jueves, 13 de diciembre de 2007

"PUERTO ALMEJO": UN CUENTO (INÉDITO) DE IVETTE GUEVARA

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PUERTO ALMEJO
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----------------------IIvette Guevara






Desde el puente de madera se ve el manto de algas flotar como un enorme pez verde. La gente que trabaja en la fragua cruza el muelle en silencio. Con sus pasos, las redes tendidas en el embarcadero crujen como bisagras de una ventana abandonada.
Yo vengo todos los días a verlos pasar. A veces me digo que no me saludan porque no distinguen. Han perdido sus ojos con la luz de la soldadura. Empezaron perdiendo el fulgor en el iris, después se les apagó el corazón, y con él, se les murió el asombro, se les agotó el optimismo. Han olvidado cómo mirar un mismo paisaje cambiando sólo la manera de arrimársele. Es tal por eso que el océano les parece todos los días el mismo charco inmenso que no calma sus miserias. Desde hace seis años el puerto es todo desolación. Con el Astillero desaparecieron chinchorros y barcas, y las madrugadas dejaron de oler a pescado fresco. No quedan ya botes con nombres de mujer. Yo gustaba sentarme en la baranda y escuchar cómo los pescadores los bautizaban, con el mismo aliento con que lo hacían en la iglesia con sus muchachos y con todo un ceremonial digno del bautizo, llamándolos «El Elena», «Florencia», «Las Marías». Así olvidaban que en realidad los botes eran sólo esperpentos hechos de tablas hundidas, trozos de escaparate y toda suerte de rastrojos pescados en la marea baja. Nunca supe que es lo correcto decir, la mar o el mar. Prefiero decir el mar, así los nombres de mujer de los botes son como las esposas. Aquí, cuando el agua se retira, encuentras de qué construirte una casa. Se han ido acumulando esqueletos de barcos y chalupas después de un siglo y la Bahía guarda en el fondo un cementerio de objetos. Yo me digo que en las aguas esos trastos son como libros donde el mar puede leer nuestros secretos. Dicen que el inglés de la finca, ése que siempre anda borracho y blasfemando de su esposa, buceaba aquí en otros tiempos en busca de un Galeón español repleto de tesoros. Pero es difícil arrancarle al mar lo que ha hecho suyo.
Antes, a estas horas, se caminaba en silencio para no espantar a los peces, o molestar a los pescadores con sus aperos y sus latas de tripa de langosta. Los marinos se agrupaban en el embarcadero, tiesos como estatuas, a esperar que picaran las mojarras y los pichones de agujas. Ahora el puente está vacío hasta en la primavera. Nadie hace compañía a nadie y los pescados se importan de los mares árticos.
Se está escapando la mañana. La marea comienza a subir. Tengo que moverme. Siento que me faltan las fuerzas para dejar de soñar; sin embargo, no me quedan muchas para arrear con el cuerpo. Mi padre acusaba a los poetas y a los soñadores, diciendo que tienen la cabeza llena como los sombreros de copa y el estómago vacío como los que nunca han tenido un sombrero. Debo tener un hambre milenaria.
Me gusta esta hora. El mar en calma. Las chalupas que ya no navegan y el viejo barco a motor de la Cooperativa que carenó antes de su estreno a causa de una tormenta que nadie vio ni escuchó. Una tormenta que llegó a las oficinas de la Fish-Export-Company. Me gusta también decirme cosas a mí mismo. Contarme las cosas que nadie se atreve a decir por miedo a dormir sin su trozo de pan. El día que aprendan los del astillero y los otros a no temer al hambre, el día que se convenzan de que ese pan que mastican con desgano les cuéstale destello en los ojos y los llena de vergüenza; cuando vuelvan a mirar el mar y entiendan que no fue él quien acabó con la pesca y sembró la ruina en el puerto, ese día me verán, nos saludaremos y hablaremos hasta que caiga la tarde. Quizás, hasta encontremos juntos el modo de devolverle al puerto su alma.
La brisa ha comenzado a soplar del este. En los portales de la Capitanería el único sonido perceptible es el zumbido del enjambre de moscas que se disputan los últimos trozos de carroña. El obrero está cansado, pero siente claramente un escalofrío en el vientre, una de esas sensaciones que dicen venir de la presencia de un espíritu. Se sacude convulsamente, sonríe, sorprendido de su propia credulidad, y continúa, con los ojos enterrados en el suelo, su paso lento.
El puerto ha cerrado y cada quién toma su rumbo. Muchos han perdido la costumbre de mirar el agua de tanto verla y casi todos han olvidado que antes había allí, en el centro de la Bahía, un puente de madera de donde se veía flotar el manto de algas, tan parecido a un enorme pez verde.

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