jueves, 9 de junio de 2011

Poesía (inédita) de David Lago-González

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Poesía inédita de David Lago-González
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El ciclo del bienestar
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1. La Tata
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--------------------Para Gloria Cabrera Mejía
----------------mi niñera asesinada por su novio en un ataque de celos
----------------antes que yo pudiese recordarla.
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Hacen la ronda las doncellas de los arrabales

en torno a la mesa bien puesta, el reluciente suelo con olor a creolina,

el agua humeante de la hervidura en el anafre,

el tenue azul del añil compitiendo con el cielo.

La madre se reserva su coto vedado a todo intruso: los misterios

de la sazón son sólo suyos y su mejor sabiduría para enamorarnos a todos.

Hay pobres que tratan como ricos a la pobreza

y a las horas del deguste paladino es ésta la primera en el privilegio

de dar su aceptación o salpimentar un poco más la vieja ropa y los chatinos.

Nunca fue doncella ni niñera "la muchacha que me ayuda"

y siempre que se marchaba dejaba una foto dedicada por "su secretaria".

Jugando a no llamar las cosas por su nombre, alzaban el vuelo sin herirse mutuamente.

Es curioso cómo, cuando se vuelve la vista atrás,

se ve cómo el ciclo del bienestar lo cierran dos piezas de un mismo engarce:

Gloria fue la primera; quince años después su hermana Lufi fue la última.

Y todo quedó en familia: el misterio y la razón del crimen;

el misterio y el rumor del incesto cuando al salir de casa

Lufi se colgaba de la mano de su hermano como el novio que Gloria tuvo

y los vecinos comentaban cosa tan extraña, afecto tan extremo.

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2. Isabel Requena
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Bajó del carromato, cara de susto o enfado. Muda.

El recuerdo de su padre, canario, se me debate entre el salcocho y el carbón, y poco más.

El recuerdo de su madre, en cambio, pisa todavía con fuerza las baldosas de García Roucco 61 sublevándose a la suave fragancia de su nombre: Flora.

Flora era un arado y un huracán.

Flora tenía una verruga en su cara curtida por el sol de Cromo y yo no sé por qué siempre he asociado los lunares pronunciados a la pobreza.

Perdió un nieto en la guerra de Angola. Y Flora era pobre, controversia de la décima guajira, y toda su prole era como una mezcla entre su fuerza y la de la bestia que tiraba del carromato: encima iba el marido canario, y poco más: pobre hombre afortunado en su floral desposarse.

Cuando algunas veces mi padre me llevaba a sus trabajos en el monte, me acuerdo de aquellos niños campesinos que a la llegada del coche corrían despavoridos a esconderse bajo la cama, mitad travesura, mitad timidez, mitad costumbre: yo oigo sus risas y sus palabras entre quebrados sonidos, y veo sus ojos centelleando entre la curiosidad y el bochorno de su pobreza.

En aquel momento de la llegada, Isabel Requena hubiera querido correr a esconderse bajo la cama que le estaba destinada y no haber salido de allí hasta que, años después, hubiese pasado todo.

Pero poco a poco fue saliendo de la gruta de su cuerpo, a veces con monosílabos, a veces con gruñidos, a veces con una boca que ponía en posición de pomarrosa desafiante. Luego habló, y cuando reía le temblaba el vientre como una gelatina.

Se erigió en silente sufridora de mis inyecciones contra el catarro y se escondía en el trastero a llorar mientras pasaba la persecución de la aguja, la llave de judo con que mi madre me neutralizaba, y se tapaba, me consta que en la oscuridad del trastero se tapaba los oídos, para no oír los llantos y las nalgadas.

Estuvo años con nosotros y en casa se desposó con Juan Infante.

Juan Infante nos dedicó una gallina que durante décadas nos proporcionó carne y huevos:

-“¡Hay que ver lo que ha parido esa gallina!”- le decía mi madre.

-Es que estaba santificada, Agustina-, le respondía Juan Infante, sombrero de guano sobre sus rodillas.

Ya por entonces Isabel no estaba con nosotros; se marchó al casarse. Pero siempre que iba a visitarnos, era como si al principio se bajara del carromato, cara de susto o enfado, muda; y luego, con el primer buchito de café se le iba suavizando el gesto y nos hablaba de Flora, de lo que sufría Gloria con la muerte de su hijo, de los achaques de Juan y de los suyos, que se hacían viejos, de que no llovía o de que llovía mucho, y algunas veces me tocaba la cara y me decía: “Ay niño, como yo lloraba por ti...”

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3. La perrita atada al álamo
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Era un hombre mayor, de unos setenta años.

Se ataba el pantalón con una cuerda,

no sé si por promesa o por miseria.

Tenía el pelo blanco, ancho el cuerpo en el centro

y afinadas las piernas, como las jamaicanas.

Casi no hablaba, quizá por dignidad o por vergüenza.

Sus modales eran finos, cosa mala para algunos.

Y él llegaba temprano, a eso de las siete de la mañana;

ataba su perrita sata al álamo del portal y le pasaba la mano para que no ladrara;

luego entraba en la casa y se ponía a limpiarla

desde el fondo hasta la calle, como las putas, para echar lo malo fuera.

A pesar de los años, era rápido.

Le brindábamos café, o chucherías, y nunca aceptaba;

creo que una sola vez se quedó a comer.

Sólo consentía la comida que le traía a su perra.

Sudaba mucho, ya no estaba para cargar

aquellos muebles de caoba, más propios de gladiadores.

Era un hombre mayor, canoso engominado,

y ataba su perrita al álamo frente a la puerta,

la acariciaba y le hablaba como a alguien muy querido.

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DLGonzález en Efory Atocha, Aquí.
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