viernes, 23 de mayo de 2008

Tres poemas de Rogelio Saunders

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Tres Poemas de Rogelio Saunders, La Habana, 1963.

Sueño del sastre



¿A qué pensarlo más? Tú eres el pequeño sastre

que vivió y murió perdido en el laberinto prodigioso de sus telas.

Ajeno (y nada ajeno) a la malicia de la vieja dama

cuyo ojo exorbitado podía desbordar la ralladura de la claraboya.

Entonces apareció el hombre del tiempo

con su sombrero deshilachado

arrastrando un lingote de oro falso cocido a la faltriquera bulímica.

El delegado Sepher abrió la gran puerta del juzgado

y el taimado Wu se metió a deshoras por una ventana abierta

del consultorio.

Hablaron los azadones escorados contra el estuco a lo Anderssen

pero su discurso retrocedió ante el fragor magnífico de los cuatro

músicos,

errantes perpetuos por la sopa, por la esmeralda empelusada,

por la piedra.

Aquí me ve, dije, soñando mi sueño bajo el molino, subido en la acacia.

Oh árbol —dije. Aquí me tienes.

Años. Honor o inquietud. Sudar sonoro. A nada conduce.

Los orificios alineados una vez y ahora rebeldes

cambiaron las tornas a obleas de mucho distingo en medio

del desparramo.

O: el Desquicio. El temido ondear y sil(a)b(e)ar en tabla y copa.

Se fueron cañada/bosque abajo los romeros, inflados de placer, gordos

si felices. Canté, no. El cal-callar acaso. Rodrigos encuadrilados, y sucios

prometeos argollando cabezas bajo el ensotanado polvo.

Licencia, digo. Al canto, el entralgo

devuelto por el pie del gordolobo subido en el colorinesco tobogán.

No niños sino papeles. No el sol sino el trágico reír, allende el tronco.

Troncal reír. Lengua hinchada del risoto. Al sopeso, calavera. Oh.

Y luego éstos atravesaron nuevos ríos, sin inaugurar nada.

Todavía preguntándose: quién eres.

Al espejo, al siempre niño, subdentado y perplejo. Más allá del.

Y: nunc-quan. Ya era hora. Canta la nada temible escolopendra

deslizándose dentro del (y aquí llegamos) tazón/tarro de sal.

Vinieron cientos de sabios y genios

como pequeños diablejos saltando dados al azar. Sí: un golpe de

da-dos

jamás abolirá el jamás. Dígame qué le ha parecido eso.

Señores, por favor. Tejas en el mucho hablar sin que haya nadie.

En el mucho morir sin que haya muerte.

Y en el mucho soñar sin que haya sueño/soñador.

Grita, hermanita, atada al mástil mayor. Grita, calaverita. Ji ji.

¿De modo que soy el pequeño sastre por fin?

Ah, si pudiera mis telas coser.

La oscura escansión que resuena en el valle, sin dador, sin ofrenda

trae un espacio lento como un cortejo de campo

llevando el cuerpo (el gran cuerpo)

hijo de pascuas de nunca acabar.

Persigo al último malo por los pasadizos de mi encariñada bota

y finjo que no soy el que asomado a la ventana mira

el lento pincel sobre la tela negra, pintando a la sombrerera china.

A la una, dijo. Y: ya verás tú. Cuchichearon obscenos los tetralívidos

a espaldas del innomado incompleto. En el «no es» aún canto hubo.

Volvió a sudar la lámpara asordada. Volvió el héroe a su espectáculo

de mosquitos. Y todo lo que hubo siguió sin no ser, gran fabuloso s/ido.

El hermano encogido de hombros y el ya encogido se desesperaron, se abrazaron oh padre y era como un juego. Camino de.

Labor que sea, la hez ingurgió. Indelineó el pan mullido: hacia atrás.

No hoy. Los camineros abrieron el tonel. Sacaron la sal. ¿Qué?

Los gigantes yendo de proa a estribor, pintado balancear. O escrutando

algo: piedra sorprendida por la tela. Ni viviré ni moriré. Ni hablaré

ni callaré. El querubín cantó. Es esto —salmodió

el inspeccionador. Sastre: haz lo que sabes hacer.

Maimón, Alí se ha subido sobre el techo de la sinagoga.

Colgando de la faltriquera del ciclista

cien diablos cantan una canción marinera.

Ya sabía que no volverían, dice el anciano

asomado al balcón de amour.

Créame: he buscado por todas partes

eso que usted dice.

Concluiré esta carta mañana, no hoy.

Porque, o bien hay palabra

o bien hay historia.

Gracias por las indetenibles construcciones.

Por los ojos muertos de las doncellas.

Hágase a la idea de ya no amanecer ni noche.

Soledad del pliegue privado de futuro.

Sin el esperanzador espero.

Mis pasos dentro de mis pasos como espejos dentro de zapatos vacíos.

Insoslayables incendios en catedrales de papel.

Ojo testigo de cargo del pensamiento enhebrado a la catástrofe

y a su olvido.

Niño de tamaño natural, gesticulando en el vidrio como el prototipo

de un pez.

Nunca soñó. O su sueño era éste.

Al fin el rielar sobre hojas de loto como manchas de aceite.

El silencioso no del guardián, antes o después de la partida de dominó.

El largo y único pasillo. La endeble luz.

Iba a hablar y se desolidarizó lo fabuloso.

Aún hay ojo —quiso decir.

La mano gruesa como una frazada cubre la frente

y dice: Dejemos amanecer.


Fábula de ínsulas no escritas




Los hombres (esos peces voraces)

se aniquilan como sombras en una pared.

La mañana es de hierro

y el sol es de alumbre.

Leo muchos libros a la vez.

Mi cabeza rueda silenciosa entre sus páginas.

Soy un cartero que costea las aguas

provisto de una bolsa llena de papeles de colores

en blanco.

En la franja ultravioleta donde la mano de plata

oscila como una señal de crucero

las mudas islas cabecean, soñadoras, entre las cabrillas.

Pero nada está lejos.

Los días rielan en el agua como cisnes

antes de que yo nazca.

Y el cañamazo exultante adoba con lentitud

la asombrosa cabeza digna de piedad,

el lento cuerpo de niño

trotando sobre las vías del ferrocarril.

El viejo sigue el camino descolorido llevando

a la espalda la sucia mochila de estudiante

que alguien olvidó en un bajo de la cañada

y que ahora lo acompaña siempre

mientras sigue su camino sin fin

preguntando de cuando en cuando

a qué hora llega ese tren

que no tomará

con una sonrisa contagiosa

como un contumaz fantasma de estación

lleno de color y olvido

en su camino sin fin.

Nadie preguntó. Nadie

volvió la cabeza en el duro aire

hecho de pedregullo,

de incisiva yesca a la que la humedad

impide incendiarse.

El silencio se ha hecho más poderoso que el ansia.

La hosca mueca del guardabosque

ha subdividido con una barra vertical

el canto del cuclillo.

La arribazón de gérmenes

es detenida por el denso parapeto de los alisos

y por la recta columna vertebral de la adolescente

que cruza eternamente

el paso de peatones.

Las torres se alzan contra el sol

como un discurso orgulloso y tranquilo

y así también la máscara del sapiens

conservado en el ámbar del oro,

enjalbegado por el error profundo de sus sueños.

En el palmoteo de violentos

e inexistentes animales salvajes

borrados por el ruido soberbio de las máquinas,

por el tableteo sonriente de los telares,

se oye la caída multitudinaria de las hojas,

la densa precipitación de los papeles

y el humo que asciende al final de la catarata.

Sobrevive, oblicuo, el ojo del zorro,

irónico vagabundo que cruza de noche

los limpios campos verdes

con descuido ya ajeno al hombre,

más humano que él mismo.

Los esferoides erizos aparecen en los canales de latón

allende los hilos de la virgen

dejados por las arañas

como una señal inequívoca de que volverán

tras de su obligado exilio

en tierras de nadie.

Pues es precisamente el vasto espacio del “nunca jamás”

sin crecimiento y sin nombre

lo que encontraron al emerger exhaustas

por sobre el límite de la tierra conocida.

Los enormes y hermosos castillos,

las canterías portentosas, los lagos de cobre

eso eran.

Ah —dijeron— qué cosa

es la cabeza. Y, como todos

alguna vez: «Regresamos».

Arañas con cabezas de hombres.

Hombres con cabezas de arañas.

Arañas, arañas, arañas.

El flautista sin oficio pone su cesta

a un lado, mientras el viento, implacable, descorteza.

Las aguas refluyen con perplejidad

en el borde de los bancos de arena.

El sol es de hierro, y la mañana es de alumbre.

Nadie sabe quién (o cómo) pudo escribir ese texto

encontrado en la pared interior

de un panal de abejas.

Los viejos escalones cubiertos por el musgo

conducen, en revuelto laberinto,

hacia una desnuda explanada

donde no parece haber estado jamás

el hombre.

Como si fuera el mismo banco tosco quien dijera:

«Excluidos están, por sus sueños,

de habitar la tierra prometida».

Suena el grito insonoro de los leones vacíos

atados a las encrespadas oraciones de piedra

que petrificaron a los artesanos.

Sé que volveré a respirar la densa agua de los arquetipos

con la cabeza-cuerpo de los congrios de las montañas

a quienes rodea un ejército de campesinos.

Las campanadas en rápida sucesión

golpean sobre la madera, rajándola.

Es el mismo y viejo mar

entrelucificado por el sueño de sus islas.

Las instantáneas raíces

vencen con su baile de sal el hierro forjado.

La sangre refluye como el mar

y cobran nueva vida las sombras.

Los tigres secretos no pueden terminar

lo que aún no han podido entrever

las más diminutas raicillas

ni ha recibido el visto bueno

del ojo del lagarto.

La interminable hora

durará todavía.

Tú, ojo, que lo puedes todo

no puedes nada.

Río abajo oh mundo

pelota de cáñamo.

Barcaza o

blanco ferry empenachado

que navega solo, llevando

río arriba

los estupefactos cadáveres

y su revuelo de hojas

en el mediodía azul profundo.

En esto, viendo que regresan ya,

como siempre,

las bandadas salvajes,

el rey de porcelana ordena

que se abran las puertas del castillo.

El caramillo que no cesa

cesa por instante.

Pero no hay silencio posible

donde todo es silencio.

Brillo, aire, cuerda.

La cabeza se eleva

por entre los barrotes

para besar a la cabeza que se eleva

por entre los barrotes.

La cabeza (inextensa) barrunta

que se deselló el sello de la pared

sin que nadie lo notara.

Nadie recordará esos siglos —dijo

inclinada la boca sobre

el opaco espejo de granito.

Y sopló.



A Nietzsche


... y es a ti al que tendré que ver por encima del muro que tapia la ventana, saja la luz. (El muro está a dos pasos de la ventana, y mi mano no llega hasta él.) Sabe dios por qué entre todas las voces escogí ésta, pero así es. ¡Zas! Tú sajas la luz, yo tajo la boca del poema, y el cuarto, subiendo y bajando las escaleras de caracol (o los caracoles de la escalera), pasa de una ventana a otra de la alta torre, frente al mar verde. Un viento caliente, como el siroco, que arrastra a las hojas, borró a Tubinga. Por encima del muro mi mano se mueve, como un guante en el extremo de un palillo de golfos (has visto, con tus ojos sin reposo, sin duda el cuadro donde combaten los golfos, suma de tantas miserias. ¡Está allí!). Por lo demás, el cuervo descarado ya no condesciende al lenguaje: entra por su propio pie y toma lo que quiere. ¡Dejemos que hablen! ...

... atroces lavanderas que restriegan las manos de cobre contra el fondo desecado, imposible de describir con la palabra sucio. ¡Y el frío! De pared a pared, de pulmón a pulmón. ¿A quién le hablo? Oh, madre ...

... el ojo, goteando su cruda sustancia amarilla, dijo que aquí no vendrían a buscarte jamás, como si mil, no, un millón de ojos pudieran borrar la mirada, el peso infinito del cielo estrellado sobre el diminuto pedazo de queso derretido llamado encéfalo. ¡Y es a ti al que tendré que ver! ...

... el galope de los caballos, la curva de los cuellos y los ojos poseídos por el horror de no poder mirar... la imposibilidad, propia de todo lo vivo, de encarar lo sin nombre...

...pero me cansé de caminar, ya que así tampoco conseguía hacer comprender. Ah! eso, el horror. ¡Y el frío! El borroso contorno del jinete, del caminante, el después muerto curvado a un lado del camino, y el polvo en los cuellos alzados. Qué misterio el de la noche y el día. Era el gran tiempo sin hombres...

...sin cesación, pues no hay forma a un lado y otro de la ventana. Las frases se alargan y caen de la boca como un torrente invisible y frío. La mano llena de silencio y ajena al siseo rotundo y cerebral, qué enseñanza. En lo que la borra y en lo que ella borra. Así como las hojas, ajenas a la forma, como la boca a la boca y el ojo al ojo. Ya ni siquiera yo mismo podía comprender, por eso la mano sin eficacia y tú mismo sajando la luz es todo cuanto queda. Tajadas y tajadas de luz. Pero, ¿eso es todo? Espera...

...a quién dar a cuidar esa masa ya desasistida, por un lado, y por otro la evidencia de no poder confiar, ni transmitir. Nada había para confiar, sino surgiendo de la imposibilidad de un límite un resplandor en forma de silencio sin atenuantes (el ojo vivo abierto en el hielo). ¡Ese era el resplandor de Apolo! Así también en lo incomprensible, sin manos ni pies, sin cabeza ni boca...

... Ojos sin reposo... pero, ¿qué pueden decir los ojos?...

...y una risa... tú lo sabes... una risa, un je je progresivo del que el pequeño oído huye como de algo alucinante, que sale a la vez por todos los orificios del pedacito de queso agujereado, y es un Ja Ja incontenible, atronador, sajando toda luz, tajando la boca-poema, ¡JA JA JA JA JA JA...!

...sigue, amigo mío, sigue...

...el verde cambiado en pardo, en arcilla reseca y movedizo arbusto. El voladizo, el cochinesco tejado y las hablillas. Hojas de otoño...

Recogiendo las migajas, dijo que no había explicación. Cuanto más cuanto que no había mejor explicación que su falta de asombro (por imposibilidad). Quizá, es posible que haya dicho, pueda ceder el calor, pero no la epidemia. Y así el pardo de los campos, y el desmigajamiento de los techos.

En cuanto a lo demás no pidamos lo imposible.

Los cuervos impertérritos van y vienen a su antojo, de la torre al mar y del mar a la torre. Exactamente igual que una vez allá en Noruega. El veintitrés de junio...

Remito aquí a un texto sobre la poesía, poética, sobre el poeta Rogelio Saunders que escribiera el también poeta, maese José Kozer en esta revista.

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