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Un Cuento (inédito) de Ariel León
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Dos segundos después del anuncio lo vimos entrar, lento y solemne. Llegó al estrado, ajustó sin apuro los micrófonos y luego de gestar un saludo conciso que la audiencia recogió en silencio, abrió la charla. Lo primero fue reiterar el motivo de la gran cita. Una voz esbelta fue entrando en calor hasta ocupar la sala con una estela de palabras y gestos enérgicos que ya nos eran familiares. Unas más calmas, otras menos, durante todo el discurso fuimos oyendo las frases hilvanadas por el querer de una sugestión que iba nutriendo, con un desfile de citas de alto vuelo, como de costumbre, el cuerpo obeso de un discurso que terminó, una hora más tarde, por imponer el asombro, por colmar de admiración las casi tres mil personas que estábamos adentro, en el gran Teatro de Gobierno.
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Bastaba sentir la emoción contenida que nos imantaba cuando el alegato tocaba a su fin. Un momento más tarde la sentencia que cerraba la actividad se expandía desde las bocinas como un manto sonoro. Detrás vino el saludo destinado a concluir el extenso discurso. Apenas lo vimos levantarse para despedirse de su pueblo (parecía no haber estado nunca sentado) comenzamos inmediatamente a dar las primeras muestras de entusiasmo. Las palmadas iniciales aparecieron en las filas que estaban próximas al estrado, desde allí se fueron abriendo paso, hacia el centro de la nave, hasta culminar en el fondo, integrando la totalidad de la asistencia numerosa. El máximo líder condescendió con una sonrisa a la algarabía generada por el aplauso. Miró hacia el fondo buscando las aclamaciones que llegaban desde allí. Nosotros lo vimos enviar un saludo que los grupos del centro también recogieron como un cumplido. Ambos lados reforzaron el aplauso; el máximo líder no tuvo otra opción que enfrentar esa respuesta calurosa con un gesto más amplio.
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Fue con ese movimiento de la mano derecha que sentimos crecer el tamaño de la ovación. Los que estábamos en el fondo arreciamos las palmadas por temor a no ser escuchados delante. Los escoltas del máximo líder ya habían salido y esperaban en los laterales para prevenir a los chóferes de la caravana. Nadie hubiera podido adivinar que aquella demostración multitudinaria seguiría creciendo, pero pasó; el hecho simple de darse cita en aquella gran sala para aplaudir, divisar un vecino batiendo palmas, imaginar algún conocido aplaudiendo en una de las gradas remotas del fondo, hallar en aquella aglomeración a los que no habían aplaudido todavía, a los que siempre habían aplaudido y a los que continuaban aplaudiendo se había convertido, sin otro motivo, en algo más que suficiente. En esos primeros instantes solo mirábamos nuestras palmadas fusionadas en las palmadas vecinas, sentíamos las palmadas vecinas que se elevaban para nutrir las palmadas del entorno y escuchábamos la onda del aplauso cubriendo el estrado, allá arriba, con el máximo líder, estupefacto por la vasta acogida. Su semblante no conservaba la frescura de los inicios, y es posible que prefiriera retirarse a descansar de las tareas del día, porque en medio del entusiasmo lo vimos, por primera vez, mover ambos brazos en señal de adiós. El público respondió con una efusión que no daba señales de querer detenerse. Y en efecto, parecía imposible frenar aquel aluvión de palmadas convertido, todavía después de quince minutos, en un hervidero de respeto alborotado. Después lo vimos más claro, pero entonces habían nacido las primeras diferencias.
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No todos aplaudíamos igual. La parte central del público conservaba, como calculada de antemano, una energía intacta que después, en efecto, dio sus frutos, cualquiera hubiera pensado que menospreciaban un poco el aplaudir precipitado que les llegaba del fondo, o el de las filas delanteras. De minuto en minuto habían venido aplaudiendo como si, por una razón inexplicable, temieran contaminarse con un aplauso ajeno. De este lado preferíamos aplaudir a como saliera, la presencia del máximo líder bastaba para elevar nuestro aspaviento un poco desordenado y, por extraño que pareciera más tarde, en los minutos de esa gran media hora de aplausos la forma de batir palmas, que aparentaba por momentos separarnos, nunca pasó de ser una porfía benévola entre veteranos entusiasmados y profanos que emulaban a los grupos vecinos, divorcios que se embriagaban con un liderazgo momentáneo, pronto diluido en aquella lava sonora de palmadas que avanzaban con el regocijo simple de estar aplaudiendo en medio de los que aplauden, rodeados por los que aplauden, vecinos del vecino que nos toca los hombros con sus hombros y del más remoto de los asistentes, que aplaude sin detenerse con una devoción igual, desde el fondo de una multitud que todavía con la luz que comenzaba ya a retirarse parecía dispuesta a no ceder. Afuera habían comenzado a reunirse los primeros vecinos, venían de las calles aledañas para rodear el borde del edificio como una cenefa de curiosos, para comprobar que efectivamente el estruendo interminable que se escuchaba en el barrio venía de allí, del Teatro de Gobierno. Adentro en la tribuna, el máximo líder enfrentaba el aplauso de pie, frente a la multitud (parecía haber estado parado desde siempre), los hombros curvados se negaban a ceder al cansancio adoptando poses que sortearan el peso de los minutos, por un momento lo vimos dar un paso hacia la izquierda, esbozar un saludo con la mano derecha tal vez dirigido hacia las gradas del fondo ¿Qué fragmento del discurso aplaudíamos en cada extremo de la sala? ¿Los comentarios dirigidos, tal vez, a los sectores de la cultura? ¿Las críticas del inicio? También habían sido mencionados errores de funcionarios ubicados en las filas intermedias.
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Nada era obvio, la fuerza del aplauso seguía arrollando los celos transitorios, una firmeza robusta colmaba los minutos y la sala entera parecía avanzar hendiendo el tiempo con la dura armazón frontal del aplauso. Con qué placer recordábamos luego esos últimos juegos fantasmas, cuando algunos grupos previendo tal vez lo que venía comenzaron a disimular su pericia, se habrían tal vez preguntado si no era mejor dosificar, guardar para después, sorprender más tarde con una reserva imprevista de palmadas. Eso hicieron, aunque no era ningún secreto, con el campanazo que anunció las diez de la esa tarde explosiva lo que estaba en juego era otra cosa; ir aplaudiendo por supuesto sin rezago porque en la sala se aprovechaba cualquier merma vecina para ganar visibilidad, pero sin desgastarse inútilmente. Ya era fácil imaginar que la ovación no volvería a ganar la potencia de los inicios, el cansancio no era cuestión únicamente de los grupos delanteros, detrás hacíamos pendular el peso del cuerpo para distraer los primeros malestares de la columna, arqueábamos el cuello, sacudíamos los hombros para absorber las vibraciones que exigía el palmoteo incesante. Ninguna de esas astucias lograba ya enmendar la contracción de los brazos ni el dolor de los pulsos. Todavía después de las diez los grupos del centro eran el núcleo duro del aplauso, aplaudíamos intrigados por esa ventaja chiquita, pero insistente, y hubiéramos querido responder al reto como se debía, pero cerca de las diez y media habíamos comenzado a constatar que el paso del tiempo nos afectaba, entre otras cosas por una sed inminente que sentíamos aumentar con cada minuto. Fue la primera vez que apareció el temor a que todo pudiera detenerse, el fogonazo de la conjetura nos despabiló, mas tarde hubo otros. En el centro se mantenía la solidez elocuente de las palmadas, se apoyaban de espaldas unos a otros mientras aplaudían para superar el obstáculo del sueño que comenzaba a menguarnos, o se agachaban de golpe y volvían a alzarse como un resorte, una vieja técnica para reavivar la indecisión de los tobillos.
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Esas ocurrencias, simples si tomadas al azar, eran en cambio respuestas de peso frente a lo que sentíamos venir. El máximo líder, allá arriba, luchaba con ambas manos apoyadas en la mesa para lograr sustentar el peso del tronco que se inclinaba hacia adelante o hacia un costado, los gestos tensos del rostro habían ganado un aspecto insomne y a duras penas podía sostenerse. Dijeron más tarde que los primeros grandes signos de fatiga ya habían aparecido antes ¿Antes cuándo? En el público lo que importaba cada vez más era los hoyos que los desmayos iban incubando en la multitud, la urgencia era ésa, el amontonamiento implicaba una ventaja, andamiaba la fatiga, tenerse apretados unos contra otros permitía hacer frente al agotamiento que comenzaba a ganar los suburbios del cuerpo. Seríamos dos mil todavía los que aplaudíamos cuando llegó lo que estábamos temiendo, los primeros punzonazos lumbares. Aparecieron como una plaga desatada por el campanazo que anunció las once de la noche. Dos colaboradores entraron a esa hora en el estrado agradeciendo el afecto prolongado con vivas y venceremos que se diluyeron en la marea de la ovación. Los grupos que aplaudían amalgamados en las cercanías de las ventanas huían del calor, el desfallecimiento comenzaba a mezclarnos borrando las distinciones del entusiasmo competidor y en el fondo del teatro se notaba todavía el afán por capitanear la ovación. A sólo unos pasos de la medianoche ¿se podía, aún, aspirar a tanto? Lo único firme por aquellas horas era la voluntad de querer seguir aplaudiendo y se quería, con eso bastaba, la ovación misma se había convertido en el lomo visible de un fluir generoso, como dijeron más tarde los que integraban el tumulto que ya por esas horas rodeaba el edificio tratando de imaginar lo que sucedía en el interior, arrimaban su curiosidad multitudinaria a las paredes del recinto, agrupados al mítin como grandes colonias que terminaron formando una faja de gentío, esperando que de un momento a otro se detuviera lo que estaban escuchando.
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Pero adentro no pensábamos en eso, lo que queríamos y continuábamos haciendo era aplaudir al mismo tiempo y por todos lados para cubrir los hoyos creados por los desmayos apenas se insinuaban en la multitud. Al menos por el momento aquello no terminaría, todo lo contrario, a solo unos minutos de la medianoche el Teatro de Gobierno llenaba de estruendo las calles periféricas al asunto. De nuevo aparecieron a esa hora dos asistentes que durante más de diez minutos intentaron cerrar la perseverancia que ocupaba el teatro. Fue inútil, muchos habían comenzado a aplaudir sin control, a ver por dondequiera una merma donde poder inaugurar una ventaja, pero solo producían un estruendo incongruente proyectado, eso sí, hacia el estrado, donde al máximo líder le costaba cada vez más sostener los párpados doblegados por tantas horas sin sueño. En el interior del uniforme se renovaba a cada tanto una batalla de articulaciones indecisas, de músculos que se obstinaban por una verticalidad casi imposible, los grupos que aplaudían cercanos a la tribuna veían todo con mas nitidez; las manos que erraban de vez en cuando por la mesa, el mentón colgado, la convicción inamovible frente a una ovación irrigada por un vigor oscuro que avanzaba resuelto hacia el umbral del amanecer aplaudiendo con una fuerza insólita. Los más jóvenes habían soportado mejor las erupciones de las yemas y lograban mitigar el tormento de la cervical, evitar la aflicción de las vértebras mejor que nosotros. Lo más difícil, sin embargo, era el apoyo, lo buscábamos adentro, en nosotros mismos, qué otra cosa podía hacerse, neutralizar la tentación fugaz de la interrupción que nos atravesaba como relámpagos furtivos los entresuelos de la conciencia.
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La aglomeración de curiosos en el exterior había terminado por vaciar las casas del barrio entero, no quedaba nadie en los hogares a la una de la mañana. Los que divisaron el evento desde las azoteas confesaban que la mole del Teatro de Gobierno semejaba un panal gigante, rodeado por el enorme cinturón pasivo que se iba añadiendo a las paredes, quietos allí, eran cientos, después se supo, obstruyendo la posibilidad de una salida, como explicaron entonces, lo que era verdaderamente improbable a juzgar por el batir de palmas que podía escucharse todavía a las dos menos cuarto de la madrugada en el interior del inmueble, prueba tangible de que aún se aplaudía. Por esas horas, justo cuando esperábamos lo peor, se sintió un brío indeciso en medio del aplauso; un arranque pareció querer despertarse en algún rincón del teatro, avivado probablemente por la nostalgia de los comienzos. En el momento no se percibe si partió del fondo, ni si fueron los primeros, lo cierto es que afuera también creyeron escuchar un aplauso corpulento, algo repentino, decían, como tirado por el azar de un anhelo vitalicio que pudiese zafar la ovación del estancamiento. Era extraño porque en ese momento el agobio de las rodillas era enorme, y el dolor que se extendía por el abdomen amenazaba con hacernos caer, era más razonable esperarse una mengua, todo lo indicaba, en el exterior pensaban igual; la lógica de los eventos lo exigía y sin embargo, algún eslabón de lo previsto pareció saltar fuera volcando la realidad sobre sí misma y fue a dar en la sorpresa de una euforia disparatada, insensata por aquellas horas. Da lo mismo, en momentos similares con tal de seguir aplaudiendo el error es un compañero bienvenido, bordear el asunto por el lado de esa tolerancia al absurdo paliaba la angustia que nos vulneraba en las proximidades del amanecer. Amanecer que todos pensábamos próximo, típico de gente exhausta, eso de imaginar cada varios segundos que ha pasado mucho tiempo, eran solo minutos. Por el campanazo nos enteramos de que eran aún las tres de la mañana y esa hora, como puede preverse, no trajo nada bueno; la primera ola de desmayos vino de los tumultos que se disputaban la proximidad de las ventanas.
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Por vez primera nos vimos en aprietos; ésas deserciones nos obligaban a redoblar, aplaudíamos más fuerte, no se sabe cómo. En la parte delantera se les ocurrió algo que de gestionarlo como se debía, pensaban, daría sus frutos; consistía en aplaudir alternándose el pilotaje de esa región de la multitud. El argumento no era trivial; primero una parte del grupo que asumiera momentáneamente la vanguardia del palmoteo. Mas tarde, otro sector permitiría a los dos tercios restantes seguir aplaudiendo pero mas bajo, por decirlo de alguna manera, reposando sin dejar de batir palmas al mismo tiempo. El último tercio terminaría el ciclo. Esa maniobra de relevo les permitiría poder sostener la potencia de las palmadas hasta llegar hasta las horas iniciales de la mañana, no faltaba mucho, también ellos lo creían. No es que la idea fuese inoportuna, pero no eran momentos favorables a la sutileza, se sabía que nos acercábamos cada vez más, eso era seguro, porque el tiempo es irreversible y esa convicción trivial nos acompañaba, pero saber cuándo, en qué momento, era mucho pedir ¿Valía la pena cargarse con preguntas inútiles? Si no lo hicimos (ganas no faltaban; “culpa del resto”, nos lamentábamos más tarde) fue porque de todas formas, aún teniendo de nuestro lado la convicción, la ovación entera se escuchaba ahora en los muros como los coletazos desesperados de un inmenso animal moribundo, a eso hay que sumar el pesado aroma dulzón generado por el sudor, prácticamente irrespirable hacia las cuatro de la mañana, con el máximo líder irguiendo en el estrado las últimas reservas del cuerpo bajo la avalancha del aplauso. A veces intentaba algún movimiento insólito, un ademán que hubiese podido terminar con el brazo alzado, un giro del tronco que lo separaría definitivamente de la gran mesa, pero era un error, el aire enrarecido que flotaba en la sala nos impedía distinguir con claridad lo que pasaba; llegar aplaudiendo hasta la mañana, sólo pensábamos en eso. La mañana misma, sin embargo, era un hueco de promesa despojado de bordes y el dolor insoportable del esternón nos engañaba, el agobio pensaba por nosotros. Aun así continuábamos aplaudiendo. Cerca de las cinco indagábamos restos de saliva inexistente en el interior de la boca y odiábamos las punzadas que nos amargaban las axilas, hasta los jóvenes doblaban los hombros buscando una posición inverosímil que les evitara el calambre enemigo de las caderas, como si quisieran deshacerse de los huesos, soltar los músculos, andar livianos para seguir batiendo palmas eternamente. Una voluntad similar, con ese impulso, era solo posible gracias a la concentración extrema que no merodeaba concesiones ni se detenía en el pesar que nos apretaba los riñones, en el esfuerzo que erraba de nuevo por la sala llena de falanges extenuadas buscando los márgenes ilusorios de un amanecer sin orillas. Alrededor de las cinco de la mañana lo importante seguía siendo esquivar el terrible embarazo del sueño que vagaba por la sala buscando presa. Vimos algo en el uniforme del máximo líder, doblado en el estrado bajo los últimos latigazos en el interior de su estómago estragado, quiso decir algo, el ademán desapareció bajo campanazo de reloj de la entrada.
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Eran, por fin, las cinco de la mañana. Ya en ese momento atinar una palma con otra, solo eso, exigía un esfuerzo tremendo, basta imaginar el calor que aumentaba cada vez más, levantando el vaho de algunos excrementos que la travesía de la madrugada había dejado dispersos en la sala. Con frecuencia olvidábamos todo en medio del palmoteo, mirábamos sin querer hacia el pavimento y una vez más nos invadía el mareo insoportable y el peligro de la caída. Es probable que a esas alturas el máximo líder doblara repentinamente una pierna porque lo vieron agarrarse sin fuerzas del borde pulido de la mesa. Al parecer descolgó hacia adelante la cabeza, tal vez sometida por el vértigo, a causa probablemente de la marea compacta de gente que a esa hora, después nos contaron, rodeaba las calles aledañas a los muros exteriores del edificio como un bulto de ojos desorbitados por el sofoco. A pesar de los desmayos éramos todavía casi dos mil personas y hubiéramos querido sentir vergüenza por esos desertores, pero intentábamos aceptar los eventos como llegaban. Cabía incluso esperar que las cosas fueran a peor, como en efecto sucedió poco más tarde, así que experimentar algo que no estuviera provocado directamente por el deseo de seguir aplaudiendo implicaba en el cuerpo un desgaste inoportuno. Éramos por el momento solo capaces de un asombro preciso, provocado por un empleo exacto de la energía, según afirmaron los curiosos que se hallaban encaramados a las altas ventanas del Teatro para mirar. Mirar qué, allí dentro no había otra cosa que ver, como no fuera el aplauso, más de lo mismo, aunque en el nubarrón sonámbulo las veleidades de la emulación, dijeron, habían desaparecido ¿Era cierto? Al parecer lo era; nos comunicábamos la convicción de querer seguir aplaudiendo solo por ademanes extraños, frutos del agotamiento, guiños sutilísimos que aparecían en la marea del cansancio como coágulos pequeños de epifanía. Se sabía que tomar la delantera en el aplauso, solo por unos segundos, implicaba más tarde un costo elevado en desmayos que semejaban el bochorno de una renuncia. Eran las siete de la mañana, eso creíamos con el reloj marcando aún las seis y cuarenta. Más de una vez, en los delirios del mareo, nos estremeció el pánico repentino a que el aplauso se detuviera bruscamente, pero en aquella etapa y en el estado en que debíamos encontrarnos, esa traición al máximo líder nos hubiera parecido una rendición intolerable. Debíamos estar a dos palmos de las siete cuando el gran uniforme volvió a inclinarse en la plataforma cubierta por el fragor, muchos alcanzaron a verla; era la segunda pierna que amenazaba con arquearse sin poder tolerar el tronco. Nosotros, los que estábamos detrás, solo mirábamos hacia el techo indagando un sostén, a veces descubríamos, con sorpresa, una absurda bola blanca flotando encima de la ovación como un pólipo celeste.
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No era una bola blanca, era el gran reloj de la entrada intentando medir una mañana renuente a dejarse marcar por aquellas horas atascadas que continuaban deglutiendo el aplauso. Ya era prácticamente imposible mantenerse en pie cuando vimos el uniforme del máximo líder, curvado sobre la mesa, bajo un temblor que le sacudía las piernas sostenidas por el soporte de una decisión indoblegable. El pavimento parecía ablandarse bajo el aplauso como un manglar de algas podridas, atrapándonos en el cenagal del cansancio que nos tiraba desde abajo, pero sabíamos que era únicamente el agotamiento, extremo por esas horas, y aplaudíamos. Lo hacíamos, es cierto, canjeando señas extrañas de auxilio que ya solo daban testimonio del esfuerzo sumergido bajo el palmoteo de la ovación, pero eso mismo nos ayudaba, saber que no era otra cosa; el peso de los minutos que parecían colgar de los codos como grandes alforjas repletas de hierro. Mas tarde nos preguntamos de qué manera se puede seguir aplaudiendo en situaciones como ésa, pero entonces lo supimos; batiendo palmas, mirando hacia todos lados para verificar que somos muchos todavía; más de mil doscientos a las siete y media de la mañana, aseguraban los que estaban en el exterior, asomados a las ventanas para mirar la molotera afantasmada. Ellos también asistían a los desmayos cada vez más frecuentes como algo confuso que se desprendía del afán de seguir aplaudiendo, la huella de una renuncia como algo intolerable pero necesario que, sin embargo, no lograba tocar el corazón del aplauso. Decir aplauso, es cierto, hubiera parecido a esas alturas tal vez inadecuado, pero no importaba, de alguna manera había que llamarlo, aunque solo fuese para abreviar en una palabra la vehemencia inmaterial que seguía embistiendo con palmadas la dilación inasible de los minutos, lo que tenían de pujanza revuelta los últimos instantes. Para los que estaban asomados a las grandes ventanas era en realidad, decían, un montón de confusión tortuosa que intentaba cubrir a como diera lugar lo que faltaba. Cuánto, nadie lo sabía. Ellos mismos hablaban más tarde de las sacudidas irregulares en el interior del gran uniforme; al parecer la mitad superior amenazaba con caer de un momento a otro sobre la mesa, la otra se combaba irregularmente en un vaivén sereno que intentaba por todos los medios impedir el derrumbe. Nosotros también andábamos tironeados por reacciones endémicas de esas horas remotas donde era imposible distinguir quiénes aplaudían una cosa, quiénes aplaudían otra, quiénes habían cesado de aplaudir. Ya no era posible, solo escuchamos el campanazo del reloj de la entrada, pero no supimos lo que sucedió pasadas las ocho de la mañana. Nos lo dijeron después; habíamos continuado llenando de palmadas la extensión incongruente que ofrecían los segundos hasta que unos ojos vidriosos, desde el estrado, intentaron percibir algo por última vez. No pudieron, el uniforme se desplomó de un solo gesto y el eco del golpetazo en las tablas se impuso como una orden que suspendió la ovación entera. Ya en la tirada de la tarde todos los periódicos se disputaban el estreno de la noticia; a las ocho y veinte minutos exactamente había cesado el aplauso.
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