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Tres poemas (inéditos) de Andrés Mir
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Esta noche, cuando llegue el comerciante, su anchurosa billetera de ventanas entrecerradas a nuestra calle y ese gesto de ofrecernos el desprecio al más alto de los precios, allí estaremos para mirarlo: con estos ojos.
Esta noche, y será el mismo diálogo de siempre, tomaremos café y quizás hasta se discuta sobre las últimas corrientes en la palma de la mano, los archipiélagos del destino en la borra ejecutada, las nimias razones para reiterar el ciclo de la sed: con estos ojos.
En la queda mesa, el asombro de las tazas nos dirá que –nunca– es tarde para la retirada, que fiesta en casa de pobres, que etcétera mientras nos resistimos como la primera vez porque jamás resulta último el llamado para acudir a su propia puesta y ser espectadores: con estos ojos.
Y quizás amanezca alguna luz en su partida: son tan pequeñas estas paredes, nuestro juego a ser útiles entre la desesperanza que cobijan; pero siempre será lo mismo, se llevará nuestro aliento dejándonos con las manos sin corrientes ni destino, y allí estaremos.
Con estos ojos.
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Y díjome el Maestro: --De una rara aleación
de plata, cobre y otros metales secretos fabricaban los antiguos
unas minúsculas campanas de voz dulce como la espera,
destinadas a espantar la muerte del hombro de los enfermos.
Mas como ella, la persistente, lograba de algún modo penetrar
entre los barrotes del sonido y huir silenciosa con su presa,
no faltó quien comenzase a sospechar que las campanas
la llamaban más que espantarla.
Sosteniéndola entre el pulgar y el índice despertó su canto: --Por edicto
fueron sustraídas de los mortuorios, desterradas de las casas,
proscritas de la vida común. Temía el enfermo que las veía llegar,
humildes sobre una palma polvorienta como el camino
que sube del arroyo. Tampoco sabe nadie cómo se perdió
la ciencia de fabricar esas risas que finalmente invocaban a la vida,
malogradas por el empeño de subvertir su vocación de trino
en rugido alertador de guardián.
Entonces –guardó el Maestro la campana en un cofrecillo de sándalo
y se viró hacia mí, tan vacías y plenas sus manos como las del recién nacido
y una sutil sombra posada en el hombro–
prefirieron los antiguos inventar la medicina, esa pobre ciencia
a la larga condenada al fracaso.
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Dejó esta voz sobre mi espalda huellas: más bien pisadas,
o quizás del látigo la saña, pudo haber sido
esa ligera inclinación del labio, o mejor
los dientes de la lengua detrás de los dientes. Era su voz
(mira bien la cicatriz) de un alarmante peso y tal naturaleza
balanzas multaba.
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Más que su voz llovían codornices, bajó el fuego del pedestal
y los demás en callada observancia asentían como ramos de flores
al doblar de la esquina; más que ese timbre quedo y sentencioso
llovía el polvo sin amor de los poetas enterrados con honores militares;
la caducidad de la gloria limpiando su pico sobre mi otro hombro, el intacto.
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