miércoles, 11 de mayo de 2011

"Que calor está haciendo en este gobierno" por José Miguel Sánchez/ Yoss

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"Que calor está haciendo en este gobierno"
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El cambio climático y la prevención de sus cuencecuencias en Cuba
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Tenía 10 años cuando, en Sputnik, digest mensual de la prensa soviética muy apreciado entonces en Cuba, descubrí el término “efecto de invernadero”.

Niño impresionable, me asustaron las graves consecuencias que, según el autor del trabajo, conllevaría el aumento de temperatura del planeta, generado entre otras causas por las emisiones humanas de CO2 a la atmósfera: derretimiento de los casquetes polares, elevación del nivel del mar en hasta 60 metros. Ciudades inundadas, tierras de labranza perdidas, hambre, miseria… pero, cuando acudí preocupado a mi padre, él solo sonrió y me tranquilizó: “puede que así sea… pero ni tú ni tus tataranietos lo verán”.

Y el fenómeno quedó relegado en mi mente a la tranquilizadora categoría de “cataclismos a largo plazo”. Como la próxima glaciación, la caída de un meteorito gigante (igual al que acabó con los dinosaurios), la invasión de seres de otros mundos, que nuestro sol se convierta en nova, la superpoblación o la contaminación ambiental. Nada realmente preocupante.

Ahora sé que aquel periodista pecaba a la vez de tremendista (defecto de muchos servidores del Cuarto Poder) y, como mi padre, de optimista (defecto humano común) Eran los años 70: la población mundial estaba todavía lejos de los actuales 6 mil millones, la Tierra parecía demasiado grande para ser contaminada. Y el clima… bueno, seguía siendo más bien incomprensible. Tanto que, más allá de la siembra de lluvias y otros intentos similares a pequeña escala, a pocos les cabía en la cabeza que la humanidad, por mucho que se esforzara, pudiera cambiarlo de manera notable.

En aquellos tiempos, interrogados sobre el calentamiento global, la mayoría de los cubanos hubiesen respondido que era un método para inflar aeróstatos con aire caliente… y del agujero en la capa de ozono, de El Niño y otros macrofenómenos climáticos, ni idea.

En aquella Habana de los 70 las mañanas de septiembre eran tan frescas (hablar de auténtico frío en Cuba sería siempre excesivo) que los niños íbamos a la escuela con mangas largas, aunque ya al mediodía empezaba a hacer calor. Los fines de año traían temperaturas que, si bien todavía lejanas de las que habrían significado nieve y Navidad en latitudes más septentrionales, daban a la palabra “invierno” cierta refrescante connotación tras los ardores del verano y el casi virtual otoño.

Lo que no evitaba que los ancianos dijeran (como desde el principio de los tiempos) “¡qué frío ni frío! ¡frío el que había en mi época! ¡neblina todas las mañanas y los campos amanecían con escarcha!”. Pero viendo el parte meteorológico por televisión, uno sentía escalofríos ante aquellos reportes de temperaturas mínimas por la madrugada de 5 grados (sobre cero, que es el Caribe) en sitios bien tierra adentro: Bainoa, Güines. Registros de 15-20 grados no eran raros en las noches del “invierno” habanero.

Mi primer año de Secundaria fue en la Escuela Vocacional Lenin, cerca de Calabazar, en las afueras de La Habana. Con tal microclima que los alumnos tiritábamos de noche bajo las frazadas, aunque nuestros padres apenas notaran un ligero “fresco” en sus casas del centro de la ciudad.

Hasta hubo en los 80 un autor, Gabriel Céspedes, que ganó un premio nacional de CF con una novela que planteaba seriamente la posibilidad de que ¡nevara en La Habana!

Entonces La nevada era ciencia ficción; hoy sería pura fantasía: desde principios del siglo, el cambio climático se ha hecho notar con fuerza sorprendente en Cuba. El clásico comentario de “nunca vi tanto calor en mi vida” o el lleno de traviesas connotaciones políticas de “qué calor está haciendo en este gobierno” han dejado de ser cómicas exageraciones, como tantas frases populares cubanas, volviéndose preocupantemente reales.

No se han derretido los casquetes del Artico y el Antártico ni La Habana ha sido cubierta por las aguas para luego congelarse, como la New York de aquel filme hollywoodense, donde el aguerrido meteorólogo Dennis Quaid luchaba por salvar a la humanidad de las consecuencias de sus inconscientes manipulaciones del clima.

Pero el sostenido aumento de las temperaturas ya provocó que, durante varios años, el invierno casi desapareciera como estación: entre 2004 y 2007 apenas hubo 20 días de frío. Lo que frustró a los habaneros que lo esperan cada año para sentirse elegantes con mangas largas y abrigos… la presumida minoría que viajó a países fríos o los recibió de sus familias de allá. El resto, ante cualquier descenso del termómetro, se limitaba a desempolvar viejas prendas y a superponerlas, en lo que llaman “carnaval del pobre”

El verano se ha vuelto omnipresente: ya se dice que en Cuba hay solo dos estaciones: en una hace calor y llueve; en la otra, hace más calor todavía y llueve más. Es el mismo calor que tanto disfrutan los turistas europeos… por unos pocos días. Sufriéndolo todo el año, los nativos desesperamos de que hasta el menor esfuerzo haga sudar a chorros, y sin que siquiera refresque: con tanta humedad atmosférica, casi no se evapora, dejándonos incómodamente mojados y pegajosos.

Las máximas anuales en La Habana rara vez llegaban a los 30: hoy 32 y hasta 34 son cifras habituales en el pronóstico meteorológico del Noticiero Nacional de Televisión. Aunque a los capitalinos nos queda siempre el flaco consuelo de pensar “cómo deben estar sufriendo los santiagueros” ya que en la oriental y segunda ciudad en importancia de la isla se han registrado hasta 38 grados… que con 90% de humedad ya es casi una sauna al aire libre.

Ante tales canículas veraniegas se recurre a los acondicionadores de aire y ventiladores, lo que dispara el consumo eléctrico y favorece los fallos de la red. O se busca alivio en ríos, piscinas y playas, exponiéndose suicida a los cada vez más intensos rayos UV, lo que ha incrementado los índices nacionales de enfermedades de la piel, pese a al uso de bloqueadores solares con un factor de protección tan elevado que en teoría deberían mantener a salvo incluso de las explosiones nucleares…

Pero el peor efecto del cambio climático-calentamiento global es el aumento del número de depresiones tropicales en el Atlántico y el mar Caribe. Los trópicos, cercanos al Ecuador, con su fuerza de Coriolis provocada por la rotación terrestre y sus grandes masas de agua calentadas por el sol, son zona natural de gestación de tal clase de meteoros con vientos en espiral: tifones en el Pacífico, baguíos en Filipinas, torrenciales lluvias monzónicas en la India y Bangla Desh, huracanes en el Caribe, son solo algunas de las más conocidas y temibles manifestaciones de nuestro clima desajustado.

En su historia, Cuba ha sido azotada por numerosos ciclones, con intensos aguaceros y velocísimos vientos. Su efecto catastrófico se refuerza con las destructoras penetraciones del mar, provocando el conjunto grandes daños materiales y pérdidas humanas.

La palabra “Huracán” una de las pocas que legaron al español nuestros taínos, significa “perro de la tormenta”. Los indocubanos aborígenes atribuían los terribles embates del mar, el viento y la lluvia a este dios maléfico, al que sus behiques o brujos intentaban calmar con humo de tabaco y otras ofrendas.

Un huracán intensísimo casi hizo naufragar a la flota de Colón en su tercer viaje, y en los siglos siguientes no fue mucho más lo que se hizo contra ellos: la pacata Iglesia católica española de la colonia los consideraba un castigo divino por los numerosos pecados de los pobladores de la isla, y aconsejaba ¡rezar! ante su aparición.

Cuando marinos, pescadores y otra gente del mar, avezada a reconocer los signos que precedían su formación, o los primeros sabios, capaces de predecir su aparición ante los grandes descensos de presión barométrica, lograron avisar con tiempo a las autoridades, a lo más que llegaba el gobierno colonial era a evacuar y dar refugio tras los sólidos muros de cantería de las catedrales o fortalezas locales a los más necesitados, quienes vivían en casas de madera que podrían verse deshechas por la tormenta. Y sus tablas, arrastradas por los feroces vientos que pueden superar los 200 kilómetros por hora, convertidas en peligrosos proyectiles.

Varios y terribles ciclones azotaron Cuba durante la dominación hispana. Exagerados por la tradición oral, en tiempos en que no se registraba científicamente la velocidad de sus vientos ni el volumen de las precipitaciones, sus estragos quedaron grabados en la memoria popular.

En el siglo XX, los anales del Observatorio Meteorológico de La Habana situado en la colina de Casablanca, o el católico observatorio de las Alturas de Belén registran ciclones con vientos de fuerza espantosa, como los del año 26, el 33 y el 44. El “ras de mar” o penetración de las aguas provocado por el segundo arrasó prácticamente al pueblo de Santa Cruz; durante el tercero una boya de más de 100 kg de peso llegó kilómetros tierra adentro en Cárdenas, donde se la conserva como testimonio de la furia de los elementos. Cada una de estas catástrofes naturales dejaba una dolorosa secuela de muertos, personas sin techo y damnificados, sin contar con los inmuebles derrumbados, cosechas perdidas, animales ahogados, casas de tabaco derruidas y otros daños.

Hubo iniciativas aisladas de pronóstico y prevención, pero nunca implementaron los gobiernos de la república mediatizada un organismo especial, ni un conjunto concreto de medidas para evitar o minimizar los desastres. Ni tampoco planes de contingencia para evacuar organizadamente a los habitantes amenazados, o siquiera ayudarlos después a reconstruir sus casas arrasadas y sus bienes destruidos.

Con el triunfo revolucionario en 1959 esta situación cambió para siempre. En 1963, el recién creado ente de respuesta a los desastres naturales, la Defensa Civil, demostró su eficacia ante las intensísimas lluvias provocadas por el ciclón Flora, cuya errática trayectoria sobre las provincias orientales provocó el desbordamiento del gran río Cauto y la inundación de cientos de kilómetros cuadrados de territorio.

En las masivas labores de evacuación de los habitantes de tan extensa región y de sus bienes, dirigidas en persona por el Comandante en Jefe Fidel Castro, los helicópteros y carros de combate anfibios de las Fuerzas Armadas Revolucionarias se revelaron imprescindibles. Y gracias al meticuloso seguimiento por los radares del Instituto de Meteorología nacional se pudo tener una idea casi en tiempo real de los movimientos del meteoro, uno de los más caprichosos de que se tenga memoria.

Posteriormente se creó un extenso sistema de presas, que a nivel nacional acumulan el agua de los ríos y de las lluvias para luego verterla por sus aliviaderos. evitando las grandes inundaciones.

La Defensa Civil se organizó cada vez mejor -ventajas de un país socialista, con gobierno centralizado- y hoy cada cubano sabe perfectamente qué debe hacer y qué no ante la inminencia de un huracán. La radio, la televisión y la prensa escrita recuerdan cada año a todos los habitantes de Cuba que la temporada ciclónica se extiende del 1ro de junio al 30 de noviembre. Las medidas orientadas ante una depresión tropical que se avecina incluyen destupir los tragantes, recoger la basura de calles y azoteas, podar los árboles, hacer acopio de alimentos enlatados, agua, velas, linternas y faroles, y ante el paso del fenómeno, no circular por las calles (ni siquiera si llega una aparente calma… pues puede tratarse del ojo del huracán, tras el que se reanudan los fuertes vientos) no cruzar ríos crecidos, no pisar cables caídos (aunque, por supuesto, la electricidad se desconecta tan pronto como se aproxima el ciclón) No comer carne de animales muertos, y quemarlos o enterrarlos tan pronto se pueda; y hervir el agua de beber para evitar epidemias.

El Estado cubano evacúa con días de antelación a las familias cuyas moradas corren riesgo de ser parcial o totalmente afectadas por los huracanes, reubicándolas en albergues seguros, y el Observatorio Meteorológico periódicamente sus partes, informando de la intensidad, recorrido y posibles trayectorias del meteoro.

En los años 80 y 90 las depresiones tropicales formadas en el Caribe fueron pocas, aisladas y de escasa intensidad, pero entre 2004 y 2008 su número y potencia se incrementó notablemente. Consecuencia, según los expertos, del calentamiento global, pues al aumentar la temperatura del oceáno, se favorecen las condiciones para la formación de estas perturbaciones atmosféricas. Tan frecuentes se han vuelto, que a veces los nombres femeninos y masculinos con los que tradicionalmente se les bautiza, por orden alfabético de aparición, han resultado insuficientes, teniéndose que recurrir a letras del alfabeto latino para denominarlos.

Territorios cubanos como la occidental provincia de Pinar del Río y la misma capital han sido afectados por dos huracanes consecutivos con intervalo de pocos días, pero el pueblo de la isla no se rinde. Sabe que, aunque se inunden las calles y los túneles, gracias a las prudentes disposiciones de la Defensa Civil y la solidaridad del gobierno, no tienen que temer abandonos como el que enfrentaron tras el ciclón Katrina New Orleans y el resto del estado norteamericano de Louisiana.

No importa que los evacúen, o que pierdan sus viviendas: el transporte urbano y los servicios de gas teléfono y electricidad se restablecerán pronto y gratuitamente. Por eso trabajan tranquilos y esperanzados en las labores de reconstrucción de lo destruido por los huracanes, seguros de que ningún cubano será abandonado a su suerte por el gobierno revolucionario.

En 2005 una amiga italiana de visita en La Habana, Luciana, sorprendida por la inminencia de un huracán, buscó refugio en mi casa, y tembló durante el largo rato que los vientos ulularon fuera. Tanto que, pese a que no sufrió más daños que el mal rato, no ha vuelto desde entonces a la isla, y sigue sin entender cómo los cubanos podemos vivir bajo la amenaza periódica de semejante peligro.

La respuesta podría ser muy similar a la que darían sus compatriotas napolitanos que cultivan la vid en las faldas del mismo Vesubio que en tiempos del Imperio Romano sepultó bajo su ceniza ardiente a Pompeya y Herculano: conociendo al monstruo de la naturaleza, y con tiempo para prevenirse contra sus ataques.

Solo que si el hombre no es en modo alguno responsable de la actividad geotérmica del planeta en que vive, sí lo es del cambio global en su clima.

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JMS/Yoss en Efory Atocha, Aquí.
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Imagen tomada de la WEb.
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