lunes, 31 de octubre de 2011

Octavio Armand: "Lírica"

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----------Lírica
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Por Octavio Armand
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----Físicamente, ahora también físicamente, comprendo cómo Vallejo podía aullar en cualquier parte de la oración, como si esta fuera una anatomía en crisis. Afligidas partes del cuerpo. Su personalísimo haber impersonal es una siguiriya entonada por El Chocolate. Ay, ay, ay, es lo que siento cada vez que en sus poemas leo hay, hay, hay. Así, desde la primera palabra del primer verso del poema inicial de su primer libro: Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡yo no sé!; hasta la desgarradora ternura de su último poema, España, aparta de mí este cáliz, donde la terrible exclamación se adueña de las letras: ¡Cómo váis a bajar las gradas del alfabeto/ hasta la letra en que nació la pena!

Se trunca el crecimiento de los niños, quedan en diez los dientes y en palote el diptongo. Mutilada, la niñez no logrará escalar todos los peldaños que van de alfa a omega, como si se quedara sin z el diez y solo llegara nueve; y por ello tendrá que renunciar al milagro de la lectura, incluso la de este mismo maravilloso poema que le anuncia el desastre, devolviéndose de la penúltima letra del alfabeto, la i griega, a la primera, la a, hasta quedarse apenas con una dolorosa síntesis del lenguaje. Y de su ser a medias.
¡Ay!

Todo duele. Desde lo inorgánico a lo animal, y de lo animal a lo humano, una panestesia que se puede comprimir en gritos o gemidos, como si de cápsulas se tratara: Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,/ y el corazón, en su cajón, dolor,/ la lagartija, en su cajón, dolor. Hoy sufro solamente, dijo Vallejo hace muchas décadas para que el 23 de septiembre del 2011 yo pudiera repetirlo durante unas diez horas, comenzando en mi cuarto entre la 1 y 3 y 1/2 de la madrugada y culminando en la Emergencia del Urológico a eso de las 11 y 1/4 de la mañana.

Un nervio inflamado. Imposible dormir. Y casi imposible respirar, pues al henchirse siquiera mínimamente durante sus aterradoras aspiraciones el pulmón, todo el costillar, primero, y luego hasta los poros y las canas, me reducen a la desesperación, a tal punto que desde el sueño cotidiano impedido empiezo a soñar el eterno.

Suficientemente intenso -- lancinante, diría el médico --, el dolor provoca una extraña forma de narcisismo: la víctima queda reducida a su dolor, a sentirlo, a padecerlo, a lamentarlo. No existe nada sino su dolor; él mismo solo existe para sostenerlo a toda costa, como si de belleza o talento se tratara.

Al dolor como narcisismo, añadir el dolor como ruina. Luego de las tres inyecciones del antiinflamatorio, Cataflán de 75, parece que vuelvo a la normalidad. Pero temo que apenas sea una tregua. El dolor está hundido en mi cuerpo, tal vez agazapado en un tendón, o entre dos discos, o en alguna vértebra cuya artrosis o lujación podría despertarlo de un momento a otro. A medida que envejezco, el cuerpo se me va convirtiendo en una ruina; y ahora, además, sé que bajo ella, en ella, hay otras, muchas otras, como nueve Troyas enterradas.

No más inyecciones de Cataflán. Ahora me lo trago en pastillas, una al día, como si fueran malas palabras. Pero a la vez estreno sutilezas y arrobos como nubes bajo el cielo de la boca, y no quiero que se atasquen en el camino viejo, pues también me han recetado Lyrica de 75 mg cada doce horas.

¡Así mismo, lírica, como lo oyen! Solo que esta nada tiene que ver con la antología griega, por supuesto. Se trata de cápsulas de pregabalina fabricadas por los laboratorios Pfizer. El nombre me encanta, ¿cómo negarlo? Pareciera que al fin los médicos, que tanto mitigaron las escabrosas lecciones de anatomía gracias a los dibujantes del renacimiento, ahora han aprendido algo de poesía. Como lo supieron desde siempre Safo, Alceo, Píndaro y tantos otros, el dolor se disipa o se atenúa con plectro y lira: todos ellos curaban y se curaban con lirismo, solo que en pentámetros o hexámetros que eran milagrosas cápsulas de ritmo.

Para colmo, esta lírica química que cada doce horas se suma a mi musa está compuesta de un misterioso espectro de ingredientes, muchos de los cuales parecen aspirar a ser entonados en métrica antigua. Pero entre el dióxido de titanio y el propilenglicol figura uno muy familiar, que me tranquliza: tinta negra. ¡Vaya! ¡Tinta negra! Me siento como un calamar. Como un enroscado pulpo minoico. El oficio, siempre lo he anhelado así, es celular, protoplásmico. Nuez, no cáscara.
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Caracas, 29 de septiembre 2011
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-OArmand en Efory Atocha, Aquí
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Imagen tomada de la Web.
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