lunes, 16 de marzo de 2009

Rogelio Saunders: Crónica del decimotercero

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"Crónica del decimotercero"

---------(fragmento inédito)

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--Por Rogelio Saunders
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Haré, pues, de Innominado. Papel que, si bien se mira, me estaba reservado desde el principio. No lo que no puede nombrarse (conclusión más bien banal, en vista de todo lo abismalmente no sucedido), sino lo que sencillamente no tiene nombre, subrepticio, hipotente y carencial.

Sí: debería haber noche, y día, y espacio. ¿Debería? Mi ojo querría decir: no nos engañemos. Más allá hay algo que se levanta en forma de barro presunto. ¿Tantos hombres, aún? A cada tanto la página, quizá. La lenta angustia como una vasta nube baja, cubriendo animales, naturaleza, hombres y cosas. El 27 de junio de 1679, la nao en absoluto espléndida es abandonada definitivamente, sin pensar en enterrarla con todos los honores. Espero que usted entienda lo que quiero decir debajo del espesor de la retórica. Aunque me temo que soy incapaz de comprender lo que veo y, más aún, a mí mismo viéndolo. Me siento como un cíclope que, al mismo tiempo, se moviera como un enano en un mundo de inimaginables dimensiones. En la tarde, recuerdo, el porche claro se iluminaba con el contrario exacto del alba: ese malva incomparable en el que todas las cosas se revelaban como sombras, incluida la gran cabeza de Amorouse, reclinada o lejana, muerta y viva. Y todo esto, lo sé, advino precisamente por la necesidad y el júbilo excesivo de la Explicación. No aspiro a que me crean, porque yo mismo dudo de si creerme. Ni siquiera sé qué es lo que debería ser creído. Por eso, como le digo, escribo con un ojo doble. Debería poder pensar, al menos. O detenerme. Y luego, al fin, quizá, la noche.

Qué gran representación, quería decir. Pero ¿qué era lo que le prensaba la boca, alargándola sin sonido hasta límites inconcebibles? Soy yo, mi querido Pedro, que todavía estoy retenido en lo familiar de la historia, el verdadero eternel retour. Sí: el círculo. El vasto movimiento creador de espacio de las cabezas me retiene. Y a ti conmigo. Nunca te dejaré escapar. Pigmalión, negro como la inexistente noche (y como el aún más inexistente color negro de la noche), volvió el espejo incorporándolo e incorporándose a él y a la noche. Nadó en esa vasta nadidad, en ese natalidad sin fin, pensando en el no adueñarse señalado por el trozo de tela incorpóreo (siempre adscribible a lo ancestral) que tan bien conocía, como el ciego conoce, inexplicablemente, el color. Un placer intenso obligó a la gorda culebra a enroscarse contra la acacia gibosa, arrastrando, espeso, un frotamiento de linfa y hoja. Pigmalión, al italiano: La noche no es lo contrario del día. Sin respuesta, en el cuaderno de navegación, por todos los días y noches reales (es decir: ficticios) que sin final nos darían una idea aproximada del final. Una catástrofe venida a menos, adecuada a nuestro olvido. Pero ahí estaba lo más doloroso. Oh.

—Soy uno solo —exclamó.

—Te equivocas: eres muchos. Y cuanto más solo te creas, más te subdividirás.

—¡Que venga el enano!

Arrastrándose, el minoano observó una escena extraña. O lenta. De un lado la lluvia, y del otro el fuego. Cuando llegasen a ese centro soñado, descubrirían que la banalidad consistía precisamente en la intensidad de la búsqueda, pues lo que había desaparecido era la plenitud dudosa de lo convencional (el mucílago-emblema, en una palabra). Por más que hablaban, no lograban gastar ese asombro hecho de pilas interminables de viejos periódicos, de letras y sombreros sin fin. La comunicación se había hecho tan apremiante como imposible. Lo que faltaba era que algo cesara de existir, y eso era la debilidad de lo imposible. La tenue línea divisoria que debía ser perentoriamente excluida del dibujo. No había camino, y había camino. O vía (o camino). No preguntes, alargando las sílabas: dónde estoy. Ambos sabemos dónde estamos. Y luego el gemido será sólo un sonido oblicuo a los demás y libre (liberado) de la determinación. Ya sé: la palabra te parece insuficiente. Pero esa insuficiencia es asombrosa. Esa incapacidad no tiene fin. Quel abîme. Si no es el vacío, la abrumadora presencia de los colores lo barrerá todo. ¿Deberíamos suprimir de una vez por todas el juego? Mis días y mis noches son una sola duda. Una duda y alegría y dolor salvajes, en la falla, color o vacío.

La intensidad del pensar que da lugar a la muerte del pensar. Muerte sin fin, sostenida por el temblor de lo imaginario, temblor real como pulso u onda, en la falla abierta por el Equívoco, desde el principio sin camino, sin vía. El estupor infinito que es el pensar. ¿Por qué te asombras de estar muerto? ¿Por qué te asombras de oír este «Soy yo, Pedro» que resuena en medio del vacío? Pigmalión trazó un vasto círculo y en seguida lo borró. Lo lúdico nos abre el espacio cuando ya no hay espacio. Nos abre el espacio y nos encierra en él, como en un vasto círculo risueño. ¿Qué círculo? Lianas, lianas, lianas. Un pico inconcluso de murciélago. Pico de serrucho, labio amoratado y nuevo del sexo usado y rehusado. Novedad del rehúso, que pasma con golpe pleno. Cuchillo milimétrico que taja las sombras, que subdivide los parapetos. Las grandes paredes de agua, las grandes frases putrefactas abandonadas como grandes artefactos o esqueletos de grandes carnívoros en el alto lecho seco, blanco, helado, interminable. La interminable soledad de la cabeza. La cabeza diminuta de la soledad, la vacua resonancia de la soledad dentro del infinitésimo e ilimitado horror diminuto de la cabeza, invisible como una punta de alfiler, tenue, dudosa, dolorosa, débil, devigorizante. La mano temblando en la ausencia de la mano. ¿Cómo hubiera podido representarse eso? No eso, sino aquello.

Un punto. Lejano cercano. Lente sin catalejo. Según vio escrito en los ojos del que nada decía, lo importante era equivocarse lo suficiente. Así en la selva como en la no selva, pálido disfraz. El movimiento nos pierde precisamente porque nos negamos a decir. Habito en mi cabeza como en un espacio cada vez más vasto, abigarrado y confuso. Y, a la vez, súbitamente vacío, habitado por la transparencia del viento. Era el viento huidizo que se filtra entre las tablas, entre las grietas o junturas de las piedras, entre el cuello raído y el cuello alquitranado, entre el cuello de la prostituta y el cuchillo negro del malón, con su torcido ojo de pájaro casi sagrado, entre la tangente que baja como un cuchillo y la esperma dormida en la mano agarrada al pretil, desligada del oído que hace ya mucho tiempo que dejó de oír el grito del dios. No contará, seguramente, el valeroso soldadito, que fui yo quien le seccionó el bálano con un mordisco certero. Sin culpa y sin culto. /Sonido de ramita que cae. Voces lejanas-cercanas. Sombras trasegando en la sombra. El goteo interminable de lo que no termina. Y yo, pálido, esperando una resonancia dispersa o aguda. «Sólo dios, ingeniero, sabe lo que pensaban encontrar ahí abajo (o ahí arriba). En parte, es confuso. En parte es transparente como el agua. Sí: precisamente, como el agua. Allí donde no hay ya ni siquiera sueño. No le diré dónde o cómo. Qué representación. He mentido siempre... O: “He mentido siempre”, etc.» Giramos a babor, sin movernos un milímetro del sitio. No avanzaríamos nada ese día (esa noche). Ni al siguiente día (noche). Todo eso es más que sospechoso, susurró el alto con la frente surcada por gruesos pliegues y el pelo enhiesto como rayos de bicicleta. Estoy completamente loco, lo sé. Es un saber matemático, más allá de toda duda. Estoy loco, sin ninguna duda. A partir de ese punto, mi tranquilidad es inconmovible. Mis venas poseen una normalidad aplastante. Mis ojos han adquirido una esfericidad profunda (y, desde luego, ven doble). Estoy experimentando. Con qué o cómo no es lo importante. Vivo allí donde una frase nunca puede ser completada. Donde toda solución es, de antemano, imposible. Filum o falla que me interesaba, pero de pronto perdí todo interés en lo que decía. ¿A dónde nos llevaba eso? Corregir una vez más lo escrito, en la imposibilidad de abandonarlo. También el teatro era, como todas, una gran mentira. Al final la cabeza, calabacín dudoso, corría por el borde de aluminio hacia el ojo con el maquillaje corrido. Mira mis ojos, repitió. Algo insoportable de ver. Pero el horror era más sencillo de lo que imaginábamos, en la medida en que nada podía ya gravitar, ni se prestaba en absoluto al juego de la retórica. En cierto modo, el equívoco comenzaba con la misma denominación del mal. Era demasiado normal para ser el mal. Es decir: el mal no era la negación pura (y entonces deducible, operable, razonable). Era algo más crudo y al mismo tiempo menos susceptible de ser tomado en serio. De ahí la parálisis y la pasividad de los niños estupefactos. Quizá en alguna parte alguien había escrito: «Yo llegaré al final y encontraré la explicación de todo».

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Otras colaboraciones de Rogelio Saunders en Efory Atocha, Aquí, Aquí...

Coordina los blogs: La cinta sin fin, El Jardín de símbolos, Quantum.
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