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-------Rogelio Saunders
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---------Una muerte saludable*
-------------------(Fragmento inédito)
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Eso hizo: girar bruscamente. Las mejores cosas las dijo de pasada. ¿Quién? Caramba: ése es el problema. Que no hay ningún quién y mucho menos un nosotros. Tal nosotros o aquel nosotros. No te engañes, hijo de Axum. Nunca sabemos lo que decimos. Vivimos (perduramos) en un glosolálico balbuceo. En un baboseo polisilábico. Preguntad a la lábil híbrida. La bitorre. Dudé mucho, pero ya no du do. La canción antigua era tan falsa como el fonógrafo de cartón-piedra que le servía de soporte. (Que no apárato.) Como no estábamos en la guerra, no podía malgastar ningún cartucho. Pero desde luego que lo estábamos. De siglo en siglo. De sendero ocre-marrón en sendero ocre-marrón. Sin cielo ni tierra. Sin rostro ni espacio. Y en el fondo todos querríamos que el horrible relato (mal imaginado y peor d-escrito, escribió la mano disuelta, como un ilógico ojo, como un ilógico hijo) no terminara nunca. Pero ya lo creo que se acabará, gruñí, arremetí, bailoteé, exgrafié, mirando por encima de la baranda de latón, a modo de latrocinio primero y último, y oyendo la carcajada como una cabellera suelta, en tragicómico desmayo, allende el insonoro conchabamiento de piedra y pedernal (pues nada ya sonaba, y esta orfandad de sonido no obstante era lo único capaz de dar cuenta, aunque la misma cuenta de que tratábase —o trújase— no de ella nada en absoluto al fin pequeño infame e innómine testaferro hubiera podido decirse: ni el dícese: yo, yo mismo), prohijamiento imposible también alejado de toda luz y de todo sueño de luz, él solo acaso trayectoria interterránea de los indecisos flebótomos, herederos de los cansinos porteadores que vieron la gota resinosa petrificar al astuto coleóptero
sobre la gorda y pluridentada hoja verde brillante (la perennia centifolia). ¿Quiénes si no nosotros? ¿Quiénes si no aquellos por definición incapacitados para la bienhechora impudicia de un nosotros?
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-----En estado de temblor (todo me sirve), miré mi inconcebible situación como desde un cuarto momento y no estado en que el vitrificado bosque de brezos ya no era soporte y menos aún causa primera y desde luego ficticia de ningún relato. Inidéntico, su irrisorio bicuello desencajó: la hierba se volvió blanca, anunciando un acontecimiento no se sabía si definitivo que de todas maneras nunca llegaría producirse. Ya muerto desde siempre, la boca vino hacia él como un tren veloz a través del dipsoico y dilatado sótano de un túnel. Es cierto que había desaparecido toda música, y no obstante, algo perennemente sonaba. Un estruendo infinito sin espacio. Los fragmentos dispersos acaso de lo que no podía haber surgido ni desaparecido. ¿Qué? Él solo único legendario, el sendero amarillo serpeó. Nadie estará presente cuando mueras, nadie te verá morir, pensó el oscuro inminente, nunca tan innominado, sumergido en el lago frío, y mirando la sonrisa a un centímetro de sus ojos en el sol último. Veía cada uno de los dientes con nitidez, y la gota en el labio hinchado intensamente rojo y la hebra de fuego entrelucificada por la arena y la sal.
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.----Las negras gaviotas se alzaron una vez más contra el fondo rojo del crepúsculo, como disciplinados e indetenibles escuadrones. Y las exhaustas tropas de Kroenninkgaar entraron de una vez por todas en ese paradisum in terra y desaparecieron. (Como una sábana succionada por un agujero del piso, refirió el tembloroso Vartan, parpadeando con sus dilatados ojos de lémur.)
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.----Nunca había visto al larguirucho Aziz tan preocupado como la tarde o la noche en que mató a la pequeña araña de patas largas que se deslizaba graciosamente por el techo proyectando abajo una tenebrosa y gigantesca sombra que nada tenía que ver con su verdadera personalidad
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----- No hay forma de acercarse a lo que de todos modos nunca alcanzarás. Pero quizá sí hay una forma. O una no forma. Las mejores cosas siempre las dijo de pasada. Yo mismo: el demudado saltimbanqui. En el aún-no-es del todavía-escribe. Quien tenga la paciencia suficiente, lo sabrá todo. Sólo que nos cansamos demasiado pronto. No podía haber ningún relato y sobre todo la verdad nunca podía estar dentro del relato (ése), escribió Alexander, vigoroso, con un casi fantástico desdén (nunca más, desde luego). Pero tampoco en eso que llamamos “vida” o “mundo”. En absoluto y mejor que no mencionemos siquiera esos dos términos, poéticamente insulsos y técnicamente inadecuados. (Por lo demás, nada sabemos de una “vida” o un “mundo”.) Porque, por otra parte, entre el imposible relato y la verdad no hay relación alguna. (Quién lo hubiera dicho, Stanislas. Pero sé que tú sabías incluso mejor eso.) ¿Qué verdad? ¿Qué relato? Ni relación ni relatividad. Ni sueño ni rostro.
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-----En la calle silbaba el frío y se arremolinaba la nieve, como en uno de los extraños cuentos de Dostoievsky. Y los alegres comensales, los irreductibles muertos que antes se habían lanzado panecillos turcos que antes aún habían colgado en el extremo de palillos fabricados con auténtico cedro libanés a orillas del Danubio, se habían vuelto tan suspicaces para sí mismos como la disimultánea realidad que sostenía sin odio (sin arriere-pensées, sin inútiles dudas) el ensueño inverosímil del Castillo y de la aún más apócrifa montaña con su risco vertiginoso y su centelleante encapotamiento de nieve, inequívocamente falso. No: nunca, por lo visto, abandonaríamos el bosque, la maldición subnoctae de la lettera. Como niños insatisfechos frente al brillo enceguecedor de la realitas, tan innegable como extemporánea y equívoca, mirábamos con mudo pavor el reagrupamiento de la piedra y los rizomas de coníferas a rayas blancas y negras en la garganta poderosa del desfiladero, mientras el río debilitado pero no muerto seguía fluyendo abajo con todo su oscuro poder, como un mago recluido en el globo aerostático de su imaginación,
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----------Fue entonces cuando vimos venir a Helmut.
-------—Algo pasó —dijo. Y siguió caminando como si no nos hubiera visto. Dio uno, dos, tres, cuatro pasos perfectamente naturales y cayó. «¡Helmut!», exclamé, mujer al fin (y entonces todo el mundo lo supo: que yo, con mi cuerpo desconcertante de muchacho y mi interpósita voz de pésima comediante, era el verdadero amor de Helmut y no la infame que le tendió una trampa y que luego lo engañó y que finalmente lo obligó a huir hacia ese infierno en la selva en el que ¿definitivamente? desapareció, nuestro ojiazulado esquiador invencible, gigante reducido a escala de ridículo rompecabezas). Pero el enorme Helmut se veía completamente normal, tendido en decúbito prono sobre la escarcha como un niño dormido. Y hubiera seguido pareciendo completamente normal si no hubiera sido por la sonrisa blanca de la tibia sobresaliendo por el desgarro del pantalón, puesto que de momento no se veía sangre sino solo aquel aquilón fulgurante oscureciendo la blancura de la nieve.
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* Nouvelle.
Otras colaboraciones de Rogelio Saunders en Efory Atocha, Aquí, Aquí, Aquí...
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