miércoles, 9 de abril de 2008

"Simplemente sales y cierras la puerta"

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"Simplemente sales y cierras la puerta".
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Un relato (inédito) de Raúl Aguiar. (La Habana, 1962)

Deseas viajar a la muerte. No hay confusión, no deseas suicidarte, solo eso, viajar a la Muerte. Saber qué es. Qué hay más allá. ¿La nada? ¿El todo? Es la pregunta que te has formulado a lo largo de toda tu existencia. Piensas que por lo menos una vez en la vida se da la visión total y sobrecogedora del concepto. Al menos para ti ocurrió solo una vez, a la edad de cinco o seis años. Ahora recuerdas. Venías caminando de regreso a casa, después de jugar al escondite con tus amigos y tuviste la iluminación. En ella eras un anciano de 80 años o más, cerrando los ojos por última vez y luego sobrevenía la nada, el infinito negro, vacío más allá del sueño. Entraste gritando, esquivando los brazos de tu madre, te encerraste en el cuarto y desde entonces te dedicas a ocultar esa visión con objetos y deseos, con fantasmas. Piensas que si te hubiera sucedido dos veces ya nada habría tenido el más mínimo sentido y estarías desconfiando y temeroso de cada paso a dar, cada palabra o gesto. Pero pasó el tiempo. Terminaste la primaria y fuiste a estudiar a una de aquellas horribles becas en el campo, las paredes teñidas por el fango, volver cada crepúsculo con el cuerpo adolorido, las manos llenas de ampollas y los pies enfermos. Una noche tus compañeros jugaban algo extraño. Mandaban a una persona a hacer diez cuclillas y aguantar la respiración, luego le apretaban levemente con los dedos las venas del cuello y la persona caía al suelo desmayada. Entonces le daban un par de bofetadas suaves y el muchacho volvía en sí. “¿Qué viste?”, le preguntaban, y este daba una explicación confusa. Como variante, antes de caer al suelo le ordenaban hacer algo –decir alguna frase, quitarse el cinto, en el caso de una muchacha enseñar sus senos- le llamaban a este juego “Muerte instantánea” y, por supuesto, te ofreciste al experimento con igual disposición que si te hubieran invitado a jugar al dominó o a una partida de solterona.

Nada especial, aparte del cordón en la garganta y el mundo diluyéndose en fantasmas grises. “Dame el reloj” escuchado desde muy lejos y el intento de negar el gesto cuando todos los músculos obligaban a ello. Te decepcionó; solo era un desmayo por asfixia inducida, al igual que te desencantaron otros experimentos de hipnosis, nada clave para el aprendizaje o la nostalgia. Los tres años pasaron sin marca, ni siquiera fuiste elegido por alguna muchacha para darle el primer beso.

Ya en el preuniversitario creíste nacer a la luz; en un libro un hombre relataba sus experiencias de viaje a la muerte a partir de la relajación yoga. Acostado, había que llevar los ojos noventa grados al extremo superior de la cabeza hasta sentir la caída en el abismo y no reaccionar, seguir cayendo infinitamente hasta romper la barrera del miedo. Aquellos eran los primeros pasos. Luego sentías la energía kundalini formando ondas en tu columna vertebral y después como tu mente o tu alma se separaba del cuerpo. Entonces te veías desde arriba y por último entrabas a un túnel de luz pero nunca debías llegar a la frontera final, sino regresar a tiempo, so pena de quedarte allí para siempre.

Parecía fácil. Deseabas hacerlo. Pasaste muchas noches intentándolo. Ya estabas logrando algunos avances cuando apareció la primera novia y ya en ese juego se te pedían otras heroicidades, y en la cama no había lugar para experimentos macabros. Lo tomaste como una señal, una carnada para salir del lado oscuro hacia otra vida más encabritada, y fuiste feliz hasta que llegó la vejez de siempre en cualquier relación, los devoró la rutina y ella se marchó un mal día en plena lluvia de insultos. Ahora comprendes que solo bastaba pedirle por su regreso pero nunca lo hiciste; adolescente al fin te regodeaste en el dolor como si este fuera la explicación del universo y pensaste por primera vez en el suicidio. No niegas el desgarramiento, la sensación de irse lejos nadando entre olas furiosas sin pasaje de regreso, solo que la demencia no te llevó tan lejos en ese acto. Alguien insufló nuevo aliento en tus pulmones llenos de agua y te trajo de vuelta a pastar en el rebaño. En esa ocasión tampoco aprendiste lo que era la muerte, tan solo su instante anterior, de donde no quedan huellas, todavía el más acá, siempre un segundo más acá. De todas formas no te espantó la mordedura, todo lo contrario. Tu cuarto se convirtió en una biblioteca de libros esotéricos y por supuesto, todo un período de corte celeste, Dios mediante, enviándole deseos por correo mental, vaciando cada editorial de oraciones y teólogos. Resultado igual cero. A lo peor era un error pero te pareció que el asunto no se resolvía con cielos e infiernos.

Comprendiste que hasta el amor necesita leyes para ser creíble. Y fue entonces, ya en la universidad, cuando encontraste a la mujer que luego sería tu esposa y madre de tus hijos, y la que te borraría por más de diez años toda aquella tinta de locura.

Fueron diez años placenteros y grises, donde lo más importante se resumía en impartir tus clases, todas iguales, rutinarias, reconócelo, clases de literatura para un grupo de muchachos tan aburridos y obstinados como tú, hasta un día mágico en que llegó ella, la niña bruja, con su cuerpo adolescente y seductor, a tenderte sus hilos de miradas furtivas y piernas entrecruzadas con descaro que al principio no querías mirar, pero que luego te fueron atrapando hasta que un mediodía terminaron en una cama húmeda de hotel barato, las paredes cubiertas con corazones y letreros, noches de insomnio feroz, disparándote a sensaciones crecientes y experiencias duras, rejuvenecido, con la caída inevitable en los rituales, el lado oscuro del sexo.

“El Universo es mental”, te explicaba la niña después de una noche de esas, “en esencia solo somos seres informáticos vibrando en un campo infinito de energía, por eso la muerte no existe”, y tú resistiéndote a entender “¿Y los ángeles?, ¿y los demonios?, ¿y la reencarnación?”

“Todo es lo mismo. La vida biológica es solo una faceta de la vida informática”; “Sí, sí, pero ¿qué pasa? ¿A dónde nos vamos después que termina la vida biológica?” Entonces ella se reía con sus ojos locos: “Irás a donde intentes ir...porque todo es intento.”

Aquellos fueron los meses más intensos de tu vida. Claro que el péndulo volvió a oscilar y no estabas preparado. Cambiaron los fractales, llegó la Deus Irae y tu esposa se enteró de la infidelidad y luego, lógicamente, llegó todo lo demás: el divorcio, el escándalo en la escuela y por consiguiente tu expulsión definitiva. De pronto donde había un hombre emergió una cucaracha y una semana después también se fue la niña bruja, hastiada, a dar su magia y sus piernas a otro con más voluntad de lucha y desafío.

Y por supuesto, un segundo intento de suicidio. Frustrado también, quizás a propósito. Tu vida se dedicó entonces a programar el tiempo huyendo de las compañías, los años fueron pasando como un soplo de aire entre libros llenos de polvo, en un trabajo miserable como auxiliar de biblioteca, dentro del vacío general algunos escarceos menopáusicos y nada más, todo para alejar a los muertos, aferrándote al gris resignado, nada para la memoria, suma de años idénticos a sí mismos hasta que llegó casi sin notarlo la fecha de tu jubilación. Se ahogaban los ojos en tanta letra diminuta, demasiados errores en los últimos tiempos, y la humedad y el polvo habían terminado por corromper tus pulmones.

El último día te despediste entre algunos aplausos tímidos y el regalo de un reloj, un maldito reloj, como desagravio. Entonces, ya a solas, volviste a estar donde siempre. Sin un centavo en los bolsillos y deseando tu viaje final, oyendo los ecos de pregoneros ambulantes desde el portal del asilo de ancianos, recibiendo en tu sillón el elogio maternal de las enfermeras por tu buen comportamiento.

Ayer hubo una función de bailarinas y te regodeaste en sus posturas zalameras, pensando en tu vida absurda y deseando el tiempo de vuelta. Luego vino la tristeza a clavarse como espada en cierta concavidad del pecho. Primer aviso. Comprendiste que muy pronto atravesarías la puerta a lo desconocido y sonreíste. Por fin ibas a dar tu viaje tan largamente deseado, por fin se borrarían todas tus dudas. ¿Cielo?, ¿Infierno?, ¿La Nada?, ¿Reencarnación?, ¿Vida informática?, ¿Vibración energética?, ¿En cuál creer? Todo final es una pregunta.

Y hoy es el final. Nada lo motivó, ninguna tristeza, ningún susto o enojo, solo el deseo. Al principio fue el corrientazo ya conocido, el dolor que paraliza el lado izquierdo del cuerpo. Luego tu cáscara biológica vista desde arriba, más tarde el túnel de luz y por fin el júbilo de atravesar la puerta, el recuento de milisegundos donde tu mente recorrió cada detalle de tu vida, cada recuerdo intenso o mediocre, glorioso o miserable, las traiciones de esos segundos sin regreso, precisamente, este recuento.

¿No querías saber? Pues ya estás aquí. Vamos. De todas formas ya lo estabas adivinando. Yo soy la Muerte.

Raúl Aguiar reside en Cuba.

Ha publicado los libros:
La hora fantasma de cada cual, Ediciones Unión, 1995;
Mata, en la colección Pinos Nuevos de la Editorial Letras Cubanas, 1995;
Realidad Virtual y Cultura Ciberpunk, por la Editorial Abril, 1995;
Daleth, en Ediciones Extramuros, 1996
La estrella bocarriba,(novela). Letras Cubanas, 1999.

Vea Entrevista sobre su obra
Vea comentario crítico a La estrella bocarriba
Vea el capítulo Helh, de su novela La estrella bocarriba

2 comentarios:

  1. !Qué alegría ver al primo en tu blog! Ya ves, buen día para los Aguiares; Raúl aquí, y Jessica cumpliendo años. Contarás algo de la presentación de tu libro, supongo. Bueeeno; ok, espero.

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  2. Jorgito, gracias por tu interés. Bien que hubieras podido venir.
    Tengo que estar muy agradecido, al final y con todo: lluvia, viento, eventos varios e importantes, chinos y cubanos en salas contiguas de la misma institución, unas 32 personas hicieron buena compañía, sin contar que hubo varios que vinieron, a decirme de otros compromisos, pero que como te digo, pasaron un tiempito a saludar. Pondré próximamente los textos leídos por Luis Manuel García y José Luis Corazón. Para la semana entrante, con fotos.
    Saludos

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