viernes, 9 de marzo de 2007

NOTAS (para una conversación) SOBRE LA DIASPORA CUBANA. Texto leído por el autor (Jorge Luís Arcos) ayer en Casa de América. Madrid.



NOTAS (para una conversación) SOBRE LA DIASPORA CUBANA

Jorge Luis Arcos

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Tengo que advertir que el texto que someteré a la consideración de ustedes, con el pie forzado de “Idas y venidas de la diáspora”, no es el que pueden esperar de un especialista en migraciones o algo por el estilo, sino el resultante de las reflexiones libres de un poeta y ensayista literario que ahora mismo padece y/o disfruta, por libre opción –si es que eso en realidad fuera posible en mi caso- de la condición de exiliado, o, acaso más certeramente, participa de la llamada diáspora cultural y política cubana. Fenómeno extraño en mi caso, pues es casi imposible convertirse en un verdadero inmigrante después de casi cincuenta años de vivir en mi país de origen. Digamos que, por una cuestión de edad, no me alcanzaría el tiempo para integrarme completamente a este nuevo país, pues la memoria, las vivencias, los hábitos culturales crean una resistencia insoslayable. En cierto modo, somos lo que siempre fuimos y lo que quisimos ser. Claro que ocurrirán cambios, transformaciones, pero que no alcanzarán a borrar –al menos, ese es mi caso singular- ese substrato vivo que me ha alimentado, para bien y para mal, durante casi medio siglo.

Una teoría sobre los distintos tipos posibles de inmigrantes, los caracteriza en tres posibilidades: los que se integran completamente al nuevo país de adopción (sospecho que aquí la edad es casi determinante), y que son los que suelen prosperar más en el nuevo contexto; los que se resisten a cualquier integración (o sencillamente no pueden o son impedidos de consumarla) y añoran algún día el regreso al país natal: esos son los que entonces de alguna manera ostentan, como su naturaleza primordial, la condición de exiliados. No hay que decir que estos serían los menos afortunados en general para asimilar el cambio o trauma que significa toda emigración. Y, por último, aquellos que se sitúan en una suerte de limbo o frontera intermedia, por vocación o por fatalidad, la cual creo que pudiera ilustrar mi caso, si bien tengo que reconocer que si la edad me favoreciera, seguramente hubiera optado por la primera instancia.

En estas tres posibilidades importa mucho el componente cultural. Por ejemplo, a diferencia de la mayoría de los cubanos que emigran, los cuales prefieren, por diversas razones históricas, geográficas, familiares, económicas, hacerlo hacia los Estados Unidos, yo siempre rechacé esa posibilidad, precisamente por tratar de salvaguardar una opción de libertad cultural. Acaso por el hecho de ser un escritor, el peso de una lengua y una cultura, en última instancia comunes, fue decisivo para mi elección. He viajado bastante por América Latina, también he visitado los Estados Unidos, y tengo que reconocer que ningún otro país podía ser más atractivo para mí que exactamente este en el que ahora me encuentro. Claro que, como ya advertía, eso no me salva de mi pasado, ni tampoco de la melancólica constatación de las consecuencias de mi tardía emigración, pero en cierto modo me deja libre para hacer de mi exilio una aventura de conocimiento: es decir, de mí mismo, más que del nuevo país, aunque en muchas ocasiones ambas instancias puedan confundirse. Por otro lado, el hecho de emigrar con una cultura ya asentada, me permite acceder a un mirador en cierta forma más lúcido (por terrible que pueda ser a veces) sobre mi patria de nacimiento, a la vez que me permite también mirar la nueva realidad desde una extrañeza incesante, cosa que muchas veces el alma no agradece pero el conocimiento sí.

Por último –y para hacer aún más compleja esta suerte de propuesta de autorretrato diaspórico-, quiero llamar la atención sobre un hecho previo a la emigración física. Muchas veces sucede que el que abandona su país, ya antes de hacerlo, está enajenado en aquel contexto. Al menos ese fue en parte mi caso. Llegaba a veces al punto en que no me reconocía en mi propia realidad. Quiero decir, sentía como si la realidad se me hubiera vuelto ajena, hostil, inalcanzable. Este no es el país donde yo nací, me decía a menudo. Y aunque esa sensación de enajenación o extrañeza puede acontecer en cualquier realidad, en mi caso creo que alcanzó unas cotas de profundidad ciertamente muy difíciles de asimilar sin temer por mi integridad mental o moral, porque eso que se nombra con la palabra libertad acaece sobre todo en la conciencia.

Digo esto porque se ha hablado mucho del insilio como fenómeno que establece una correspondencia con el del exilio. Por supuesto que no son conceptos equivalentes, pero sí, digamos, correspondientes. Tan intensa puede ser entonces la percepción de la realidad por parte de un exiliado (citemos el caso paradigmático de José Martí, pero no lo sería menos el de un José Kozer, por ejemplo) como la del insiliado (y aquí valdría la pena citar el caso de un Julián del Casal, o, para señalar también al menos dos ejemplos recientes, el del último José Lezama Lima y el de Virgilio Piñera). Pero como no puedo detenerme ahora en profundidad en estas consideraciones, permítanme volver a citar una vez más un pensamiento del monje Hugo de Saint Víctor, que leí citado a su vez por Edward Said, y que en cierta forma me acompaña siempre como actitud abierta, posible, dentro de mi exilio presente: “El que encuentra dulce a su patria es todavía un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño”.

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Diáspora, exilio, destierro, migración (con su doble movimiento de salida y regreso, y con su doble connotación de hacia fuera y hacia dentro)… Diáspora o dispersión… María Zambrano, en Los bienaventurados, la describe como “Peregrinación entre las entrañas esparcidas de una historia trágica”, porque, según ella, el exilio propiamente ya sucede cuando la Historia se hace a costa de la Vida. En última instancia: viaje. Pero todo viaje es relativo, ya se sabe. Existe la mera traslación de lugar y existe el viaje interior, acaso el único trascendente. Dos poetas cubanos añaden una singular extrañeza al tema del viaje. En primer lugar, Julián del Casal, que añoraba antes que todo París, pero que prefirió conservarlo como ilusión posible antes que hacerlo realidad, y expresó: “Mas no parto. Si partiera, / al instante yo quisiera / regresar”. Prefirió pues el viaje simbólico de su poesía como respuesta compensatoria al ambiente asfixiante de la Colonia. El otro caso es el de Lezama, que se autodenominó como “el peregrino inmóvil”, y decía que hay viajes más espléndidos, aquellos que pueden hacerse, por ejemplo, del comedor a la sala…; es decir, viajaba con la imaginación.

Es muy curioso que el término diáspora comience a utilizarse en Cuba sólo a partir de la década del noventa del siglo pasado, en un país que, desde 1959, había ido nutriendo un numeroso exilio. Pero acaso todo comenzó un poco antes, en la década de los ochenta, cuando el tema del viaje irrumpe obsesivamente en la poesía y en la pintura cubanas. Actualmente el viaje es una obsesión nacional, casi un estado perpetuo de la sensibilidad, además de una tragedia familiar cada vez más creciente. Nunca el cubano había tenido tanta vocación por el viaje, y repárese en que cuando este se realiza –y me refiero al perpetrado en la Cuba posterior a 1959- para asentarse en otro país, adquiere enseguida la connotación de destierro. El cubano, pues, en cierta forma, se autodestierra. Acaso porque el viaje, para un cubano, ha llegado a ser sinónimo de libertad, lo que sólo ocurre en contextos sombríos, totalitarios, cerrados. Curioso también que la isla utópica o paradisíaca haya devenido su reverso: infierno de donde escapar. La isla recreada en “Noche insular: jardines invisibles”, de Lezama, donde el poeta exclama: “Ya que nacer aquí es una fiesta innombrable”, ha encarnado últimamente en la infernal “Isla en peso” de Virgilio Piñera, donde expresa como aventurando un síntoma claustrofóbico: “la maldita circunstancia del agua por todas partes”. La tierra prometida está, ciertamente, como la vida para Rimbaud, en otra parte. Ya el viaje, pues, no es sólo una necesidad económica o una fatalidad política, sino una disposición del espíritu, un valor cultural. De ahí que se prefiera nombrarse como diáspora que como exilio a secas. El exilio es siempre una fatalidad, la diáspora una aventura del espíritu. Aventura dolorosa sin duda. Pero ya se sabe que el dolor le es consustancial tanto al conocimiento como a la verdadera libertad.

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Pero hagamos ahora un poco de historia. Todo comenzó con un viaje, que antes fue un sueño: un viaje imaginario. También con un equívoco: curioso que el viajero, el “descubridor” Cristóbal Colón, muriera creyendo que había llegado a los Japones, al reino de Cipango o Catay…Y que arribara no a tierra firme, continente, sino inicialmente a unas islas… Con ese equívoco comenzó la última gran migración de la historia. El sueño americano. Cuba fue desde entonces tierra de promisión para distintos destinos, lugar de llegada, o de tránsito para otros puertos añorados, de ahí lo de llave del golfo, o antemural de las indias occidentales. Pero, como antes en la Romania, durante mucho tiempo el insulano fue español de ultramar, antes que criollo o, posteriormente, cubano. Sólo cuando comienza a definirse el lugar como algo diferente de la metrópoli, se inicia la posibilidad de ser desterrado. De la ciudad de Roma también se desterraba hacia provincias bárbaras. Esa vuelta de tuerca comienza en los albores del siglo XIX con el romanticismo y la independencia. Se inicia la tradición americana de los grandes desterrados o encalabozados, como, por ejemplo, recrea José Lezama Lima en La expresión americana. Simón Rodríguez, Francisco de Miranda, Andrés Bello… En Cuba, José María Heredia, Félix Varela, hasta llegar a José Martí, con quien se cierra esta estirpe romántica.

Pero la condición de isla acentúa la sensación de destierro: mar por medio…, pérdida del paraíso. Antes, la isla podía haber estimulado la imaginería mitológica o utópica renacentista. Se buscaba una patria desconocida. Un lugar desde donde nacer de nuevo, volver a empezar. Pero entonces la isla se siente en una dimensión inédita: patria perdida. Y es sólo entonces cuando adquiere sentido trágico la pérdida del lugar de procedencia o de nacimiento. Lezama hablaba del destino trágico de los atridas para referirse a la dispersión de su familia. El que fuera como el poeta protoplasmático de Cuba: Manuel de Zequeira y Arango, siempre se consideró español, antes que cubano. Y antes de morir loco, creyendo que cuando se ponía el sombrero se hacía invisible, y que era el depositario de las joyas de la corona borbónica (en curioso delirio de grandeza que anticipa a nuestro melancólico y dulce orate, El Caballero de París), escribió algunos de los poemas que a la postre definen aspectos esenciales de una cubanía profunda, casi marginal.

En primer lugar, en su conocido soneto “Oda a la piña”, donde, como ha apuntado Cintio Vitier, se revela la primera diferenciación, a través del contrapunteo de las frutas. Si los poetas hispanoamericanos, al decir de Pedro Henríquez Ureña, “cantaron en odas clásicas la romántica aventura de la independencia”, Zequeira, a pesar de su españolidad radical –era militar y defendió la corona española contra los independentistas americanos-, era, acaso para su pesar, también poeta, e inaugura, junto a Manuel Justo Rubalcava, la primera subversión. Con la retórica neoclásica e imaginería grecolatina, Zequeira va a prestigiar un fruto de la tierra “cubana” para igualarlo con los de la metrópoli. Por eso Cintio afirma que el separatismo comenzó por la pelea de las frutas. Pero había dicho que “acaso a su pesar”, porque Zequeira (que escribía tan bien o mejor que sus modelos peninsulares) nunca fue bien ponderado como poeta en la isla del azúcar que en el fondo detestaba, y sufrió amargamente por ello. Su caso es notoriamente escandaloso o subversivo: se oponía a la cultura de la clase emergente, la sacarocracia criolla, hija del boom del azúcar, y se refugiaba en la cultura anterior, casi patriarcal y hacía el elogio del cultivo del tabaco y no de la plantación azucarera. En este sentido, Zequeira era un reaccionario o, por lo menos un conservador, sobre todo porque, más allá de la condicionante económica, que no ética, de progreso capitalista con mano de obra esclava, se situaba en las antípodas de la clase que a la postre propició la lucha por la independencia, aunque, como se sabe, en el caso de Cuba, con un notable retraso con respecto al resto de los países hispanoamericanos, lo cual va a marcar una significativa singularidad histórica que, en parte, ha condicionado otras posteriores, hasta llegar a la última que padecemos hace casi ya medio siglo, aunque ya agonizante: la revolución cubana, que tiene el dudoso mérito de haber propiciado una de las diásporas más largas y dramáticas de la historia contemporánea.

Pero la impronta de Zequeira, que rebasa con mucho la estrictamente literaria, para alcanzar connotaciones psicosociales de diversa índole, no queda ahí. Con su poema “La ronda verificada la noche del 15 de enero de 1808”, Zequeira escribe el texto más raro para comenzar una literatura nacional: con un “yo” inicial que puede anticipar el de Versos sencillos de Martí, el poeta se transfigura, para los otros que no le reconocen, en muerto, esqueleto, fantasma, extranjero, anfibio, animal prehistórico… Confunde, para colmo, las letras con la armas. En una suerte de viaje interior por las murallas de la ciudad el poeta realiza un viaje hacia la (des)identidad, y siente incluso ese “yelo”, ese frío que muchos años después distinguirá a Casal y finalmente a Lorenzo García Vega. Se debe reparar también en que la confusión de las letras por las armas apunta ambiguamente tanto a su no reconocimiento como militar como a su identidad de poeta. Ya en otro soneto se había expresado Zequeira “Contra la guerra”. Es decir, se siente extrañado de sus dos cualidades sobresalientes: militar y poeta. No es casual entonces que termine refugiándose en una locura poética con el don de la invisibilidad y con un significativo delirio de grandeza; locura poética también anticipada en sus “Décimas”, donde inaugura otra corriente marginal de nuestra poesía: el disparate, que llega hasta otro poeta alucinado: Samuel Feijóo. Es curioso que aquí el poeta prolongue el equívoco inicial de Colón, cuando pensaba haber arribado, como Marco Polo, a la tierra del Gran Khan… Dice Zequeira: “Carlos XII, rey de China….”

En fin, he querido hacer preceder mis reflexiones sobre el tema de la diáspora con el recuerdo de este otro viaje simbólico, interior, que tiene tanto en común con otros viajes muy contemporáneos dentro de la llamada corriente del insilio insular, suerte de exilio o destierro dentro de la propia isla, es decir, dentro de las invisibles murallas de la isla o ciudad. Por cierto, esta imagen me recuerda el título de una antología de poesía muy querida por mí, Doce poetas a las puertas de la ciudad, compilada por Antonio José Ponte, donde un grupo de jóvenes poetas de la llamada generación de los ochenta se dan a conocer como habitantes de una periferia, unas márgenes, una suerte de limbo fantasmal dentro de una ciudad ya en ruinas. No es ocioso indicar que la mayoría de ellos optaron por marchar al exilio, y que algunos conformaron el grupo poético conocido como Diáspora (s). No por gusto tampoco, un poeta suicida, Angel Escobar, y que llevó el tema o, mejor, la trágica vivencia de la desidentidad, hasta lindes indecibles, parafraseara una frase de Cintio de Lo cubano en la poesía y se preguntara de nuevo pero desde otro espacio-tiempo, desde otra sensibilidad y diferente percepción de la realidad: “¿Dónde están ahora los muros de nuestra fundación?” El otro poeta suicida, Raúl Hernández Novás, en la estela de Casal y de Lezama, emprende en su poesía incesantes viajes simbólicos, llega a crear incluso una suerte de geografía simbólica, visionaria, y en uno de sus poemas arquetípicos escribe. “Ya no basta la vida. Hay que viajar”

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Pero regresemos a la historia. Extinguida, como en otras islas de las antillas, la población aborigen, Cuba se convierte muy rápidamente en una tierra de inmigrantes. En primer lugar, por vocación o destino militar o económico, aunque también como posibilidad para limpiar pasados conflictivos, se dan cita allí españoles de diferentes procedencias. En segundo lugar, por esclavitud forzada, son arrancados de o comprados en su tierra y llevados a aquella isla, para ellos entonces nada paradisíaca, africanos de diferentes etnias y culturas. De la población aborigen, ya en la primera mitad del siglo XIX, apenas quedaban sobrevivientes, lo que le hace decir a Plácido en versos significativos: “Hoy vagan como las hadas al resplandor de la luna”. De manera que lo cubano finalmente se conforma por adición primero, y por mezcla posterior, después, de dos culturas foráneas, sobre la base de la desaparición de la población original y de la salvaje esclavitud de otra. Suerte de pecado original que le hace reparar a Heredia en “las bellezas del físico mundo y en los horrores del mundo moral”, y a Martí en que “la esclavitud de los hombres es la gran pena del mundo”. No habrá pues apenas resistencia en esa “triste tierra”, para Miguel Velázquez ya en el siglo XVI, “como tierra tiranizada y de señorío”, para la inmigración. Simbólicamente había que llenar un pavoroso vacío. Una cultura había quedado sumergida, y sólo podía ser recuperada como mito. “Con un cocuyo en la mano / y un gran tabaco en la boca / un indio desde una roca / miraba el cielo cubano”, escribió el Cucalambé, que continuó la tradición del disparate de Zequeira, como sobre todo después Seboruco. A mediados del siglo XIX se trata de camuflar la protesta separatista con una provisoria recuperación de nuestros orígenes con la corriente poética nombrada como siboneyismo. Por cierto, acaso no sea ocioso indicar que los aborígenes cubanos habían emigrado hacia la isla desde el continente, desde Centroamérica y muy especialmente desde la actual Venezuela. Eran, en cierto modo, restos venidos a menos de antiguas culturas precolombinas. Con posterioridad, ya en el siglo XX, hubo una emigración de braceros yucatecos hacia el oriente del país, que Manuel Moreno Fraginals cree que es la causa equivocada de que se piense en la supervivencia de aborígenes cubanos, porque todavía pueden apreciarse rasgos anatómicos de los llamados indios en regiones como Baracoa, por ejemplo, que se ha mantenido más aislada que otras regiones del resto del país. Otra migración significativa, esta francesa, sucedió también en el oriente como consecuencia de la Revolución de Haití. Otra menor, jamaicana, de negros hablantes de inglés. Pero, sin duda, la más significativa culturalmente, luego de la española y la variadísima africana, fue la china, desde fines de la segunda mitad del siglo XIX y que se mantuvo viva hasta la década del cincuenta del siglo pasado.

No por gusto se ha escrito mucho sobre la capacidad de la isla para asimilar culturalmente la inmigración; de cómo -a diferencia, por ejemplo, con el destino de las diferentes migraciones en los Estados Unidos- la primera generación nacida de inmigrantes foráneos ya se comporta y es asimilada como netamente cubana, ayudado esto, además, por una poderosa mezcla étnica y cultural. Es decir que, con la excepción de una emigración política muy de élites durante casi todo el siglo XIX, pues solo hacia su final, con motivo de la devastación de la riqueza material del país por las dos prolongadas y cruentas guerras de independencia, no se comenzaron a establecer las primeras colonias de cubanos, en su mayoría pobres, en los prósperos Estados Unidos, Cuba ha sido históricamente un país receptor de inmigrantes. E, incluso, esta última migración aludida, se atenuó mucho con el advenimiento de la República, y no es hasta la décadas del cuarenta y del cincuenta cuando de nuevo, por motivos políticos pero también por motivos económicos, comienza a haber una cierta emigración hacia los Estados Unidos, para nada desemejante de otras de diversos países hispanoamericanos, en lo que influía mucho sin duda la muy acentuada relación cultural entre Cuba y el país del norte, que, a partir de la guerra hispano cubana norteamericana del 98, con las sucesivas ocupaciones militares norteamericanas y su poderosa impronta económica y cultural, llegaron a convertir a la isla en la primera neocolonia del mundo occidental y marcaron para siempre, para bien y para mal –como suele suceder en estos casos- la cultura cubana contemporánea, al punto de que un ensayista del renombre de Roberto Fernández Retamar ha llegado a reconocer que, por las peculiaridades de la historia insular, Cuba es el país más español y más norteamericano de Hispanoamérica. Mucha de la discutida impronta cultural de la llamada globalización, acaecida después del fin de la Guerra Fría, que hoy conoce o padece incluso la Europa del primer mundo, fue un fenómeno acaecido en Cuba durante alrededor de medio siglo de República.

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Una digresión necesaria: Está todavía por estudiar en profundidad el peso real, múltiple, negativo y/o positivo, de la cultura norteamericana en la conformación de la cultura cubana contemporánea. Ya hay interesantes estudios recientes que abordan esta insoslayable problemática desde el punto de vista de la música, la imagen cinematográfica, el deporte, la educación, la arquitectura, los numerosísimos anglicismos, y un sin fin de hábitos psicosociales y culturales en general. Sospecho que este conocimiento se asentará en un futuro no muy lejano. La conocida polarización entre la revolución cubana y el imperialismo norteamericano, más la propia historia anterior, han conspirado para que no se tenga un conocimiento objetivo de esta importante faceta de la llamada identidad cultural cubana. Pero esa relación existe, y es muy poderosa; y creo que no tengo que aclarar porqué se ha producido en un sentido sobre todo, desde Estados Unidos hacia Cuba, aunque a la postre termine por producirse el movimiento inverso. Esto es, una vez creada la impronta cultural, esta deviene con el tiempo una necesidad, y su brusca castración (a veces se tiene la turbia e inquietante sensación que se trata apenas de una posposición), en un corte traumático en el mismo cuerpo de la cultura cubana. Tal vez por ello el llamado american way of life, en muchas de sus manifestaciones culturales (me es indiferente ahora elucidar, valga aclarar de nuevo, si en un sentido negativo o positivo, porque eso introduciría un grado de subjetividad difícil de definir), no haya podido ser borrado del imaginario colectivo de la nación cubana. Y, en gran parte, una zona decisiva de la llamada diáspora cubana se verifique en ese país. Solo quiero finalmente hacer una advertencia: que ello a la postre ha redundado en un enriquecimiento cultural para Cuba (y no para los Estados Unidos, donde la impronta cubana es casi nula), relación típica, como ya advirtió Fernández Retamar en Caliban, de este tipo de confrontación cultural entre un país poderoso y otro dependiente… En este sentido, ciertamente, Estados Unidos está muy lejos de haber aprendido las lecciones positivas del imperio romano, y de su prolongación con el imperio colonial español. Aunque eso sí, quién lo duda, su impronta cultural es objetivamente poderosa (que Martí llegó a ilustrar con el oxímoron de una civilización devastadora). Curioso que no haya quedado casi ninguna impronta de la larga presencia de la Unión Soviética y de los llamados países hermanos de la Europa de Este (a los que Lezama llamaba, por cierto, con evidente choteo cubano, la Moscovia….), a no ser dentro de una élite cultural y sólo con referencia a otra élite cultural de aquellos países –pienso en el excelente cine de élite soviético, polaco, húngaro, checo… Su influencia, impuesta artificialmente, fue también devastadora, al menos durante una década, pero no perdurable en términos culturales. La percepción general ha sido de resistencia cuando no de rechazo. Acaso habría que estudiar, como ejemplo de una perniciosa influencia, los hábitos totalitarios, que sí han creado una percepción psicosocial de la realidad muy semejante. Porque por muy negativo que pueda ser para la conformación integral de una persona lo nocivo de la exportación globalizadora del llamado american way of life, más nocivo ha sido sin duda la suplantación absoluta de la persona dentro de un estado totalitario, donde desaparece por completo la posibilidad de elegir o disentir. Creo que, paradójicamente, los tres componentes conformadores de la identidad cultural cubana: la africana, la hispana y la norteamericana funcionaron como un valladar frente a esa invasión en cierto modo bárbara. Hoy, lamentablemente, con respecto a los Estados Unidos, acaso parece a punto de cumplirse la reiterada profecía del conocido poema de Kavafis, “Esperando a los bárbaros”.

Y, por último, otra pregunta al parecer obvia, pero creo que pertinente. Se nos ha dicho y se le dice todavía al pueblo de Cuba que de no hacer triunfado la revolución, la influencia del american way of life terminaría por hacer desaparecer nuestra identidad cultural como nación. Pero, ahora mismo, no veo otra influencia cultural más constante, ni más poderosa en Cuba que esa; y, además, ¿es que los argentinos, los mexicanos, los peruanos, los brasileños, los venezolanos…, han perdido acaso sus identidades culturales? Después de cuantiosos siglos de dominación romana, no sólo las particularidades regionales no desaparecieron, sino que a la postre emergieron de ellas los estados nacionales, las lenguas romances, etc. Después de otros varios siglos de conquista y colonización españolas, América Latina es un fresco de diversidades culturales regionales. Bueno, los ejemplos podrían ser innumerables. Pero ¿cuál es la cultura que se quiere salvaguardar con la revolución en Cuba, más allá de sus notables éxitos iniciales de justicia social y de expansión de la educación y la salud, a los que no debe renunciar, por cierto, ningún país, si actualmente la juventud de ese país sólo piensa en emigrar y espesar todavía más una diáspora, es decir, una dispersión sin paralelo ni antecedente en la historia de Cuba? Diáspora trágica, por lo demás, porque a diferencia de otras migraciones que suceden ahora mismo, esas personas no pueden en su gran mayoría volver a regresar a vivir a su país, donde pierden por el solo hecho de irse, todos sus derechos. Aquí, salvando las distancias, ¿no funciona una perversa lógica casi fascista?

Regresando a la historia, no es ocioso tampoco recordar que las guerras de independencia no marcaron el cese de la emigración española hacia la mayor de las Antillas, antes bien esta se mantuvo incesante hasta después de la Guerra civil española inclusive. Todo esto confirma el hecho objetivo de que Cuba fue, preponderantemente, un país receptor de inmigrantes hasta el fecha y el acontecimiento que divide en dos mitades, dos épocas al siglo XX insular: la revolución cubana del primero de enero de 1959.

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Según el tema que nos ocupa –y al que trataré de ceñirme en la medida de lo posible a partir de ahora-, el paulatino acrecentamiento de esa diáspora habría que datarlo inexorablemente a partir de esa fecha. Sospecho que de no haber ocurrido la revolución, Cuba no hubiera seguido un derrotero desemejante al del resto de las naciones hispanoamericanas con respecto a la cada vez más creciente migración hispana hacia los Estados Unidos, país donde, como dijera en una ocasión Beatriz Garza, la creciente emigración hispana amenaza con subvertir el conocido verso de Rubén Darío en su “Oda a Roosevelt”: “¿cuántos millones de hombres hablaremos… español?”, aunque eso no pasa de ser una hipótesis muy relativa. Por lo demás, estos trasvasamientos culturales ocurren a muy largo plazo, y de lo que se trata ahora es de historiar y problematizar la historia pasada más reciente hasta llegar a la actual.

En una primera etapa, ocurrió una emigración, digamos, clásica, dentro de la lógica de las revoluciones. En un principio, emigraron los representantes del régimen depuesto, directamente comprometidos con la tiranía de Fulgencio Batista. En una etapa inmediatamente posterior, cuando comenzaron las nacionalizaciones de empresas norteamericanas, emigró la mayor parte de la burguesía cubana estrechamente vinculada al capital norteamericano e, incluso, una buena parte de los empleados de esas empresas, a los que se les denominaba como aristocracia obrera. Hasta aquí todo parecía hasta cierto punto previsible, como también la suerte de guerra civil que comenzó con la derrotada invasión de Playa Girón con la complicidad del gobierno de Estados Unidos. Pero entonces ocurrió una vuelta de tuerca más y esa fue la proclamación del carácter socialista de la revolución, lo cual era un paso no previsto ni siquiera por la plataforma ideológica del Movimiento 26 de Julio, contenida en parte sustancial en la defensa conocida como “La historia me absolverá” y en posteriores declaraciones públicas del propio Fidel Castro, tanto durante la insurrección armada como inmediatamente después del triunfo revolucionario. Esta última radicalización ya sí motivó la emigración de una mayor cantidad de personas que, incluso habiendo participado y/o apoyado la insurrección armada contra el régimen anterior, no profesaba, por prejuicio o por convicción, el credo marxista-leninista. Finalmente, la instauración de un solo partido, una sola prensa, etc., típico de los regíَmenes totalitarios, y la implementación en 1968 de la llamada “ofensiva revolucionaria”, la cual, a diferencia incluso de la experiencia de otros países socialistas, borró toda rastro de pequeña propiedad privada, con la excepción de las tierras que habían sido otorgadas al campesinado, profundizó todavía más el abismo entre el poder revolucionario y una buena parte de la población. Simultáneamente, la persecución a los homosexuales, que condujo durante un tiempo a la creación de los tristemente célebres campos de concentración o UMAP, la persecución religiosa y, en general, la persecución de todo aquel que no se ajustara a un estricto patrón social e ideológico diseñado por el gobierno revolucionario, continuó eliminando de la vida social a vastas porciones de cubanos. En general, se proscribía la diferencia, la diversidad que le es inherente a toda sociedad y a la propia naturaleza humana. A fines de la década del setenta, ya puesta en marcha la “ofensiva revolucionaria”, se apostó toda la economía del país a una zafra de diez millones de toneladas de azúcar que al fracasar dejó al país en la ruina. Una de sus estrafalarias justificaciones ideológicas, que recuerdan ciertos experimentos voluntaristas chinos cuando la llamada revolución cultural, consistía en la construcción simultánea del socialismo y el comunismo. Así como la utopía de un hombre nuevo que viviera según una ética comunista basada solamente en estímulos morales y no materiales. Pero se olvidaba que la utopía comunista no preconizaba la miseria generalizada como estado permanente de la población. Incluso la teoría marxista clásica preveía la construcción del comunismo en sociedades desarrolladas. Pero, en fin, no es mi objetivo historiar pormenorizadamente la historia de la revolución cubana sino señalar cómo en su propia naturaleza, en su mismo proceso de desarrollo, estaba implícita la decantación de porciones significativas de su población, más allá incluso de aquella que podía asumir una posición abiertamente contrarrevolucionaria. Ya a principios de la revolución, ante el miedo de la educación atea y comunista, una campaña de la oposición que preconizaba la pérdida por parte de los padres de la patria potestad, dejó el triste saldo de miles de niños enviados sin sus padres a los Estados Unidos, que fue conocida como operación Peter o Pedro Pan, y que finalmente obligaba a sus padres a tener que marchar a toda costa hacia el exilio. Se debe recordar que el gobierno revolucionario, sobre todo en la década del sesenta, enfrentó una oposición armada dentro de la propia Cuba, con el apoyo, siempre inoportuno, de los Estados Unidos. Esa fatal ingerencia de sucesivas administraciones norteamericanas, bloqueo mediante, y que alcanzó su cúspide más dramática con la Crisis de Octubre, dejó preparado el terreno para una eterna paranoia de guerra, de estado de excepción perpetuo que, a la postre, parecía justificar la pérdida de casi todas las libertades civiles y que terminó instrumentando una sutil o abierta represión, según el caso y la coyuntura, ya no contra los enemigos directos de la revolución sino contra todo aquel que disintiera mínimamente de los lineamientos de la política castrense. Se perdieron los márgenes, los matices, se borraron las diferencias. Se era revolucionario o “gusano”. En definitiva, la revolución cubana es un ejemplo de cómo ninguna revolución o cambio social, por altruistas que puedan ser sus utopías de justicia social, puede coartar la libertad del individuo, ni mucho menos darse el lujo de prescindir de partes apreciables de su población, porque esas víctimas ¿de quien sino de la propia revolución serán víctimas? Esto para no referirme al costreñimiento de los derechos de la persona, sin los cuales no puede prosperar ninguna verdadera democracia ni ninguna utopía redentora.

La historia posterior es más conocida. Luego de la debacle económica de la zafra del setenta, donde se vio implicada toda la economía del país, con la previa eliminación de todo resquicio de pequeños comercios, de servicios, de pequeña propiedad, el país se encontraba en la ruina más desoladora. Entonces no se encontró otra alternativa que la dependencia económica de la URSS y la entrada de Cuba en el CAME. El sueño de independencia volvía a ser seriamente mediatizado. Si bien Cuba pudo salir relativamente a flote gracias a los subsidios soviéticos, una muy relativa y siempre precaria mejoría material no pudo apreciarse hasta la década de los ochenta. Ni el despegue económico ni el hombre nuevo advenían nunca. Precisamente en el año ochenta, cuando el éxodo del Mariel hacia los Estados Unidos, se puso de manifiesto que, como dijera Horacio a Hamlet, había “algo podrido en el reino de Dinamarca”, porque entonces los que emigraban masivamente no eran los personeros del régimen anterior, ni la burguesía cubana, sino en su gran mayoría jóvenes “formados” incluso durante la revolución. En esta ocasión, se hizo evidente, ya desde una perspectiva ética incluso, el fin de la llamada revolución. Se organizaron los –ahora mismo de nuevo retomados- mítines de repudio públicos de corte francamente fascista contra las personas que manifestaban su deseo de abandonar el país y que eran vejadas sin piedad hasta en sus propias casas. Se les llamó entonces “escorias” y, para colmo, se les vinculó, en un alarde de homofobia pocas veces visto en la historia, con los homosexuales. Un títular de Granma proclamó en primera página: “¡Que se vaya la escoria, que se vayan los homosexuales!”. Simultáneamente, se realizó una purga en las universidades para expulsar a los homosexuales o a todo aquel que no se comportara dentro de los parámetros de la más pura ortodoxia ideológica, a lo que se le llamó “proceso de profundización de la conciencia comunista”. Fueron “invitados” a abandonar el país delincuentes comunes que cumplían largas penas de cárcel, amén de presos de conciencia, que se encontraban en las cárceles cubanas. Asimismo, embarcaron a enfermos mentales que vivían sin familia en hospitales psiquiátricos. Todo para tratar de dar la imagen de que se iba “la escoria” de la sociedad. Recuerdo a conocidos míos que fingieron ser homosexuales para irse del país. Recuerdo también, y esto todavía es más triste, a homosexuales jóvenes que querían creer y participar en la revolución y que se marcharon simplemente porque tenían un legítimo miedo. Piensen un momento en esto: jóvenes que tienen miedo de vivir en su país. ¿Qué revolución se puede fundar con estos presupuestos de miedo, de exclusión social y de no respeto a la diferencia? Me he detenido particularmente en estos hechos porque estos fueron los que conformaron la primera experiencia generacional de envergadura sobre la que puedo dar fe. Yo terminaba entonces el último año de la universidad y era militante de la UJC. Pero ya nada, a partir de entonces, volvió a ser lo mismo para mí.

Paso por alto muchas cosas, entre ellas mi propio proceso de conciencia a lo largo de la década del ochenta, de paulatino desencanto y escepticismo con el credo que me había sido inculcado desde niño por mis mayores. El último acto es todavía más conocido: la repercusión que tuvo la caída del muro de Berlín y la posterior desintegración de la URSS, en la ya absolutamente dependiente economía insular, con la consiguiente instauración del sombrío “período especial en tiempos de paz” y, finalmente, la conocida crisis de los balseros del año noventa y cuatro. La imagen de gente humilde construyendo precarias balsas caseras para abandonar el país, con la extraña anuencia de las autoridades, parecía como un crimen fríamente premeditado, una sangría necesaria, un holocausto impune. De nuevo la expulsión consentida de una parte de la población, la misma que días antes podía ser encausada legalmente si intentaba abandonar “ilegalmente” su patria. De nuevo el culpable era, por supuesto, el “enemigo” imperialista. Pero, yo pregunto, ¿se puede llegar más lejos contra su propia población? ¿Qué canto de sirena, por maravilloso que sea, como no sea en realidad la desesperación mayor, cercana ya al delirio o a un presunto suicidio, puede provocar que una persona en sus cabales se monte en una frágil balsa con toda su familia y se arriesgue a perecer en las aguas del golfo? Fue el tiempo además en que se entronizó la prostitución y una corrupción generalizada que, como se ha reconocido recientemente con temor por el propio gobierno, parece no tener fin, y que puede realmente ya no minar las bases de esa revolución sino las raíces mismas de la nación cubana. Pero, entonces ¿se quiere salvar las “conquistas de la revolución”, como dice la propaganda oficial, o se quiere salvar el poder de una sola persona y su casta acompañante a toda costa? ¿Puede el hecho hipotético de querer salvar esas “conquistas” tener un precio tan alto de corrupción de una nación, de miseria generalizada, de pérdida de fe por parte de la juventud, donde se encuentra actualmente el mayor por ciento de emigrantes potenciales? ¿Qué revolución forma hijos para que su único horizonte incierto pero esperanzador sea abandonar el país?

7

He tenido forzosamente que referirme a los acontecimientos políticos más conocidos porque sin ellos no se comprendería la naturaleza peculiar de la llamada diáspora cubana, que, como ya se adelantó, difiere notablemente, por su naturaleza misma, y por las condicionantes negativas que implica para el que emigra, de otras migraciones contemporáneas. Indudablemente hay un fondo común de pobreza, consecuencia del subdesarrollo endémico de las sociedades del llamado tercer mundo o sur, donde indudablemente hay una no poca responsabilidad histórica por parte de las otrora potencias coloniales y neocoloniales. En fin, esto es otra historia, no menos dramática. Pero mi interés es singularizar, dentro de ese panorama general, el caso cubano, que el gobierno quiere diluir dentro de una problemática migratoria universal, no reconociendo la naturaleza segregacionista de un régimen totalitario que sólo trata de proyectar una imagen de revolución para un afuera legítimamente ávido de justicia social o para izquierdistas nostálgicos de perdidos o inencontrables paraísos terrenales (porque, por cierto, estos no han existido nunca en ningún tiempo y lugar) y para un adentro cautivo y privado de libertades.

Quisiera referirme, por último, al componente cultural de la llamada diáspora cubana, nombrada así, por cierto, muy recientemente. Primero fueron “gusanos”, “bandidos”, apátridas –como si hubieran personas que tuvieran derecho a la patria donde nacen y otras no-; luego fueron “escorias” (e increíblemente “homosexuales”, como ya vimos). Luego, de repente, cuando se hizo necesario el dinero de las remesas familiares de una comunidad que se estima en casi dos millones de cubanos en el exterior, cerca del 20% de la población cubana, fue nombrada como “la comunidad cubana en el exterior”. Pero hay algo extraño aquí, porque esa comunidad no tiene derecho para regresar a vivir a su país, ni tener ninguna propiedad en el mismo, ni recibir ninguna pensión por concepto de años trabajados en Cuba, ni puede votar en las risibles elecciones del llamado poder popular, remedo orwelliano de democracia socialista, donde un tirano es eterno o es sucedido en vida por su hermano -como si se tratara de una nobleza real y desembozadamente nepotista… Pero, ¿de qué hablo? ¿Democracia donde hay un solo partido, el que está desde siempre en el poder y que se autoproclama inmortal, y al que no pueden ni siquiera pertenecer todas las personas que viven en Cuba, siendo esa su única y permitida opción política, si no cumplen determinados y estrictos requisitos diseñados por los mismos que detentan el poder? Más recientemente, simultánea con esa llamada “comunidad cubana del exterior”, de la que el gobierno no puede prescindir económicamente so pena de desaparecer, porque representa el segundo ingreso de divisas al país, toda aquella persona que disienta, por muy pacíficamente que lo haga, tanto en Cuba como fuera de Cuba, y se pronuncie por una transición pacífica hacia la democracia, es tachado de mercenario al servicio de una potencia extranjera, agente de la CIA, anexionista y miembro de una cada vez menos representativa “mafia cubana” de Miami? Entonces habrá que convenir en que nada ha cambiado y que la llamada diáspora cubana parece que no tendrá fin, mientras que no cambien las condiciones que la hacen posible, en su doble naturaleza traumática, universal y nacional.

Pero esa diáspora es también cultural. Como advertía muy sagazmente un periodista cubano, Alejandro Armengol, en Cuba el discurso oficial rehuye el término de exilio porque sería al menos embarazoso calificar de exiliados a casi dos millones de personas, y se prefiere el eufemismo de “comunidad cubana en el exterior”, y, en el plano de la cultura, se tolera el concepto de diáspora, sobre todo porque el propio gobierno sabe que es un fenómeno que lejos de decrecer aumenta año tras año. La paradoja fragante es que una parte significativa de esa diáspora está conformada por numerosos artistas e intelectuales cubanos nacidos o cuando menos formados dentro de la propia revolución –incluso una buena parte de ellos formados en la URSS y en los (ex)países socialistas-: pintores, músicos, escritores, actores, bailarines, deportistas, médicos, ingenieros, economistas, filósofos, historiadores, científicos, periodistas, en fin, lo que se pudiera llamar las fuerzas vivas de un país. Entonces, esos, todos, a los que se suman los más humildes trabajadores, donde se han ido acumulando varias generaciones como en un palimpsesto infinito (al menos las dos últimas generaciones “formadas” incluso por la revolución y nacidas en ella), ¿son gusanos, escorias, anexionistas, apátridas, mercenarios de una potencia extranjera? ¿Dónde está el hombre nuevo? ¿En qué otro futuro inalcanzable sobrevendrá? ¿Tendrá que existir eternamente una Cuba dividida en dos dolorosas mitades? ¿Será posible alguna vez la reconciliación, como diría Lezama, “total y dulce” entre todos los cubanos? ¿Existirá alguna vez una Cuba, como quería Martí “con todos y para el bien de todos”? ¿Podrá la diáspora revertirse como un valor positivo para la futura reconstrucción del país? Pues bien, a manera de invitación para un intercambio de opiniones, quiero terminar leyendo un poema no de un cubano, sino del poeta mexicano José Emilio Pacheco, donde dice:

El mañana

A los veinte años me dijeron: “Hay
Que sacrificarse por el mañana”.

Y ofrendamos la vida en el altar
Del Dios que nunca llega.

Me gustaría encontrarme ya al final
Con los viejos maestros de ese entonces.

Tendrían que explicarme si en verdad
Todo este horror de hoy era el mañana.


Madrid, 5 de marzo, 2007

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1 comentario:

  1. Un poco tarde pero leí tu texto. Realmente interesante y me identifico mucho con él pues casi casi somos contemporáneos.
    Sin embargo a tu lista de "peripecias" históricas que desencantaron a muchos de los que hoy somos parte de la "diáspora", añadiría, los procesos conocidos como CAUSA 1 y 2.

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