martes, 13 de noviembre de 2007

"COCINA INTERNACINAL": Un Relato (inédito) de: Claudio Colina Pontes

Una vez, como ya he contado, quise morir. Como es lógico, me fui a una Isla. Una Isla es el peor lugar, hoy día, para una empresa tan romántica. Hay demasiados turistas. Digo, una isla como la Chicharrera. Para colmo, no sólo no morí, si no que encontré gentes que ayudaronme a recomponerme. Uno de ellos fue este comerciante de piedras que encontré. Digo comerciante de piedras, pues en la vida real, lo es.
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-----"COCINA INTERNACIONAL"
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-----Por: Claudio Colina Pontes

Basado en una anécdota del poeta Luis Izquierdo Zafra

1.
En aquel edificio de oficinas casi todas la empresas, acaso dirigidas por gente moderna, trabajaban hasta las tres. Así que nosotros, los de la Compañía de Seguros Corrupia, nos tropezábamos todas las tardes con un alud de empleados sonrientes que salían de allí a paso ligero. Ellos se iban a casa y nosotros regresábamos de almorzar para continuar por la tarde. Hasta las siete o, si te despistabas, siete y media. Los muchachos de Seguros Corrupia solíamos entrar juntos, hombro con hombro y vista al frente, para hacer piña y defendernos de aquella desbandada burlona que nos miraba con condescendencia. Eso sí –murmurábamos entre nosotros- ellos no tienen la suerte de trabajar en la Compañía de Seguros Corrupia, entidad puntera donde las haya.

Nos sentábamos en nuestros puestos y reanudábamos el trabajo sin preámbulos, porque era entonces cuando nuestro jefe, la Fiera Corrupia, repetía su rito vespertino: salía de su despacho –los brazos en jarra, la punta de la corbata pendulando sobre la curva de la panza- y verificaba que todos estuviéramos allí. Aquella tarde, en cuanto el director completó la revista de la tropa, comenzó mi paréntesis diario. Abrí el cajón del escritorio, donde tenía doblado el periódico, y empecé a copiar en la agenda de bolsillo la receta del día: osobuco.
Ingredientes: ocho trozos de osobuco, una cucharada de harina, un tarro de salsa de tomate, una taza de vino tinto, sonó el teléfono.

-Sí, dígame.

Una mujer fuera de sus casillas quería dar parte de un accidente.
-Sí, señora, sí, señora, ¿cómo fue?
No hacía más que lamentarse. No me estaba enterando de nada.
Dos dientes de ajo picados, dos tazas de caldo de carne, perejil picado, pero ¿cuánto perejil?
-Señora, cálmese, dígame el número de su póliza, por favor, ¿ha llamado a la grúa?
Dos cucharadas de margarina, sal y pimienta, una hoja de laurel, clavos, ¿cuántos clavos?
-Sí, sí, cálmese, hágame el favor. ¿Dónde se encuentra usted?
Enharinar los trozos de carne y dorar por ambos lados con margarina. Pero ¿cuántos clavos?
-¿Le duele? ¿Dice usted que está llegando la Guardia Civil? Siga sus recomendaciones y si hay alguna novedad no dude en llamar.
Colgué. Agregar el ajo, el vino, el caldo y los tomates. Condimentar.
Noté una sombra a mis espaldas y me volví. El señor Corrupia me miraba con curiosidad.
-Una incidencia, ¿no? –con mano veloz sacó el periódico del cajón.
-Sí, una señora –respondí a toda prisa-. Creo que acaba de estamparse contra un árbol, aunque por lo que dijo no me quedó nada claro. Estaba histérica.
-¿Me lo dejas para hacer el crucigrama? –blandió el diario.
Supongo que los guardias se ocuparon de la accidentada porque no volvió a llamar. Pero a partir de ese momento la tarde fue calentándose con un chaparrón de llamadas, informes y reclamaciones urgentes al que respondimos como pudimos. Me pesaban los párpados y tenía las sienes espesas: iban ya cuatro intentos de acercarme a la máquina del café, pero cada vez que despegaba el trasero de la silla, volvía a sonar el teléfono.
Cuando el dolor de cabeza se hizo insoportable, ordené los papeles, regresé los bolígrafos al lapicero y apagué el ordenador. Me levanté del escritorio haciendo más ruido del necesario con el fin de acaparar dos o tres miradas agrias de compañeros que sudaban al teléfono intentando vender pólizas de seguro. Pensé que en el siguiente minuto iba a ocurrir esto:
-Jefe, me voy. No puedo más. Debe de haber luna llena. No me siento bien. Me va a venir la regla o la menopausia o una astenia con complicación diarreica o la fiebre asiática esa que anda por ahí.
-Pero tú eres un tío. ¿Cómo te va a venir la regla? Eres un tío, ¿verdad, Colina?
Descartado. Pensé que a continuación iba a ocurrir lo siguiente:
-Jefe, me voy a casa, no puedo más. Debe de haber luna nueva o algo. Me voy a que me diagnostiquen una neurastenia o una fiebre caribeña.
Tomé aire y abrí la puerta del despacho de la Fiera Corrupia.
-Jefe, con su permiso, no me encuentro bien...
Sonó el teléfono en su mesa y lo descolgó raudo mientras me hacía una seña:
-Un momento, Colina, no te retires. Estoy contigo dentro de un segundo.
Dudé unos instantes pero luego cerré la puerta con delicadeza y abandoné la Compañía de Seguros Corrupia sin más.
En la avenida de Anaga el sol vibraba en las copas de los laureles y la brisa caliente del verano traía los humos agrios de los escapes. Antes de que me contrataran ya lo llamaban la Fiera Corrupia y no me atreví a preguntar por qué. Me quité la corbata, me puse las gafas de sol y vagué por las sombras de la avenida entre abuelos con chándal, niños en triciclo y patinadoras adolescentes hasta llegar al muelle. El restaurante tenía las puertas abiertas y en el umbral un chino con chancletas hablaba por teléfono. ¿Tendría el local asegurado? A la mañana siguiente iba a ocurrir esto:
-Colina, ¿por qué cojones te largaste ayer y a dónde coño fuiste? Tienes unos huevos así de grandes. Se va a acabar tanta tontería.
-Jefe, fui a atender la consulta del restaurante chino de la avenida de Anaga. Quiere asegurarse a todo riesgo, jefe.
En el muelle la brisa se tornó viento. Me senté a la sombra de un contenedor para ver salir los vehículos del barco de Cádiz. Traqueteó un Seat Panda. Un furgón blanco, un Mercedes para más señas, aceleró en la rampa y se perdió en el recodo tocando el claxon. Después, una moto. ¿Yamaha? No. Suzuki. Sentí desesperanza (astenia) y me dio rabia no saber de dónde venía la desesperanza y eso me llenó la garganta de una tristeza amarga. Volví la vista atrás y vi a lo lejos las cristaleras de mi empresa en el tercer piso. Tras ellas, el brillo frío de los flexos. A última hora desembarcó una caravana destartalada cuyo motor petardeó al pisar el muelle. Quedó estancada con un rugido y una humareda muy fea. Hacía tiempo que no contemplaba un parón tan definitivo y me acerqué por curiosidad. En el siguiente minuto iba a ocurrir esto:
-No se inquiete, señorita. Soy ingeniero mecánico por la Universidad Politécnica de Tokio y casualmente pasaba por aquí. Me acabo de divorciar y estoy solo, de vacaciones en Tenerife. Sólo unos días, los pocos que me permite mi puesto de ingeniero jefe de Innovación Técnica en la firma Ferrari. Habrá oído hablar de nosotros. Abra el capó.
Entonces se apea de la caravana una jovencita danesa con cabellera larga y pajiza. Minifalda y sandalias. Perlita en el ombligo. Sonríe:
-Qué suerte he tenido. Después de esto permitirás que te invite a cenar en mi furgoneta mientras contemplamos la puesta de sol subtropical. No me digas que no puedes. Estás de vacaciones...
Pero en el siguiente minuto ocurrió esto:
-Joven, hágame el favor –baja de la caravana una abuela portuguesa con el pelo cano cortado a cepillo. Falda teñida a mano hasta los tobillos. Escapulario. Saltan del vehículo dos perros canijos que me ladran tenazmente. Abre el capó y me mira con esperanza.
-Haré lo que pueda –farfullé-. No le prometo nada.
Logré arrancar el motor después de un buen rato de pugna con la batería, el radiador y unos cables verdes sospechosos de alta traición. Ella se pasó el rato rezando bajo el sol del atardecer y dando besos al escapulario. Era de noche cuando cerré el capó con un golpetazo que provocó nuevos ladridos estridentes.
-Es usted tan amable... Mire cómo tiene las manos, mire cómo se ha puesto la camisa... ¿Cómo puedo agradecérselo?
-De momento, señora...
-María, me llamo María.
-De primeras, María, líbreme de las fieras –los perros, todo hocicos acusadores y dientecillos torcidos, me husmeaban los tobillos-. Y luego, sáqueme de aquí, si no es mucha molestia.
Se arremangó la falda desteñida y dio dos zapatazos acompañados de un grito portugués. Los animales saltaron en el acto al interior de la caravana. María se puso al volante y me dio un trapo para las manos.
-¿Sube, o qué?
Cuando me senté en la cabina de aquella nave intercontinental descubrí que el ralentí sonaba aún peor desde dentro que desde fuera.
-Disculpe... ¿tiene asegurado el vehículo? –eché un vistazo: un Sagrado Corazón me miraba, penetrante, desde el cuentarrevoluciones, y un rosario de bisutería pendulaba en el retrovisor. El olor a fritura rancia se mezclaba con el jadeo de los perrillos en algún lugar a mi espalda. Con disimulo, me agarré fuerte.
-Está asegurado en Portugal, supongo, aunque no lo recuerdo –cambió de marcha con un crujido de engranajes. Soltó luego el volante y alzó el escapulario con los deditos de ambas manos hasta besarlo-. No frene, no frene –me miró-, que ya frenaré yo llegada la ocasión.
Relajé las piernas y por primera vez la vi sonreír, y pasó de sesenta años a cuarenta como por arte de magia. Su sonrisa se matizó con una traza de curiosidad cuando volvió a hablar a la salida del puerto:
-¿Y eso? ¿Un centro aeroespacial? ¿Una sucursal de la Nasa?
-No, no, es sólo el auditorio, María.
-¿Auditorio?
-Sí, la gente viene a escuchar música... debería comprobar si el seguro de la caravana le cubre su estancia en España.
-Ah, música, música española –soltó el volante e hizo ademán de tocar las castañuelas. Un rugido del motor hizo estallar nuevos ladridos. Algo cayó al suelo en la parte trasera: la tapa de un caldero vino rodando hasta mis pies. Me agarré fuerte.
-Disculpe, María...
-¿Sabe, joven? Me encanta la música, pero me dedico a los guisos. Soy cocinera. Vengo de Oporto con la esperanza –besó otra vez el escapulario- de encontrar trabajo aquí. Y usted no es agente de seguros –con un volantazo enfiló la avenida marítima.
-Cómo que no.
Sonrió de nuevo y se le encendió la mirada. La vi a sus espléndidos treinta y siete años.
-Usted es escritor. Lo conozco, Colina.
-Bueno, si usted lo dice, amén. Ahora querrá que le lea algo. ¿Le leo algo? Lo último que he escrito es esto.
Saqué la agenda de bolsillo y comencé a leer, alzando la voz sobre el ruido del motor:
Osobuco, Dígame, Ingredientes: ocho trozos de osobuco, una cucharada de harina, un tarro de salsa de tomate, una taza de vino tinto, Sí, dígame, le escucho, señora, sí, señora, ¿cómo fue? Un perro se le cruzó entonces no pudo evitarlo por qué no llama a una ambulancia, Dos dientes de ajo picados, dos tazas de caldo de carne, perejil picado, cuánto perejil, no más de medio kilo, supongamos, Número de póliza, Dos cucharadas de margarina y sal y pimienta, una hoja de laurel, clavos, cuántos clavos, Cálmese, Enharinar los trozos de carne y dorar por ambos lados con margarina, cuántos clavos, Llega la Guardia Civil, Agregar el ajo, el vino, el caldo y los tomates. Condimentar.
-María, usted que es cocinera, ¿sabe cuántos clavos le tengo que poner a esto?
En un giro brusco, que provocó ladridos desatados, alcé la vista y vi los estragos del llanto en su rostro dolorido. Tenía cerca de setenta años. Fue a enjugar las lágrimas con la manga cuando perdió el control del furgón y embestimos un semáforo de la avenida.

2.

Allí, en la camilla, a media luz, parecía muerta. No, muerta no: vencida por la vida. Acerqué una silla de plástico y dudé en cogerle la mano. Entreabrió los ojos, y tras los párpados asomó un brillo vidrioso. Sus rasgos tardaron en regresar desde el interior aletargado de la carne hasta la superficie de la cara, enmarcada con vendajes. Un rato después despertó del todo. Tenía setenta años largos.
-Dios mío. Virgen santa. Qué me pasa, Colina. Qué es esto –su voz arenosa era un susurro fatigado.
-Nada, María, estamos en el hospital. No te levantes. Tienes un traumatismo craneoencefálico.
-Un qué.
-Un piñazo contra el parabrisas. Ejem... el seguro de la caravana...
-Cállate y escucha, que antes de morir tengo que contarte algo –tomó resuello trabajosamente. Su pecho marchito se estremeció bajo la bata-. Con una condición.
-De ésta no te vas a morir. Dime.
-Con la condición de que lo escribas –una mano inesperada, fría y tensa, salió de bajo las sábanas y se aferró a la mía.
-Sí, sí.
-Dónde están mis perros. Mi escapulario.
-Están a salvo. No hables, María. Descansa.
-Que te calles y escuches. Tengo que confesar algo pero no creo en los curas. Dios me perdone.
Me obligó a sacar la agenda y a apuntar lo que decía. En el transcurso del relato la hice descansar varias veces para beber agua, que tomaba a sorbitos. Su voz terrosa se debilitaba cada vez más, y las palabras a veces se diluían en el dolor. María parecía entonces desvanecerse, pero al cabo de un rato sacaba fuerzas de flaqueza y perseveraba. En dos ocasiones entró la enfermera. La primera vez le dio un calmante. La segunda, ya bien entrada la noche, me preguntó si era familiar de la paciente, si pensaba pernoctar allí. Soy su ahijado, respondí.

Soy del norte, nací en Oporto, no sé si conoces Oporto, el Duero, ¿lo conoces, Colina? Mi madre me enseñó a cocinar y toda la vida me he dedicado a esto. Desde pequeña la ayudé con los fogones de la taberna que teníamos en la Ribeira. Vivíamos allí. Trabajábamos todo el día y por la noche, después de fregar los calderos, dormíamos las dos en un rincón de la trasera. El colchón olía a frituras y a la humedad del río. Nunca dio para mucho. Todos los meses, una vez pagado el alquiler, mi madre se sentaba en el taburete de la cocina, contaba el dinero y suspiraba. Lo dejé cuando murió, y trabajé en varios restaurantes del centro. Los españoles venían a ver el río y el puente de don Luis I, y nosotros les servíamos bacalao o filete de pulpo empanado con arroz y judías.
Hace dos años me ofrecieron un trabajo en Matosinhos, ¿conoces Matosinhos?, en la ribera norte, junto a la playa. Era un sitio fino de pescado y marisco, un restaurante caro. Me dejaban aparcar la caravana en el patio, así que vivía a cinco metros. Además, la pinche y yo teníamos una tele en el cuartito junto a la cocina, así matábamos el rato.
El concejal de Hacienda venía todos los viernes a comer marisco con la familia. Pasaban largas sobremesas tomando café y helados y bromeando con los camareros, que siempre les reían las gracias. Pero aquel día parecía tener prisa. Iba acompañado de una joven muy pintada que no decía esta boca es mía. El concejal pidió osobuco. ¿Osobuco, señor?, preguntó el maître, sorprendido. Osobuco, he dicho –le clavó la mirada. Estaba en la carta, sí, pero casi de broma, ¿a quién se le ocurre pedir eso en una marisquería? El maître entró en la cocina con la cara desencajada: María, arréglatelas para prepararle un osobuco al concejal y a su socia. Y que quede bueno. No me preguntes cómo. Sí, hombre, respondí, ahora mismo. Llévales algún entrante, que vamos a tardar un rato, añadí. Era la hora de Amar es morir, mi telenovela, y no quería perdérmela, así que me fui al cuartito a encender el televisor mientras daba instrucciones a la pinche: enharina y dora la carne esa que tenemos en el frigorífico, luego ponle vino tinto, salsa de tomate, champiñones, cebolla, apio, sal y pimienta. Déjalo cocer durante un buen rato y al final le añades un clavo. Y perejil picado por encima.
Después de Amar es morir volví a la cocina y la pinche había terminado. Me asomé al comedor por el ojo de buey y vi al maître servir los platos con su reverencia de mayordomo. El concejal asintió, con el ceño contrariado, y la joven pestañeó, mirado a otro lado. Pregunté a la pinche: ¿todo bien? ¿Te acordaste del clavo? Sí, contestó: me costó mucho arrancarlo, pero se lo puse. ¿Qué? ¿Qué has dicho? Me volví hacia ella, y me devolvió una mirada de animal asustado. ¿Qué me estás diciendo?, grité. Sobre el poyo de la cocina vi el almanaque con la foto del Bom Jesús de Braga. El almanaque que hasta un rato antes colgaba de la pared. Volví al ojo de buey. El maître se ha retirado y el concejal farfulla, gesticulando. La chica asiente y pone los ojos en blanco. El concejal sirve vino y luego se lleva el tenedor a la boca. Mastica con energía, luego arruga el gesto. Suelta los cubiertos. Enrojece, agita las piernas y se lleva las manos a la garganta.

3.

Mi madrina salió del hospital a la semana siguiente con un vendaje en la cabeza y un papel incomprensible garabateado por el doctor. Podía valerse bastante bien y dentro de poco podría conducir. Y cocinar. El concejal murió allí mismo, despatarrado en el suelo de la marisquería. Llamaron a una ambulancia. La joven se quedó de pie junto a las cortinas mordiéndose los puños y llorando, sin decir nada, sin ayudar en nada. Cuando llegó la esposa, se abrió paso a trompicones entre enfermeros y botellas de oxígeno, y preguntó a todos: quién es esa, quién es esa. La joven cogió su bolso y desapareció. En esos momentos, María estaba ya camino de España. Salió corriendo por la puerta trasera, cogió los perros, arrancó la caravana y, hasta llegar a Cádiz, no paró más que para repostar.
Voy a visitarla de vez en cuando al restaurante donde trabaja, aunque me queda muy lejos de la Compañía de Seguros Corrupia. Me prepara un bacalao al estilo de Matosinhos.
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Aquí les dejo un enlace a una sentencia que no sabía, y encuentro navegando. Es curioso, pocos medios cubanos, la tienen. Es más bien, triste.
Saludos: EA.

2 comentarios:

  1. Muy buenos personajes...dn gnas de esperar la novela...Colina, es usted escritor

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  2. me encanta leer cositas de claudio colina , me alegra la vida , siga usted asi.

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