lunes, 14 de abril de 2008

"El latín de desdecirse".

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----------"El latín de desdecirse".
----Un inédito de Octavio Armand, (Cuba, 1946)

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Hace unos veinticinco años traté de concretar por primera vez un proyecto que arrastraba desde inicios de los 70: ser traducido al latín y al griego. Un amigo argentino, Eduardo Paglialunga, me comunicó con una tía suya que entonces se desempeñaba como profesora de clásicos en la Universidad de los Andes. Pese a la buena voluntad de Esther Paglialunga, que permitió superar el recelo inicial (¿más broma que Roma?), y en buena parte, como veremos, debido a su comprensible pero excesivo celo profesional, el asunto no pasó de un intercambio epistolar y alguna llamada. Mi voz no clamaba en el desierto pero sí en el páramo que es preciso atravesar para llegar hasta la Ciudad de los Caballeros. Luego intenté resucitar el proyecto a través de la más célebre de las llamadas 'viudas de Ramos Sucre', una amiga a prueba de balas, Alba Rosa Hernández. De nuevo: requiescat in pace.

La profesora quería que optara por una de ya no recuerdo cuantas modalidades del latín, todas unánimemente desconocidas por mí. ¿Acaso no quería ser un clásico? ¿Entonces? Pero yo solo aspiraba a ser rotundamente clásico en el peor sentido de la palabra: aquello que nadie lee, lo cual por cierto ya había logrado plenamente, y pareciera que de forma definitiva, desde mi primera publicación. Alba Rosa pedía que fuera yo quien seleccionara los poemas que quería enviar a Virgilio y Horacio, a pesar de mi insistencia en una solución inmediata y rebosante de pragmatismo.

__ Lo que te resulte más fácil de traducir. Total: nadie lo va a leer. Eso le decía y hasta me lo decía a mí mismo con la muy secreta y disparatada esperanza de que en lenguas muertas y sepultadas quizá tendría más lectores. De mi reiterado pragmatismo -- tan romano al fin y al cabo -- me preocupaba únicamente la posibilidad de que entre esos pocos pero más lectores la cosa no fuera cuantitativa sino descomunalmente cualitativa. ¿Qué si me leen Virgilio y Horacio, por ejemplo? ¿Acaso no insistía en que deseaba ser vertido y hasta divertido en latín para que me leyeran exclusivamente los muertos? Buscaba cálamo, no calamidad.

Aquel deseo de sembrar en surcos de mármol, paradójica inversión del Non nova, sed nove, me dejó como consuelo una locución latina: Non omnia possumus omnes. Pero también la voluntad de insistir en la arqueología del lenguaje y en el lenguaje de la arqueología, tareas que en mi caso se cumplen en la lengua de Cervantes y Quevedo, otrora de Catulo y Cicerón. Náufrago de un segundo exilio, había llegado a la nevada bajo cero Nueva York a los catorce años y medio desde la soñada pero ardiente nieve del trópico guantanamero. Un provinciano en cosmópolis que añoraba la remota aldea. Un excéntrico en el centro de todo lo que nada tenía que ver conmigo. ¿Nada? Eso quería creer.

Mi década y media de orgullosa cubanía no cedería a década tras década sajona. Esa recia voluntad de permanecer cubano, casi de petrificarme en la ausencia, por lealtad a mis padres, que no sabían en las Navidades del 60 cuándo podrían reunirse con sus tres hijos, y al mundo de mis padres y mis abuelos, y a los héroes de la patria fácil ya que no feliz de la infancia, que tanto admiraba recapitulados del 68 y el 95 en la heroica lucha contra la tiranía de Batista y luego contra la tiranía de Castro; esa voluntad que luego me trajo al sur para recuperar como en un retrovisor el paisaje perdido, y que se expresa en mi pasión por el arte precolombino y el sabor de la luz en la lasca de piña, me llevó a desenterrar luces y sabores del pasado, que sentía menos ajeno, más propio que el presente, y también a enterrarme entre mis paredes, en mis papeles, en mí mismo. Yo soy aquel que ayer no más decía: horizonte no es siempre lejanía. Mi nombre, Rufo Galo. Dichoso Octavio que es apenas sensitivo, y más Homero y Safo y Píndaro y Arquíloco, porque esos ya no sienten. ¿Sigo? Soy arqueólogo de todo. Del presente y del futuro. Del cielo y de instante. De mi yo y del tuyo también.

"Me llamo Traducido/ hablo en lengua hervida/ para que me comprendan todos," había escrito en mi opus primeriza, plaquette que data de 1970. Esa sangre afiebrada hasta la evaporización era el latín, el deseo de comulgar con todos, compartido a través de un lenguaje que remontara lo precario, lo inmediato. Lo inmediato eran las circunstancias que me parecían hostiles. Lo precario era yo. Hasta mi propia expresión, caracterizada entonces y siempre por la insuficiencia. Ser y decir a medias. O por mitades, fragmentos, teselas, tiestos de la lengua que amenazaba con deshacerse en mi boca. Soy la mitad de lo que soy y solo quiero decir lo que jamás he dicho ni podré decir. No bien. No del todo.

De ahí, creo, la recurrencia de expresiones como 'cada labio', o 'de labio a labio'. Una de las cinco secciones de Entre testigos se titula precisamente Cada labio responderá a cada labio. La imagen refleja esa distancia que entonces vivía en el lenguaje mismo, la casi física imposibilidad de articular aquello que me decía que tenía que decir, como si al expresarme se diera de repente una contradicción o una falta de correspondencia entre los dos labios y cada uno quisiera decir otra cosa, siempre otra cosa, desdiciéndose, desmintiéndose a cada paso. Lo impar en cada labio como indicio -- físico, tangible, corporal -- de mi aislamiento. Quería amarrarme a la lengua como se amarra una embarcación al muelle durante una tempestad. Nunca he sabido si pretendía hacerlo para zanjar la separación o para multiplicarla, pues al aferrarme como náufrago al español en un tempestuoso mar sajón quizá no buscaba salvarme sino hundirme como capitán en su destino a pique.

Lo curioso es que sabía nadar perfectamente en inglés. ¿Por qué jamás se me ocurrió flotar en los sonetos de Shakespeare? ¿O llegar por crol al picado mar de Melville o por braza a la apartada orilla de Joyce? ¿O de espalda hasta los tiernos botones y la insistente rosa de Stein? En el Colegio Sarah Ashhurst de Guantánamo no había estudiado inglés sino en inglés.

Durante el exilio de Batista fui el traductor oficial de la familia. El salvavidas. Valga un ejemplo. Se trata de un incidente coprotagonizado por mi madre. A ella, casi sordomuda del segundo idioma en 1958 y luego su vana aprendiz durante el segundo sunami, no le gustaba que se lo recordaran precisamente porque no lo podía olvidar.

Un joven vendedor de seguros llegó al 40-40 de Hampton Street. Lo recibió la vieja que entonces no lo era tanto -- tenía cincuenta y tres -- pero inmediatamente vengo a buscarte porque no sé lo que quiere ese señor, no entiendo nada de lo que dice. El recorrido desde mi habitación a la sala lo hice estilo mariposa y me tomaría apenas unos segundos. Al llegar no tuve que arponear la ballena ni rematar al Minotauro, ya muerto de risa. Poco después yo también lo estaba. ¿A qué se debía tanta mortandad?

El inesperado Willy Loman daba sus saludos y la razón de la visita. Por lo titánico e inútil que resultaba el esfuerzo, pensó que sería más seguro el diálogo -- o más probable: al fin y al cabo él vivía de las probabilidades ajenas -- si pasaba a las señas, código asaz primitivo para hablar de primas y excepciones. Iba a pasar de las señas al suicida grito de auxilio y socorro o al aún más suicida silencio sepulcral, cuando de inmediato se impuso la risa mal educada aunque comprensible y luego generalizada.

__ Sí entendí que tu mamá te iba a buscar pero no pude evitar desternillarme. Pido disculpas.

__ ¿Qué dijo?, esta vez hablo yo traducido del 58.

__ Squeeze me, I go get my son.

La media naranja de mi padre casi exprimida por culpa de su expresión poco americana. Para consolarla, ay neroniana crueldad de los niños de veinte, treinta o cuarenta años, yo periódicamente subrayaba que los guantanameros casi nunca pronunciaban bien su escaso inglés y repetía Sara Mambiche, Sara Mambiche, Sara Mambiche, como los limpiabotas del pueblo cuando un gringo no les pagaba, o no a danza de los millones, la improvisada pulcritud del Chevrolet que había estacionado por diez o quince minutos en alguna desprevenida esquina de Martí o Máximo Gómez. Al arrancar a toda máquina la enemiga bota de metal hacia la Base Naval, el Norte revuelto y brutal ubicado a pocos kilómetros, las calles retumbaban con la imprecación de aquellos muchachos agigantados por el verbo martiano y el afiladísimo machete del chino dominicano. Sara Mambiche, Sara Mambiche, Sara Mambiche. Son of a bitch como grito de guerra mambí. ¿Sabían, o intuían, que le mentaban la madre al imperialista tacaño y fugaz? Seguramente. Pero pensaban, por lo menos eso creo, que se trataba de un nombre propio, acaso la rotunda progenitora de George Washington o Dwight D. Eisenhower.

¿Por qué jamás intenté nadar en inglés aunque a veces resbalara en español? La posibilidad de sobrevivir al margen del parlar materno solo acrecentaba mi deseo de no hacerlo -- ¡ni soñarlo! -- ; y el paralelo temor a una posible aunque impremeditada traición del hipogloso me acercaba inexorablemente ya a alguna gramática de la lengua española, ya a un diccionario de castizas dudas o al intrigante corominas etimológico, con la conciencia culpable de quien había manejado sus pares en la parla non, estrenándose en conjugaciones de escasa sorpresa y vocales de insospechado son. Esa admirable literatura protagonizada por nunca simples vocablos, que podía leer como tragedia, épica, sátira o novela, al gusto o según la sazón del día, fue mi primer roce con la arqueología. Mi primera excavación.

Enseguida hice huecos, luego hoyos, después y ya sin pensarlo dos veces abismos, hasta caer latiniparla en el susodicho deseo de ser traducido a lengua muerta, aunque fuera más mocha que mucha, como aclaré a las dos amigas más vigilias que Virgilias para que me acompañaran al infierno tan deseado. Entonces yo era capaz de sentir que tocaba el horizonte, buñuelo de infinito, al rozar con la lengua el cielo de la boca, como cuando a los siete y ocho despegaba la hostia del asustado cielorraso, donde por el riesgo de masticarlo volvía a crucificar a Cristo.

¿En definitiva qué me ha quedado de aquel deseo, clásico y recurrente pero sin cálamo? El español que escribo y hablo y borro y callo. ¿Qué me queda del inalcanzable latín? Esto que ves, engaño colorido. Lo digo así porque me complace sentir -- penúltimo consuelo -- que escribo y hablo y borro y callo en una de sus maravillosas ruinas. Ruinas vivas de una lengua muerta. Todas las palabras conducen a Roma. El sentido no está en ellas sino suspendido sobre ellas, como un acento, ese pájaro que nunca se posa. El sentido, que es querer tenerlo, es el surtidor que las dice, las repite y las calla. No tengo que excavar la Via Apia para llegar a los remotos orígenes de la primera sílaba. Muerdo y paladeo las sombras de mis propias palabras; piso en falso verbos escurridizos y sustantivos tenaces; lapsus lingua, lapsus calami, vano mármol cuanto escribo y digo; ruinas, runas, rúas que se pierden en la noche de los tiempos. Si soy, soy otro y otro y otro. Y así llego hasta el aullido de los lobos. Como un acento.


Caracas, 12 de marzo 2007



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Vaciando cajas de libros y papeles, hoy 15 de marzo del 2008, tropiezo con la carta aludida en estas páginas. No han pasado unos veinticinco años, como afirma la mala memoria. Solo unos veinte. Nada, si creemos en el tango. Menos aún, si creemos en la arqueología. Yo creo en ambos. Mucho más que en mi escasa memoria. Todavía suscribo todos los disparates que entonces me acercaban a las orillas del Tíber y el Egeo. No cambiaría ni una letra. Con una excepción. Donde digo: "Será lo único mío que sobreviva a las llamas," añadiría un adjetivo que pese al célebre dictamen da vida y mata. Léase: "Será lo único mío que sobreviva a las píadosas llamas."


Caracas, 2 de marzo 1988

Querida Esther Paglialunga:

Los dioses, decía Homero, no se hacen visibles para todos. El contagio de esa presencia daba a los héroes ferocidad de jabalí y fuerza de león, devolvía al brazo guerrero su vigor, movía el combate hacia las naves o hacia los muros de la ciudad, como la corriente de un río. Nuestros días ya no conocen las posibilidades infinitas de ese contagio. Ahora solo son contagiosas las enfermedades y no obedecemos a la noche. Que usted emprenda de buen grado esta aventura, que obedezca a la oscuridad de mi pequeña noche, es una gratísima sorpresa: el entusiasmo existe. Tal vez existan los dioses. El vuelo de las aves, para mí, volverá a ser una escritura de trazos enigmáticos pero absolutamente descifrables. ¿Cómo decirle cuánto se lo agradezco? Creo que ya se lo he dicho. Pero lo repetiré: gracias.

A través de usted se cumplirá un sueño mío. Un sueño de bronce y de hierro. Este sueño, que algunos considerarán absurdo, infantil, es, créame, eminentemente práctico. Ser traducido al griego antiguo y al latín garantizará que al fin tendré, como deseo, menos pero mejores lectores: los muertos. ¿Pero acaso han muerto Homero, Horacio, Virgilio? Traducidos del español a las sombras más remotas del español, estos poemas serán legibles para las sombras del Hades. Eso quiero, eso me hace falta. ¿Y no es también práctico, para el lamentable narcisismo siempre mal disimulado de un autor, llegar a la inmortalidad en marcha atrás, ahora que la vía recta se ha perdido? Es la fama, la añorada fama, lo que me lleva a catapultear mi milimétrico presente al inmenso pasado. De acá a mil años, en las ruinas de alguna gran ciudad -- ¿Caracas? ¿Nueva York? ¿Guantánamo, mi lejana Itaca? --, hallarán un ejemplar de estas traducciones. Será lo único mío que sobreviva a las llamas, lo sé. ¿Qué podrán concluir los arqueólogos del futuro? Concluirán que su amigo Octavius era el protopoeta, algo así como el hilo más remoto de la poesía, el trovador del Neolítico que, traducido por la antigüedad clásica del cuneiforme, o tal vez de códigos aún más arcaicos, de signos tan mudos como la piedra que los hospeda, como los del disco de Festo, por ejemplo, llegó a influir en los orígenes de la cultura mediterránea. Biografía para feacios será un antecedente de la Odisea: insinuaciones, vaguedades, ripios, que Homero utilizó para aquellos episodios en que el que tenía su casa en Itaca conoció la maravillosa hospitalidad de Alcinoo. ¿Y no atisbarán también, necesariamente, una clara relación entre estos poemas de Octavius y la langue d'Oc del fertilísimo sur de Francia?

Siempre he creído que solo estamos en un verdadero presente, solo vivimos el instante tenso, chisporroteante de lo creativo, cuando tocamos el Neolítico. Estas absurdas traducciones responden a esa intuición: tocar el instante para atravesar la historia, desmentirla: la fecha como flecha. Volveré, con usted, a las cavernas. Dejemos, en las paredes, unos signos, pues ambos somos, por lo visto, de la generación del Neolítico.

Eduardo le entregará dos libros. Uno de mi querido amigo Juan Antonio Vasco que contiene, al final, una selección de poemas míos. El otro, origami, es mi más reciente publicación. Verá que le sugiero una posible selección para este proyecto. He sugerido más de la cuenta para que usted, según su gusto y la idoneidad de los textos para la eventual traducción, haga su propia selección. Hay varios que, por su fondo, deben ser incluidos. Los he indicado duplicando la marca, la flecha. Estos son: Examen y El infinito y yo de origami; La palabra como periferia de Entre testigos; Cómo escribir con erizo del libro homónimo; y Biografía para feacios. Bastará, de los títulos restantes, que traduzca tres o cuatro, los que desee. De lo seleccionado, traduzca todo, o sea, epígrafes, dedicatorias, nombres que aparezcan en el texto, como el del poeta inglés Auden, títulos como Entertainment, Uptown local, si es que opta por este. Y que Octavio Armand sea ... ¿Octavius Armandum? Llámeme no sé cómo, tal vez Nadie, como Ulises, en la lengua de los queridos helenos. Y usted, ¿cómo se llamará?

Yo prometo que con la complicidad de algunos amigos esto llegará a ser un pequeño pero rarísimo libro. Dada mi ignorancia y la presumible ignorancia y el comprobado descuido de los linotipistas, será imprescindible que cuide y revise bien la ortografía -- a dos o tres espacios --, para evitar tropiezos. Ya me dijo Eduardo que usted solo puede prometer una versión literal. Con eso basta. Nuestra aventura está cifrada, casi exclusivamente, en lo conceptual.

A su regreso de Buenos Aires conocerá mi hospitalidad. Celebraremos con sacrificios y vino muy negro su odisea. Por ahora reciba una botella de champaña que un amigo generoso y elegante me obsequió. Preparen con esto -- Eduardo, Ana María y usted -- una hecatombe. Piensen en mí, que desde el frío de Nueva York estaré pensando en ustedes.

Le da un abrazo loco, su amigo

O. Armad vive en el exilio en Venezuela. Otros textos suyos en Efory Atocha, Aquí y Aquí

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