lunes, 27 de junio de 2011

"De la legitimidad de las muestras de arte callejeras a partir de una breve exposición de la historia social del mismo" Por Miguel Carreira

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De la legitimidad de las muestras de arte callejeras a partir de una breve exposición de la historia social del mismo. (Dossier Arte & Calle)

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Por Miguel Carreira
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Por lo que sabemos, es muy posible que el arte naciese en el interior de las cuevas. Las pinturas de los hombres de las cavernas son las primeras muestras de actividad artística de la que tenemos constancia o, al menos, son las más antiguas que han llegado hasta nosotros. Es curioso que, para realizarlas, el hombre se adentrase en sus cuevas. En lugar de buscar la luz del sol, y de utilizar como lienzo las proximidades de los modelos que iba a pintar –cosa que hubiese parecido razonable, puesto que se trata de una pintura con evidente interés por el realismo- el hombre se introdujo en lo hondo de sus grutas para decorarlas con una viveza y una estilización de los movimientos que aún hoy sigue sorprendiendo. Cabe preguntarse aún hoy por qué, si había una voluntad de mimetismo, aquellos hombres ocultaron la mayor parte de sus obras en lugares tan poco accesible. Si se trataba, como parece, de un ritual cinegético, tampoco se entiende por qué éste resultaba más eficaz en el fondo de las cavernas que a plena luz, allá donde habitaban los animales que, precisamente, aspiraban a cazar mediante él.

Una de las teorías, al parecer bastante extendida, es que los hombre primitivos utilizaban grutas oscuras y con una forma determinada porque, cuando estas se iluminaban con el fuego, las formas creaban una extraña ilusión de movimiento. Esta teoría se engarzaría muy bien con la de que aquellos rituales tenían una función mágico-ritual no destinada a celebrar la caza, sino a anticiparla, a invocar el éxito. Un poco de la misma manera en la que los deportistas profesionales visualizan sus victorias antes de un partido importante. Un poco como cuando los niños pequeños cierran los ojos muy fuerte y creen en el ratoncito Pérez o en los Reyes Magos o en aprobar un examen imposible. Este quizás puede parecer un comentario despectivo, pero no lo es. En un caso se trata de psicología, en el otro de magia o credulidad. No están tan separadas. Estamos tan conectados a nuestros deseos y a nuestros pensamientos en general que no parece prudente subestimar hasta qué punto quien ha visto ya realizado sus deseos en su mente a avanzado notablemente para poder llevar ese deseo a la vida real.

Esta teoría sobre el arte rupestre tiene a su favor las propias figuras, que parecen borrones de siluetas, hechas a propósito para cabalgar con las sombras que pudiese prestarle a la sala alguna luminaria vacilante. Dicen los expertos que aquel arte primitivo tenía entre sus características el hecho de ser un arte mágico. Un arte al que, además, llamamos arte porque, la verdad, en algo sí se parece a lo que hoy entendemos como arte, o lo que hasta antes de ayer entendíamos como arte. Dicen los expertos que, la diferencia fundamental de aquel arte respecto al nuestro no estaba en tal o cual técnica o en el uso de la perspectiva. La diferencia fundamental estaba en que aquel arte tenía una finalidad práctica. Aquel arte servía para algo, concretamente para cazar. No sabemos muy bien –los expertos no lo saben, yo me limito a registrar- cómo funcionaba el arte en términos de sortilegio. No está claro si pintaban una manada de búfalos o de corzos para invocarla o si, qué se yo, creaban la manada al pintarla en aquellas grutas oscuras, lóbregas, que quizá no sirviesen para otra cosa si no hubiesen descubierto que con cuatro fogatas aquello se convertía en algo parecido a una linterna mágica. Parece un asunto menor, pero, en realidad, lo que está aquí en juego es la causalidad, que nunca es baladí en lo que al arte se refiere.

Yo creo que, aún sin las ventajas de la iluminación, el arte primitivo no tenía otra opción sino conservarse en lugar fresco y seco, como las aspirinas, porque era un arte ligado a la magia que, como todos sabemos, es algo que sólo se puede dar en la intimidad y el secreto. Aquel arte práctico era también una especie de factoría de conjuros que, claro, sólo podían llegar a buen puerto si se practicaban a cubierto. La magia, según parece desde siempre, sólo ha sido posible en privado.

El arte salió de las cuevas cuando pasó de religioso a político o, más bien, cuando lo religioso se convirtió en político y, en el traslado, se llevó el arte de equipaje. Político no se dice aquí en el sentido perverso de nuestras democracias descarriadas, sino en el sentido aristotélico que entiende el hombre como “animal político” como un bípedo implume que sólo puede vivir en la colectividad.

Se podría alegar que aquel arte rupestre también era religioso en el sentido estricto de esta acepción. Al fin y al cabo está pintado en sociedad, presumiblemente por una sociedad –el arte nace antes que el artista y aún falta para la especialización en el trabajo- y para provecho de una sociedad. El arte es político y sale de las cuevas no porque se haya creado en un contexto político, sino porque sirve para crear o afianzar otro distinto, cuando se convierte en uno de los de los medios más eficaces por crear una vivencia común que sirviese de argamasa a las primeras sociedades.

El otro medio de eficacia contrastada, era la religión, de ahí que no sea extraño que el primer arte sea religioso y, progresivamente, político, esta vez sí, en el sentido actual de imposición de un poder a un grupo social al que, a falta de otro nombre, se le llamó al principio pueblo y luego cosas mucho más feas.

Cuando el arte se convirtió en algo religioso y político salió de las cavernas y aborreció por principio toda relación con lo pragmático. El arte aspiraba a convertirse en una cosa eminentemente espiritual porque tanto la política como la religión siempre han tenido la necesidad de desvincularse en su discurso oficial de los bienes terrenos, puesto que, como se sabe, el arte y la política funcionan bajo la suposición del desinterés. Cesar tuvo que rechazar tres veces la corona que le tendían antes de convertirse en rey. En un proceso que se retroalimentaba, la política y la religión empezaron a apoyarse en el arte precisamente porque el arte empezaba ya a estar liberado de las sospechas materialistas y, cuanto más se apoyaban la política y religión en el arte por su pureza y espiritualidad más puro y espiritual se volvía el arte.

A la fuerza ahorcan, y así se llegó a la conclusión de que el arte, al final, era aquello que, de tan puro y espiritual no servía para nada, porque todas las cosas que sirven para algo, están, de un modo u otro y aunque sea por metonimia o proximidad, contagiadas de materia, que es una cosa horrenda que te encuentras por la calle o en el campo y que en ningún caso se te ocurriría utilizar para decorar una encimera. Hasta hace bien poco la materia era lo contrario del arte, lo material era lo contrario del arte y el propio arte consistía en disimular la esencia de la materia –llámese bloque de piedra- y convertirlo en una sublimación del espíritu –llámesele David de Miguel Ángel.

Poco después alguien pensó que, por mucho que algo no valga nada, siempre conviene tener las cosas ordenadas y bajo cubierto. Es cierto que el arte no era una cosa allá que se diga muy útil, pero parecía que la gente tenía cierto interés en él, así que mejor colocar un poco las cosas. Naturalmente el arte tiende a ser una cosa bastante espaciosa, salvo la música, claro, pero también esa necesita instrumentos que ocupan sus buenos metros cúbicos. Alguien, quizás la misma persona, se dio cuenta también de que para guardar el arte iba a hacer falta bastante espacio y, como se daba la casualidad de que los únicos que tenían espacio en casa eran los que poseían el poder político y religioso, y que estos además habían sido los que tradicionalmente habían marcado las directrices del arte, casi lo mejor sería que fuesen ellos quienes se encargasen de guardar esas cosas.

Total, para lo que servían.

Por supuesto, no hablamos sólo de arte pictórico ni de estatuas, que es el arte que más ocupa, después de la arquitectura y de eso que se llaman “instalaciones” que a estas alturas de la historia no debe preocuparnos. En Europa, por ejemplo, en la edad media, a los monjes les dio por decir que, para lo que servía, casi mejor que ellos se hiciesen cargo de la poesía. Bien es verdad que a nadie le importó en aquel momento, porque la gente estaba muy liada con esas cosas de las guerras, los motines, las razias de normandos, árabes y vecinos malhumorados y todo el asunto de la peste negra. También se quedaron con el teatro y con la filosofía. La nueva y la vieja. Insisto en que nadie protestó, ni en ese momento ni hasta mucho tiempo después.

El arte estuvo así a buen recaudo hasta que a los renacentistas primero y a los ilustrados después les dio por echar un ojo a todo aquello que había guardado en los monasterios y en algún que otro castillo. A estos últimos les pareció incluso que sería bueno que la gente pudiese echarle una ojeada a todo lo que había por allí guardado. Ahora está muy de moda meterse con los ilustrados, y con razón, porque los tipos vestían como muñecas de trapo y casi todo lo que escribían era condenadamente aburrido. Pero, aparte de esto, hay que reconocer que los ilustrados hicieron mucho por difundir la cultura y que fueron los primeros que barajaron la posibilidad de que aquellos tipos sucios y desarrapados que vivían en las faldas de los castillos y pedían en las puertas de las iglesias tal vez no se comportasen así ni oliesen de aquella manera por una vocación especial o porque cada uno se divierte a su manera, sino más bien porque, dadas sus condiciones de vida y el precio del jabón lagarto –o su homónimo de la época- no se podía decir que tuviesen muchas más opciones.

Los ilustrados también fueron los primeros a los que se les ocurrió –al menos que se les ocurrió en serio- que ya que había un montón de arte guardado por ahí, a lo mejor, sólo a lo mejor, estaría bien dejar que la gente le echase algún que otro vistazo. Total, no servía para nada. Así que construyeron bibliotecas y museos y la gente empezó a ir. Evidentemente, no es que los campesinos del mundo -que en la mayor parte de los casos no sabían ni escribir el nombre del señor feudal que en aquel preciso momento estuviese mirando con ojos lascivos a su hija la mayor mientras negociaba el precio de la molienda- se lanzasen a los museos a contemplar extasiados las delicadas bellezas de un Giotto. Tampoco es eso, claro, pero es verdad que ahí empezó a fraguarse la idea de que había que devolver un poco de arte a esa gente que, si uno se fijaba en ellos con atención, tampoco eran tan distintos de ellos. Cierto es que tenían menos dientes y más canas, que estaban más morenos y que tenían muy poca idea de qué hacer con un cuchillo de postre, pero esencialmente eran bastante parecidos.

Los ilustrados empezaron a crear los primeros museos con mucha ilusión, bajo una curiosa forma de gobierno que se llamó despotismo ilustrado. Su divisa era aquello de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. El error de esta forma de gobierno es que decían la frase entera a la cara, así sin tapujos. Las oligarquías tardarían años en descubrir el poder político de la elipsis, que les habría ahorrado a estos déspotas muchos intensos –aunque breves- dolores de cabeza, porque la segunda parte de la frase no resultó muy del agrado de una serie de individuos extraños con los que los nobles ilustrados habían confraternizado, pero de los que no tenían una idea clara acerca de qué eran exactamente. Para empezar, no eran nobles, pero olían razonablemente bien y sabían manejar los cubiertos, lo cual resultaba de todo punto desconcertante. Los pobres nobles ilustrados tardaron demasiado tiempo en darse cuenta de que aquellos individuos eran una horda bárbara llamada “burguesía enriquecida” que, cuando se percataron de que sus nuevos amigos de la nobleza no estaban dispuestos a compartir con ellos algo de su pastel de poder, lujo, montones de cubiertos y arte empezaron a rumiar oscuros planes para recortarles la peluca a la altura de la nuez.

Una vez que la burguesía enriquecida alcanzó el poder, encontró que algunas de las ideas que habían puesto en marcha los déspotas ilustrados tampoco es que estuviesen mal del todo. Para empezar, encontraron que aquello de los museos no estaba tan mal pensado y que también tenía bastante sentido lo de instalar cloacas, plantar arbolitos, construir boulevares y acaparar el poder en círculos endogámicos de influencia. Le explicaron todo eso al resto de los que no eran nobles -también llamados, el pueblo- que eran aquellos que no olían tan bien, y se lo argumentaron explicándoles que bastantes preocupaciones tenían ellos ya como para que encima tuviesen que estar pensando en a quién ir a votar al día siguiente. Que eso era cosa de gente culta, desocupada, con tiempo para pensar y que supiese utilizar un tenedor. Que la principal preocupación de los campesinos y pobres en general era su sustento y que no hay que distraerlos con zarandajas, pobrecitos ellos. Así surgió un modelo de sufragio en el que sólo algunos, los más cualificados, que casualmente eran los que tenían más dinero para cualificarse, podían votar.

Alguien preguntó entonces si, dado que esos señores -que ya no se hacían llamar a sí mismos “burguesía enriquecida” sino “burguesía” a secas- tenían tanto como para no preocuparse en absoluto de ese tipo de cosas, quizás lo más justo fuese que todos repartiesen un poco entre todos. Así tocarían a más para decidir y no tendrían que cargar solo los de la burguesía con todo el peso de dirigir un país. La burguesía entonces explicó a los del pueblo -que ya se quedaron con ese nombre para los restos- que lo que había dicho aquel hombre se llamaba “desobediencia civil” y que era un delito enorme. La gente del pueblo preguntó si aquello de la “desobediencia civil” era como el asunto del “pecado” que les habían explicado los que estaban antes. Los burgueses les explicaron que no, que la desobediencia civil era algo mucho más terrible, porque no afectaba a Dios –que, bueno todavía existía, pero un poco menos que antes- sino a todos y a cada uno de ellos, personalmente. La desobediencia civil era un delito contra el estado y, puesto que el estado era el conjunto de los ciudadanos y todos, tuviesen o no derecho a voto, eran ciudadanos, aquello de la desobediencia civil debían considerarlo el más aborrecible de todos los delitos.

A la gente de aquello que, como dijimos en adelante, se llamó pueblo a secas, el asunto de la desobediencia civil no le debió de quedar del todo claro. Los de la burguesía intentaron explicárselo de forma mucho más gráfica, utilizando esta vez un tenedor y una paleta de pescado para complementar sus explicaciones y hacer así más evidentes las notables diferencias entre un hombre ilustrado y un campesino sin derecho a voto. Como la cosa seguía sin resultar del todo clara, la burguesía decidió que sería bueno darle al poder recién adquirido una pátina de legitimidad. Así que empezaron a construir todo un aparato ideológico, para lo cual cogieron casi todos los elementos que habían heredado del despotismo ilustrado. Construyeron más museos, más bibliotecas y más teatros de los que nunca antes nadie había construido en la historia de la humanidad. Resulta sorprendente lo sencillo que les resultó continuar con la obra de los déspotas ilustrado, pero parece ser que muchos de estos se habían infiltrado entre la burguesía utilizando el mismo sencillo sistema con el que la burguesía se había infiltrado entre los déspotas ilustrados, es decir, cuidando un poquito de su higiene personal y mostrando cierta habilidad con los cubiertos.

Además inventaron una forma superior de ordenar el arte, que ya no consistía en tenerlo a recaudo físicamente, sino que se trataba de una táctica mucho más sofisticada destinada a ordenar la esencia misma del arte. Surgieron así las academias, cuya misión era dictaminar qué era y qué no era arte. Si resultaba que era arte pasaba al canon y físicamente se lo colocaba en museos y bibliotecas. Si no lo era entonces se podía desechar definitivamente o se podía dejar a secar en una esquina hasta que todo el montón de cosas horribles e injustas que ese arte pretendía denunciar se hubiesen cambiado, a veces por cosas más horribles y más injustas, otras veces por cosas menos horribles y menos injustas -tampoco vamos a dramatizar, pero siempre cosas lo suficientemente distintas como para que no las reconociese ni su santa madre para el momento en el que alguien se fuese a una esquina, recogiese de un montón de chatarra descartada un cuadro, o un soneto o una canción para orquesta de cámara y reconociese, bastante complacido, que, efectivamente, aquello era arte, que era increíble que se les hubiese escapado hasta entonces y que sería porque no se habían fijado bien.

Con los museos y las academias parecía que el sistema estaba cerrado. El arte quedaba definido intelectualmente por las academias y los museos eran la prueba de la existencia de dicho arte. La academia decía “arte es x” y si a alguien se le ocurría pedir pruebas sólo había que ir al museo o la biblioteca y sacar un cuadro o un libro de x y decir “mire usted, aquí está y está en un museo, ergo…”. La cosa funcionó razonablemente bien durante un tiempo. Exactamente durante siete minutos y medio que, según todos los indicios, tuvieron lugar en 1784, durante la presentación de El juramento de los horacios o quizás poco después de morir Diderot, no está claro.

Después algunos empezaron a sospechar. Si el arte era universalmente válido no se explicaba que ocurriese tan a menudo eso de que alguien a quien no se había considerado un artista empezase a serlo más tarde. Tampoco el caso contrario, cuando alguien a quien se consideraba un genio en su materia se transformaba en el hazmerreir del mundillo tres días después. El asunto del museo tampoco convencía mucho. Empezaron a oírse voces sugiriendo que tal vez las cosas que estaban en el museo parecían tan artísticas precisamente por estar en un museo.

Para comprobarlo, un señor puso una cara muy seria y colocó un urinario en la sala de uno de estos museos. Luego se plantó en el centro de la sala y, sin perder un ápice de seriedad, señaló el urinario con el dedo y preguntó si aquello era arte. Otros señores que estaban por allí presentes y también estaban muy serios se enfadaron bastante, y dijeron que aquello era una burla y que así no se podía jugar. Sin embargo, un tercer grupo de señores, que se pusieron más serios todavía, dijeron por el contrario, que, efectivamente, aquello era arte, pero que no se había convertido en arte gracias al museo, como se podría pensar, sino gracias a que, quien lo había puesto allí, era un artista. El señor que había colocado el urinario no dijo mucho más, pero dicen que se pasó el resto de su vida jugando al ajedrez y riendo por lo bajinis.

Los señores que se habían tomado el asunto del urinario en serio se pusieron manos a la obra para crear una nueva categoría de arte, ahora que los museos se habían ido a pique como coartada intelectual. Para eso echaron mano de una idea que ya desde un tiempo atrás venían acariciando, que era la idea del artista. La teoría era la siguiente. Hasta ese momento habían vivido en el error de que un artista era un señor que creaba obras de arte. Se le llamaba artista por eso, porque creaba arte. Por ejemplo, si alguien se encontraba arte por la calle y gritaba quién era el responsable de aquello y un señor levantaba la mano, entonces el señor que se había encontrado el arte en la calle podía decirle que era un artista. Pero este señor estaba equivocado o, al menos, partía de una base errónea. Un artista es, en realidad, una especie de superespecialista dotado con la capacidad de crear arte. Si el mismo señor del caso anterior se encontrase por la calle algo que no fuese arte, sino, pongamos por ejemplo, una cajita repleta de heces quizás, como en el caso anterior, se le ocurriera gritar quién es el responsable de ello. Entonces podían pasar dos cosas:

a) Que la persona responsable argumentase que, si había hecho aquello, es porque él es un artista, en cuyo caso, la cajita con heces se transformaría automáticamente y con toda seguridad y legitimidad en una obra de arte.

b) Que la persona responsable argumentase que había hecho aquello porque le daba la gana o porque no podía remediarlo o porque pensaba que sus heces poseían algún tipo de propiedad mágica de la que podría sacar partido, bien durante el segundo advenimiento de Cristo bien durante un hipotético ataque extraterrestre. En este caso la posibilidad de que la caja se considerase una obra de arte caía en el acto cosa de cuarenta o cincuenta puntos.

A raíz de este breve repaso histórico podemos comprobar que el arte, en todas sus formas, ha pasado por diferentes etapas y, sobre todo, por diferentes lugares. El arte ha estado en grutas, en iglesias, en palacios, en museos, en escuelas y hasta en cajitas diminutas, pero le sigue esperando la calle. El arte siempre ha pertenecido a quien tiene el poder de utilizarlo, pero el arte también es algo más que eso. El arte, si es arte de verdad, puede ser sólo una leve hebra que esté ligada a algún lugar dentro de nosotros mismos, un hilo muy fino que nos recuerda lo que somos en el fondo, una vez superada la distancia que hay entre la parte más profunda y descarnada de nosotros mismos y aquella otra, que asoma a la superficie, cubierta por una costra dura pero necesaria. Esa costra que nos sirve para vivir en una cueva, en un palacio, en una catedral o en una universidad y que será más o menos permeable al arte al que se la expone en función de que sea un arte que le hable directamente o que esté fabricado del mismo material que esa misma costra, que nos conforma. Así que si ha llegado el momento de que esa costra esté también hecha de adoquín y asfalto, entonces, tal vez, es que el arte tenga que volver a la luz.

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Miguel Carreira López, nació en algún lugar de Galicia en algún momento de 1982. Licenciado en Humanidades, divide su tiempo entre la literatura –ha publicado algún artículo y escrito algún cuento- y su trabajo en editorial, particularmente en el campo de las nuevas tecnologías aplicadas a la edición y la educación.

Entre sus actividades, ha participado en el proyecto La casa de Bernarda Alba Zombie, es cofundador de Homérico filmsy ha escrito un par de libros infantiles. Actualmente trabaja como editor digital en Anaya y colabora con páginas como Revista lecturas (http://www.revistalecturas.cl/) y Culturamás (http://www.culturamas.es/) También es uno de los redactores del blog Todo lo que debe saber para acabar con la cultura (http://paraacabarconlacultura.blogspot.com).

Imagen superior obra de Banksy tomada de la Web.


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