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---------------------Romance patriótico
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Por Leonardo Rodríguez-
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A veces se dice-como quien recita un himno secreto- que Venezuela es un país melodramático. Nuestras ilusiones más populares o integradoras-junto al whisky, el culto a Bolívar y el béisbol- son las telenovelas, las fiestas de la Virgen y los concursos de belleza. Se acepta menos que el melodrama y la misma religiosidad son formas de sentir e imaginar la política, que en el culto oficial al Padre de la Patria (o a quien lo invoque) hay un elemento nada desdeñable de cursilería y fe. Estamos tan marcados por una idea legalista del poder, que a menudo no nos damos cuenta de en qué medida está impregnado por un imaginario sentimental.
A veces se dice-como quien recita un himno secreto- que Venezuela es un país melodramático. Nuestras ilusiones más populares o integradoras-junto al whisky, el culto a Bolívar y el béisbol- son las telenovelas, las fiestas de la Virgen y los concursos de belleza. Se acepta menos que el melodrama y la misma religiosidad son formas de sentir e imaginar la política, que en el culto oficial al Padre de la Patria (o a quien lo invoque) hay un elemento nada desdeñable de cursilería y fe. Estamos tan marcados por una idea legalista del poder, que a menudo no nos damos cuenta de en qué medida está impregnado por un imaginario sentimental.
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Quizá una de las claves del chavismo, y de paso de buena parte de la tradición política latinoamericana, es la forma como el caudillo ha conquistado los amores de la patria. Una cierta familiaridad folklórica con el melodrama me permitirá tramar una historia más bien convencional pero de ninguna manera indiferente. Aquí la sinopsis sin comerciales.
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Durante cuarenta largos años, la patria-después de una sufrida historia de militarismo conyugal-comenzó a actuar de forma algo ligera de cascos: diez años con uno, cinco con otro. Se comportaba, ay, como una alegre divorciada. A la dama, más irresponsable que libre, cada vez le interesaba menos, si alguna vez le interesó, el calado intelectual, ético o siquiera ideológico de sus pretendientes. Lo importante era que los enamorados respetaran su decisión. Le daba igual si eran socialcristianos o socialdemócratas, de izquierda o derecha, oratorios o dicharacheros, con tal de que no le recordaran su pasado cuartelario. Lo que le interesaba era ser halagada, en el mejor sentido imaginable por el melodrama: se la convirtió en diosa y se le prometió dinero. Los galanes tenían, sí, que parecer sinceros y honestos. Parecerlo en la invitación, no tanto serlo a la hora de los cocteles. Contrario a los romances de las telenovelas, todo fue de mal en peor. Su descontento se hizo rictus. Empezó a esperar un mesías: a la patria había que salvarla. Un cierto galán consultó todos los oráculos y las voces le colmaron el pecho de augurios. No intentó en un principio persuadirla ni siquiera seducirla, sino actuar en su nombre. Fue el agresivo defensor de una humillada doncella que nunca había sabido bien qué quería. De hecho, no había sido del todo explorada: indagación que el galán se sentía llamado a acometer. Lo curioso es que su defensiva agresión surtió un efecto mágico: la doncella malograda se enamoró del inocente justiciero. Pasan algunos años. Comienza la historia.
Durante cuarenta largos años, la patria-después de una sufrida historia de militarismo conyugal-comenzó a actuar de forma algo ligera de cascos: diez años con uno, cinco con otro. Se comportaba, ay, como una alegre divorciada. A la dama, más irresponsable que libre, cada vez le interesaba menos, si alguna vez le interesó, el calado intelectual, ético o siquiera ideológico de sus pretendientes. Lo importante era que los enamorados respetaran su decisión. Le daba igual si eran socialcristianos o socialdemócratas, de izquierda o derecha, oratorios o dicharacheros, con tal de que no le recordaran su pasado cuartelario. Lo que le interesaba era ser halagada, en el mejor sentido imaginable por el melodrama: se la convirtió en diosa y se le prometió dinero. Los galanes tenían, sí, que parecer sinceros y honestos. Parecerlo en la invitación, no tanto serlo a la hora de los cocteles. Contrario a los romances de las telenovelas, todo fue de mal en peor. Su descontento se hizo rictus. Empezó a esperar un mesías: a la patria había que salvarla. Un cierto galán consultó todos los oráculos y las voces le colmaron el pecho de augurios. No intentó en un principio persuadirla ni siquiera seducirla, sino actuar en su nombre. Fue el agresivo defensor de una humillada doncella que nunca había sabido bien qué quería. De hecho, no había sido del todo explorada: indagación que el galán se sentía llamado a acometer. Lo curioso es que su defensiva agresión surtió un efecto mágico: la doncella malograda se enamoró del inocente justiciero. Pasan algunos años. Comienza la historia.
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Decía el ensayista Denis de Rougemont a propósito de las ideologías totalitarias del siglo XX: “Todo lo que la nación totalitaria niega a los individuos aislados, lo transfiere a la nación personificada. Es la Nación (o el Partido) la que tiene pasiones”. Pocos venezolanos objetarán ese protagonismo de la Nación (disfrazada de Pueblo y siempre con mayúsculas) en estos últimos años. Ya ni siquiera se corre el riesgo de representar a un país: ya el país nos representa sin permiso.
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No hay que desconocer del todo al patético energúmeno presidencial cuando promete amor después de perorar odio. La telenovela (en un rasgo más bien updated) se ha convertido en telepolítica sin dejar de ser melodrama, aunque no sólo de amor. La noticia ha remplazado al capítulo estelar. La política es de veras un show.
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En las películas de gángsters el melodrama se funda en el odio, aunque nunca el amor esté lejos. Es un género donde lo sentimental -afectos y rencores-se lo lleva casi todo. En ellas se encuentra todo lo mencionado: violencia, romance, culto al líder, dinero, mofa y corrupción de la ley, prostitución de lujo y de necesidad. Una vena de filantropía surte el corazón del gángster, aunque el mundo esté lleno, sobre todo, de enemigos.
En las películas de gángsters el melodrama se funda en el odio, aunque nunca el amor esté lejos. Es un género donde lo sentimental -afectos y rencores-se lo lleva casi todo. En ellas se encuentra todo lo mencionado: violencia, romance, culto al líder, dinero, mofa y corrupción de la ley, prostitución de lujo y de necesidad. Una vena de filantropía surte el corazón del gángster, aunque el mundo esté lleno, sobre todo, de enemigos.
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Que el bolivarianismo sea una historia de patriótico amor gangsteril le pone ketchup al melodrama político y habla de una muy mal resuelta atracción nacional por el patán. ¿Quién no sabe que los gángsteres también tienen corazón? El gobierno bolivariano ha sido desde el principio una estafa tan sentimental como política. No basta con no querer jugar ese juego tan sucio de la política para evitar sus consecuencias. Venezuela está en la ruleta.
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Imagen tomada de la Web.
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