martes, 23 de junio de 2009

Rogelio Saunders: Relato

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Un Relato (inédito) de Rogelio Saunders
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El sueño

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-----Estaba de visita en lo del maestro H., de quien me habían hablado maravillas, cuando hicieron pasar al campeón B., que estaba de paso.
-----Sirvieron más té.
-----Levantamos nuestras tazas y bebimos en silencio.
-----Transcurrió media hora.
-----—Soy el mejor, si duda —dijo B. —. Pero algo me falta.
-----Era a la vez una afirmación y un desafío.
-----El maestro carraspeó y señaló una abertura situada a la izquierda, cubierta por una cortina, y en la que hasta entonces no me había fijado.
-----—Si logra atravesar el pasadizo y salir del otro lado, podrá dar un rodeo por el jardín y volver a este cuarto. Entonces no le faltará nada.
-----Incrédulo, el campeón miró la cortina.
-----—¿Ésa?
-----El maestro afirmó con la cabeza.
-----H. se levantó decidido, fue hasta el agujero y levantó la cortina.
-----Inmediatamente se escuchó un rugido.
-----El campeón retrocedió un paso.
-----—Es un tigre —dijo.
-----—Tonterías —dijo el maestro—. Ese tigre no existe o es sólo un sueño.
Olvídelo todo y avance por el pasillo.
-----El campeón tomo un nuevo impulso, levantó la cortina e introdujo medio cuerpo.
-----El sonido que escuché entonces fue indescriptible. Parecía el alarido espantoso de una criatura desesperada, sola como no lo había estado nadie nunca. Se me erizaron todos los pelos de la cabeza.
-----Recordé de pronto un cuadro famoso, tomado al natural en la India. El dibujante había captado con rara perfección el salto de un tigre. Era lo único que había captado: el salto. Pero por alguna razón resultaba imposible olvidar esa imagen.
-----Cuando bajó la cortina, el campeón B. tenía el rostro color de cera y el pelo completamente blanco. Salió sin decir nada, arrastrando los pies como un anciano.
-----—Pero, dígame —le pregunté al maestro H. un poco después, intrigado por el misterio del pasadizo—, ¿de verdad tiene un tigre allá dentro?
-----—Compruébelo usted mismo —dijo H., quitándose una mosca del rostro.
-----Fui hasta el agujero y levanté con mucho cuidado la cortina. Debajo, el suelo del pasadizo parecía de grava, aunque luego comprendí que se trataba de hierba seca. Parpadeé un poco todavía, incrédulo, y aventuré una mano en lo invisible. Entonces lo reconocí, al viejo olor, inconfundible entre los cientos de miles de olores de la selva. Allá en el fondo, colgando en la oscuridad como dos lucecitas de San Telmo, me miraban las pupilas alertas y juguetonas de un tigre de Bengala.
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