lunes, 31 de agosto de 2009

Octavio Armand: Ícaro

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Por Octavio Armand

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Esta mañana, en una de las veinte vueltas de noria que diariamente le doy al parque de Santa Rosa de Lima, alcé la vista para agradecer la luz al sol. A esa hora, aproximadamente las 6:15, era todavía muy tenue. Así, aunque espléndida, ningún color resultaba chillón o vibrante al reverberar hirviendo en su propia intensidad; más bien, como si se tratase de un algodón, parecía enchumbar a la sombra, que poco a poco se retiraba, cobijándose bajo los árboles y bajo mi propio cuerpo.

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Abrí la boca para que entrara un poco de luz. Casi podía saborearla, y sin embargo, como una hostia, no sabía a nada. Con luz en el cielo de la boca entreabierta, en silencio, me salieron algunas palabras, luego un par de versos que entonces me acompañaban. Al hacerlo sentí que el lenguaje todo se encendía y pasaba de mi mente cada vez más despierta al cuerpo todavía rezongón, regándose, colmándolo, hasta salir por los poros.

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Simultáneamente, en el recién estrenado verdor de las hojas, veía cómo a esa hora la luz pintaba miles de manos diminutas que se agitaban para saludarme, extrayendo desde adentro, desde el fondo rondado por la nervadura, las insinuaciones del color y sus variados matices. Vislumbré avatares de la luz en el rocío. La luz transformada en gotas, en efímeros arroyuelos y cataratas de apenas milímetros, y en transparentes alfombras de humedad.

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La mirada se detuvo luego en una letra o una sílaba que manchaba al cielo. Nota única de una canción que no se oía, un pájaro sostenía su vuelo; deslizándose en las alturas, las alas abiertas de par en par, como si una puerta me invitara a subir hasta la luz que me atraía. Quizá para acercar ese vano tentador, para sentir la posibilidad de encaramarme a la luz y volar, tuve la sensación de que se trataba de un equilibrista. Con los brazos extendidos hasta los confines del horizonte, iba y venía desde una apagada constelación a otra; mientras -- fascinado -- yo no apartaba la vista, ni pestañeaba, centrado por sus círculos como si mis pasos trazaran una red innecesaria.

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También la tierra que piso es una cuerda floja. Me lo dice, desde la suya, invisible pero deslumbrante, el admirable volatinero.

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Caracas, 8 de mayo 2009

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* Julia Cecilia me acaba de dar el título de un documental que Johan prometió traerme cuando hablamos de este ícaro: Man on Wire de James Marsh. Mientras tanto, le había dicho al amigo, relee los primeros capítulos de Zaratustra. O fíjate bien en un crucifijo.

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"Recordé como si lo acabara de leer -- Johan escribe esta posdata el 12 de mayo a las 3:27 p.m. -- el consejo de Escrivá de Balaguer a sus discípulos, ícaros que huyen del fuego: cuando te veas tentado por el pecado, aférrate a un crucifijo, bésalo, apriétalo contra tu pecho, dice el 'santo', como si el pecado fuera la cuerda floja más temida y el crucifijo pudiera algo contra la inestabilidad.

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Poco antes de tu llamada, acababa de leer este poema 'inestable':

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Yo no sé qué preferir,

si la belleza de las cadencias

o la belleza de las ilusiones,

el silbido del mirlo,

o lo que sigue.

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(Trece modos de contemplar a un mirlo, Wallace Stevens)."

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Mis líneas, en las suyas, continúan. El crucifijo, aquí, es otro ícaro. En todo caso, como soy minoico, y concretamente octopus dei, sé qué preferir: me quedo con Stevens.

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13 de mayo: Johan cumplió. Me trajo el documental y lo vi inmediatamente, al regresar de nuestro café conversado en la Danubio. Philippe Petit es una reencarnación de Altazor y el Principito. Un niño perdurable, que hizo de Manhattan -- nada menos -- una isla solitaria.

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