lunes, 12 de marzo de 2007

HIJO DE LA NOCHE.UN CUENTO INEDITO DE Enrique Del Risco.

HIJO DE LA NOCHE

Enrique Del Risco



-Brasil. Eso. Porque antes de encontrarme con ese tipo estuvo lo de Brasil. Sin lo de Brasil nunca se me hubiera ocurrido ir a buscarlo. Siempre tendremos a Río ¡Já! Porque fue en Río. Donde empezó la historia, digo. En la misma Ipanema. Y no porque todo tenga que empezar con playas, mulatas y caipiriñas. Que sí, que están buenísimas. Las mulatas. Eso todo el mundo lo sabe. Lo que no saben es que… están buenas, pero no todas. Hay un montón de brasileñas feas pero uno prefiere ignorarlas para conservar el mito. La que me llevé yo no era ni mulata ni brasileña. Rubia y de Óregon. Pero lo primero es que llevaba tres semanas en Río sin un centavo y los pocos que conocía en la ciudad prefería que no supieran que estaba allí. Yo estaba esperando a que las cosas se enfriaran un poco. No estaba seguro de si Campanioni había mandado a alguien a Río y no quería que el que terminara frío fuera yo. Tieso. Congelado en la arena de Ipanema. Y todas esas niñas preciosas, en tanga, mirándome. Con la boca abierta. Ellas y yo. Pero yo con un hoyo en la frente. Ellas inclinadas sobre mi cadáver y las tetas colgando y el agua salada desde las tetas hasta mi cara. Y yo sin poder hacer nada porque estoy muerto. No, no puede haber muerte peor. Así que llevaba como una semana dando vueltas, comiendo de la asistencia pública con indigentes y yonkis pero luego me regresaba a la playa porque con esa gente hay que tener mucho cuidado. La gente que va a los centros de recolhimiento, como les dicen allá. Enseguida se dan cuenta de que no eres uno de ellos. Un aficionado como quien dice. Y encima extranjero. Si no pueden robarte nada son capaces hasta de matarte. Por eso me pasaba todo el tiempo en la playa. Sólo iba a comer al centro y enseguida regresaba. Tres semanas durmiendo en la playa. Mi parte me la tenía guardada el Pelao Fundora. Acá. Y yo sin un centavo tratando de sobrevivir en Río. Tres semanas. Ya el Campanioni estaba en cana: eso lo supe por un periódico que me encontré en la arena. La arena allá siempre está llena de periódicos extranjeros y yo me dedicaba a leer los de acá. Pues en uno de ellos me enconteré que a Campanioni lo habían agarrado por lo de la muerte del pobre Gufanti que de gil se quedó a esperar a que Campanioni fuera a buscarlo. Hecho una furia como estaba por la empaquetada que le dimos Gufanti, Fundora y yo. Tú sabes. Le hice creer que Fundora y Gufanti eran del departamento de narcóticos y que le devolverían una mercancía que le habían ocupado. Por un buen precio. Lo que hicimos fue quedarnos con el adelanto que me dió. Volviendo a mi chica de Ipanema. Una mañana la vi entrar en la playa. Rubia, alta y de ojos azules. Ni bonita ni fea. Del tipo de mujeres a las que uno se agarra cuando está en problemas. Me le senté al lado de la ropa, esperando que saliera. Salió y se sentó casi al lado mío. Esperé un rato y le dije en mal portugués que no debía dejar la ropa así, que se la podían robar. Me sonrió y me respondió en español. La gringa estaba llena de sorpresas. Hablaba portugués, español y francés. Perfectos. Estaba haciendo un doctorado en literatura latinoamericana. Hablamos del tiempo, de la playa, de Brasil y de la globalización. Con una estudiante siempre es bueno hablar de globalización. Si hablas de feminismo siempre terminas metiendo la pata. Periodista le dije que era. Siempre es más fácil que te crean que eres periodista que otra cosa más especializada. Y estaba metido en el papel desde lo que le hicimos a Campanioni, además. Ella estaba allí por un congreso de cultura popular. Erin se llamaba. Lo de que me habían robado todo y no podía regresar a mi país no se lo dije al principio. Esperé a que fuera agarrando confianza. Lo otro te lo puedes imaginar. Estuvimos en la playa hasta el atardecer y luego me propuso que fuera con ella al hotel. Así, con naturalidad. Es difícil pasar el atardecer en una playa con una mujer y que no se ponga romántica. Cuando la fui a besar no hizo resistencia. Todo lo contrario. Enseguida me di cuenta de que estaba llena de … de…
-Pasión.
-Pasión. Eso mismo. Era alegre, sí. Divertida. Divertida y solitaria. Una combinación extraña. Debajo de algo así siempre hay un mundo. Yo le di con todo. En cuanto estuvimos en el hotelito digo. Yo creo que nos habrán quedado un par de posiciones del Kamasutra y el Ananga Ranga por probar. Tenía el yoni ardiendo y ella seguía pidiendo más. El yoni es la vagina según los hindúes. Eso lo aprendí una vez que me hice pasar por hare krishna. No sé por qué porque no me sirvió de mucho. La gente confía en los hare krishna en casi todo menos en cuestiones de dinero. Te decía, estuvimos en eso toda la noche. Amaneciendo ya me había contado un montón de cosas de su vida y había tenido como quince orgasmos. Me contó que en realidad era de Utah, de familia mormona. De ahí los idiomas. Los mormones siempre andan aprendiendo idiomas para hacer proselitismo. Tú los habrás visto con sus camisas blancas, sus corbatas y sus chapas con el nombre. La gringa a la hora de desayunar ya estaba enamorada como una perra. Me dio dinero para que fuera a comprar desayuno para los dos. Un billete grande, de cien. Le traje el desayuno y el cambio completo. Yo me di cuenta de que era una especie de prueba de confianza. Desayunamos tranquilos, relajados, pero al rato le entró el ataque. Tenía que presentar su ponencia en el congreso y le faltaba un montón de cosas por arreglar. Yo me ofrecí a ayudarla y ella encantada. Me dio a leer lo que tenía escrito. No entendí mucho. Sólo que estaba hablando de una radionovela cubana de los años 40, “Amor de madre”, y su influencia en las telenovelas de ahora. Le dije que me parecía bien, que quizás le faltaran algunos ejemplos más y que ampliara las conclusiones. Más o menos lo que se dice siempre que uno no entiende bien algo. Ella contentísima. Me dio un beso y luego me empezó a dar órdenes. Todo muy cariñoso, eso sí. Me dijo que mientras ella trabajaba con las conclusiones en su ordenador portátil que bajara a un cibercafé que estaba cerca. Entonces tenía que copiarle los trozos del guión de la radionovela que ella había marcado y mandárselos por imail. Ella asumía que para un periodista como yo eso era lo más fácil del mundo. Y te digo, pasé un trabajo increíble pero lo conseguí. Ella fue a su conferencia y regresó contentísima. Esa noche fue más o menos una repetición de la anterior. Me porté como un titán. Ya me imagino la fama que van a agarrar los compatriotas en Óregon. Y eso me lo van a deber a mí. La diferencia es que por la mañana ella se veía más bien triste. Se tenía que ir. Imagínate. Le partía el corazón a cualquiera y todavía faltaba la parte del dinero. Más fácil era llevármelo y ya. Eso lo sé. Pero ella se veía tan limpia que dolía romperle su… su…
-Ilusión.
-Ilusión. Eso. Pues le dije que necesitaba dinero para regresar acá. Que se lo devolvería en cuanto estuviera de vuelta. No me dijo nada. Bajó, supongo que a sacar el dinero de un cajero. Era pobre. Ahí me di cuenta de que me estaba dando todo lo que tenía en la cuenta o casi. Se sentía hasta medio culpable de no poderme dar nada más. Eso es para que sepas. Ni todas las brasileñas están buenas ni todas las gringas son ricas. Cuando vio que no tenía nada más para darme, me dió una copia del guión de “Amor de madre”. Me lo puso en las manos como si me estuviera dando el corazón. Yo le insistí en que me diera la dirección para devolverle el dinero y entonces me la dio pero yo creo que con la esperanza de que la fuera a ver o algo así. Es el trabajo más limpio que he hecho en mi vida.
-Y eso…
-Eso es para que entiendas cómo es que llegué a lo otro que te quería contar. Lo del tipo de la intertextualidad. Al día siguiente de irse la gringa regresé acá. No fui directamente a ver al Pelao Fundora. Las cosas todavía estaban como estaban y no convenía que nos vieran. Le había dejado dicho que nos encontraríamos en el cine Savoy. Yo lo llamaría y le diría una hora y eso quería decir que debería ir al Savoy y sentarse en la penúltima fila del centro, a la izquierda. En la última estaría yo. Me quedé esperando al Pelao pero no fue. Así que vi la película completa. Al principio no le presté mucha atención pero llegó el momento en que me olvidé del Pelao y me metí en la trama. Era “Hijo de la noche”. ¿La viste? Porque esa la ha visto todo el mundo en este país. Una película de desaparecidos en que el hijo y la madre se encuentran cuando él ya es un hombre pero no se reconocen hasta el final. Eso luego de estar a punto de acostarse. Pues de pronto el chico está hablando con la madre sin saberlo y sin que viniera mucho a cuento le dice: “De nada vale enterrar el pasado: sus fantasmas siempre terminarán dándonos alcance.” Y pensé: “Esto lo he oído antes” Y entonces la madre le respondió: “A veces el pasado nos trae algo más sólido que un simple fantasma”. Entonces caí. Esas mismas palabras estaban en “Amor de madre”. Después lo comprobé con la copia que tenía. Con las historias tengo problemas para entenderlas, captar el sentido. Pero para las palabras soy bastante bueno. Así y todo me di cuenta. Era la misma historia. La de la radionovela y la de la película. Habían cambiado una familia de campo en Cuba por otra de acá cuando la dictadura, pero el argumento era el mismo. Un padre rico y abusivo, una hija rebelde que tiene relaciones prohibidas. En la radionovela son con un tipo casado. En “Hijo de la noche” con un revolucionario. En ambas el padre manda a matar al amante, le quita el niño a la hija y lo entrega a otra familia sin decirle a nadie de donde viene el niño. En los dos se encuentran la madre y el hijo pero no se reconocen hasta el final, cuando el abuelo por remordimientos se confiesa. Un plagio. Cuando releí la radionovela descubrí muchas más coincidencias de frases y hasta de nombres. Hasta como plagio era descarado. Cuando uno tiene una información así tiene que pensarlo bien para sacarle partido. Una vez leí que todo lo que hacía Shakespeare eran plagios pero cuando eso no se había inventado el derecho de autor. Yo copié en el cine el nombre del guionista pensando que algo podía sacarle al asunto. Mucho no tuve que pensar. Al día siguiente lo vi. En la portada de una revista. Aparecía mostrando su casa, un apartamento impresionante. Eso me gustó: tenía dinero, no se molestaba en ocultarlo y de contra era accesible el tipo. Cuando por fin el Pelao me pasó el dinero me compré un traje, una grabadora y una cámara y me fui a su apartamento. Ese trabajo quería hacerlo solo. Un trabajo sencillo como el mecanismo de una escoba. Un tipo amable y calmado. Se le notaba desde que fijamos la entrevista por teléfono. Cuando llegué estaba parado junto a la puerta. Me llevé una sorpresa porque era uno de esos apartamentos con ascensor particular. Cuando uno sale del ascensor ya está entrando directamente en el apartamento. Él estaba parado junto a la puerta y en la casa no parecía haber nadie. Él mismo preparó el martini que le pedí. Como en las películas. Uno no va a un lugar así a pedir una cerveza. Martini o scotch. Parecía tener unos cincuentaipico de años bien llevados, sesenta a todo reventar. Él digo. Más bien delgado y bastante apuesto para su edad. Pero no tenía tipo de intelectual. Estaba vestido de blanco, camisa y pantalón de hilo con cadena y pulsera de oro y todo. Pero todo eso le quedaba como a mí el traje, como un disfraz. Un disfraz de Julio Iglesias o algo así. La piel. La piel, muy tostada, sin estar arrugada parecía más vieja que él. Una piel de viejo, escamosa pero como con un brillo especial. Como si se la hubiera cepillado antes de abrirme la puerta. Le hice un comentario sobre el apartamento antes de entrar en materia. Se lo dije en un tono cortés, como para cumplir. Tuve que contenerme porque el apartamento en verdad era… era…
-Impresionante.
-Impresionante. Eso. Más que en las fotos de la revista. El apartamento era grandísimo, parecía una cancha de basquebol. Cuando me fue a preparar el martini en la cocina parecía que se había ido al edificio de enfrente. El techo era tan alto que mientras estuvimos hablando ni me atreví a mirarlo porque había que echar la cabeza completa para atrás para poder verlo. Aunque así y todo estaba un poco recargado. Había cosas por todos lados. Parecía como un almacén de varios museos distintos. Cuadros, armas antiguas, cofres, jarrones, esculturas, de todo. Supongo que para las fotos de la revista mandó a quitar una parte. Para que el apartamento se viera más despejado, digo. Pero yo iba a lo que iba. No quería que se relajara demasiado. Quería que entendiera rápido por qué estaba ahí. Le pregunté si no se había dado cuenta de que había puntos en común entre el guión de la película y cosas anteriores. “Intertextualidad” me dijo, tranquilo, como si con eso lo resolviera todo. “De nada vale enterrar el pasado: sus fantasmas siempre terminarán dándonos alcance -yo le dije de memoria- pero a veces el pasado nos trae algo más sólido que un simple fantasma”. “Eso es plagio”, le dije. “Eso y el resto del guión. Y lo peor es que usó la trama de una radionovela cursi de los 30 para contar una historia de desaparecidos de la dictadura. Los parientes de las víctimas no se lo van a perdonar”. Se sonrió. Volvió a repetir lo de la intertextualidad. Que todos los textos están en constante comunicación. Que no hay nada nuevo bajo el sol. Que todo lo que podemos hacer es repetirnos. No lo dejé seguir. Le dije que en mi diccionario –el de la Real Academia- no aparecía “intertextualidad”. Que aparecía “plagio” y era lo que había hecho. Copiar obras ajenas como si fueran propias. No lograba sacarlo de paso. Tenía una sonrisa juguetona. Como si yo fuera un niño diciéndole que ya sabía que los Reyes Magos no existían, que él era quien había traído los juguetes y él ya me tuviera preparado otro cuento. Entonces fue cuando me dijo que la radionovela que yo defendía como el original era en realidad una copia de una novela galante española de principios del siglo XX. Y ésta, a su vez, era un folletín francés del XIX que a su vez había tomado el argumento de una comedia italiana del siglo anterior. Así hasta los griegos. Cuando llegó a los griegos ya yo estaba casi dormido. Iba diciendo los títulos en su idioma original como para demostrarme que él sabía de lo que estaba hablando mucho mejor que yo. Los títulos, y a veces los nombres, eran lo único que cambiaba, me dijo. Los personajes, la trama básica y muchos de los diálogos se repetían una y otra vez. Cuando llegó a los griegos me dijo que Sófocles había copiado su Edipo Rey de un drama anterior del que ya nadie se acordaba (dijo “Edipo Rey” como quien habla de la última telenovela, con esa confianza). Aunque Sófocles había tratado de ser más creativo, me dijo. Traté de no dejarme intimidar. En esos casos, el otro siempre tratará de darte a entender que pertenece a otra liga. Que limpiarle los zapatos es un privilegio y tratarlo de igual a igual es algo tan fuera de lugar como tratar de cogerse una ballena. Un atentado contra el orden natural de las cosas. Le dije que era impresionante su erudición pero que me comunicaría con los parientes del autor de “Amor de madre” si insistía en ignorar mi demanda. Que si lo llevaban a juicio lo menos que perdería sería su prestigio. Que tendría que cambiar de país y de nombre. Casi se atora con su trago. De la risa, digo. Cuando se serenó me preguntó si ésa era la amenaza más seria que tenía entre manos. Jugaba fuerte el viejo. Tuve que sacar todas las cartas que me quedaban. Y las que no me quedaban. Le dije que si no me ofrecía una compensación adecuada –compensación dije, hay que ser elegante en situaciones así- en el próximo número de mi revista saldrían fotocopias de su guión y de la radionovela con los diálogos idénticos subrayados. Y que luego iría a La Habana para traerme al nieto de Florentino Deloris, el escritor de la radionovela, para que entablara la demanda aquí mismo. Pensé que le había hecho efecto. Se echó hacia atrás y me miró. Así y todo no parecía asustado. Me di cuenta, justo en ese momento, de que al fin iba a hablarme de algo que quería soltarme desde el principio de la conversación. “No creo que mi propio nieto esté interesado en demandar a su abuelo” me dijo. Seguía sonriendo. Al principio no me di cuenta. Después me dije que no podía ser. Me estaba diciendo que él era el abuelo del nieto del autor de la radionovela. Es decir, me decía que él mismo había escrito la radionovela. Pero para eso debía de tener al menos cien años. Que si me tomaba por un idiota, le dije. Me contestó que no tenía la intención de ofenderme pero que debía creerle si no quería obligarlo a decirme una mentira un poco más verosímil. Así hablaba el tipo, como en una telenovela. Que la pura verdad era que había escrito la radionovela y todas las obras que me acababa de mencionar menos Edipo Rey. ¿Qué se puede responder a eso? Lo dejé hablar. Me dijo, básicamente, que era inmortal. Que hasta ahora había vivido unos seis mil años, que había perdido la cuenta exacta. Lo dejé seguir. Me habló del Danubio, del río Danubio. Su tribu vivía a orillas del río. Su padre era el sacerdote. Un día regresaba con su padre a la tienda y se lo encontró herido. Parece que alguien había tratado de matarlo para ocupar su sitio en la tribu. El padre les dijo que huyeran pero antes le hizo beber al hijo de su propia sangre. Después de eso el padre se tiró al Danubio. Ahí el viejo me dijo que había pasado tanto tiempo que ya no estaba seguro de si había ocurrido de verdad, lo había soñado o se estaba confundiendo con alguna película de Drácula. El caso es que se fue a otra tribu y estuvo allí hasta que los que tenían su misma edad cuando él llegó empezaron a ponerse viejos mientras él seguía igual de joven. Desde entonces empezó a cambiar de tribu o aldea a cada rato. Lo máximo que ha estado en un mismo sitio habían sido treinta años. Me dijo que durante toda su vida no había hecho más que contar cuentos. Que claro que había tenido que hacer otras cosas pero que los cuentos era lo que de verdad le había resuelto sus problemas. Diez o quince cuentos era todo lo que se sabía, me dijo. Unos se los había contado su padre y otros se los había inventado él, que con el tiempo los había ido puliendo y adaptándolos a las condiciones de los diferentes lugares a los que iba. Que el que más éxito tenía era el del hijo abandonado que cuando crece se encuentra con la madre y ella no lo reconoce. Que el truco no estaba en tratar de ser original sino agarrar las historias que estaban más que probadas y adaptarlas al gusto de la gente según el lugar. Le dije que esta vez se le había ido la mano. Que con tantos desaparecidos reales que habían por qué tenía que inventarse una historia falsa. Que a mi misma abuela la habían matado durante la dictadura. Es verdad que no fue por política, que fue un ladrón para robarle pero eso no se lo dije. Fue cuando me explicó que una historia bien contada es más eficaz que cualquier estadística. Que lo que importa es la emoción. Ahí fue donde lo paré y le pregunté que por qué, con tanta experiencia, nunca había escrito algo importante, algo realmente…
-Trascendente.
-Eso. Trascendente. Pero no. El viejo lo tenía claro. Me dijo que siempre había tenido el problema de mantener a las familias que iba creando. Que hacer una obra trascendente estaba muy bien pero casi nunca daba de comer. Que una obra maestra le hubiera complicado la vida y no lo habría dejado reciclarse como lo había hecho hasta ahora. Que los parientes de Cervantes no pueden cobrar derechos de autor por el Quijote. Que para sobrevivir a la inmortalidad hay que mantener un perfil bajo. Ahí le pregunté que si no le parecía aburrido repetir su misma vida una y otra vez. Volvió a soltar su sonrisita. Hacía mucho tiempo había tenido la tentación de probar con vidas diferentes pero dijo que cuando uno sabe que no se va a morir, eso de cambiar de vida a cada rato deja de tener sentido. Que probar cosas nuevas sólo tiene sentido cuando se quiere multiplicar la vida. Alejar de alguna manera la muerte. Que esa impaciencia es absurda cuando se tiene toda una vida por delante. Y se reía como si hubiera dicho el gran chiste de su vida. Y se le notaba en la risa una pizca de amargura aunque sin parecer demasiado infeliz. Y seguía hablando. Dijo que tampoco le interesaba hacer nada para que lo recordaran. Que cuando se muriera el último que pudiera recordarlo a él, él iba a seguir estando vivo. También dijo que cuando se es inmortal se aprende a vivir sin remordimiento. Y yo lo dejaba que siguiera. Decía que qué sentido podía tener lamentar haber matado un hijo o una esposa hace mil, tres mil años o ahora mismo sabiendo que el tiempo seguirá pasando y las cosas de las que pudiera arrepentirse se seguirán alejando en el tiempo hasta el infinito. Que aún así trataba de recordar. Que si tenía tantas cosas en la casa no era porque fuera coleccionista. Cada objeto servía para recordarle algo. Algo o a alguien. Y me señaló todo lo que lo rodeaba. Ahí lo corté. Le dije que todo eso estaba muy interesante pero que estaba ahí para hablar de dinero y no de sus conflictos existenciales. Que si me pensaba embromar con su historia de la inmortalidad estaba muy jodido. Que ya estaba bastante crecido para dejarme desviar de mi objetivo y mi objetivo, ya se lo había dicho, era irme de ahí con veinte mil dólares. Me dijo que le encantaría complacerme pero que lo sentía, que no tenía dinero en la casa en ese momento. Que volviera otro día. Yo estaba dispuesto a todo menos a que me saliera con eso de que volviera otro día. Ahí fue cuando le dije que iba a tener que aflojar la guita ahí mismo si no quería que comprobara personalmente si era inmortal o no. No era que lo pensara hacer. Matar nunca ha sido mi negocio pero algo tenía que hacer para asustarlo. El viejo volvió a sonreírse y me dijo que le encantaría hacer la prueba. Que todos los días rezaba porque le acabara de llegar la muerte. Si Dios realmente tenía intenciones de joderlo no permitiría que muriera. Eso dijo.
-¿Y?
-De ahí no pude sacarlo. Como no encontré dinero me llevé cuanto pude agarrar en la casa. Por eso vine. Para que me dijeras si a ti o a alguien que conozcas le interesa comprar la mercancía. Es de primera. Te lo aseguro. ¿El viejo? Al viejo al final tuve que darle con todo. Le fui arriba con un sable que estaba en la pared. Me dejó agarrar unas cuantas cosas pero en cuanto le eché mano a este cofrecito se puso pesadísimo. Por el valor sentimental, decía. Y no te lo niego. Sentía curiosidad por saber si era verdad lo de su inmortalidad. Pero nada. Le di y cayó al piso como un saco. Pensé que lo había matado pero ahora no estoy seguro. No han dado la noticia por ninguno de los telediarios y eso que te cuento fue hace una semana. Me he pasado la semana comprando los periódicos en cuanto me levanto y nada. Es alguien conocido. Algo tendrían que decir. Por lo menos alguna criada o su agente deberían habérselo encontrado ya. Todos estos días he pensado en eso. Si me preguntas yo te diría que el tipo todavía está vivo. Eso de que tenía seis mil años puede sonar loco pero es la única forma en que todo encaja: lo que decía, todas las cosas que tenía en su casa. Mira este cofrecito. Viejo de verdad. La piel, la mirada. Y sobre todo esa calma que tenía el viejo, esa tranquilidad. Como si de verdad tuviera toda una vida por delante. Sé lo que estás pensando. Que te he hecho esta historia para que me compres todas estas cosas a precio de oro. Tienes tu derecho a pensarlo. Tú me conoces bien. Seguro estás recordando la vez que te pedí dinero para la fianza de mi hermano. Pero esta vez es distinto. Créeme si quieres. Te lo digo en serio. Y si quieres no me compres nada. Ya encontraré a alguien. Con la plata que saque de esto creo que me voy a retirar. Al menos por un tiempo. Está vez no iré a Brasil. Posiblemente vaya a Óregon a entregarle el dinero personalmente a la americana. Y te digo una cosa. He pensado en algo que me dijo el viejo: “La vida tiene sentido porque existe la muerte. Y ni siquiera eso se puede dar por descontado.” Pero yo no. Yo sé que voy a morir y no me puedo dar el lujo de hacer esto mismo toda la vida. Debo intentar otra cosa aunque sea para probar. Imagínate yo metido en una cabañita de Óregon, en medio de los bosques, escribiendo la historia de mi abuela, la que mataron. Claro que trataré de ponerle algo político para darle más interés a la cosa. Si lo pongo como que un simple robo para quitarle unos pesitos van a decir que es algo vulgar. Eso es lo que me pide el cuerpo ahora. Además, quién sabe si el viejo, inmortal y todo, me sale medio rencoroso y anda buscándome porque quiere…
-Venganza.
-Eso. Venganza.

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