundamente en las aguas de lo psicológico -yo diría: para retornar depués, investido de ese profundo programa "psicológico" ("hacer" un hombre nuevo) que es la política-, la poesía, la escritura, la literatura -que aún no es institución, que lo será tal vez en breve pero que aún no lo es, por razones "humanas"-, cava su propio boquete en medio de la destrucción, profundo o leve socavón en medio de la historia, tal vez "patria literaria", como en el poema Pequeña China de Marqués de Armas:

así

se derramaban

(las murallas)

antes de la Gran Revuelta

como el ratón

hace China de su madriguera

subir la cuesta

¿qué muestran

en este punto

los rollos del Maestro Ka´?

"como no hay firmeza

en lo que pisamos

en inarmónicas partes

rodamos"[40]

Inarmónicas partes que hacen de la realidad un catálogo de armonía numérica, propia del totalitarismo, que hacía de las vacas un referente de sublimidad política, o "poética", atendiendo a que el catálogo se inscribiera lo mismo en la mitología que en la economía. La poesía entonces se desustancializa, cobra la ligereza de una nueva lengua que se incrusta en la cara oscura de la Utopía, como en Mao, poema de Carlos A. Aguilera (nacido en 1970), que capta la "voz" del poder y lo fuerza a hablar desde el cinismo consustancial al poder, invirtiendo la función barthesiana del fascismo, que caracteriza al totalitarismo como aquel que te hace hablar, quieras o no:

o lo que es lo mismo: 1000 gorriones muertos: 2 hectáreas

de arroz/ 1500 gorriones

muertos: 3 hectáreas de

arroz/ 2600 gorriones

muertos: 5 hectáreas de

arroz

o repito ch'ing ming

donde el concepto violencia se anula ante el concepto sentido

(época de la cajita

china)[41]

El desastre. Una poesía del "desastre intacto" blanchotiano. O "qué desastre", diría la madre del Chino Aguilera, llevándose las manos a la cabeza. La plenipotenciaria pareja violencia y sentido, que sigue su trayecto embozada en redención, no es que anule al ser en tal género de actividad "desastrosa". Ni siquiera lo divide. Lo enumera, como me enumera, como nos enumera; y ese es el mejor elogio que se le puede hacer al totalitarismo, al menos desde la literatura.




[1] José Lezama Lima. Fragmentos a su imán, La Habana, 1977.

[2] Idém.

[3] Idém.

[4] Ernst Hemingway. Tener y no tener, Barcelona, 1989

[5] Idém.

[6] Lino Novás Calvo. Obra narrativa. La Habana, 1990. (Todas las citas de este relato tomadas de esta edición.)

[7] Lino Novás Calvo. Maneras de contar, New York, 1970.

[8] Idém.

[9] Lino Novás Calvo, „El pathos cubano“, en Homenaje a Enrique José Varona, Secretaría de Educación, La Habana, 1935, pp. 211-218.

[10] Jesús Castellano. La manigua sentimental, fascículo de Los Contemporáneos, 1910.

[11] Idém.

[12] Miguel de Marcos. Papaíto Mayarí, La Habana, 1947.

[13] Fernando Ortíz, La clave xilofónica en la música cubana, La Habana, 1935.

[14] Jorge Núñez Vega. “La fuga de Ariel”, revista Encuentro de la Cultura Cubana, No. 24, Madrid, 2002, PP. 53-65.

[15] Idém.

[16] Guillermo Cabrera Infante. “El nino prodigio”. En: Periódico El País, 22 de febrero, Madrid, 2000.

[17] Reynaldo González, Llorar es un placer, Editorial Letras Cubanas, 1988, p. 153-54.

[18] Frankétienne, “Entre el sueño y la pesadilla”. En: Revista Casa de las Américas, No 233, La Habana, 2004.

[19] Virgilio Piñera, La isla en peso, Ed. Unión, La Habana, 1998, págs.: 33-44.

[20] Virgilio Piñera, Ìdem.

[21] Jorge Mañach, Historia y estilo, La Habana, 1944.

[22] Jorge Mañach, ibídem.

[23] Idém.

[24] Imre Kertész,La libertad también es peligrosa”, Revista Lateral, Barcelona, Nr. 112, Abril, 2004, (http://www.lateral-ed.es/revista/articulos/112ikertesz.htm).

[25] Néstor Díaz de Villegas, “KCHO DEGAS”, in Encuentro en la red (www.cubaencuentro.com), 5 de feb, 2004.

[26] Ambrosio Fornet, “El intelectual en la Revolución”, Ponencia al Congreso Cultural de la Habana en 1968. En: Revolución, Letras, Artes, La Habana, 1980.

[27] David Chericián y Luis Suardíaz. La generación de los años 50, La Habana, 1984.

[28] Idém.

[29] Idém.

[30] Ernesto Che Guevara, “El socialismo y el hombre en Cuba”. En: Revolución, Letras, Arte, La Habana, 1980.

[31] Idém.

[32] Idém.

[33] Reproducido en este mismo libro. Se cita con licencia del autor.

[34] Idém

[35] Rolando Sánchez Mejías, Mapa imaginario (26 Nuevos poetas cubanos), La Habana, 1995.

[36] Omar Pérez. Algo de lo sagrado, La Habana, 1995.

[37] Rogelio Saunders. „El mediodía del Bufón“. En: Revista Diáspora(s), No. 1, La Habana, 1997.

[38] Rogelio Saunders, “El lenguaje y el poder”. En: Revista Diáspora(s), No. 6, La Habana, 2001.

[39] Idém.

[40] Pedro Marqués de Armas. Cabezas, La Habana, 2001.

[41] Carlos A. Aguilera, “Mao”. En: Revista Diáspora(s), La Habana, No. 1, 1997.

----------------------------------Finál de:
-----"La Utopía Vacía. Intelectuales y Estado en Cuba."




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