viernes, 20 de marzo de 2009

Una muerte saludable; fragmento de novela de Rogelio Saunders

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-------Rogelio Saunders

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---------Una muerte saludable*

-------------------(Fragmento inédito)

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Eso hizo: girar bruscamente. Las mejores cosas las dijo de pasada. ¿Quién? Caramba: ése es el problema. Que no hay ningún quién y mucho menos un nosotros. Tal nosotros o aquel nosotros. No te engañes, hijo de Axum. Nunca sabemos lo que decimos. Vivimos (perduramos) en un glosolálico balbuceo. En un baboseo polisilábico. Preguntad a la lábil híbrida. La bitorre. Dudé mucho, pero ya no du do. La canción antigua era tan falsa como el fonógrafo de cartón-piedra que le servía de soporte. (Que no apárato.) Como no estábamos en la guerra, no podía malgastar ningún cartucho. Pero desde luego que lo estábamos. De siglo en siglo. De sendero ocre-marrón en sendero ocre-marrón. Sin cielo ni tierra. Sin rostro ni espacio. Y en el fondo todos querríamos que el horrible relato (mal imaginado y peor d-escrito, escribió la mano disuelta, como un ilógico ojo, como un ilógico hijo) no terminara nunca. Pero ya lo creo que se acabará, gruñí, arremetí, bailoteé, exgrafié, mirando por encima de la baranda de latón, a modo de latrocinio primero y último, y oyendo la carcajada como una cabellera suelta, en tragicómico desmayo, allende el insonoro conchabamiento de piedra y pedernal (pues nada ya sonaba, y esta orfandad de sonido no obstante era lo único capaz de dar cuenta, aunque la misma cuenta de que tratábase —o trújase— no de ella nada en absoluto al fin pequeño infame e innómine testaferro hubiera podido decirse: ni el dícese: yo, yo mismo), prohijamiento imposible también alejado de toda luz y de todo sueño de luz, él solo acaso trayectoria interterránea de los indecisos flebótomos, herederos de los cansinos porteadores que vieron la gota resinosa petrificar al astuto coleóptero

sobre la gorda y pluridentada hoja verde brillante (la perennia centifolia). ¿Quiénes si no nosotros? ¿Quiénes si no aquellos por definición incapacitados para la bienhechora impudicia de un nosotros?

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-----En estado de temblor (todo me sirve), miré mi inconcebible situación como desde un cuarto momento y no estado en que el vitrificado bosque de brezos ya no era soporte y menos aún causa primera y desde luego ficticia de ningún relato. Inidéntico, su irrisorio bicuello desencajó: la hierba se volvió blanca, anunciando un acontecimiento no se sabía si definitivo que de todas maneras nunca llegaría producirse. Ya muerto desde siempre, la boca vino hacia él como un tren veloz a través del dipsoico y dilatado sótano de un túnel. Es cierto que había desaparecido toda música, y no obstante, algo perennemente sonaba. Un estruendo infinito sin espacio. Los fragmentos dispersos acaso de lo que no podía haber surgido ni desaparecido. ¿Qué? Él solo único legendario, el sendero amarillo serpeó. Nadie estará presente cuando mueras, nadie te verá morir, pensó el oscuro inminente, nunca tan innominado, sumergido en el lago frío, y mirando la sonrisa a un centímetro de sus ojos en el sol último. Veía cada uno de los dientes con nitidez, y la gota en el labio hinchado intensamente rojo y la hebra de fuego entrelucificada por la arena y la sal.

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.----Las negras gaviotas se alzaron una vez más contra el fondo rojo del crepúsculo, como disciplinados e indetenibles escuadrones. Y las exhaustas tropas de Kroenninkgaar entraron de una vez por todas en ese paradisum in terra y desaparecieron. (Como una sábana succionada por un agujero del piso, refirió el tembloroso Vartan, parpadeando con sus dilatados ojos de lémur.)

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.----Nunca había visto al larguirucho Aziz tan preocupado como la tarde o la noche en que mató a la pequeña araña de patas largas que se deslizaba graciosamente por el techo proyectando abajo una tenebrosa y gigantesca sombra que nada tenía que ver con su verdadera personalidad (se los digo yo, Adam Smith) y lo que es más ajena a toda violencia y tal vez incluso en el colmo de cierta felicidad propia e intransferiblemente aracnoidea cuando el tubo metálico detrás del cual podía percibirse una larga silueta embozada como de árabe de folletín se le acercó subrepticiamente por detrás y ¡surublub!, adiós, mi pequeña Dorothy (no sé si se los dije, pero la pequeña araña de patas largas se llamaba Dorothy), ya nunca más nos encontraríamos en el vigésimo séptimo tronco hacia el oeste, contando a partir de la gran piedra/poiedra lisa sobre la cual un imbécil vestido de negro viene o venía o vendría a sentarse a cada tanto (quitándome mi último y único y fantasmagórico instante de sol, acechándome como un gato gigantesco sobre una baranda de hierro forjado), ése, sí, ése, el descascarado, el que tiene la inscripción aristotélica (doblemente asombrosa). A ella, que siempre había sido tan lenta, finalmente la destruyó la velocidad (como al propio Helmut, si vamos a eso). Qué preocupado estaba aquel día el larguirucho Aziz, mientras todos cantábamos enarbolando nuestros panecillos turcos en el extremo de los delgados palillos de auténtico cedro libanés. «Robert» —me dijo, sinceramente apesadumbrado—, «he matado a una araña de patas largas con el tubo de la aspiradora. El tubo hizo: ¡surublub!, y absorbió instantáneamente a la araña. Fue una cosa horrenda». «Calma, Abdul-Aziz», lo tranquilizó el monje infame. «Sólo se trataba de una diminuta araña de patas largas. Hay otras 50 000 como ella dando vueltas ahora mismo por los alrededores». Ahora sé que el túnel en el desfiladero silencioso era sólo uno de los innumerables subzócalos del hipertoide. (Y tú, desde luego, también lo sabes). Porque el tiempo, escribió S., con silenciosa risa tras de la cual latía el arrebato, ni siquiera es circular. Es... Afirmación que, desde luego, no seré yo quien le rebata. En la bicicleta, apoyada sobre la piedra y sumergida en el fondo frío, no había ninguna pesadumbre. Y, en el fondo (¿por qué en el fondo?), tampoco había ninguna muerte. No, ni en la superficie. Ánushka (cabello negro, pulóver negro, vientre blanco) perseguía sin pausa (infinita, infinitesimalmente) a Helga por la estepa de nieve. ¿La alcanzó? ¿Nunca la alcanzaría? ¿Cómo saberlo? Por el momento, nuestro movimiento era directamente retrógrado, mas de pronto un vector discontinuo aparecía a la izquierda. Todo acabará, desde luego, y nada habrá comenzado. Eso no explica pero quizá sí halla la vía (como ese movimiento que no mencionó Elisabeth, de entrega del gimnasta o del plongeur) hacia el salto de murciélago de Stanislas, nuestro incomprensible e incomprendido héroe. (Pero ¿acaso hay en este mundo algo que no sea incomprendido?) Todo movimiento, considerado en sí mismo, no es, no puede ser otra cosa que una cinta sin fin agujereada —se adelantó el pelirrojo Vartan, con rígido énfasis de marionetta. Stanislas, al oír eso, se molestó mucho y al mismo tiempo sonrió divertido. Gib ihm eins auf den Hut. Y todos hubiéramos acompañado de buen grado su contagiosa (son)risa si, a esa altura de las cosas, hubiera sido posible algún nosotros. Allende el giro silencioso del émbolo, el gracioso bicuello estertoró, como la pétrea ingurgitación de un muro. Los muros, las gorras, las hachas y los pavorreales despiertos. Los dólmenes abandonados y los mosquetones rítmicos. El pedregullo resbaladizo y la doble condición o doble luz razonada de los abedules (razón razonante). La sinagoga habitada por un almuecín descalzo y los atriles con el Alcorán abierto. Cientos de Alcoranes abiertos dentro de la sinagoga deshabitada. La mano temblaba, atravesada por unos escalofríos de cleptómano. «Bajemos», le dije, «aquí hace demasiado frío». Nadie despidió a los granujientos granujas, hormigas de persistencia asombrosa en la vastedad sin límites del desierto. Sólo la línea punteada y los multiplicados ojos. Seguir, seguir a toda costa, guiado por un olor o un ala. Por un brillo o un rostro o un beso. (O un beso sugerido: la hipotética presencia de una boca, de unos ojos en la oscuridad masa del bosque.)

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----- No hay forma de acercarse a lo que de todos modos nunca alcanzarás. Pero quizá sí hay una forma. O una no forma. Las mejores cosas siempre las dijo de pasada. Yo mismo: el demudado saltimbanqui. En el aún-no-es del todavía-escribe. Quien tenga la paciencia suficiente, lo sabrá todo. Sólo que nos cansamos demasiado pronto. No podía haber ningún relato y sobre todo la verdad nunca podía estar dentro del relato (ése), escribió Alexander, vigoroso, con un casi fantástico desdén (nunca más, desde luego). Pero tampoco en eso que llamamos “vida” o “mundo”. En absoluto y mejor que no mencionemos siquiera esos dos términos, poéticamente insulsos y técnicamente inadecuados. (Por lo demás, nada sabemos de una “vida” o un “mundo”.) Porque, por otra parte, entre el imposible relato y la verdad no hay relación alguna. (Quién lo hubiera dicho, Stanislas. Pero sé que tú sabías incluso mejor eso.) ¿Qué verdad? ¿Qué relato? Ni relación ni relatividad. Ni sueño ni rostro.

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-----En la calle silbaba el frío y se arremolinaba la nieve, como en uno de los extraños cuentos de Dostoievsky. Y los alegres comensales, los irreductibles muertos que antes se habían lanzado panecillos turcos que antes aún habían colgado en el extremo de palillos fabricados con auténtico cedro libanés a orillas del Danubio, se habían vuelto tan suspicaces para sí mismos como la disimultánea realidad que sostenía sin odio (sin arriere-pensées, sin inútiles dudas) el ensueño inverosímil del Castillo y de la aún más apócrifa montaña con su risco vertiginoso y su centelleante encapotamiento de nieve, inequívocamente falso. No: nunca, por lo visto, abandonaríamos el bosque, la maldición subnoctae de la lettera. Como niños insatisfechos frente al brillo enceguecedor de la realitas, tan innegable como extemporánea y equívoca, mirábamos con mudo pavor el reagrupamiento de la piedra y los rizomas de coníferas a rayas blancas y negras en la garganta poderosa del desfiladero, mientras el río debilitado pero no muerto seguía fluyendo abajo con todo su oscuro poder, como un mago recluido en el globo aerostático de su imaginación, ensayando con las largas agujas y manipulando los rayados desprendimientos minerales (subdivididos en equiláteros teodolitos), e inclinado como un gnomo de grandes faldones esmeralda sobre el deshilachado y casi obsceno libro de horas del ceremonial.

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----------Fue entonces cuando vimos venir a Helmut.

-------—Algo pasó —dijo. Y siguió caminando como si no nos hubiera visto. Dio uno, dos, tres, cuatro pasos perfectamente naturales y cayó. «¡Helmut!», exclamé, mujer al fin (y entonces todo el mundo lo supo: que yo, con mi cuerpo desconcertante de muchacho y mi interpósita voz de pésima comediante, era el verdadero amor de Helmut y no la infame que le tendió una trampa y que luego lo engañó y que finalmente lo obligó a huir hacia ese infierno en la selva en el que ¿definitivamente? desapareció, nuestro ojiazulado esquiador invencible, gigante reducido a escala de ridículo rompecabezas). Pero el enorme Helmut se veía completamente normal, tendido en decúbito prono sobre la escarcha como un niño dormido. Y hubiera seguido pareciendo completamente normal si no hubiera sido por la sonrisa blanca de la tibia sobresaliendo por el desgarro del pantalón, puesto que de momento no se veía sangre sino solo aquel aquilón fulgurante oscureciendo la blancura de la nieve.

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* Nouvelle.

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Otras colaboraciones de Rogelio Saunders en Efory Atocha, Aquí, Aquí, Aquí...

Coordina los blogs: La cinta sin fin, El Jardín de símbolos, Quantum.

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