lunes, 12 de julio de 2010

Epistolario (inédito) Dulce Maria Loynaz - Alberto Lauro

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Por Alberto Lauro

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El epistolario que aquí presento* no es ficción. Los originales obran, después de muchos años de darlos por perdidos, en mi poder. Clandestinamente los sacó de Cuba la periodista y crítica de arte soviética (ella se consideraba rusa) Svetlana Vasilieva, ya fallecida, que fue mi amiga, al final de los años ochenta, en que muchos cubanos creyeron que Cuba seguiría la “perestroika” de la URSS, cuya presencia tutelar en todos las esferas de nuestras vidas, incluyendo una ominosa reforma de la Constitución de la República, aborrecíamos. Ilusos jóvenes de entonces eran mis colegas de las Facultad de Letras de la Universidad de Santiago de Cuba y de La Habana, que leían con avidez los nuevos cambios políticos, sociales y sobre todo, culturales, reflejados en las revistas Novedades de Moscú y Cine soviético, que eran hasta entonces publicaciones anodinas y que, a partir de dedicarle reportajes a Babel, Anna Ajmátova, Marina Svetáieva, Goncharova, Diaguilhev, Shostakovich, Mijail Bulgakof, Chagall, Prokofiev, Boris Pasternak, Esenin y otros artistas y escritores aplastados por la maquinaria represora del estalinismo, se agotaban en pocos minutos después de sacarlos a la venta, a todo lo largo y ancho de la isla. Hasta que fueron suprimidas del todo, junto a la revista Polonia de Hoy y se cerró la Casa de la Cultura Checa, único establecimiento que vendía discos de música clásica en toda La Habana. Donde esta esperanza fue más evidente y abortada fue en la generación de los pintores emergentes en esa fecha con quienes me relacionaba y casi todos andan dispersos por Estados Unidos, Alemania, Francia, España y otros países. Dulce María Loynaz se encontraba en esos momentos completamente olvidada dentro de Cuba y sus obras vetadas en las editoriales de la isla.

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Estas cartas son el testimonio de una amistad incondicional durante casi diez años, que se convirtió en diaria a partir de que me mudara a La Habana a mediados a finales de los años ochenta. Finalizó drásticamente en 1990. Figura como destinatario de las misivas un joven de provincias, entonces un soñador que a esta fecha está enterrado y bien enterrado, aspirante a convertirse entonces en poeta y escritor, un desatino de los tantos suyos.

Ya en los años setenta -1976 y 1977- había residido en La Habana, estudiando algo que no me interesaba, pero que le permitió cambiar de ciudad. En esta primera etapa vivía en el exclusivo barrio de Siboney y salvo al Padre Ángel Gaztelu y María Luisa Bautista –viuda de Lezama Lima-, la pianista cubano libanesa Ñola Sahig y la profesora de artes plásticas y pintora Gloria González, el poeta Pablo Armando Fernández y la escritora Magali Sánchez, todos mayores que yo, no trataba a nadie más. Para esa fecha nadie en La Habana hablaba de Dulce María Loynaz. Incluso para mí, que era un lector voraz, era una perfecta desconocida.

Yo era entonces un adolescente rebelde e insolente con cara de niña. Mi única arma para defenderme era una ironía implacable y eso me hacía temible. Fui expulsado de varios colegios.

De esa época conservo a mis dos amigos, también adolescentes, compañeros de recorrer La Habana, sus barrios y sus iglesias, entonces estudiante de Medicina, la Dra. María Caridad Aguirre –cuyo matrimonio con uno de los presos políticos plantados del Presidio Histórico, Alfredo Mustelier, haría que fuéramos objeto de vigilancia por la policía de la Seguridad del Estado-, que fue quien me presentó más tarde a Gustavo Arcos Bergnes. Después de décadas de luchar primero contra el tirano Batista junto a Fidel Castro y ser uno de los pocos asaltantes que salieron con vida del asalto al Cuartel Moncada, al oponerse también a Fidel sufrió décadas de prisión. El otro amigo era sobrino de Alfredo, Guillermo Mustelier, que fue quien me llevó a conocer al Padre Gaztelu, y a poco me vi siendo, a falta de monaguillos, ayudante en misas dedicadas por él y sus amigos a Lezama Lima, a las que asistían su viuda María Luisa Bautista, Chantal y José Triana, el Dr. Dihigo, las hermanas de Amélia Peláez, José A. Fernández de Castro –el amor imposible de Flor Loynaz-, el fotógrafo Chinolope, el artista Humberto Peña y pocos más.

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Monseñor Peña, el Obispo de mi diócesis, me había presentado entonces a Monseñor Guarrachino, Obispo de Buenos Aires, quien sería más tarde presidente del Consejo Ecuménico Latinoamericano, de visita pastoral en Cuba. Era amigo personal de Jorge Luis Borges y fue por él que conocí la obra del escritor argentino, prohibido en esos momentos en Cuba. Este me preguntó por los autores cubanos que leía y a la verdad que tenía muchísimas lagunas. Me di a la tarea de leer y estudiar con detenimiento los escritores cubanos. Y a conocer a los que entonces podía tratar. En Holguín, alejada de los medios culturales, vivía la poeta Lalita Curbelo Barberán. Había publicado en los años sesenta un libro con un título sombrío: Catedrales de Hormigas. Fue muy bella en su juventud. De ella en La Habana se había enamorado la escritora venezolana Teresa de la Parra y había querido que fuera su secretaria, para llevársela a Europa. Pero ella se negó y vivió como una simple maestra en mi pueblo. Nunca se recuperó de la pesadumbre y la amargura de haber sido secretaria, a principios de la Revolución, de los tribunales de los juicios sumarísimos donde fueron fusilados personas acusadas de haber pertenecido y colaborado con el régimen de Batista. Teníamos un extraño parecido en la mirada y el color de los ojos. Aunque ella era de carácter solitario y difícil, poco a poco nos hicimos amigos. No me prestaba libros. Ni a mí ni a nadie. Y sin embargo, los que yo le daba para estimularle, cuando encontraba alguno interesante o que me regalaban, publicado en el extranjero, jamás me los devolvía.

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Leí todo, exhaustivamente todo lo que había en las bibliotecas de mi pueblo. Cuando en un intento de enviar a todos los jóvenes a estudiar a las escuelas en el campo, con el objetivo de separarnos de nuestras familias y adoctrinarnos, se cerró el Instituto Pre-Universitario que llevaba el nombre de un célebre filósofo cubano que ya nadie lee, Enrique José Varona, la biblioteca, con una colección exquisita de títulos selectos, muchos importados de Argentina y México, fue destruida y convertida en pulpa. Allí era bibliotecaria una bella señora de origen libanés y madre de mi compañero de estudios Héctor Febles Mezerene. Lo mismo sucedió con la de mi tíos abuelos Buenaventura y Pedro Pino, el Dr. Cortina, Bayres Llopis –un hombre muy rico con el que mi padre trabajó como tenedor de libros de cuentas- y otras familias de las tantas que abandonaron Holguín, muchos de ellos decepcionados por Fidel Castro, a quienes conocían bien porque le habían tratado siendo joven.

A los doce años quise saber cómo era el espectáculo de un cabaret. Fui con una vecina –Mimi- y sus hijos. Mientras ellos estaban frente al escenario yo me fui al fondo, a explorar el sitio. Esa noche, y por el peso de mucha gente subida en andamios para no pagar, se derrumbó. Yo estaba debajo. Me sacaron vivo entre toneladas de hierro y escombros. Por suerte sólo me rompí el tobillo de una pierna, cuya reconstrucción me tuvo postrado más de un año. En el hospital me la enyesaron sin mirar que tenía rasguños y contusiones. Pronto el dolor fue insoportable. Nada me calmaba. Ni los analgésicos más potentes. En el hospital se negaban a abrirme la escayola. Mi padre trajo a un amigo y la abrió bajo su responsabilidad. Fue a tiempo. En pocos días la pierna hinchada hubiera tenido gangrena y me la hubieran tenido que cortar. Para entonces yo había ganado varios concursos escolares de literatura y mi tía Mercedes me trajo prestada, para que me entretuviera, mientras sanaban las escaras y me volvían a enyesar, una máquina de escribir Underwood suya que yo siempre había querido y no me dejaba ni tocar. Mi maestra del pre-escolar, Angélica Serrú, que después fue directora de la Academia de Ballet y Música de Holguín, quería que me dedicara a la danza. A escondidas iba a verla y cuando gané una beca para el Ballet Nacional de Cuba mi padre se opuso y no me autorizó, diciéndome que era muy pequeño para irme solo a estudiar a La Habana. El accidente acabó con el sueño de la danza.

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A mi larga recuperación se debió que la literatura fuera mi vocación. En poco tiempo leí toda la biblioteca de mis tíos. Por entonces venían a la casa unos ancianos a cambio de unas monedas que uno quisiera darles, con unas cajas de libros usados que alquilaban por días. Pero todas eran de amor o de vaqueros del Oeste americano. Yo me inventaba las tramas sin ninguna dificultad. Pronto escribí algunas. Recuerdo una infame, “Bala perdida”, que a los amigos de mi edad gustaba. Y cuando comenzó la rehabilitación frecuenté las bibliotecas públicas. Mis tios tenían otros libros que no me dejaban tocar. Por ejemplo “Paradiso” de Lezama Lima, uno de los pocos ejemplares que se vendieron porque el libro fue recogido de las librerías por orden de la policía el mismo día que salió a la venta.

Poco después, mientras iba con otros compañeros de clase, al atardecer, a estudiar y recuperar así las clases perdidas de casi todo un curso, un coche me atropelló por la espalda y luego se dio a la fuga. Allí quedé inconsciente, no sin antes arrastrarme casi veinte metros. Ellos tomaron la matrícula. Se hizo la correspondiente denuncia. El propietario resultó ser un militar de alto rango que durante el juicio dijo –le dio tiempo a cambiarle el color de la pintura del vehículo- que todos los testigos se equivocaban. Vino al juicio luciendo su uniforme de gala y ostentando insignias y condecoraciones que había recibido. Cuando me tocó mi turno, yo le dije que si su conducta era común a los militares cubanos, lamentaba el destino de la Revolución, pues me había atropellado y sin apenas detenerse a brindar algo tan elemental como son primeros auxilios, lo cual era un delito. Airado me interrumpió –yo no tenía entonces más que dieciséis años- y me dijo que midiera mis palabras. Que exigía respeto al uniforme que llevaba puesto. Mi respuesta fue contundente: “Por lo que ha hecho y hasta que no se demuestre lo contrario, usted no es más que un presunto reo de la Ley”. El público, que era numeroso y abarrotaba la sala, en su mayoría mis compañeros de estudio y sus padres y familiares, se quedó un momento mudo, estupefacto. Después estalló en aplausos. De más está decir que el resultado del juicio fue apañado. Pero yo tuve allí mi segundo de gloria.

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Mis pocas salidas terminaban en la biblioteca principal de la ciudad, donde conocí a las empleadas, con quienes enseguida hice amistad. Me pasaba muchas horas en el Departamento de Música. Allí estaba siempre un anciano -Coto- que se convirtió en mi amigo y mi espontáneo profesor de historia de la música. Al llegar a la biblioteca él me había reconocido. Pasaba por el lugar y entró a curiosear. Ya se había encargado de comentar mi arrogante desafío a un militar y por ello pronto las empleadas me trataban con deferencia.

No sé cómo comencé a intercambiar cartas y postales con desconocidos. Tal vez para matar el hastío. Eran corresponsales a quienes no conocía y tal vez nunca conocería. Las direcciones las tomaba por programas de onda corta de Radio Nacional de España, Radio Nederland de Holanda, La Voz de los Estados Unidos de América –que todo el mundo escuchaba en Holguín y mi abuelo Escalante ponía tan alto la radio que era oída por todo el que pasaba frente a su casa, la BBC de Londres, Radio France Internacional, Radio Praga y hasta Radio Moscú. Recibir cartas era una fiesta. La única que me podía permitir esos años. Era como vivir lejos de donde estaba, realizarme en otros. Cada postal que me llegaba era un aliciente.

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El texto suyo, “Carta a San Martín de Loynaz”, no ha sido divulgado por la edición reciente de sus obras en La Habana, y no fue incluido en Poemas náufragos, como inicialmente me comentó, editado por Editorial Letras Cubanas en 1991,

¿Por qué tenía miedo Dulce María Loynaz en 1962? No creo que esto lo halla dicho nadie, ninguno de los que se acogieron a la sombra del reconocimiento del Premio Cervantes en 1992, para acercarse a ella, adularle y figurar. Para esa fecha, a principios de los años sesenta, había sido detenida dos veces para ser sometida a interrogatorios por colaborar con la obtención de visados para personas desafectas al régimen, opositores activos considerados por las autoridades como contrarevolucionarios, entre ellos el poeta Gastón Baquero y Fausto Menocal, hijo de unos de los presidentes de la República, a quien personalmente el Ché Guevara mandó a detener –esto lo supe por ella y luego él mismo me lo corroboró en mis muchos años de amistad con él en Madrid-, y tuvo de pie en su despacho durante casi dos días, sin dejarle comer, mientras el famoso guerrillero degustaba desde su buró suculentos platos traídos del entonces hotel “Habana Hilton”. La tercera vez que la detuvieron, fue arrestada y pasó toda una noche entre ladronas y prostitutas en una celda miserable. Incluso llegó a vivir en apenas una habitación de su mansión porque, durante la crisis de Octubre, las autoridades le habían sellado las estancias de su propia casa. Se sospechaba que abandonaría el país de un momento a otro para reunirse con su esposo, ya fuera de Cuba y así evitaban que sacara objetos valiosos de su mansión. Desde entonces su correspondencia fue interceptada, algo que ocurrió hasta el final de sus días según su amigo, el periodista Santiago Castelo, a quien le dijo, poco antes de morir en 1997: “Sigo siendo una mujer peligrosa”.

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La policía debió estar al corriente del ofrecimiento de su editor español Aguilar, que le brindaba una casa recién adquirida por él en la calle Ferráz, cerca de donde también vivió la poeta y dramaturga cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, y de varias ofertas de cátedras de Literatura de distintas universidades americanas, entre ellas las de Columbia. Los milicianos invadieron su vivienda y cocinaron con madera en su otrora exquisita cocina. Cuando en los años ochenta la visité, aún partes de las huellas del humo permanecían en el techo. Le pregunté por qué no había mandado a pintar de nuevo esas manchas y ella me dijo tajante: “Para no olvidar ni un solo día aquella afrenta”.

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¿Quién era Dulce María Loynaz en aquel momento en que yo le escribí mi primera carta? Nadie. O mejor dicho, un fantasma. Una de los tantos poetas que escribieron, murieron y se olvidaron. Como Emilia Bernal, que en su momento fue una poeta de renombre. Porque en los años setenta y ochenta ella no aparecía en ningún lugar y, con alevosía, era omitida en las antologías oficiales. ¿Había muerto o se había ido de Cuba? Al fin y al cabo morir era lo mismo para un autor si se había exiliado. Como Gastón Baquero, Eugenio Florit o Cabrera Infante –con su padre tuve largas conversaciones y terminó casándose, a la muerte de su esposa Zoila, con la que recorrió a pie casi toda la isla haciendo propaganda y mítines a favor del Partido Comunista en los años cuarenta y cincuenta, con una negra muy bella que era su criada-, Lidya Cabrera –a quien Lorca le dedicó “Preciosa y el aire” en su poemario Romancero Gitano y fue quien, según me dijo la única vez que hablamos por teléfono, encontrándome yo en Suiza y ella en Miami, le presentó en Madrid a la actriz Margarita Xirgu, que estrenaría sus obras de teatro- y tantos otros. ¿O había caído en desgracia la escritora como Lezama Lima, Virgilio Piñera, para citar a los más conocidos de entonces o Reynaldo Arenas? En Holguín con la madre de Reynaldo, Oneida Fuentes, coincidía en misa y ella no hacía más que llorar por él, y yo consolarle diciéndole que algún día su hijo sería reconocido como un gran escritor. “Yo sólo me hubiera conformado –me decía- con que hubiera sido carpintero como Calimero, mi vecino, que le dio trabajo en su taller cuando era muchacho. Tal vez si no se le hubiera metido en el cuerpo ese demonio de la escritura hubiera sido feliz. Tú ten cuidado y no lo imites”. Reynaldo había recreado a Holguín en un lienzo del todo sombrío y sórdido en su novela El país de las blanquísimas mofetas. De Dulce María Loynaz no se sabía nada. Absolutamente nada. Juntos aparecieron, para escándalo de las autoridades de la cultura y de la Seguridad del Estado, en 1990 en el documental de la BCC de Londres “Havanna”, dirigido por la checa Jana Bokova, junto al pintor Raúl Speak, la pintora Clara Morera y Poncito, el hijo del famoso pintor cubano Fidelio Ponce de León, todos abiertamente enfrentados al régimen. Esto sentó como una bomba en los medios oficiales de la isla, encima le fue concedido al filme el Premio “Vaclav Havel” de Derechos Humanos. En Miami causó un gran impacto las imágenes de Dulce María solitaria, solamente acompañada de sus perros. Cuando le preguntan por el país y su estado, sentada en una silla que más tarde me regaló, abrió uno de sus exquisitos abanicos de su importante colección, lo abrió, hizo silencio para evitar la respuesta, se echó aire y tranquila y dignamente respondió: “Excúseme”.

En los años setenta me puse a investigar su destino entre la burguesía de mi ciudad natal. Bueno, los pocos burgueses que quedaban. En una de las tantas veces que me detuvo la policía, uno de los que me interrogó me exhortó a que me dejara de dedicarme a la arqueología humana. Aquello me hizo soltar una carcajada porque era cierto. Totalmente. Mi risa surtió el efecto de una bofetada.

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Las ancianas Manduley, hijas de un prohombre local durante la República y primas de Celia Sánchez, un personaje tan ambiguo como implacable al servicio personal de Fidel Castro desde la época de la Sierra Maestra, una especie de Fedra, Desdémona y Yocasta lésbica al mismo tiempo, no sabían nada de la escritora que habían leído en su ya distante juventud. Y me pusieron en contacto con otra anciana, Balduvina Fernández. Ella sí la había conocido y tratado en La Habana. Cuando fui a visitarla, sus familiares me la dejaron ver. En su época había sido una inspectora escolar temible, revestida de la parsimoniosa solemnidad de los maestros de entonces y una mujer muy bella. Pero al llegar a ella ya estaba con la enfermedad de Alzhéimer, postrada y desnuda en una cama cubierta con una gasa blanca como su mente. No obstante, logré tener con ella unos momentos de conversación y, al hablarle de temas tan lejanos como era su juventud, con datos que sus parientes más próximos desconocían, recobró alguna lucidez. Y yo le escribí, para consternación del director del periódico local “Ahora”, en el que ya colaboraba desde los trece años, un artículo con una soberbia foto suya, en donde evocaba su amistad con el poeta mexicano Amado Nervo, que le dedicó unos versos y con quien paseó en barca por Xochimilco.

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Dulce María Loynaz literaria y humanamente estaba muerta en vida, mucho antes de que a Pablo Armando Fernández, Humberto Arenal, Manuel Díaz Martínez, César López, Antón Arrufat y tantos más fueran depuestos de sus cargos diplomáticos, intelectuales que inicialmente habían sido utilizados y luego del Caso Padilla fueron víctinas de la represión y del silencio, cuya figura visible era Luis Pavón –también de Holguín: su hermano Cuqui era mi mentor del periódico y su hermana July había escandalizado a la ciudad casándose con un joven artista, Raúl Garcés, elegante y que utilizaba su altiva belleza como un insulto, hoy exiliado en Estados Unidos.

Durante muchos años, en las empolvadas estanterías, mi dedo pasó por encima de sus libros publicados en España sin abrirlos. Tengo con los poemarios una suerte que es al mismo tiempo una desgracia: abrirlos y encontrarme el verso más malo. Y con los libros de esta autora me pasaba lo mismo. Hasta que un día encontré los Poemas sin nombre, que enseguida admiré. Desde luego su estética estaba muy distante de los poetas de mi generación que entonces comenzaba a tratar y comenzábamos a publicar –Reina María Rodríguez, Cira Andrés, Sigfredo Ariel, León de la Hoz, Zoé Valdés, Daína Chaviano, Vladimir Zamora, Osvaldo Sánchez, Efraín Rodiguez, Yoel Meza y Elena Tamargo, entre otros.

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Mi amigo de Holguín Alejandro Querejeta, poeta, periodista y escritor, se carteaba con el historiador William Gattorno, tal vez pariente de otro Gattorno, pintor, amigo de Hemingway y al que le había dedicado un elogioso artículo. Ignoro cómo se conocieron, lo cierto es que Querejeta le habló de mí y éste comenzó a enviarme unas epístolas que eran verdaderas soflamas incendiarias de una efusión decimonónica que me atemorizaban, a tal punto que luego de leerlas las rompía por temor a que cayeran en manos extrañas y confundieran mi cordial intención. Fue Gattorno quien me pidió que le escribiera a Dulce María Loynaz. Incluso recuerdo haberle escrito a una sobrina suya algunas cartas, aunque todavía era muy pequeña y creo que no sabía ni siquiera leer. A él le debo nuestra amistad. Gattorno hacía lo mismo que yo, pero en La Habana. Se ocupaba de personas a quienes el sistema político despreciaba, con lo cual heredó libros, fotos, documentos que atesora aunque no sé si bienes materiales. Era muy amigo de las hermanas Lamar Schweyer, hermanas de Alberto –cuya defunción encontré en la misma página donde estaba anotada la de Lezama Lima, en los libros de registro del Archivo del Cementerio de Colón de La Habana, cuando antes de irme de Cuba con mi dinero restauré su tumba abandonada. Estas señoras eran tias de la esposa de Díaz Martínez, nuestra inolvidable Ofelia Gronlier Lamar.

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Fue Gattorno quien me pidió que le escribiera a Dulce María Loynaz a su casa, diciéndome que ella se alegraría de mis cartas y que eso la estimularía en su soledad: saber que alguien, un joven lejano, desconocido y de provincia se interesaba por su persona, por su obra. Leí con detenimiento Versos, Juegos de agua y Poemas sin nombre. Y con la lectura de esos libros mi opinión sobre su obra cambió. Mucho me extrañó que Cintio Vitier no se ocupara de ella en Lo cubano en la poesía. En ese libro que era capital para mí –y lo sigue siendo- sólo la cita en una nota de paso. Altiva y arrogante como era, nunca se lo perdonó.

Le escribí una carta a la poetisa. Y otras. Sin éxito alguno. Como respuesta sólo recibí el silencio. Pero no estaba dispuesto a que se me cerrara una puerta que quería franquear, abrir o forzar a como diera lugar. Nunca que me había propuesto conocer a alguien había fracasado. Así que no dejé de asediarle con interminables cartas. Por Gattorno, cómplice en esa tarea, sabía perfectamente que las recibía y que eso comenzaba a divertirle. Cuando ya no lo esperaba recibí un sobre manoseado, con letras grandes en el remitente. D. M. L. Había logrado que bajara para mí el puente levadizo de un castillo casi siempre franqueado por más de cuarenta perros, que por lo general, sarnosos y hambrientos, le arrojaban por encima de una cerca que rodeaba su mansión.

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Para otras muchas cosas sí, pero nunca he sido impaciente para leer. El sobre reposó unos días cerrado junto a mi mesa de noche. Finalmente accedí a abrirlo. Mi estocada final había causado efecto y fue nombrarle a su hermano Enrique, por el que sentía verdadera devoción y a otro amigo común, el Dr. Julio Morales Gómez.

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Flor, su hermana, llamaba por teléfono preguntándole si había recibido noticias de su “enamorado de provincias”. En ellas le contaba mi vida de una manera tan vaga como para que no supiera nada de mí. Tampoco le decía mi edad. La imagen que quería darle era la de un inadaptado joven romántico, hundido en la desolación de un pueblo del interior, y en un país del que sólo podía escapar soñando, imaginando y cerrando los ojos a la asfixiante realidad comunista.

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Tantas eran las cartas que me llegaban, para consternación de una empleada de la policía secreta, cuya ocupación era leerlas y que luego quiso conocerme antes de irse de Cuba, que el cartero me propuso, para no venir a verme todos los días, conseguirme el alquiler de un apartado de correos. El 520 de Holguín. Reinaldo Arenas lo difundió entre muchos escritores, poetas y artistas que yo no conocía y que finalmente, después de varios años, me quitaron sin previo aviso para impedir que fluyera mi comunicación con el extranjero.

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Había escrito unas cuántas páginas sin valor alguno en el abominable periódico local, al cual tuve acceso sin mucho esfuerzo por los premios de literatura que obtuve en La Habana en concursos escolares, y alentado por un viejo comunista, Cuqui Pavón, aquello sin yo saberlo ni pretenderlo, me había dado cierto prestigio pueblerino. También había colaborado en un programa infantil de la radio local y en poco tiempo me vi rodeado de la flor y nada de la mediocridad municipal. Uno me llamó burlándose “mi Rimbaud”. A ese de un puñetazo le partí la cara. A todo esto vino a sumarse, para agrandar mi desdicha, unas entrevistas en la televisión por algunos de los tantos premios irrelevantes que recibía. Y el colmo fue una invitación personal de Nicolás Guillén, con motivo de un premio que me fuera concedido en la UNEAC por unos poemas que una amiga, sin mi consentimiento, había enviado al Premio David y habían sido premiados. Mi abuelo Escalante rechazó el telegrama diciendo que en nuestra familia no había ningún poeta y que yo era menor de edad. Guillén era un mulato alegre y dicharachero, aunque para esa fecha ya estaba aterrado por el régimen político. Cada vez que había un conflicto al que tenía que comparecer como presidente vitalicio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, se enfermaba, justificando con ello su ausencia. En una visita que le hice después me recibió en su flamante casa que no había comprado, con sirvientes uniformados y cubertería de plata con copas de bacará. Aunque no soy en absoluto tímido, preferí callarme al saludarlo, acompañado de la pianista Ñola Sahig, que fue una de mis mentoras en la capital y a la que le habían prohibido viajar y dar conciertos en el extranjero. Lo dejamos hablar durante toda la velada. Tenía un ego superlativo. Ya conocía a su sobrino, pintor y cineasta, Nicolasito Guillén Landrián, a quien el Instituto de Cine Cubano había expulsado después de un documental, dirigido por él, donde aparecía Fidel, teniendo de fondo la canción de Los Beatles “El loco de la colina”, entonces prohibidos –acaban de inaugurar en un parque de La Habana una ridícula estatua de homenaje a John Lennon, que nunca estuvo allí al igual que un delirante jardín a la memoria de Lady Di, que jamás pisó la isla-. Nicolasito fue internado numerosas veces en hospitales psiquiátricos sin estar enfermo y recibió electroshoks. Un rato antes de irnos, le tendí la mano a Guillén, que me regaló un ejemplar de sus obras, entonces reeditadas hasta la saciedad, le di las gracias por lo agradable de la velada y le dije, sabiendo el efecto que le causaría, que había comprado la semana anterior un lienzo de su sobrino y que su cuñada, si no lo sabía, estaba en silla de ruedas y viviendo de una pensión irrisoria y con la ayuda de unas monjas. El Poeta Nacional entonces me miró con ojos que hubieran querido fulminarme. Cambiando de conversación me preguntó por mis lecturas. Yo le respondí que leía un libro de viajes de Dulce María Loynaz, Un verano en Tenerife, donde estaba aprendiendo muchísimo sobre las islas Canarias, tierra de donde era oriundo la familia de mi padre. Nicolás se ensombreció. Me preguntó por la de mi madre. Yo les hablé de los Escalante, naturales de Santander. Él entonces se explayó a hablarme de sus amigos Aníbal y César Escalante. Me halló un parecido real con Aníbal cuando tenía mis años y se conocieron, pero no mencionó que había sido un comunista de la vieja guardia que se había separado del Partido oficial y que había sido juzgado por intentar hacer otro, con los viejos militantes, proceso que se llamó la “microfracción”. Yo sabía, por supuesto, esta historia por mi abuelo Melchor Escalante.

La UNEAC, organismo al que nunca quise pertenecer, está situada en una de las tantas mansiones expropiadas a sus verdaderos dueños y herederos exiliados, en el centro del Vedado. Al igual que la sede del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, que residen en la sede que es propiedad de la familia de mis amigos Batista Falla. Jamás, como en la ocasión en que Nicolás me volvió a invitar a un concierto de los cantantes españoles Ana Belén y Víctor Manuel, que estrenaban un disco con sus poemas musicalizados, vi junta a tanta gente insulsa, paranoica, siniestra y servil.

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Monseñor Gaztelu, cura, poeta y el amigo más íntimo y fiel de Lezama Lima, me prohibió del todo frecuentar esa institución. Y María Luisa, la viuda de Lezama, me advertía: “Es un lugar infecto. Si vas allí, terminarás igual de mediocre que todos ellos. Tú aprovecha el tiempo leyendo a María Zambrano, Jacques Maritain, Claudel y León Bloy. Llévate lo que quieras de la Biblioteca de Lezama. Allí la gente a lo único que va es a emborracharse y a expiar para después delatar”. Fue el Padre Gaztelu quien me habló de Eliseo Diego, a quien conocí en una de sus visitas a Holguín. Enseguida nos hicimos amigos y luego me hizo el regalo de presentarme a Bella, su esposa y a sus hijos Lichy, Rapi y Fefé, a quienes he querido desde entonces como verdaderos hermanos. Eliseo era un hombre introvertido, católico convencido y en esos momentos pasaba por momentos de profunda depresión y crisis de fe porque, sin quererlo, se había enamorado de mi joven y bella amiga, la poeta Cira Andrés. Muchas veces le acompañaba a misa y dábamos largos paseos sin que apenas nos dijéramos una sola palabra.

Entonces yo no sabía que Dulce María Loynaz vivía a unos metros de Eliseo, en la misma calle donde tenía, para las pocas veces que estaba en Cuba, su residencia habanera Alejo Carpentier. Cerca vivía también Cleva Solís, poeta y amiga que fue su asistente de forma altruista muchos años y le acompañó a recoger el Premio Cervantes a España, además de ser la comisaria de su exposición bibliográfica por el galardón. Y un poco más abajo, también en la calle E, antiguamente llamada Baños, había tenido un apartamento Cabrera Infante y el crítico José Olivio Jiménez, uno de los más distinguidos profesores de Literatura Española en Estados Unidos.

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La casa de Dulce María era de las más imponentes y ostentosas de La Habana. También de una acendrada desolación. Una especie de ciudadela infranqueable para cualquier persona que intentaba acercarse a ella.

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Ninguno de los que después del Premio Cervantes se le acercaron y escribieron artículos, ensayos, prólogos, elogios, alabanzas y odas ladinas, jamás estuvieron por su casa ni siquiera de visita cuando la trataba yo, salvo el historiador Eusebio Leal, al que Dulce María le tenía pánico, pues cada vez que le pedía un objeto prestado o libro jamás se lo devolvía. “Prestarle algo a Leal, como a Aldo Martínez Malo, es arrojarlo a un pozo”.

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Un día fui a verla por la tarde con una camisa de seda blanca desgarrada. Ella me preguntó alarmada si había tenido una reyerta o me habían asaltado unos atracadores. Le respondí que venía de la Cinameteca de Cuba, donde exponían una película de un director soviético. El filme se llamaba “Espantapájaros” y daba una imagen aborrecible de la adolescencia en la URSS. Mientras me regalaba una de su esposo sentenció: “Ese Gorbachov va a ser el enterrador del Comunismo”. Poco tiempo después estuve entre las personas que saludamos a Raisa Gorvachova en su visita al Museo de la Ciudad de La Habana. Cuando acabé de comentarle en detalles cómo fue la recepción, ella reafirmó su dictamen. Así fue.

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Todos en esa época pensábamos que los cambios en el país que aborrecíamos y nos tutelaba, la URSS, de una manera u otra, tendrían repercusión en nuestras vidas. Mi amiga fue brutal cuando se lo comenté. “No se entusiasme usted –me dijo-, aunque Moscú está más distante de La Habana que Washington, ninguno de esos rasgos de incipiente democracia verá usted en Cuba. Porque esta isla es un feudo de Fidel, como lo fue la finca de Birán para su padre, cuyos lindes expandía a su antojo y luego, según cuentan, mataba a los encargados de ampliarlos, casi siempre negros indocumentados jamaicanos y compatriotas gallegos, crímenes impunes. Con Fidel Cuba nunca ha sido ni marxista, ni comunista. Esta isla no es ni siquiera una colonia soviética como lo ha sido Ucrania o Kazajstán, países con identidades propias que Stálin sometió. En estos momentos ya no se sabe qué es. Y nadie le ha hecho más dañó a su historia que los Castro”. No sé si lo que contó del padre de Fidel era cierto o no. Yo sé que en Holguín lo escuché decir muchas veces. Cuando mi amiga Alina Fernández escribió su libro de memorias, la hermana de Fidel, Juanita Castro, que reside en Miami, le puso un pleito por difamación. Al escuchar estas palabras, en medio de un escenario donde la delación es el pan de cada día, me quedé de piedra. Ella continuó: “Usted se ha atrevido a desafiar al Régimen queriendo ser mi amigo. Y lo ha conseguido. Pagará su precio pero, además, déjeme decirle, su manera de vestir es el modo más ostentoso de proclamar que usted está contra este gobierno”.

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*Efory Atocha comenzará a publicar alguna correspondencia entre Dulce Maria Loynaz y Alberto Lauro.

En la imagen superior
y de izquierda a derecha (de pie): Manuel Díaz Martínez, Eliseo Diego, Antonio Serrano de Haro (embajador de España), Miguel Barnet, Cintio Vitier, José Antonio Portuondo; (sentados) Cleva Solís, Dulce María Loynaz, Alberto Lauro, Bella García-Marruz, Alberto Batista Reyes y Fina García-Marruz. (La Habana, 1988.) . Foto propiedad de Alberto Lauro.

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4 comentarios:

  1. Envío mis recuerdos a Alberto Lauro y mis felicitaciones por la publicación de esas memorias cubanas que me llegan muy de cerca pues conocí y entrevisté a Dulce María Loynaz la última vez que estuve en La Habana en 1988.
    Estuve varias veces en la casa del Vedado que Alberto describe. Por cierto que la entrevista la publiqué varios años más tarde en la revista Quimera. Miguel Riera, el director de Quimera me llamó a Sevilla pidiéndome un artículo sobre Ajmátova y aproveché de proponerle la entrevista de Dulce María que él no conocía. ¡Sorpresa! una semana más tarde, le otorgaban Cervantes. Riera estaba convencido de que yo estaba en el secreto del premio.
    Fue la entrevista más importante que se publicó entonces en la prensa española que no fue incluida en la exposición que se le dedicó a DML en Casa de Américas debido a la oposición de la embajada de Cuba.
    Aprovecho para enviar también misagradecimientos al excelente portal Efory Atocha que me mantiene en las inmediaciones de la poesía.

    Elizabeth Burgos

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  2. Gracias a usted por tan amable opinión, saludos desde Atocha.

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  3. Regreso por la puerta grande. Muy interesante recuento.

    Yo también sostuve un largo intercambio epistolar con Dulce, pero lastimosamente esas cartas fueron quemadas por mi difunta abuela, quien creyó haber hallado las pruebas que inculpaban definitivamente a mi abuelo, a quien llamaba con desparpajo “El pulpo de la lengua suelta”. En fin, una desgracia.

    Saludos

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