jueves, 22 de noviembre de 2007

"ELOGIO DE LA DIÁSPORA" (Fragmento) Por Julio Fowler








-Elogio de la Diáspora-
Julio Fowler

Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese “no sé a dónde ir” que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; solo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia.
(Stefan Zweig. “Mi Mundo de ayer”)



I



Yo fui uno de aquellos uniformados niños cubanos que entonaban en el aula o en el interior de los patios de colegios las célebres estrofas del himno de Perucho Figueredo: “Al combate corred bayameses/ que la patria os contempla orgullosa/ no temáis una muerte gloriosa/ que morir por la patria es vivir….”. Por entonces, como cualquier niño o niña cubana que vivía una circunstancia redentora y heroica, coreaba al unísono y a todo pulmón: “Pioneros por el Comunismo, seremos como el Che” o declamaba, empujado más bien por la mimesis que por la pasión, aquellos enardecidos versos de Bonifacio Byrne dedicados a la bandera: “Si deshecha en menudos pedazos/ llega a ser mi bandera algún día/ nuestros muertos alzando los brazos/ la sabrán defender todavía…”. Todo aquel repertorio de canciones, consignas y versos, legados de una tradición anticolonialista, romántica, patriótica, épica, patriarcal y también necrófila; símbolos inequívocos del sentimiento de unidad y autodeterminación política de un país que, según el relato independentista-revolucionario, ha sido forjado en la permanente resistencia; fueron poblando los laberintos de mi imaginario y compartiendo sus habitáculos con otros relatos procedentes de la mitología griega y romana, con “Las mil y una noche”, con las ficciones de Julio Verne, Emilio Salgari, Daniel Defoe o Alejandro Dumas entre otras tradiciones literarias, conformando así un universo de influencias y lecturas de infancia. En aquel contexto de aprendizaje en el que fui creciendo, entre lecturas y juegos se fueron constituyendo los primeros vínculos de pertenencia a una comunidad, a una historia, a una cultura y a un territorio, se fueron creando así los nexos iniciales que iban ampliando, mi entorno más íntimo y primario (la familia y el barrio) a otro más abarcador y monumental al que por entonces, no sin el asombro, la inocencia y la perplejidad del niño, llamábamos Revolución. Una avalancha retórica de mensajes y símbolos políticos a los que era inevitable sustraerse invadían el horizonte del saber y el ámbito de mis sentimientos produciendo de este modo un raro efecto de parentesco y afectividad en tanto llenaban de contenido social y moral mi vida de entonces. Aquello que llamábamos Revolución y cuya liturgia iba exigiendo de mí compromiso, devoción, amor a la tierra, lealtad, virilidad y hasta el sacrificio de mi propia vida, no dejaba de provocarme cierta confusión al no entender el imperativo de morir por algo que, en aquel momento, todavía me resultaba abstracto y de alguna manera extraño, ajeno al goce de vivir, al deleite que invadía mis impulsos básicos y primarios. No obstante, la fuerza avasalladora de la patria en su más vibrante y triunfal estadío, como a cualquier niño o niña de entonces, nos fue empujando por sus senderos gloriosos y “redentores”, haciéndonos creer no solo en el sentido heroico de la muerte sino además, descubriéndonos la magnitud del miedo y el castigo que amenaza a quienes abandonan su vínculo, evidentes ya en los flamantes versos de B. Byrne a la bandera que dicen: “al cubano que en ella no crea, se le debe azotar por cobarde”.

Yo fui pues un producto de lo que puede denominarse la vida centralizada, planificada, dirigida desde arriba es decir, fruto de un proceso de masificación de la instrucción y la enseñanza; una suerte de “siglo de las luces” caribeño que al final no era más que un ensayo, una preparación para formar el gran ejercito de la nación cubana; esa gran masa anónima y homogénea que Ernest Gellner define como “sociedad…de individuos atomizados y reemplazables” (1). Yo pertenecí a esa generación cuyo advenimiento presagiaban mejor, llamados a ser guerreros ilustrados en un país que había decretado el fin de toda rebeldía, llamados o más bien condenados a venerar un nuevo panteón de deidades republicanas y laicas es decir, Soberanía, Socialismo, Revolución y sobre todo llamados a reverenciar la encarnación del máximo y supremo representante de todos los cuban@s sobre la tierra. De mi generación se esperaba, ni más ni menos que defensores a ultranza de lo que la retórica marxista criolla llama “conquistas políticas y sociales” de un legado independentista que, con el Socialismo llegaba finalmente a su “exitosa conclusión”, a su “feliz y anhelada paz”; con lo cual, la Revolución _ si alguna vez lo fue_ se detuvo, se amuralló en sí misma siguiendo el mismo rumbo teleológico y dogmático de las religiones.



Yo fui adoctrinado para servir a la patria, sacrificarme y morir por ella, también fui aquel al que la patria nunca le pidió permiso, al que reprimió la posibilidad de elegir y construir un destino con ruta propia. Yo fui por lo tanto, uno de los que se hartó de cederles el poder de decidir sobre su propia existencia, de delegar en el Estado cómo y por qué fines vivir. Yo he sido uno de esos cuban@s que ha escapado a esa “retórica de la pertenencia” a la que se refiere Edward Said al hablar de los nacionalismos (2), a esa “enfermedad de la frontera” que muy bien describe José Tono (3). Hoy no me reconozco ni en el himno, ni en la bandera, ni en el héroe épico, ni en aquellos versos, ni en el ideario de eso que con suma obstinación continúan llamando Revolución (4), ni en los modelos de masculinidad que entre mambises y bolcheviques han pretendido inculcarme. Patria, nación, soberanía, independencia son los restos ideológicos de un naufragio político, supervivientes retóricos de una estrategia de dominación cuyo péndulo semántico se mueve entre la obediencia y la exclusión. No me identifico con ese inventario de representaciones colectivas y artificios políticos (“simulacros” diría G. Bataille) con que trataron de intoxicarme el cerebro y que pretende sobredeterminar una identidad ajena a mi propia elección, que solo persigue controlar mi existencia así cómo condicionar la forma en que deseo vivir una socialidad inclusiva, más humana y plena.
Este rechazo a una vida sujeta a la política, a su neurosis y mesianismo, a sus categorías patriarcales y de poder que nos obliga a compartirlo como única vía de realización individual y colectiva (dentro de la Revolución, todo, contra la revolución nada) (5) es el signo más tangible de mi fuga; una fuga que, con toda certeza, se distancia de aquella historia, de sus códigos y lógica y que, más allá del reclamo generalizado de libertad política y democracia que la caracteriza, anhela instalarse y obrar desde otro horizonte, desde un escenario donde la ética y el humanismo sean la brújula de una otra historia posible. Todo el desencanto y el drama que acompaña esta fuga pueden transformarse en el origen, en el principio de una búsqueda y una posibilidad fundadora.
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NOTAS:
(1) Nations & Nacionalism. Ernest Gellner. Basil Blackwell, Oxford, 1983. p. 18

(2) “Reflexiones sobre el exilio”. Ensayos literarios y culturales. E. W. Said. Debate. P---

(3) Revista “Claves” De Razón Práctica. Nº 153 “La enfermedad de la frontera”. José Tono Martínez. P. 36

(4) Llaman Revolución a lo que previsiblemente no es más que aquello que Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Michels denominan con bastante acierto “rotación de las élites”. Desde esa perspectiva, en Cuba no ha habido una revolución sino la sustitución o la sucesión de una dictadura por otra. Es decir, han cambiado relativamente los contenidos políticos pero no los continentes, los significados ideológicos pero no los significantes. Al final, la idea predominante de revolución social se reduce a una dinámica de alternancia del poder, a un cambio de ideologías dentro de la misma dinámica de poder, responde a una lógica política cuya interpretación de la historia no escapa a un esquema clasista que perpetua la dialéctica entre dominadores y dominados.

(5) “Palabras a los Intelectuales”. Fidel Castro. 1961. En Cuba parece que no hay más realidad que la Revolución. Su densa propaganda política se vuelve tan cargante y omnipresente que, de concepto político ha pasado a ser un concepto teológico, como rivalizando con el estatus del Dios judeo-cristiano. Su retórica ideológica se distribuye y expande por los cuatro puntos cardinales de la isla. Primero tropiezas con la pared de la Revolución luego con el mar; de ahí la sensación de estar siempre en una cárcel, en un asfixiante círculo vicioso.
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