sábado, 3 de noviembre de 2007

"El Profeta Renuente" Un Ensayo (inédito) de Octavio Armand

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El profeta renuente

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Octavio Armand

Hubo época en que la fe era tan redonda como el planeta: el hombre creía en sus dioses y los dioses creían en el hombre. Jehová se acercaba a Moisés, a Isaías, a Oseas, a Ezequiel, a Jeremías, a Jonás; los buscaba, los escogía para confiarles su palabra. Incapaces de dudar, la recibían como un dictado para transmitirla con una elocuencia exclusivamente verbatim pero de tal contundencia que podía fundar o arrasar naciones. Dios los inspiraba como una musa pero los ordenaba como señor de los ejércitos y como gramática originaria e irrecusable. Héroes, semidioses capacitados para el verbo como milagro, quedaban dotados no solo para decir sino para predecir, pues al darles su palabra la divinidad les insuflaba suficiente aliento y sentido, como a partes de la oración regidas minuciosamente desde su propia inalterable sintaxis, la cual constitutía nada menos que el orden de la naturaleza y de la realidad, ambas indisolublemente vinculadas a su voluntad creadora o destructiva.

Los profetas vaticinaban el futuro, generaban realidades en un decir que era un asombroso predecir excluyente de azar, error, torpeza, vacilación o falla humana. De hecho eran solo un terco archivo pretextual: memoria decretada para la repetición inequívoca y puntual, capaz de todo precisamente por su incapacidad para variar nada en absoluto, ni una letra siquiera, mucho menos para desvaríos de interpretación, tachaduras o añadidos. Nada de Prosas profanas ni Poemas humanos: solo testamentos ajenos a la miseria del hombre, llámese Rubén, primero en honor y poder, o incluso augusto César. Y por supuesto, pues no cabe desestimar los bufos legados del francés que no franciscano Villon, ajenos también a la tradición satírica medieval del hermano asno, el primo puerco o el amigo perro.

De origen divino y de consecuencias absolutamente verificables en la realidad, la profecía anuncia la transformación del mundo. Tiene poder para alterarlo o devastarlo, sometiéndolo, como si fuera un laboratorio, a los rigores del verbo, pues se debe conjugar en hechos lo dicho, hasta hacer palpable cada sílaba, cada letra, la puntuación misma de lo que se ha anunciado, so pena de quedar como falsedad o descabellada hipótesis la palabra confiada a quien debe citarla y repetirla con acatamiento de comillas y aliento de dragón, ya que no es suya, mero intermediario, sino de Dios. Se trata de un ejemplo extremo de la aspiración de Lautréamont: una poesía práctica en grado sumo y aterrador.

Práctica agobiante, por cierto. Y de espantosa responsabilidad. Ante Dios y ante el hombre. Predecir, en la tradición bíblica, suele ser preámbulo ominoso de destrucción y castigo. Un génesis al revés. Se le anuncia a una parte del mundo que será extirpada del mundo, que precisa ser purificado, corregido por borrón y ausencia como un manuscrito en interminable redacción. La palabra creadora y curativa muestra su envés o el terrible alcance de su potestad, tornándose quirúrgica y cauterizante. El verbo como cirugía cósmica: circuncisión simbólica de la historia y la humanidad.

Jehová es un poderoso dios solar, un Amón-Ra judío que tiene el don de la palabra y echa llamas por la boca. De ahí que irrumpa en la primera página de la historia sagrada como luz: Sea la luz: y fue la luz (Génesis, 1: 3). Esa luz que Dios mismo, al generarla, vio como buena, y que permite a San Juan, el Teólogo, anunciar justo al final de su alucinante revelación que ya no habrá más noche (Apocalipsis, 22: 5), a veces por su propia intensidad se niega, haciéndose sinónimo de destrucción y exterminio. Recuerda entonces al relámpago que habla desde las alturas y anuncia como aliento al trueno, su palabra aterradora. El profeta también, en este estricto sentido, es un iluminado. Por eso habla como un rayo.

Entre las manifestaciones de la llamarada solar, que siempre implican un darse a oir, un darse a ver o un darse a sentir de Dios mismo, hay signos diversos y en ocasiones contrapuestos, percibidos como maléficos o benéficos según el vector o agente transmisor, por así decirlo: pentecostales lenguas de fuego, el aliento del dragón, aquel espejo en llamas donde Nostradamus veía el remoto porvenir y que le encendía la boca con quatrains, por señalar solo algunas de las que muestran al lenguaje de la profecía como fuego en la boca. También fuera de la tradición judeo-cristiana aparece esta combustibilidad de la palabra. Así por ejemplo entre los behiques de la cultura taína, cuyo ritual del tabaco implicaba llevar fuego a la boca y hablar aceleradamente a través del humo.

En Los Hechos de los Apóstoles, 2 se narra el episodio de Pentecostés, fiesta que celebra la entrega de la ley al pueblo judío. Las tablas de piedra se celebran en llamas y los mandamientos en un hablar de lenguas que aglutina a la congregación. Un hablar milagrosamente comunicante, simétricamente inverso al babelismo que dispersó a los constructores de la torre.

    2 Y de repente vino un estruendo del cielo como de un viento recio que corría, el cual hinchió toda la casa donde estaban sentados;

    3 Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, que se asentó sobre cada uno de ellos.

    4 Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, como el Espíritu les daba que hablasen.

Durante el transcurso del milagro, instante que puede durar una eternidad, aquellos varones religiosos, de todas las naciones debajo del cielo, quedaron facultados como profetas. Atónitos, perplejos, confusos, maravillados -- así se les describe -- repetían lo que el Espíritu Santo les daba que hablasen. Estaban literalmente inspirados por una musa sin par. No obstante, fueron objeto de burlas por parte de algunos observadores, para quienes representaban un papel ridículo en un teatro bufo. La escena permite comprender la extrañeza experimentada por los profetas al recibir un dictado absolutamente extraordinario así como la renuencia de muchos para hacerse eco del mismo.

Algunos ejemplos, comenzando por el propio Moisés, raíz del ViejoTestamento, quien no logra ocultar su dramático desasosiego, aunque en vano pretenda disimularlo con excusas y alegatos que luego serán repetidos en diversas variantes a lo largo del tiempo por muchos de sus seguidores.

De Exodo, 2: 10:

Entonces dijo Moisés a Jehová; ¡Ay Señor! yo no soy hombre de palabras de ayer ni de anteayer, ni aun desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua.

La respuesta, fulminante, no se hace esperar:

    11 Y Jehová le respondió: ¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿no soy yo Jehová?

    12 Ahora, pues, ve, que yo seré en tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar.

Moisés se resiste. Alegará que no tiene pura la boca, que es incircunciso de labios (Exodo, 6: 12). En vano. Jehová se enoja y propone -- dispone -- una salida salomónica: el tardo de habla y torpe de lengua hablará por interpósita persona, su hermano Aarón:

    15 Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo seré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer.

    16 Y él hablará por ti al pueblo; y él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios.

La profecía como eco de un eco: en la boca de Aarón habla Moisés, en cuya boca habla Jehová, señor y trueno. ¿Puede extrañarnos que Isaías se sienta como fulminado y muerto por el llamado de Dios? ¿O que pretenda, como Moisés, escudarse en la impureza de su boca para eludir el compromiso?

Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos (Isaías, 6: 5).

Como Moisés, se resiste en vano:

    6 Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas:

    7 Y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.

La actitud de Jeremías resulta particularmente conmovedora. Al sentir el llamado, se desmorona frente a Dios. Ni tardo de habla ni torpe de lengua como Moisés, ni de labios inmundos como Moisés mismo o Isaías, él se escuda por el contrario en una inocencia radical, la del niño carente aún del habla.

En su libro, 1: 6-9 se dirime la confrontación con el inapelable:

Y yo dije: ¡Ah! ¡ah! ¡Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño.

Y díjome Jehová: No digas, soy niño; porque a todo lo que te enviaré irás tú, y dirás todo lo que te mandaré.

No temas delante de ellos, porque contigo soy para librarte, dice Jehová.

Y extendió Jehová su mano, y tocó sobre mi boca; y díjome Jehová: He aquí he puesto mis palabras en tu boca.

El caso de Jonás es complejo. Más que renuencia, lo suyo representa una mal disimulada rebeldía. Se niega a ser el correveidile de Jehová, que mueve a sus emisarios como fichas de ajedrez: Habla a los hijos de Israel -- así abre Levítico, 1: 2 -- y diles ... Por orgullo tal vez, acaso por temor de quedar expuesto como falso profeta -- confundida la paja con el trigo -- , rehúye el papel que se le asigna. Insólita actitud que recuerda al homme revolté de Camus.

Porque conoce la infrecuente pero posible misericordia de Jehová, que él mismo invocará en las entrañas de la ballena, Jonás teme quedar desmentido, uno más de tantos charlatanes cuyas predicciones incumplidas los reducen a hazmerreir de la comunidad. Uno de esos que el propio Jehová -- Jeremías, 23 -- amenaza y condena por endulzar sus lenguas y profetizar sueños mentirosos. Sombra desobediente, le zafa el cuerpo a su señor, y compra pasaje para Tarsis en un navío. Ni humildad ni falsa humildad lo alejan de Nínive, sino soberbia.

Se gana la ira de Dios y un pasaje de ida y vuelta en la ballena. Doblegado, vencido, al fin se presta a su destino y profetiza en Nínive la destrucción de la ciudad. Cumple su palabra, pero Dios incumple la suya, y salva a Nínive. Desconsolado, presa tal vez de una rabia impotente, aquel hombre de palabra perdida se retira al oriente, que es donde sale el sol, pero se coloca a la sombra. Quien se había escondido en un navío, y luego como castigo fue enterrado en el vientre de un monstruo, esquiva la luz, altanero, desafiante. ¿Se arrepiente cuando Jehová le arranca la sombra de la calabacera y lo reprende? No lo sabemos. Nos queda, sin embargo, una extraña lección. Un pobre hombre supo predecir mejor que Dios, al adivinar que la misericordia podía hacerlo quebrantar su voluntad y su palabra. Y supo, en la humillación, defender la miseria humana ante el Todopoderoso, granjeándose nuestra admiración. Falso poeta serás tú, no yo.

Con la sobreabundancia de su ejemplo Jonás nos deja una parábola. Los embalsamadores egipcios nunca lograron conservar la piel como los retratistas de El Fayoum. Recuerdo haber visto las mejillas de un joven y la mirada -- los párpados -- de una mujer que todavía prometen viñas. Quizá confundo al joven con la mujer y las mejillas con la mirada, pero lo cierto es que ambos están vivos todavía, dos mil años después de haber perdido el calor de la sangre. Esa piel tan despierta solo la volví a ver en Modigliani. Así, como en un autorretrato, sobrevive Jonás para nosotros. El fallido profeta nos acompaña con su calor.

La destrucción del pensamiento

Un puñado de poemas enviados a la Nouvelle Revue Française en 1923 suscitan una provechosa correspondencia entre Antonin Artaud y Jacques Rivière que tiene algo de ajedrez y no poco de paradigma. La extrañeza de los poemas de Artaud excluye la posibilidad de ser acogidos en la revista. Pero la gemela extrañeza de sus cartas, donde tan razonada, casi clínicamente, justifica y explica sus aullidos, avivan la curiosidad y el interés del célebre editor, quien rechaza los aullidos mas no al lobo, nunca al lobo. El juego de oblicuos caballos y alfiles pasa a una vertiginosa confrontación de torres, frontal, demoledora, que va de jaque en jaque hasta que el sesudo mandarín se rinde al loco de remate y decreta tablas: ¿qué tal, sugiere, si publicamos el intercambio de cartas y algún que otro poema?

Según Artaud un colapso central de su mente, un tipo de erosión, esencial y fugaz a la vez, destruye su pensamiento. Se trata de una pavorosa enfermedad. El pensamiento lo abandona desde el simple acto de pensar al acto externo de su materialización en palabras. Todo lo cual, puntualiza, le impide expresarse sino de forma precaria, imperfecta, incapaz de establecer la deseada comunicación. Solo por respeto al sentimiento central que le dicta los poemas se atreve a justificarlos y darles existencia. No puede negarse a recoger el dictado de su locura, que es su musa, su dios, su Yahveh, tormentosa y confusa inspiración que muestra y hasta demuestra su agonía, su terrible expiración.

La empatía de Rivière, que en palabras de Artaud nace de la casi enfermiza perceptividad de su mente, permite que la radical incomunicación se convierta en punto de partida para el diálogo, pues el editor advierte a quien en sus poemas no logra sino una tortuosa expresión a medias, por ramalazos desordenados e inconexos, que sin embargo sí es sorprendente y perfectamente capaz de expresar con admirable y extraña elocuencia su incapacidad de expresarse. El caos, la insuficiencia, el ripio, la esterilidad, el verbo ruinoso de tantos imposibles, se conjuga a partir de ese cero ser y cero decir. Fábula de lo moderno y su erizada tradición de rupturas: se articula lo inefable. Se dice y se repetirá hasta la saciedad lo indecible. Irrupción del inconsciente, de lo informe, lo fragmentario, lo oscuro, en poéticas y manifiestos que no logran disimular del todo su raíz exclamativa y romántica. Vastas ruinas de la vanguardia que, como las antiguas en la definición de Simmel, no son sino la forma presente del pasado.

Intensidad y altura

En la quena de Vallejo el presente impersonal de haber es una conjugación personalísima. Entraña siempre una queja que parece brotar del macizo andino y de su propia remota y oscura genética (ay); y un enorme pasivo, un débito (no hay) que pone muy de manifiesto su fragilidad material y espiritual. Oro de no tener y de no saber y de no ser, que se vincula a una tradición de desasosiego y fuga, cuya vertiente inmediata, el fatídico no saber a dónde vamos ni de dónde venimos de Darío, es eco de otra, ancestral, que ya resuena en Génesis, 16: 8.

"Hay golpes en la vida, tan fuertes ...Yo no sé!" Este ay, ay, ay que abre y cierra el primer poema de su primer libro, afinca su punto de partida en un punto final. Su primera piedra es un epitafio: muerte, culpa, odio de dios, orfandad. Vive de la más absoluta carencia: el no hay. Por eso el hombre -- abandonado, perdido, condenado -- se disuelve como sustancia, como sustantivo, y flota en la sintaxis entre puntos suspensivos que parecen un nudo corredizo, como si su extrema pobreza lo desmaterializara a tal punto que ya no tuviese ni pesos ni peso: "Y el hombre ... Pobre ... pobre!" El todo se reduce a las partes que revelan la culpa: los ojos que se vuelven, la mirada aterrada en el fondo de la página, que es lo último que vemos, que nos ve, y que reconocemos como nuestra, pues con ella misma leemos el poema que se pierde en versos que son reversos, que vuelven, como ecos diluidos, decrecientes, para repetir lo que se aleja, hombre de espaldas y por sinécdoque y paronomasia reducido a hombro. Doble tropo, doble trampa, doble nada.

El no saber hacer de este artesano es tan estremecedor que un poema suyo hubiera dejado perplejo a Sócrates si lo hubiera recibido como respuesta cuando preguntaba a los poetas de su día qué habían querido decir en tal o cual verso. Aquellos fatuos no lo sabían. No sabían qué quería decir lo que habían dicho ni qué querían decir al decirlo. Por eso con razón quedan fuera de la utopía de la razón. Imagínense sin embargo que en algún episodio no recogido en La República se hubiera escuchado algo así:

Quiero escribir, pero me sale espuma,

quiero decir muchísimo y me atollo;

no hay cifra hablada que no sea suma,

no hay pirámide escrita, sin cogollo.

Quiero escribir, pero me siento puma;

quiero laurearme, pero me encebollo.

No hay toz hablada, que no llegue a bruma,

no hay dios ni hijo de dios, sin desarrollo.

Desconcertante, aplastante, la confesión de absoluta insuficiencia y ser cero y ni siquiera saberlo ser, le hubiera arrancado al mayeuta nuevas preguntas y reflexiones, además de un raro aplauso. Y seguramente una excepción: el peruano sin la menor duda hubiera podido entrar con Sócrates, de frente y hombro con hombro, en la utopía de los sabios.

Ante la inmensidad, la intensidad del cuerpo y las vísceras, hijastros del ser que aspiran a la trascendencia, acaso por sentirse reflejados en la vacilante sombra y la certeza del dejar de ser. ¿Certeza? Más de un suicida ha desistido por dudar de la muerte. ¿Pues no se habla de matarla, de un más allá, de karmas y resurrecciones? En todo caso, se empinan las vísceras, afiebradas, embutidas en el cuerpo hecho a semejanza de dios, como un gallo al amanecer. Arriba, la luz astillada de la noche, de nuevo reunida ofrece el espectáculo del día, y entre miríadas de líneas, texturas, formas y colores, nos buscamos en el sol, que es -- vanidad de vanidades -- nuestro espejo.

Suele suceder que no nos vemos reflejados entre sus llamas, río vertical que excluye el añorado premio de la disolución hacia lo inorgánico y lo inanimado, mediante la transformación en recurrente blanco y amarillo. Más que retratos halagüeños, hallamos dolorosos contrastes entre Altura y pelos o Intensidad y altura. Ante el cielo al cual aspiramos, donde están colocados, como en una vitrina, la mayoría de nuestros dioses, y que las aves cruzan para insinuar al fatuo un destino descifrable, hasta legible; ante lo inconmensurable, estrellado de noche y deslumbrante al mediodía, nuestra talla apenas llega a pelos, plural pero escasa altura, que muda de color y cae.

La altura -- y en la página constelada los títulos son precisamente eso -- puede figurar antes o después, arriba o abajo, alterándose o hasta invirtiéndose a capricho el orden de su colocación en la frase pero no su condición inalcanzable. Intensidad y altura o Altura y pelos, ¿qué más da? ¿Qué importa soñarse elegido de dios y estar arropado entre estrellas, como si la vastedad fuera uterina, tan íntima y nuestra que no solo nos da luz sino que nos da a luz, eterna cuna bocabajo que nos mece y milagrosamente no nos deja caer? ¿Qué importa si por mucho que la estiremos el último peldaño de nuestra escalera apenas llega a pelos y no soporta el peso de los años?

Vallejo no se engaña. Sabe que no tiene un vestido azul; que nadie tiene cielo, aunque tantos se ufanen de ello, o de llamarse Carlos y decirle al gato gato. Por eso enarbola sonetos para escarnecer las pretensiones de la forma y alude de refilón a la antigüedad clásica y a los mitos que sustentan el afán de inmortalidad solo para unirse casi místicamente con su alma melancólica en conserva al agorero cuervo. El poema comienza en blanca espuma pero, línea a línea más sombrío, casi como resultado de las palabras que en vano se acumulan, termina en negra melancolía, negro cuervo y negra cuerva.

Cuadro goyesco, caricatura grotesca, despiadado autorretrato. El aromático laurel que inmortaliza, pues protege del rayo, la corona de gloria, no alcanza siquiera a la cabeza y la coronilla o los pelos, pues de inmediato se transforma por burlesca que no ovidiana metamorfosis en humilde cebolla, de olor impar y ocasión de llanto. Más aún, pues no se trata de sustantivos sino de verbos, el candidato al absoluto apolíneo y olímpico, que quiere laurearse pero se encebolla, parece verse en otro espejo, negro y quemante sartén para una humeante aunque innombrada víscera. Los tercetos insinúan ese menú: el vate, improbable Narciso, como hígado encebollado.

El aullido de los lóbulos

De cielo a tierra, de dios a profeta, de musa a poeta, o de lóbulo a lóbulo, como asegura la neuropsicología, se oyen voces que inspiran un decir seguro de sí. De una vasta tradición oral donde se recoge lo oído casi por reproducción mecánica, por ecos, surge la escritura y se fija como repetición supletoria de la apropiación de voces. Voces ajenas que salen ya no de nuestra boca sino de nuestras manos. Del laberinto del oído se pasa al pupilaje del ojo. No por ello el extravío es menor. Lo que antes se daba exclusivamente en el tiempo, en el fluir de lo dicho, ahora ocupa también el espacio de la página, más pintura que música a veces, pero ambas provenientes de la antigua tradición.

Se oye, no se lee. Pero lo que se oye retumba como un eco en la memoria colectiva; y -- voz impresa -- se fija de inmediato en signos que ya no hay que descifrar sino acatar, convirtiéndose aquello escuchado y no leído, en escritura y lectura. Así se lega un ejemplo: la esterilidad, la insuficiencia, la torpeza, como punto de partida. Soy tardo de habla y torpe de lengua, no sé hablar, soy como un niño, exclaman los profetas. Pero Jehová los alienta a que se manifiesten; estaré en tu boca, les dice. La autoridad es externa y divina. Lo moderno también arranca de vacilaciones, dudas, renuencia, esterilidad, pero no hay Dios. La escritura automática es síntoma de esa ausencia.

Ya Jehová no se acerca a los hombres. Que sus profetas ya no crean en él pudiera ser causa o consecuencia de ese desapego. Como el Cristo mitad hombre mitad dios que se sintió desampararado en la cruz, el poeta moderno se sabe huérfano de cielo y de su propia fe: padece el abandono de un dios en quien no cree.

Nuestro Edén es la tierra baldía de Eliot y solo contamos con un lenguaje también baldío. Un decir en balde, como el de Jonás. Proclamar que no hay nada que decir ni cómo decirlo y que tampoco vale la pena hacerlo. Pero se hace, a pesar del silencio que sugiere Wittgenstein. Silencio por cierto que también admirablemente se expresó. El ay romántico, así, se halla en plena apoteosis todavía. Lo inefable se repite, aunque sin el patetismo del siglo XIX. ¿Sin patetismo? ¿No se afirma Artaud en su patética insuficiencia para manifestarse?

Los heraldos negros parece entrañar la poética del Cristo desamparado, a cuya imagen y semejanza -- y no las de Jehová -- fuimos hechos. Del dios huérfano que es el hombre y que en este caso se llama César Vallejo. Un Cristo en crisis. Es posible abrir el libro en cualquier página para comprobarlo. De cabo a rabo la misma sombra sin cuerpo, la misma desesperación del diario ser a medias. Por darle un nombre a esa desesperación Vallejo no se baja de la cruz, del mesías padecido como enfermedad y ausencia. El primer poema, homónimo del título, anuncia la llegada del segundo y del tercero y de todos al acusar golpes como del odio de Dios. El último, Espergesia, resume la partida de nacimiento del autor y sus atónitos lectores: Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo,/ grave.

Un génesis apocalíptico tejido con hebras de la poesía de aquellos años muestra que poco después, casi de inmediato, la situación empeora, pues según lo anunciado por Zaratustra, moderno profeta disfrazado de antiguo, Dios ha muerto. Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo. Así la primera línea -- versículo -- de Altazor o el viaje en paracaídas, que empata explícitamente con el último verso de Los heraldos negros. Que su autor nos asegure que ese viaje ya estaba de ida y vuelta en 1919 a pesar de que su primera edición lleva como fecha 1931, demuestra la voluntad de arrancar la suya a partir de la obra del peruano, superándolo, por supuesto. Jactancioso, arrogante, no acepta la gravedad de dios como coartada para un insuficiente decir. Nacer a los treinta y tres años, edad de Cristo, y precisamente en aquel viernes santo, subraya que el inventor del creacionismo es un increado creador, que solo a sí debe sus orígenes, que su maravilloso poema es su partida de nacimiento, que en él se cumple, como causa sui, el superhombre. Altazor es la ballena de Huidobro y el paracaídas la ballena de Altazor. La ballena del lenguaje.

El impotente, el torpe, el gago, tiene que convertirse en pequeño dios y así autorizarse, señalándose culpable con su propio índice al elegirse a sí mismo como profeta de la nada para decir naderías. La crisis empero no desemboca en expiación y silencio. Tampoco cabe recordar el ejemplo de Demóstenes, la elocuencia como superación de la gaguera. Aquella fue verdadera, corpórea, de gaznate. Aquí tiene algo de queja y mucho de coartada. O más bien de jactancia, como si el radical no sé socrático de Vallejo se prestara para alardes, pues el cero se utiliza como trampolín y ejercicio.

Soberbia y autismo del índice. Un hacer o deshacer de quien se siente vicario de Cristo, papal e infalible. Contrasta, y aquí aprovecho que el camino nos haya conducido a Roma, con la humildad de Leonardo o Miguel Angel. Al resumir su experiencia, al esbozar su c.v., como se dice ahora, el primero añade un post scriptum: también pinto un poco. Miguel Angel prefería esculpir porque no estaba dotado, así pensaba, para la pintura; pero afortunadamente deja como ejemplo de esa confesada incapacidad suya la bóveda de la Capilla Sixtina, lectura del cielo.

Como los profetas, Altazor oye hablar al creador -- un simple hueco en el vacío, hermoso como un ombligo, que tanto recuerda a la estatua de Croniamantal en El poeta asesinado de Apollinaire. Es el Dios del Génesis pero también la nada; y no está nada dispuesto a ponerse en la boca del hombre para que este sumisamente se haga eco de sus palabras. Al contrario, lamenta que se haya aprendido a hablar, desviando a la lengua para siempre de su rol acuático y puramente acariciador.

Lo que sigue es un torrente de lenguas. Un torrente de Babel en español que sabe a infinito y laberinto. El poema es una invertida y luego invertebrada pirámide. Un viaje en paracaídas que es una escultura hecha para escombros. Un desplome esculpido. Arte espléndido y efímero. La vanguardia como mecánica de un cantar que es un callejón sin salida. Un recantar de los cantares agotado en sí mismo y que arde en su propio esplendor.

Basta señora arpa de las bellas imágenes

De los furtivos comos iluminados

Otra cosa otra cosa buscamos

Sabemos posar un beso como una mirada

Plantar miradas como árboles

Enjaular árboles como pájaros

...

Etc. etc. etc.

Vallejo contrasta la añorada altura con los indecisos pelos y al querer escribir le sale espuma, y se atolla, se encebolla. (1) Altazor habla de la noche como sombrero de todos los días, sombrero también del superhombre, y se lanza en siete cantos desde el séptimo cielo desplegando una asombrosa maestría, aunque termine su periplo -- la lengua es acuática, como el Titanic -- en autismo y aullido de lobos. La poesía como sport. Vestigio, pareciera, de los Ejercicios espirituales de Loyola. De la España contrarreformista que de la fe hizo un riguroso atletismo espiritual, que capacitaba para resistir y luchar contra el demonio como Israel luchó contra el ángel. Solo que los ejercicios de Huidobro no son suplicios.

Desde el modernismo la poesía latinoamericana ha tenido tres animales emblemáticos. Tres aves: el cisne de Darío, el búho de González Martínez y el azor de Huidobro. Curiosamente los tres figuran en Levítico, 11 entre aquellos que se tienen en abominación. ¿Queda trunca, así, desde el origen mismo, toda vinculación con las Sagradas Escrituras y sus tradiciones? No así. Si bien Darío y González Martínez se remontan a las orillas del Egeo para hallar sus símbolos, asociados a Apolo y Atenea, y Huidobro con el azor apolíneo se acerca también a la heráldica medieval, lo pagano no quita lo mosaico. Lo sagrado, en sus propios orígenes, no tiene orillas.

El Libro de Ludwig

    1. La proposición 6.432 del Tractatus Logico-Philosophicus esboza la frustrada -- o inexistente -- relación entre lo alto y lo bajo, cielo y tierra, dios y hombre, que parece atormentar a Vallejo en Intensidad y altura y Altura y pelos.

    1.1 Por supuesto en la frase anterior seguramente he distorsionado y hasta disfrazado en muchos sentidos el sentido del filósofo. Me limitaré a citarlo.

    1.11 La proposición 6.432 literalmente reza (¿literalmente? ¿reza? ¿no me aleja cada palabra de las palabras que siguen?):

Cómo sea el mundo, es completamente indiferente

para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo.

    El comparativo 'más alto' tiene una correspondencia en la contrastada imagen de altura y pelos empleada por Vallejo. También la 'indiferencia' de lo que 'está más alto' por 'cómo sea el mundo', subrayada por la ausencia de ese Dios que no se revela 'en el mundo', sugiere afinidades entre la intensidad del filósofo y la del poeta.

    1.12 Afinidades y coincidencias: en 1918 Wittgenstein termina de escribir el Tractatus, el único libro que publica en vida. 1918 es la fecha que aparece en la primera edición de Los heraldos negros, aunque solo circula en 1919, por esperar en vano durante largos meses un prólogo de Valdelomar.

    1.23 Tanto Vallejo como Wittgenstein traducen lo inexpresable con un espíritu despiadadamente moderno. En su nueva cepa ese milenario virus llega a la poesía y la filosofía, por mencionar solo aquello que ahora nos ocupa, para amenazar, desde la raíz misma de sus respectivos códigos, la esencia de la comunicación. Quehacer y saber se retuercen en sus propias hebras genéticas, distorsionándose, abismándose en su recelada naturaleza, hasta

    anularse como dóciles pero ineficientes transmisores de sus respectivos simulacros de realidad. Hacer es deshacerse y saber escombros, sombras sin cuerpo, huecos magistralmente perforados en el creciente vacío.

Vallejo quiere escribir pero le sale espuma. Wittgenstein quiere pensar pero le salen brumas. Vallejo escribe para borrar y Wittgenstein para callar. Y sin embargo, ninguno desiste. Ambos comparten, y cómo, la imposibilidad de decir exactamente lo que han dicho. Ambos son constructores de Babel. Ambos posan para El grito de Munch. Advierten en sus poemas y postulados que la poesía y la filosofía están en crisis, si acaso existen; pero al hacerlo echan los cimientos de las ruinas futuras, alentando nuevos escalones para subir al cielo que se nos

viene encima.

    1.24 Los números decimales -- aclara una nota a pie de página justo en la primera página del Tractatus --, significan la importancia lógica de las proposiciones, el alcance que tienen en mi exposición. Las proposiciones n.1, n.2, n.3, etc., son observaciones a la proposición N.° n; las proposiciones n.m1, n.m2, etc., son observaciones

a la proposición n.° n.m; y así sucesivamente.

Esta notación que establece la subordinación lógica para un desarrollo casi silogístico tiene un sorpresivo antecedente, y acaso un origen -- el filósofo tal vez añadiría que 'disfrazado' --, en la Biblia, donde cada libro halla en

los números una singular y sistemática clasificación para las secuencias de sus capítulos y versículos. Jonás, 3: 5, Jonás, 3: 6, Jonás, 3: 7, etc., remiten al estricto orden de la manifestación, ya no del pensamiento, sino de Dios mismo. En el caso del profeta Samuel, que deja dos libros, o de textos como Los Reyes y Las Crónicas, que constan también de dos libros, la notación es igualmente precisa: 1 Samuel, 3: 4, 2 Samuel, 3: 6, 1 Reyes, 6: 4, 2 Reyes 3: 5, 1 Crónicas 19, 3, 2 Crónicas 4: 5, etc.

    1.25 La Biblia establece la canonicidad de la fe religiosa; el Tractatus la de la duda filosófica. Puntos de partida insoslayables para la religión milenaria y la filosofía moderna.

Contar y cantar

Concebido por el trazo fulminante de alguna estrella, seguro y capaz de su destino, cumpliéndolo de frente o de espaldas, por escrupuloso sometimiento, azar o vana negación, el hombre podía creer en los dioses y en cada episodio de la naturaleza donde se manifestaban sus designios. Libros entonces eran los cielos, las nubes y los pájaros que los surcaban, las agallas de un pez o la crecida de un río, la llama rebelde o la obediente sombra, las manchas de un jaguar o el hígado tibio de una cabra. En todo estaba escrito el destino. Para adivinarlo, solo había que descifrar los signos, literalmente desentrañándolos de ser necesario, para luego darles sentido. La escritura era obra maestra del lector. Un ejercicio que los augures convirtieron en una asombrosa disciplina secreta.

Al judío le da lo mismo el vuelo de un cernícalo que el revoloteo de una mosca. Insuficiente milagro, como si la naturaleza fuera ya aquella cosa mecanicista, objetual, vaciada de dioses, que señalara Scheler, y pudiera por lo tanto prestarse a cualquier superchería. Exige otra dinámica: la manifestación incontrovertible del creador, su presencia como voz, su palabra inmediata, que así no precisará de adivinos ni intérpretes sino de voceros, portavoces. Ni lectores del cielo como los acadios, ni del vuelo de los pájaros o las vísceras como los augures, ni del humo en el viento como los behiques. En la tradicion bíblica los profetas oyen, no leen. No leen pero generan un torrente de escritura que llegará a constituir la Biblia, el libro por antonomasia: el libro de los libros. Paradoja singular, que se reitera estrictamente en otro sentido. Basta pasar del oído y la vista al paladar para comprobarlo. Se ritualiza la memoria a través del sabor por signos contrapuestos: exclusiones e inclusiones, que abarcan la prohibición de ciertas comidas tanto como la exigencia de otras, ayunos y cenas regimentados por los episodios que, en ellos y en su elaboración y cocción, se reviven.

En Peso del sabor Lezama le da una respuesta enorme al estímulo liliputiense. Asegura que sentado dentro de la boca asiste al paisaje. La isla en peso -- así coloco en esta extraña romana el título de Virgilio -- cabe en el sentido de ámbito más reducido, el paladar. Ahí la sensación tiene que darse física y materialmente y con absoluta inmediatez. Como en el tacto, sí, pero en una extensión ínfima, si se compara con la piel. Infima y también íntima. El sabor se da piel adentro, y ya en el interior del cuerpo, como en un envés de la piel, que se oculta para saborear el cielo.

Salomón también asiste al paisaje dentro de su boca. Besando a su amada conoce la tierra prometida en Exodo, 3: 8. Se trata de un acierto espléndido del Cantar de los Cantares. Uno de tantos, pues en este epitalamio judío el lenguaje plomizo de los libros proféticos alquímicamente se aligera en oro. La espada salomónica no corta al niño pero sí al plomo. Lo divide entre dos labios y dos labios que se besan. Los diminutivos -- manojito de mirra, columnita de humo --, en un libro que de por sí, por su brevedad y su frescura, contrasta con la gravedad de las profecías, le dan al poema del rey un encanto perdurable.

Jehová le había prometido a Moisés, como restitución del Edén perdido,

una tierra que fluye leche y miel. El hijo de David encuentra esa utopía en un beso. El paraíso terrenal se cumple como zumbido de abeja entre lenguas enlazadas y labios mordisqueados. El cielo vuelto tierra se vuelca en la boca. El territorio soñado para todos, y aquí literalmente incorporado en la boca, una y otra vez lo prueban y lo comprueban dos: Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa;/ Miel y leche hay debajo de tu lengua (Cantares, 4: 11). La profecía cumplida en sabor de cielo. Repetir la palabra de Dios es llevarse el cielo a la boca.

Con Moisés los judíos comen maná del cielo y con Salomón saborean la tierra de leche y miel en un beso. Saber y sabor se codifican como contar y cantar mediante la escritura, ritual de rituales específicos y puntualizados, curativos o vacunantes, para una genética tribal que en ocasiones precisa advertencias o amenazas, pues se aparta de la línea ascendente que avala y transmite la línea escrita, pura, incorruptible. Escritura que es la voz del pueblo del profeta de Dios porque el orden inverso, originario, así lo ha demostrado. Pero todo puede resumirse en un beso.

Un mapa de promesas ese beso que resume al territorio. Un caudal de sensaciones que aprieta entre dos cuerpos lo disperso durante siglos. Las profecías se consuman como un matrimonio. Pacto pero también deseo. Tabernáculo pero también erótica. El cuerpo es sagrado y no lo es menos el placer. La Biblia judía por un instante parece un templo hindú. Salomón levanta en piedras un templo en Jerusalén y con un puñado de versículos levanta otro más duradero en Khayuraho. Israel es enorme en un beso. En un poema que es un abrazo carnal apasionado y asimismo profundamente religioso se vuelven a atar pasado y presente. Las profecías como copla y cópula de los cuerpos, las culturas y los siglos. Arraigo que evidentemente ya entonces ha generado un sentido de historia y nación a través de la fe y una concomitante y específica ritualidad. Todo está detalladamente pormenorizado: desde la construcción del altar a la reconstrucción y mantenimiento del cuerpo, desde la circunsición anatómica a la espiritual, pues se exige también un corazón circunciso, y un menú que excluye en ocasiones la levadura y siempre el apetitoso cerdo y la sangre, lo cual permite nada menos que comer el cielo como maná y luego, según el evangelio, como cuerpo de dios transubstanciado y consubstanciado en ese otro pan sin levadura que es la hostia.

La tradición de lo inefable

Miguel Angel imagina a Dios cerca, muy cerca del hombre; y sobre todo con la voluntad de acercarse hasta tocarlo y darle vida. En el doble cielo de la Capilla Sixtina la bóveda repite las alturas donde vemos la Creación. Gajes del oficio: el escultor sugiere que una chispa pasará del índice del Creador, cuya mano parece un relámpago de cinco saetas, hasta el cuerpo todavía inerte de Adán para animarlo, aunque en Génesis, 2: 7 se atribuye el origen específicamente al aliento: Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra, y alentó en su nariz soplo de vida; y fue el hombre en alma viviente.

Al multiplicarse aquel primer hombre, único y desobediente, Jehová podrá elegir entre muchos a sus profetas. No para que en la azarosa reproducción de los cuerpos se duplique su imagen y semejanza sino su palabra. A cambio de esparcir las semillas de los elegidos como las estrellas del cielo, exigirá que se conjugue su verbo en la tierra. Convulsión cósmica y semillero de estrellas: se multiplica el cielo abajo. El aliento de la creación se convierte en la voz de las profecías; aquel soplo de vida en la nariz, crecido, es voz; y la voz palabra que retumba en el laberinto del oído sin perderse ni desfigurarse. Lo que el profeta oye no le entra por una oreja y le sale por la otra; le sale por la boca, inaplazable e inalterable reproducción mecánica del original. A tal punto que Dios habla a través de él solo porque está literalmente en su boca, manifestándose así las alturas en la tierra, como si la tersa y brillante bóveda palatina fuera un cielo estrellado o una anticipada obra de Miguel Angel.

En un instante de pocos siglos se fue perdiendo la cercanía casi física, corporal, entre el creador y su criatura. Dios parece alejarse del hombre, paradójicamente tras haberse dividido tres en uno justo para acercarse a él, sometiéndose como bufo rey de carne y hueso a corona de espinas y cruz. Mitad hombre, mitad dios, centauro judío, Cristo mismo hace patente la brecha al reclamar que ha sido abandonado: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mateo, 27: 46). Distancia, separación y abandono que se viven con creciente angustia como orfandad moral y espiritual. Con Cristo entra en crisis el hombre y hace una tradición de la crisis. Tradición fecunda, por cierto, pues solo, rebelde, autista, se dedica a inventar y a inventarse a partir de cero, como si eso fuera posible. Decreta la muerte de Dios con un lenguaje que se le muere en la boca para soñarse superhombre o pequeño dios, apostando -- imagino -- a que un día la crisis entrará en crisis y todo seguirá más o menos igual. Como cantaba John Pryne: Pretty good, not bad, I can't complain, cause actually everything is just about the same.

Los profetas, incluso algunos poetas, miden la distancia entre cielo y tierra. Esa distancia ha crecido tanto que la humanidad toda, atomizada, dispersa, se ha enfermado de ausencia. El yo escindido de cada uno de nosotros ha llegado a sentir, como Vallejo, un vacío/ en mi aire metafísico. Pero a veces la distancia, aun la que se escapa de los astrónomos, se reduce hasta borrarse. Entonces el vacío no implica angustia metafísica sino plenitud espiritual. Asistimos a un instante de éxtasis y seguramente se lo debemos a un místico: Mi Amado, las montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos. Aquí el nombrar no es un decir. Aquí San Juan no dice nada. Con las palabras que tiene a mano señala al entorno y se señala. Como Salomón saborea el paraíso en la punta de la lengua. Su nombrar no es un decir ni un saber ni simplemente una exaltada enumeración. No hay nada que enumerar sino el uno y el uno y el uno que son él y dios que es él y el uno que falta y es nada. Silencio en palabras: nombrarse así es sentir y sentirse sin sentidos. Besar y mostrarse sin nombre en cada nombre. Ser y hacer lo inefable.

Al leer el Cántico espiritual como beso la poesía puede acercarnos al umbral de la comunicación plena. Perfecta. Absoluta. También la filosofía. Hasta la lógica. Radical en su ánimo, disolvente, antifilosófico, un tratado afín a Los heraldos negros y Altazor, acaso el más importante del pasado siglo, sistemáticamente aleja al saber del saber del lenguaje por medio de las palabras hasta colocarlo -- y colocarse -- fuera del saber y de las palabras. Se pasa del lenguaje al silencio y del pensamiento a la mística. Dice Wittgenstein en su postulado 6.522: Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo: esto es lo místico. Y añade 6.54: Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.) Luego, y como punto final a una larga tradición, esto en solitario 7: De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.

Repito: mejor es callarse.

Caracas, 27 de julio 2007

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1

A diferencia de Vallejo, en Martí es palpable la ebullición del ser en la palabra. Leemos en su hechizado Diario de campaña: El verso caliente me salta de la pluma. Lo que refreno, desborda. Habla todo en mí. A medida que se acerca a la muerte, a la cual apresura, pues cree que ella facilitará el cumplimiento de su profecía, siente la cercanía del cielo, donde lee Libertad en lo azul. Nuevo Isaías, no anuncia las islas sino la libertad de una, la suya. Por eso todo habla en él. Y también todo habla alrededor de él. Tiene a la manigua como musa y halla en la música de la selva la música de las esferas; son fluido que ondea, se enlaza y desata; abre el ala y se posa, titila y se eleva. Como Salomón halla el paraíso en la boca. Le sabe a café deleitoso con miel por dulce. O al agua del Contramaestre,

muy turbia y crecida en la última línea que nos queda del Diario: y me trae Valentín un jarro hervido en dulce, con hojas de higo ... Prosa sabrosa y de sabores. El paladar enumera como San Juan el entorno. La lengua es una botella de cocuyos, el centro irradiante de un círculo en expansión. Hay paisaje en todo. Hasta en el laberinto del oído y a flor de piel. En la propia boca y en la prosa, la misma cosa, silba el grillo; el lagarto quiquiquea, y su coro le responde ... El lenguaje no se da a basto y se inventa -- quiquiquea -- porque todo se ha vuelto lenguaje. Porque sobra.
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