miércoles, 25 de junio de 2008

"Pedro Perich" Un Relato de Octavio Armand (Dossier Armand)

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--------------------"Pedro Perich"

---Un Relato (inédito) de Octavio Armand

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"No quiero morir," escribió con mi bolígrafo, enorme y temblorosa la letra, en la portada de Newsweek. Desde hacía un par de días la revista reposaba en la mesita de noche al lado de su cama, en la habitación del Elmhurst General Hospital que compartía con otros dos pacientes. Uno de ellos, que tampoco la había leído ni la iba a leer, se la había prestado. El desánimo, la depresión, hizo que ese vecino desistiera tras hojearla.

__ Pásasela a él, me dijo en su inglés étnico, casero -- era de familia italiana --, para que la lea cuando despierte.

Se lo agradecí y la coloqué en la mesita de noche, sin aclararle que don Pedro no sabía inglés. Temía que la aclaración pudiera parecer un rechazo y se prolongara en una larga explicación. Inútil por demás, pues todo resultaba ya tan evidente en aquella habitación que nadie pedía ni daba explicaciones. Pero aun armado de un inglés de doble filo, cortante cockney y brillante oxford, don Pedro no hubiera leído nada. Entubado y recibiendo constantemente medicación a través del suero, y ocasionalmente oxígeno, esperaba la muerte, tan desanimado y deprimido como el joven vecino. Y sin ninguna esperanza, ya que para colmo tenía noventa y dos años.

Sin pasar de las gracias, pues, un par de días atrás yo había recibido el enrollado Newsweek de la mano del posoperado y preenterrado ítalo, como si se tratara del testigo en una carrera de relevos, y la había puesto en el sitio exacto de donde ahora la había tomado para pasársela a don Pedro. Me extrañó que ni él ni nadie la hubiera tocado siquiera. Ni Gloria, su mujer; ni Angelita, su hija; ni mi padre, que solía acompañarme en las visitas al hospital, como antes a veces lo hiciera cuando me acercaba al apartamento del simpático veterano del 95 para que me contara del pasado heroico y para quejarnos un rato del presente.

El se quejaba sobre todo por una separación que no se había podido zanjar a pesar del papeleo y los incesantes trámites. Se preocupaba mucho por el hijo que había quedado en la isla, y a quien no volvería a ver. ¿Y yo? ¿de qué me podía quejar? ¿qué podía echarle en cara a la actualidad en aquel entonces, cuando apenas había cumplido dieciséis o diecisiete años? Mi vida, como hacía Newsweek con la historia del mundo entero, todavía se podía medir por semanas. Yo no tenía pasado ni pasados con qué comparar o contrastar el presente, que era lo único mío en la larga carrera histórica, arqueológica y geológica del planeta.

__ Is he your grandpa?

No, solo un amigo, contesté. Lo primero con un meneo de la cabeza, sin siquiera la sílaba única. La puntualización, escueta pero firme, casi subrayada, despertó en su mirada una mayor curiosidad. Evidentemente le resultaba más fácil explicarse mis visitas al anciano por el parentesco que por una amistad que saltaba tres o cuatro generaciones.

Su mirada pedía explicaciones y entonces no las di. Temía que en una conversación mi rostro delatara lástima, que es lo que sentía por él. Y por don Pedro. Y por mí mismo. Además el paciente vecino solía estar impaciente. Con todo y todos. Como si le faltaran fuerzas o ganas para trascender monosílabos. La explicación que pedía lo hubiera abrumado. Y no la di. Creo que con estas líneas, aunque tardíamente, intento hacerlo.

Conocí a don Pedro en la bodega donde yo trabajaba. En la calle 82 de Elmhurst, muy cerca de la ruidosa Roosevelt Avenue, coronada por la línea IRT del metro neoyorquino. El sitio, más bien pequeño, se llamaba Tomy's Grocery. Tomy por Tomás Rivera, su dueño. Un altísimo y recio puertorriqueño que parecía boxeador y estaba casado con cubana: Grace, Graciela. Mi familia los había conocido durante el exilio de Batista; y ambos me tenían mucho cariño, tanto como yo a ellos.

El sitio era un punto muy conocido. Casi un centro perforado por compás en el caótico mapa latinoamericano que empezó a asomar con añoranzas y desgarrones en la zona. La pequeña bodega estaba cerca de Guayaquil y Medellín, de Buenos Aires y Lima, de Jalisco y Managua, de Baracoa y Puerto Plata. Si bien en el 58 había muy pocos latinos en esa parte de Queens, empezaron a llegar en crecientes cifras hacia mediados de los 60.

En la bodega de Tomy Rivera podían satisfacer nostalgias, comprando algunos productos de Ecuador, Argentina, Puerto Rico, luego de Colombia, México, República Dominicana, y siempre muchos de Cuba. Por supuesto no de la isla sino de sus abundantes aunque aisladas y a veces precarias imitaciones: Miami y luego Jersey City seguido de un larguísimo etcétera. Los clientes podían pedir, quejarse, agradecer, comentar y bromear en español, todos sus acentos absolutamente bienvenidos y compatibles con el de Grace, que estaba bastante salpicado de sajón porque ella había llegado muy niña al norte; el de Tomy, ocasionalmente sazonado de ay, bendito; y el mío, de náufrago guantanamero. Añadido acicate para comprar allí pasta o cascos de guayaba, casabe, tamales, unto, jalapeños y chipotles, lechoza, coco o boniatillo enlatados, plátanos y hojas de plátano.

Yo comencé a trabajar en ese caótico mapa de sabores y añoranzas a partir del 62, estando en bachillerato. Trabajaba los fines de semana y durante todo el verano, orgulloso porque podía aportar algo a la familia, que no pasaba su mejor momento. Por lo general defendíamos la trinchera Tomy y yo. Grace se aparecía en las horas pico y en las ocasionales emergencias. Yo hacía de todo. Desde cargar y vaciar los guacales de yuca importados de la República Dominicana, lo cual me obligaba a meter las manos en nuestro paisaje, pues las viandas llegaban cubiertas de aserrín y tierra muy húmeda, fango casi; hasta atender la caja o al variopinto público, muy complacido por lo solícito que era aquel joven que fui. Con las personas mayores me esmeraba en las atenciones y el trato. A veces las viejitas me querían dar propinas. Nunca las acepté.

Durante un mes don Pedro había pasado por la bodega los sábados por la tarde. No era él quien hacía compras sino su hija, Angelita, esbelta y muy atractiva. Era modelo y estaba casada con un fotógrafo. El padre, caballero decimonónico, la acompañaba para protegerla de peligros potenciales pero entonces inexistentes. Yo me había fijado en ambos. En él, con simpatía, la que invariablemente me despertaban los ancianos. En ella, con un sentimiento algo confuso que sin llegar a fiebre sí era interesado, aunque disimulaba lo mejor posible deseos imposibles. Desde siempre supe que eran cubanos. Los había delatado el acento, por supuesto.

La tercera o cuarta vez que cayeron juntos en el sitio nos presentamos. Se hizo propicia la ocasión por un detalle que me llamó la atención. En la solapa de don Pedro, siempre trajeado en su único saco -- pulcro, raído, gris -- había visto un escudo cubano al revés. Un botón de oro. Le pedí permiso para enderezarlo. Me lo agradeció mucho y me dijo, orgulloso, que era su botón de veterano. Cuando me enteré además de que era guantanamero y que conocía a mi padre desde siempre, ¡cómo no!, ¡desde que Cuba es Cuba, República de Cuba!, mi simpatía de inmediato se multiplicó por curiosidad y admiración.

Ese día atropellé a mi padre con preguntas acerca del veterano; y solo tuve que mostrarle el número que Angelita me acababa de dar para convencerlo de que lo llamara ya y ofreciera una primera visita. Lo visitamos juntos varias veces; luego me acercaba yo solo para oir sus cuentos y anécdotas. Su memoria era un museo; un tesoro de Guantánamo

enterrado en la avenida Baxter, a pocas cuadras de mi casa; y yo un arqueólogo. Todavía me conmueve recordar a través de él las últimas horas del matancero Antonio López Coloma, fusilado el 26 de noviembre de 1896 en el Patio de los Laureles del Castillo de la Fuerza.

López Coloma había sido condenado por su participación en el alzamiento del 24 de febrero del 95. Don Pedro también.

Fueron compañeros de celda. Ellos y unos cuantos más. Pero ya no recuerdo el número exacto ni sus nombres. Ojalá algún día me perdone este olvido. La noche del 25 todos abrazaron al matancero que iban a matar. Después se sentaron en el piso, haciendo un círculo alrededor de ese centro que en pocas horas iba a desaparecer. Entonaron, muy bajito, el himno de Bayamo. Luego le pidieron a López Coloma que se quitara la camisa y, turnándose, lo despiojaron. Imagino que nadie durmió esa noche. Ni en esa celda, ni en las vecinas. Al amanecer, cuando se lo llevaban, a medida que los pasos lo alejaban de sus compatriotas y lo acercaban a la muerte, celda tras celda prorrumpía en gritos: ¡Muere como un cubano! ¡Viva Cuba libre! Un silencio sepulcral de varios minutos precedió a la descarga.

Todavía puedo ver a don Pedro acurrucado en la esquina del sofá mientras me cuenta el episodio. Recuerdo como tenía que apoyarse y tomar impulso para levantarse de ese sofá cada vez que me iba a preparar un cafecito. ¿Se daría cuenta de que yo entonces me acercaba a él, que a veces me paraba frente a él, por si acaso perdía el poco equilibrio y caía? Ojalá que no.

Lamentablemente a ese recuerdo se sobreponen otros. Don Pedro entubado en la habitación del hospital de Elmhurst, la mirada humedecida por unas lágrimas que no llegaron a salir cuando garabateó ese 'No quiero morir' que fue su testamento; don Pedro en el ataúd, de cuerpo presente en la misa de difuntos que se celebró en la Iglesia de Santa Juana de Arco, también en Elmhurst, a la cual asistimos exactamente cuatro personas: la viuda, la hija, mi padre y yo; ese ataúd, con el cuerpo presente todavía, en el United States Columbarium Co., un crematorio de Woodside donde lo dejamos al pie del horno, frente a la portezuela, para que entrara a las llamas o a un cuadro de Carlos Enríquez.

Dos o tres días después Gloria y Angelita recogieron las cenizas. No sé qué hicieron con ellas. Sí sé lo que hicieron con el botón de veterano. Me lo entregaron, como había pedido don Pedro. Lo he guardado por más de cuarenta años. Guardo también aquel Newsweek. Aquel poema de una sola línea. Ahora que escribo estas para recordar al viejo guantanamero muerto en el exilio, me digo que tengo que buscarla. Ojalá no se me haya extraviado o perdido con las mudanzas. Porque en el recuerdo, en la admiración, no ha habido ni habrá mudanza.

3 comentarios:

  1. Hermoso y delicioso relato. Verdaderamente es lo primero que leo de este hombre, que él me perdone por mi ignorancia.
    Saludos, Chago

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  2. Es indudable que el tema del exilio, en este relato, vuelve a mostrar su fase dolorosa pero que el autor, magistralmente, utiliza su capacidad imaginativa para ofrendar su doble exilio, creo que todos en el fondo somos unos exilados en la medida que vamos cambiando y perdiendo aquellas cosas que amamos y magnificando lo que se nos fue, gracias Armand por mostrarnos la persistencia de una memoria.

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