lunes, 27 de septiembre de 2010

"Estática" Un cuento de José Miguel Sáchez (Yoss)

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José Miguel Sánchez (Yoss)
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"ESTÁTICA"

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Para Yoyi, por razones que ella sabe.

Para Virgen, supersuegra. Perdón por tomar prestada y adulterar la imagen de tu casa, que fue la mía por 4 años.

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Enero. El sol de las 2:34 pm entra casi sin trabas por la ventana trasera, apenas sostenida por una torpe obra de car­pintería. Los grandes clavos oxidados rajaron la madera. Solo un nylon impide que la lluvia penetre a sus anchas.

Debajo, en un librero improvisado con tablas y ladrillos se pudren tomos que nadie lee hace décadas. Verne. Salgari. Sabatini. Dumas. Louise Mc Alcott. El Tesoro de La Juventud.

Percheros con ropa se mecen al viento como aves de rapiña jubiladas. Abrigos de piel para la nieve, un uniforme de la Alfabetización, un traje azul de El Corte Inglés de los años 50. El olor a naftalina les estropea a las poli­llas el fes­tín. Cuarto trastero. Un aire acondicionado ruso que conoció mejores tiempos, desarmado. Una antediluviana bicicleta, del mismo origen, también en piezas. Tube­ría de 2 pulgadas, acero-ní­quel, varios metros. Un ventilador casero, con paletas corta­das de una plancha de duraluminio. Ladrillos. Bloques de sifo­rex. Roda­piés de granito. Una máquina de escribir sobre la que parece haber desfilado un regimiento de tanques.

Entre tubos de luz fría polvorientos, un retrato enmarca­do. Foto de familia: Hombre alto de nariz chata y pelo alisado con brillantina, traje azul, cara de asombro. Mujer en mono de mecánico, pañuelo anudado sobre el pelo rubio, nariz aguileña. Sonríe divertida: finge amenazar al hombre con un martillo, pero lo abraza. Niña de 7 años, abstraída en libro de figuri­tas. Mezcla del hombre y la mujer: pelo rizado y nariz fina.

Frente al antiguo cuarto de criados degradado a trastero, un baño pequeño, sin bañera ni bidet. Humedad y polvo en los azulejos. Ni toallas ni jabones. Una cuchilla de afeitar mugrienta, olvidada. En la pared, inscripciones a lápiz: Fulanito y Menganita. Esperanceja de Zutano. Iron Maiden. Scorpions en 26. Un preservativo arrugado tras la taza del inodoro rajado, sin tapa. Un vaso plástico con tres cucara­chas flo­tando en restos de ron. Cabos de cigarros, muchos.

El pasillo. Voladizo sobre el largo cajón de aire inte­rior del edificio. Baranda de hierro con óxido de décadas. Tendederas de alambre y caprón, pasillo fumanbu­lesco para los gorriones. Los pájaros anidan alto, desmoronan­do tenaces la piel de la pared para desnudar su osamenta de ladrillo rojo.

Otro cuarto. La cama, matrimonial. El lado derecho está hundido: el izquierdo, apenas.

La cómoda: joyero con baratijas, cosméticos, perfumes (casi todos los frascos rellenados). Espejo con fotos pegadas.

Mujer rubia de nariz fina con birrete de recién gra­duada. Hombre de nariz chata y cabellos con brillantina en un grueso abrigo: Moscú, Plaza Roja. La catedral de San Basilio detrás, inconfundible.

El hombre, entre muchos, en una gran sala de conferen­cias. Delante, en la tribuna, el Che pronuncia un discurso.

La mujer y el hombre: él con el traje azul, ella vestida de merengue nupcial. Los encajes no logran disimular del todo su abultado vientre. La pareja sonríe como si ser felices fuera obligatorio.

El hombre, más viejo; canoso, ya renunció a la brillanti­na. Sonrisa inmensa, smoking. Delante una ruleta, inmóvil para siempre. Detrás, en neón: Hotel-Casino Excalibur. Las Vegas.

Un librero de metal. Teoría cinematográfica. Revistas Le Cahiers du Cinema. Martí. Marx. Poe­sía latinoamericana.

En las paredes (empieza a descascararse la pintura):

Titón joven, filmando Memorias del Subde­sarrollo.

Papel maché cagado de moscas: bastón, zapatones y bombín de Charlot, recuerdo de un Encuentro Nacional de Cineclubs.

Foto coloreada a mano en estudio: muchacha de nariz fina y rizos disimulados por complejísimo peinado. Tacones. Miriña­que. Pamela y sombrilla de encajes. Detrás, un corazón de cemento con un 15 en rojo. Ella, seria, resignada al kit­sch.

En otra foto, muy distinta: Jean como segunda piel. Boticas Robin Hood. Senos insinuándose bajo T-shirt negro con las máscaras de KISS. Rizos hasta los hombros, libres. El hombre de nariz chata y pelo con brillantina la carga en sus rodillas. Cuesta reconocerlo; alguien muy travieso le pintó la cara de blanco, con una estrella negra cubriéndole un ojo: Paul Stanley, la Puta Diabólica. Se nota que no le gusta.

El cuarto es gris. Todo está como cu­bierto por una invi­si­ble capa de polvo. De ese que se acumula en los espacios donde no vive nadie. Aunque los lim­pien a menudo.

El baño intercalado. Grande, con bidet y bañera. Sobre el viejo lavabo, champú, desodorantes, varias cuchillas de afei­tar. La única ventana da al pasillo. No tiene vidrio, sino una plancha de cartón-tabla mal clavada. Arriba (casa vieja, unos cinco metros de puntal) un tanque de agua de 55 galones, metálico. Reposa sobre dos tramos paralelos de tubería de acero-níquel de 2 pulgadas, con rozaduras. Como si alguien se colga­ra de ella a menudo, en ruda gimnasia.

En el pequeño espacio frente al baño, contra la pared, el eje de una zorra de ferrocarril con sus ruedas. Barra de pesas improvisada. Y dos mancuernas caseras, brillantes por el uso.

El último cuarto. Calaveras caninas y de carnero, pinta­das de rojo, colgando de cadenas como macabros móviles. Pos­ters de hard rock, heavy (sobre todo KISS), trash, black y doom metal aspiran a enmas­carar la pintura deteriora­da. Har­ley-David­sons derra­mando sus cromados. Héroes del comic: Judge Dredd, Lobo, Slaine. Recortes de revistas de ba­llet. Un afiche de Barbra Streisand. Uno de Woody Allen. Otro de la comedia musical Romance de un pira­ta. Y muchas fotos.

La muchacha con otras muchachas. Abrazada a algunos muchachos (predominan los de pelo largo). La mucha­cha, la mujer y el hombre. Muchí­simas de la mucha­cha con el hombre. Dos o tres del hombre solo, el pelo rizado ya sin brillantina, canoso, recostado a grandes autos, ante grandes casas.

Bajo el cristal hendido de una comodita, más fotos. De la muchacha con un muchacho. Melenudo, rubio, fornido. Picado por el acné, hosco. Ojos verdes con el atractivo del abis­mo. En otras está solo él. Sin camisa, con el pelo en un moño, ejer­citando sus músculos con el eje de ferroca­rril. Arreglando la ventana del baño, marti­llo en alto, los clavos en la bo­ca. ­Con un bajo en las manos, en un pequeño poster en blanco y negro, junto a otros cuatro melenu­dos. Una inscrip­ción: CAS­TRARSIS en concier­to-Patio de María-sábado 16 de octubre, 8:30 pm.

A la izquierda de la pequeña cómoda, una única mesita de noche. Tiene un círculo de polvo muy marcado.

En la pared, al frente, el espejo: rajadura casi de arriba a abajo, oblicua, violenta. Debajo, una lamparita destrozada. La base fue redon­da.

El equipo de audio, en una esquina, huér­fano de casset­tes. Yacen dispersos por el suelo, como liliputienses barridos por el manotazo de un gigante.

El escaparate, rodeado por un cerco de botas y tenis de hombre y de mujer, todos muy usados. La puerta, des­ven­trada de un punta­pié, cuelga de sus goznes semiarranca­dos.

Un librerito. Fantasía, terror, policíaco. Un par de tomos encuadernados en piel con extraños símbolos en sus lomos. Todo por los suelos.

Un buró. Antes casi debió desaparecer bajo semanas de ropa sucia amontonada. Ahora está limpio, su carga dispersa por el piso de la habitación.

La cama: tres cuartos, colchón abollado, apoyada a la pared. A su cabecera, en el único trozo sin afiches que supera el medio metro cuadrado de extensión, trazos en óleo rojo. Pentáculos dentro de círcu­los. Las zephyrat he­breas. El tetra­granmma­ton. El abra­cadabra. Un tosco macho cabrío del Sabbath (según Eliphas Levi). En caligrafía peque­ña: Soy humano porque tú estás. Por eso te amo como nadie amó antes ni amará después. Porque la magia de tu pre­sencia es lo único que mantiene ahíta y dormida a mi bestia. Tu ausencia la sacaría a flote, furiosa y lacerada... y ni las mismas bestias saben cuánto daño pueden hacer cuando se sien­ten heridas.

Entre las almohadas, un osito de pelu­che, sucio de años. La sobrecama es un bulto a los pies del lecho. Enredada en sus plie­gues, una caja de zapa­tos, aún con el papel de la tienda. Solo uno de los zapatos está dentro. Rojo, de tacón alto. Caro. Y además, una foto y varios papeles, hechos peda­zos.

La foto rota es de la mucha­cha con otro muchacho, tomados de la mano, en algo que parece el lobby de un hotel, sonrien­do, a la vez felices y furtivos. Este muchacho también usa el pelo largo, gafas, es gordo y algo mayor que la muchacha. La cartu­lina cromada tiene el brillo de lo reciente. Uno de los pape­les rotos tiene sellos oficia­les, el de Cuba y el de un país europeo. Otro es como un pequeño librito con el dis­tinti­vo rojigualda de Ibe­ria. El tercero parece una carta. El papel en que fue escrita tiene el membre­te del Hotel-Casino Excali­bur.

Hay otra foto intacta: el hombre de nariz ancha y pelo rizado ya canoso, abraza al muchacho melenudo, gordo y con gafas. Tiene fecha de hace una semana, y un número anotado. El comedor. Austero: mesa con cuatro sillas, aparador orna­mentado con botellas de bebidas finas rellenas de agua colo­reada (hay 7 y debieron ser 10). Mesita diminuta para el teléfono.

En la mesa, una mochila y el estuche del bajo. Cerrado. En la pared, tres manchas de color chorrean hasta el suelo.

En el suelo, escarcha de vidrios rotos. Portarre­tratos y cara de mujer rubia de nariz aguileña, hechos añicos. El otro zapato de tacón, rojo y caro, pisoteado. Dos de las sillas, cua­drúpe­dos volteados. Un cráneo humano, goterones de cera macu­lando el hueso, fragmen­tado como por una explo­sión, la cadena de la que pendió retor­cida como intes­tino de acero. El teléfono, cangrejo muerto, amputa­do de su cable. En el centro del disco hay un número. El mismo anotado en la foto intacta dentro de la caja de zapatos.

En el patiñe­ro de colores, huellas de botas y piez des­cal­zos que giran en torno a la mesa. Hacia la cocina.

La cocina, pequeña. Refrigerador Westinghouse volcado contra la esquina, chorreando agua por la puerta entreabierta. Una caja de madera: rota, su contenido disper­so. Herramien­tas de carpintería: serrucho, barrena, cepillo. Sin marti­llo. Platos rotos, ligados con los cubiertos del escurri­dor caído. Un bloque de madera portacuchi­llos casi en el borde de la meseta de formica. Hay hendiduras para seis cuchi­llos. Pero solo cinco hojas. Falta la más grande.

La sala, clásica: sofá y dos butacones con la tapicería raída. Paredes desnudas, un par de mesitas, paisajes kitsch.

En uno de los butacones hay dos cortes estrechos atrave­sando el vinil. En la pared, junto a la puerta cerrada (pero una llave con llavero de calavera cuelga de la cerra­dura), un desconchado reciente, como por el impac­to de un objeto pesado.

Una mesita en el centro, patas arriba. El flore­ro caído de costado aún se balan­cea lento, volcando la arena. Las rosas plás­ticas, dispersas por el suelo.

Un pequeño televisor Daewoo en una mesita de tres patas. No está conectado. La caja que lo contuvo está abierta sobre un añejo Caribe, puesto cuidado­samente en el suelo, al otro lado de la puerta del balcón.

En el marco de la puerta, a la altura de los ojos, la carne de la madera color crema asoma bajo la piel de la pintu­ra parda. La astilla arrancada, larga, nítida, se encorva en el suelo como uña monstruosa. En una de las hojas de la puerta hay tres persianas recién rotas.

En el suelo, unos gruesos gotero­nes rojos empiezan a coagularse. Diez centí­metros más allá está el sexto cuchillo. Bri­llando como un pez fuera del agua, impoluto.

No hay más sangre en el suelo (que necesitaría una barri­da) del balconcito. Sí pedazos de revoque, polvo de ladri­llos húme­dos, yeso vencido. Escasos; la mayoría cayó hacia afuera.

Por la brecha en forma de V, casi en el centro de la baranda, se ve la calle San Lázaro, tres pisos más abajo.

Rodeado de escombros, en el asfalto, bocarriba, el cere­bro confundido con los cabellos rubios en exótica flor rojia­marilla, está él. Otra gran herida en la frente. Su expresión entre rabiosa, frustrada y asombrada.

Cinco metros más arriba, con la pierna izquierda atrapada y retorcida en ángulo anatómicamente imposible entre las dos ramas que detuvie­ron su descenso (El árbol; roble cubano, Tabeiuya Pentaphyla), colgando, está ella. Inconsciente, sangrando por la nariz y por la boca, pero viva. Con los dedos engarrotados de ambas manos aún aferra el martillo, pringoso de rojo.

Los ecos del doble grito ya empiezan a apagarse. A cua­dras de distancia, una mujer madura de nariz aguileña y cabe­llos canosos que fueron rubios levanta la cabeza de repen­te, con inefa­ble presentimiento.

Los curio­sos de rigor empiezan a llegar y aglo­merarse entre comentarios y suposiciones, sin saber todavía qué ocu­rrió.

Un Tico rojo de Havanautos ha frenado en la esqui­na. El cho­fer, un muchacho de pelo largo, gordo y con gafas, se está bajando. Lleva un maletín en bando­lera y un ramo de rosas en la mano. Tiene la boca abierta, parpadea.

Dos boinas negras de la Brigada Especial cruzan la calle. Uno habla por su walkie-talkie.

Son las 2:34 pm de un día de enero, y aún es pronto para que la sirena que se escucha a lo lejos sea la del patrullero, o siquiera la de la ambu­lancia.

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Imagen tomada de la Web.

1 comentario:

  1. Chago, otra sorpresa muy buena, el amigo Yoss, a quien conocí en el instituto cubano del libro, en un seminaro de narrativa. Excelente cuento, era de esperar. Saludos al amigo Yoss

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