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Un Relato inédito de Rogelio Saunders
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El maquinista
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Vamos a encender las máquinas —dijo.
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Subido sobre la cornisa que daba al patio de adoquines, oía las voces, apagadas o difusas, encerradas en las escotillas como animales.
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A lo lejos, la sirena o fanfarria, voz de soprano ahogada por la risa, temblando entre dos cortinajes, y el ojo despierta cuando el balcón está a punto de caer.
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La puerta se cierra en convocatoria, liberando la tosca herramienta. Sabes y sé que fue así, aunque todas las ventanas digan lo contrario.
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Portazo, portavoz. Lisura de los marineros, de los soldaditos arracimados en el mimbre. El arduo ejercicio continúa, como un hormigueo en la veta del cristal.
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Gobierno de olas aún por existir, fijo en una cara, mi cara, esculpida en oscuro metal. Me veo de una a otra escotilla, palpo los senos de las frutas, los desechos que perseveran abajo, huelo, hijo desagradecido del maderamen, salto sin armadura o reflejo.
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El salto —suspiró, más viejo que en todas las fotografías.
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El silencio los llevaba de vuelta como una barca. El redondel del sol, brillando en la página con el descaro de lo nuevo, pequeña hornacina donde centellea un agrimensor en cuclillas, el sol —dijo— nunca nos dijo nada.
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Caída incesante de la noche en el canalizo olvidado.
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¡Pero si es de día!
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Ya lo sé —dijo mirando el reflejo en el metal.
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Cuerdas y palancas, señales. Más señales chisporroteando sin dirección. Arco voltaico, desideratum otoñal.
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Uno, aún, cortado por el escupitajo violento de la locomotora.
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Qué loc.
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Habladoras palomas. Halcones alanceados.
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El anzuelo brilla como un ojo en el extremo del sedal. Los niños gritan. Nubes aún mayores encimándose como esturiones nevados.
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Háblame, elusivo troll.
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Je suis le même que jamais —dijo o cantó.
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Cómo reía, mirando al organillero ciego y al golfo con el caramillo descascarado.
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No somos de fiar —decía, como una luz jubilosa dentro de las crudas siluetas.
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Volaban los retazos de colores, recortando la piedra con la piedra. Se oía, como un bajo continuo, la risa turbadora del titiritero.
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Oh bien mío —comenzaba el romance, pronto cambiado en arcillosa rejilla.
Tan... tarantán —redobló el tambor.
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Soy un no sé qué —dijo el poeta bailando en las manos del titiritero.
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Yo soy el poeta —dijo el titiritero, brillando contra el muro verde.
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Caminando hacia atrás, muro de todos los muros. Nube azul en el amarillo del cartón.
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Aquí, noche. Aquí, mediodía.
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Todos los hilos, todos los silencios —gritó.
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Yo también —dijo precipitándose con las piedras en la callejuela sin salida.
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El polvo dibujaba una cara que borraba el viento.
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Sit terra levis —leyó.
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Oía un rugido anterior, un sueño anterior. Sueño de todos los sueños, cosido a las voces, al terso galope de caballos. La rosa, donde tú no estás, oyó rebotando en el tejado por encima del patio de palomas, donde los condottieri en miniatura agitan las astas, en torneo desigual con las hormigas de cabeza roja.
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Niños de grandes sonrisas pintados en la laca, semiborrados ya, únicos testigos del largo túnel que el grito ha abierto en el polvo.
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Es junio en el blanco cegador, cantan los peces muertos y la mano sube y baja, mano disuelta que prolonga la forma de un martillo. El golfo listado agita la banderola; yo, ojo saltarín en la barra sonrío, siguiendo el salto prodigioso de la tiza.
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Estas líneas volverán —dice el acuclillado, mecido por el suave golpeteo de las ventanas. Arriba, como un pesado vigía, se balancea el campanario dormido.
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Halcones que me siguieron, intensos, irreductibles.
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Su mano en el vaho de septiembre, mano de obrero en el frontispicio, mano roja bajo el arco, mano del hombre del arco, el signo, las nubes azules galopando en el amarillo de la llanura.
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Con risa rufianesca lo vio bajar los escalones en la sombra. Un pie en cada escalón, irreductible bajo el semicírculo del cielo.
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Risa que reprodujeron las palomas, los deslucidos tragaluces de alabastro.
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Cuál es el nombre dijo respondió qué nombre.
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Pájaros de aceite negro, cuyo ojo se confunde con el cíngulo de la escotilla. Vuelo sagital que pregunta, cae, en la ceniza de la espuma.
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Altos pájaros de la noche, enharinados por la cal viva.
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Cantas al vagabundo —dijo el maquinista— porque no eres un vagabundo.
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Lo que soy quién soy —dijo, se dijo.
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Mire en los adoquines —relumbró.
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En el mediodía las aves, olas azules. Pequeñas olas verdes que se cruzan con otras olas verdes, allá, donde barloverdea un hilo de lanzas.
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Y aquí, en el gris pizarra de los tablones, en los hierros entrecruzados, canta, discanta, más solitario que nunca entre los números. Manos forradas que imitan un saludo, rodeadas de cortinajes y de máscaras.
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Calle y luz sin final que giran en la legaña del ventanuco, cuando la pierna articulada se adelanta, con sordo crujir de remo.
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Ah —exclamó el muñeco, mirando con un ojo fijo el redondel de cobre—: ensueños, hospitales.
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Yo soy el desdichado —dijo.
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Tantarantán —hizo el tambor.
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----Otros textos de RSaunder en Efory Atocha, Aquí.
Una vez estuvimos hablando de poesia y mencione prosa poetica; ahora de un cuento, pero es un poema, por la respiracion, lo oculto , la trama que te lleva a saludarlo, nada mas lees, y saludas el espacio donde puedes visionar.
ResponderEliminarLo bueno no entra en categorias, por suerte. Me encanta.
Sí, querida Anónima: hay mucho de poesía en el relato: pero me parece una manera de conciliar a ambas con mucho tino, maestria.
ResponderEliminarSaludos.