jueves, 20 de octubre de 2011

David Lago-González (Cuba,1950-España, 2011)

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Tres poemas (inéditos) de David Lago-González
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Elogio de lo cubano fino
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para Rolando H. Morelli

para Kurt Findenstein, por su especial sensibilidad

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Somos de esos que cuando la muerte llega a casa,

cubrimos los espejos con una sábana blanca y detenemos los relojes

en el minuto justo en que ella entró en el cuerpo del que yace.

De esos que en medio de las grandes tormentas

y los aparatosos fogonazos de las nubes,

quemamos guano bendecido en Semana Santa,

alzamos los pies del suelo y rezamos a Santa Bárbara bendita

sin dejar de persignarnos hasta que la ira del cielo amaine.

Somos de esos que ante la vulgaridad torcemos la cabeza hacia dentro

y callamos, hasta que la ira terrestre se aplaque

y el río deje de emitir ese aterrador sonido con que simula comerse el mundo.

No movemos desenfrenadamente las caderas y, sin embargo, nos gusta amar bien.

No vociferamos, pero nos gusta el diálogo al atardecer y nos gusta reír.

También, como al que más, nos incita tentar la felicidad.

No nos atrae desfilar entre el gentío, pero pensamos y nos gusta defenderlo,

a veces hasta con la más incomprensible forma para hacerlo: con un silencio.

Y mientras todo pasa, aunque dure toda nuestra vida

―incluso aunque nunca llegue a pasar del todo―, preferimos no agitarnos demasiado;

intentamos desviar los odios y el resentimiento;

y nos sentamos en la mecedora, en el rincón más fresco de la casa,

a balancearnos en el columpio del tiempo.

Lo único que pedimos es un poco de respeto hacia nuestra particular manera de asumirlo

y que nadie intente disculpar lo que no ha vivido ni sentido.

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(Madrid, 1 de Agosto de 1999)

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El discreto encanto de la burguesía
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Al siguiente día de llegar a Madrid desde las lejanas Indias Occidentales,

mi madre quiso, supongo que más que dar gracias a Dios,

encomendarnos a que el incógnito futuro nos fuera benigno.

Para ello fuimos a una iglesia cercana a la calle Maestro Guerrero.

Era el 9 de marzo y todavía un frío cortante nos azoraba,

como nos asustaba la limpieza y la despreocupación aparente de los viandantes.

El interior de la iglesia estaba más bien situado en alguna parte de Siberia

y el desarrollo de los oficios, tan gélido como el hielo,

tan impersonal como un apretón de tuercas en una cadena de producción,

nos hizo sentir como si realmente hubiese sido Dios

quien hubiera tenido que agradecer nuestra visita a aquella casa tan desangelada.

Los abrigos de piel de algunas señoras

resaltaban la penosa evidencia de nuestras chaquetas de ropero,

y posiblemente también el ahínco que poníamos en cerrar los ojos

dándonos a una fe y una esperanza que eran toda nuestra morada.

De pronto, entre las bambalinas del órgano,

comenzaron los fuelles su sonido, más que sacro, cansino.

El organista, pobre hombre, debía sufrir un fuerte resfriado

que ya había hecho su inmersión dentro del pecho,

y para nuestro asombro, la amplificación no discriminaba

entre la melodía, el gargajeo y los esputos.

Aquello parecía ser norma de la casa pues nadie se inmutaba,

pero mi madre rompió su acto de fe y exclamó: “¡Ay, qué asco!”.

Nos miramos, y abandonamos el templo de Dios.

En ese momento sublime e irrepetible hice para siempre las paces con Luis Buñuel.

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(Madrid, 24 de mayo de 2000)

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Presuntas últimas palabras
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He decidido ir a China, donde no hay teléfono ni correos.

Truman Capote

(algunas de sus presuntas últimas palabras, según su amiga Joanne Biel)

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He decidido ir a China, donde no hay teléfono ni correos.

Donde hace siglos inventaron el helado.

Donde nadie me entiende ni yo entiendo a nadie.

Donde todo el mundo tiene prisa por comprarse un ventilador y olvidar a Mao.

Donde nadie sabe lo que se trama tras la cortina de semillas coloreadas,

igual que sucede aquí, dentro del radio de esta circunferencia

que algunos llaman “cabeza”.

Voy a morirme de disgusto porque odio el sonido metálico del cantonés,

pero puede que con un poco de suerte ―¡quién sabe!― encuentre a alguien,

aunque sea el aire, que me bisbisee al oído la arrulladora caricia del mandarín.

El mandarín es como esas nubes vaporosas

que vemos rodeando el pico de una verde montaña.

He decidido irme a esa montaña, donde no hay teléfono ni correos,

donde nadie puede dar conmigo ni puedo yo clamar ayuda,

donde nadie puede verme.

Salvo tú quizás, a quien no veo.

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(Madrid, 8 de octubre de 2001)

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David Lago-González en Efory Atocha, Aquí
- En la imagen el poeta prueba sonido en su participación en la Jornada Literaria Alternativa en la Cuesta de Moyano, el año pasado.

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4 comentarios:

  1. Quén nos iba a decir que esto era una despedida... Gracias, querido Chago. Alberto Lauro

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  2. excelentes textos, que en paz descanse.
    JC Recio

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  3. Un fuerte abrazo, Alberto, otro para ti, JC!

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  4. Excelentes poemas. Y se trata de alguien que nunca publicó un libro en su país y tuvo que publicárselos él mismo en el extranjero... Las letras cubanas, pues, tienen lo que se merecen. La multitud de farsantes que pavonean su estulticia por salones, tertulias y cátedras, como si no ofendieran a nadie.

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