jueves, 10 de abril de 2008

Tres poemas de Rogelio Saunders, (La Habana, 1963)

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Tres Poemas del libro inédito, "Sils María", de Rogelio Saunders.


(Berlín) infuturos

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Las grandes ruedas se detuvieron

pero el odio continúa.

En el poema más perfecto

es falsa una línea.

Berlín: ciudad abierta.

En la oscura madeja avanzan

lentos-rápidos trenes.

No somos (nunca seremos)

como ellos.

La rubia de labios morados

saluda desvergonzada al general

disfrazado de cameraman.

En el arco invisible donde hubo la mano

aún vendrán los ataúdes.

Los borrachos con grandes vasos de cerveza

en equilibrio sobre el amasijo de cerámica.

Ellos no son (nunca serán)

como nosotros.

Salvo

que no hay ningún ello

o un nosotros.

Sólo el no-ello

y el no-nosotros.

Los rieles con las cabezas cortadas

y los edificios de hielo.

En la niebla negra de los campos

grandes ratas retozan

con un hilo de sol en los dientes

afilados

allende el rosáceo levitón

que restalla en la cuenca de lija del ojo.

El ayer es ese humo

que despiden los canalizos.

Los patios ensobrasados de historia

donde lo histórico

es la desaparición.

Íbamos por estas calles cenizosas

como fantasmas pisoteados

por lo imposible.

Las antenas ahora se levantan como uñas

en la carne sin forma de los edificios.

El cielo es el gran vacío-ojo de hebras rojas

que de golpe puede

tragarlo todo.

Continúa el comic,

las figuras a punto de cruzar una avenida

y las grandes vigas balanceándose

perpetuamente entre el azul

horriblemente falso de los cristales.

Continúa la gran risa

como una gran rueda

que nada puede detener.

Los gigantescos obreros que Marx edulcoró

son la materia prima del fascismo.

El gran cielo de Berlín

es como la boca insaciada

del futuro.

Los pequeños hombres mueven sus antenas

de hormigas

contra el fondo aguachiento

de la ausencia del mar.

Es pues imposible volver

y todo espera

como en ninguna otra parte

el golpe promisorio de la ruina.

El viento arrastra los rostros como hojas.

El carnaval en blanco y negro

no cesa

y puede oírse el galope de caballos

a través de las mudas puertas

no destinadas a cerrarse.

El gran viento perpetuo

arranca los calendarios de la pared.

El viento-tiempo es un continuo

de dos dimensiones

idéntico al paso amarillo

de un tranvía.

Ese que saluda allí

colgado en 1930

no ha muerto todavía.

Me mira y sé

que me conoce, apretujados

ambos,

ojo con ojo

en este andén de 1880.

Es imposible volver

pues no hay historia

a la que volver.

Ella es (falla o clinamen)

irremisible.

El discurso es el sobrante

que baja por los canalizos.

Los ojos y manos

también

vencidos

por el golpe de insomnio

de la ruina

y por el cielo

que no tiene fin.

Es ese fin sin fin

hacia el que todo

fuga

lo que mantiene

la risa perpetua

y el incesante martilleo,

los habladores parapetos

del carnaval,

el arlequín de ceño despejado

con la cabeza partida en dos

como una marioneta

del kabuki.

Sabido es así que subir al tren

no significa dirigirse

a ninguna parte.

Bajo el cielo no redondo

no hay partes.

Sólo la anárquica partición

del mediodía,

la catastrófica desmesura

de lo histórico.

Aquí, donde todo es medida,

reina la alucinación perpetua

del homo.

La historia coincide

con el gran vacío

del cielo

que se repite en el embudo dejado

por cada edificio.

Todo fuga, continuo.

Todo se descamina sin regreso.

La falla o corte

no destruyó nada

sino que lo mostró todo,

ni falso

ni verdadero.

Abierto a lo abierto, fugacidad continua

de lo sólido.

Los ojos golpeados por la luz

son como los cuerpos grandes ruedas.

El cielo rueda y fuga.

Los campos ruedan y fugan.

Los pasajeros apresurados

ruedan y fugan

centrifugados

por la velocidad,

alzados y diseminados

por los infuturos.

La sombra de la gran máquina

desciende con los desesperados

despojada de sí misma

a donde todo es despojo.

Todo continúa

enlistado por la falla

ni cerrada ni abierta.

Lo fabuloso es esta

prostituta que espera

en pleno día

ni cerrada ni abierta.

Oh homo, grita el humo

tan lejano del homo.

El cielo abierto grita

y no hay tragedia,

no hay historia ni rostro.

Sólo la pequeña música que susurran

las ruedas dentadas.

El cuchicheo-mordisqueo

al fondo de los teatros.

Los vastos paisajes

desmenuzados por el viento.

El golpe de semen de la gota

contra la ventana.

Los rieles, los rieles, los rieles.

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Fábula de ínsulas no escritas

Los hombres (esos peces voraces)

se aniquilan como sombras en una pared.

La mañana es de hierro

y el sol es de alumbre.

Leo muchos libros a la vez.

Mi cabeza rueda silenciosa entre sus páginas.

Soy un cartero que costea las aguas

provisto de una bolsa llena de papeles de colores

en blanco.

En la franja ultravioleta donde la mano de plata

oscila como una señal de crucero

las mudas islas cabecean, soñadoras, entre las cabrillas.

Pero nada está lejos.

Los días rielan en el agua como cisnes

antes de que yo nazca.

Y el cañamazo exultante adoba con lentitud

la asombrosa cabeza digna de piedad,

el lento cuerpo de niño

trotando sobre las vías del ferrocarril.

El viejo sigue el camino descolorido llevando

a la espalda la sucia mochila de estudiante

que alguien olvidó en un bajo de la cañada

y que ahora lo acompaña siempre

mientras sigue su camino sin fin

preguntando de cuando en cuando

a qué hora llega ese tren

que no tomará

con una sonrisa contagiosa

como un contumaz fantasma de estación

lleno de color y olvido

en su camino sin fin.

Nadie preguntó. Nadie

volvió la cabeza en el duro aire

hecho de pedregullo,

de incisiva yesca a la que la humedad

impide incendiarse.

El silencio se ha hecho más poderoso que el ansia.

La hosca mueca del guardabosque

ha subdividido con una barra vertical

el canto del cuclillo.

La arribazón de gérmenes

es detenida por el denso parapeto de los alisos

y por la recta columna vertebral de la adolescente

que cruza eternamente

el paso de peatones.

Las torres se alzan contra el sol

como un discurso orgulloso y tranquilo

y así también la máscara del sapiens

conservado en el ámbar del oro,

enjalbegado por el error profundo de sus sueños.

En el palmoteo de violentos

e inexistentes animales salvajes

borrados por el ruido soberbio de las máquinas,

por el tableteo sonriente de los telares,

se oye la caída multitudinaria de las hojas,

la densa precipitación de los papeles

y el humo que asciende al final de la catarata.

Sobrevive, oblicuo, el ojo del zorro,

irónico vagabundo que cruza de noche

los limpios campos verdes

con descuido ya ajeno al hombre,

más humano que él mismo.

Los esferoides erizos aparecen en los canales de latón

allende los hilos de la virgen

dejados por las arañas

como una señal inequívoca de que volverán

tras de su obligado exilio

en tierras de nadie.

Pues es precisamente el vasto espacio del “nunca jamás”

sin crecimiento y sin nombre

lo que encontraron al emerger exhaustas

por sobre el límite de la tierra conocida.

Los enormes y hermosos castillos,

las canterías portentosas, los lagos de cobre

eso eran.

Ah —dijeron— qué cosa

es la cabeza. Y, como todos

alguna vez: «Regresamos».

Arañas con cabezas de hombres.

Hombres con cabezas de arañas.

Arañas, arañas, arañas.

El flautista sin oficio pone su cesta

a un lado, mientras el viento, implacable, descorteza.

Las aguas refluyen con perplejidad

en el borde de los bancos de arena.

El sol es de hierro, y la mañana es de alumbre.

Nadie sabe quién (o cómo) pudo escribir ese texto

encontrado en la pared interior

de un panal de abejas.

Los viejos escalones cubiertos por el musgo

conducen, en revuelto laberinto,

hacia una desnuda explanada

donde no parece haber estado jamás

el hombre.

Como si fuera el mismo banco tosco quien dijera:

«Excluidos están, por sus sueños,

de habitar la tierra prometida».

Suena el grito insonoro de los leones vacíos

atados a las encrespadas oraciones de piedra

que petrificaron a los artesanos.

Sé que volveré a respirar la densa agua de los arquetipos

con la cabeza-cuerpo de los congrios de las montañas

a quienes rodea un ejército de campesinos.

Las campanadas en rápida sucesión

golpean sobre la madera, rajándola.

Es el mismo y viejo mar

entrelucificado por el sueño de sus islas.

Las instantáneas raíces

vencen con su baile de sal el hierro forjado.

La sangre refluye como el mar

y cobran nueva vida las sombras.

Los tigres secretos no pueden terminar

lo que aún no han podido entrever

las más diminutas raicillas

ni ha recibido el visto bueno

del ojo del lagarto.

La interminable hora

durará todavía.

Tú, ojo, que lo puedes todo

no puedes nada.

Río abajo oh mundo

pelota de cáñamo.

Barcaza o

blanco ferry empenachado

que navega solo, llevando

río arriba

los estupefactos cadáveres

y su revuelo de hojas

en el mediodía azul profundo.

En esto, viendo que regresan ya,

como siempre,

las bandadas salvajes,

el rey de porcelana ordena

que se abran las puertas del castillo.

El caramillo que no cesa

cesa por instante.

Pero no hay silencio posible

donde todo es silencio.

Brillo, aire, cuerda.

La cabeza se eleva

por entre los barrotes

para besar a la cabeza que se eleva

por entre los barrotes.

La cabeza (inextensa) barrunta

que se deselló el sello de la pared

sin que nadie lo notara.

Nadie recordará esos siglos —dijo

inclinada la boca sobre

el opaco espejo de granito.

Y sopló.

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Las campanadas de l’Horloge

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Entre todo lo que leemos

sólo subsiste un «oh».

Así también en Conrad.

He mirado a través de cientos

de ventanas

y no he visto.

Ciego, palpo como una hormiga.

Alcanzado el mayor refinamiento

la fuerza última es sólo debilidad.

Hemos sido derrotados por el saber.

El ojo comediante hace un guiño

entre la tinta y el surplus

llamado horizonte.

La repetición de la realidad

hace avanzar la frente sobre la cabeza.

Sólo una forma de concentración

cuando se sabe lo que es.

El otro de toda lengua: adiós.

Al que ya era fragmento

nada se podía agregar,

sino sólo quitar

con picoteo neutro.

El rechazo,

la negación creadora

que disemina los cuerpos

en un vasto fiordo frío.

Ojo-témpano sin idioma.

Vítreo esplendeo sin forma.

El inextenso deleo,

calvo resilencio de furiosa

inactividad.

Sacar la cabeza en la cabeza

como una ventana hinchada

en la ventana.

La habitación azul con toscas hilanderas

disfrazadas de hijas de príncipe,

con sordos regazos espesados

por la inacción. Sordas cabezas reclinadas

en el denteo de luz,

allende el mar de limo

donde flota el cadáver reducido-

reductor. Cadáver de niño, de

inmagnus empotrado en el vitral,

intocado, sin solicitud.

Sol de hielo que ríe

en el rosetón quebrado de l’Horloge,

arrancando hojas y rostros

de la pared,

harto de todo lo imposible

y enterrado anónimo en el humus,

gran boca azul de obseso

bañando los pies cosidos

al pavimento de otoño,

dominado por el sueño verdinegro

del arlequín.

Imposible sacar la cabeza

de la cabeza.

Porque los pies que nacen en los pies

no pertenecen a la lengua.

Ni a la locura, Conrad.

La hoja y la visión,

imposibles de diferenciar.

La luz de abajo del abismo arriba.

Cien paredes sin circularidad

rondando la esquina del periódico.

Nada está dicho

en lo dicho.

Cortada la oreja, cuelga el oído

entre el muro y el muro.

Sin cesación

y sin continuidad.

Los colores y los campos,

meras instancias de olvido,

allí decrecen o medran,

en el ciego laqueado de la pupila

recorrida por la uña.

Retirado en lo vivo

el ojo sin nombre, ojo vaciado

del ojo, rueda y ralla

entre la gota y la boca.

Los cabellos

ignorantes

avanzan con salvajismo

en la luz. ¡Oh luz!

Los paisajes corren al ritmo de los pies

y de las cabezas

como torsos que no terminasen

de ponerse un abrigo.

Un hormigueo recorre la madera,

el omnipresente hierro.

Los trenes pasan por la frente

con inmóvil aullido

y caen como soldaditos

los promisorios polybalbos

rechazados ellos también por lo imposible,

en el relato sin salida

lleno de ángulos, de toscas

ráfagas en el sueño de la niña,

sola en su sueño de la escalera,

sola como el que baja sin fin

escalón tras escalón,

paisaje tras paisaje.

No hay pausa ni lengua.

No hay reposo,

no hay signo.

Oh ojo —dice. Pero el ojo

tampoco devuelve.

Comenzamos por este

no saber nada. O:

los grumos en las comisuras

de la boca, como un barco de vela

siempre por decir.

El —nuevamente— ¡gulp!

sin caída.

Desapareció la mano

y así

no pudo terminar.

No —dijo. Cuando la oreja avanzaba.

«Oh»


Rogelio Saunders

La Habana, 13 de enero de 1963. Poeta, cuentista, novelista y ensayista. Ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías. En 1996 se publicó en La Habana su libro de poemas Polyhimnia, y en 1999, la plaquette de poesía “Observaciones”. La editorial Aldus publicó en septiembre de 2001 su libro de cuentos El mediodía del bufón. Otro libro suyo, La cinta sin fin, apareció en abril de 2002 en la Colección Calembé (Cádiz, Andalucía). La editorial suiza teamart ha publicado en 2006 una antología de sus poemas con el título Fábula de ínsulas no escritas, en edición bilingüe. Obras inéditas: “El escritor y la mujerzuela” (novela) “Nouvel Observatoire” (novela) “Discanto” (libro de poemas) “Observaciones” (libro de poemas) “Sils Maria” (libro de poemas) “Una muerte saludable” (9 cuentos y un relato) “Crónica del decimotercero” (relato). Vive en Barcelona. Corrdina su blog:

----El Jardín de simbolos


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