martes, 31 de mayo de 2011

"Nuestras revoluciones internas"

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Nuestras revoluciones internas
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Por Adán Echeverría
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--------------------------Nada embrutece tanto
--------------------------como el trato diario con los sabios.
--------------------------Mariano Anzuela

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“Demetrio Macías, con los ojos fijos para siempre, sigue apuntando con el cañón de su fusil”. Así termina la novela Los de abajo de Mariano Azuela (1873 – 1952), y uno tiene que recargar la espalda en algo sólido para poder respirar y sentirse completo. Entonces la reflexión se extiende para repasar página por página las imágenes, las escenas, los sonidos que se van escapando del libro.

Novela de actualidad aún por lo que implica el trasfondo de la misma, ya que las traiciones, la violencia, la lucha sin sentido son parte de la naturaleza humana y de la política que los avienta sobre uno y otro cuadro:

“-¿Por qué pelean ya, Demetrio?

Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfiladero, y dice:

- Mira esa piedra cómo ya no se para…”

Los de abajo es un texto cargado de sinceridad, adornado con la natural poesía que todo escritor tiene en la pluma para encadenar ideas, haciendo que frases como: la oscuridad impenetrable de la noche, salgan sobrando para mirar las acciones una a otra, y esas pequeñas carencias se suplen con el argumento, ya que como decía un maestro: la novela aguanta todo.

Ha sido vista, además, como un documental de la Revolución Mexicana de 1910, al menos de una pequeña parte de un conflicto armado donde al final, las traiciones de los grupos políticos, las mentiras y artimañas comenzaban a sembrar sus parabienes.

¿Qué nos deja leer en la actualidad Los de abajo?, primero habría que señalar que sigue siendo una narración fresca la que el autor utiliza al estimular las acciones: El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó a un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió agua a borbotones. Luego se puso en pie.

En este 2010 uno puede replantearse en la lectura de Los de abajo, imágenes agotadas ya por los filmes mexicanos de la revolución, los documentales históricos, que cada septiembre y noviembre venimos celebrando desde hace ya 100 años. Pero la obra de Azuela no queda fundida en la descripción de una historia más sobre “los alzados”. Toda ella es una gran metáfora sobre el México que le tocó vivir, y que con gran visión analiza el futuro del conflicto armado, que hoy se nos presenta como el mismo conflicto de siempre, y que nos hace cantar en son de crítica política: songo le dio a morondongo, morondongo le dio a bernabé… ya que todo mundo en la política como en la vida, se traiciona, se aplaude, se pisa, se hace a un lado, para repartirse el pastel; al final el gran ganador para este 2010 es una Partidocracia anquilosada que agita su cola para golpear y destruir esos monumentos revolucionarios, como “tumbas blancas y vacías”, hasta hacerlos caer. Esa doble moral cultural que los hace, por un lado festejar bicentenarios y centenarios, y por otro desaparecer las instituciones que nacieron con la revolución.

Así, es espantoso mirar como poco a poco la Partidocracia va finiquitando cada uno de aquellos logros por el que murieron millones de personas en el país, durante el conflicto armado. Esas personas que murieron junto con los ideales:

“- Mira esa piedra cómo ya no se para…”

Azuela logra retratar al mexicano puro, con todas sus bajezas, con todas sus indiadas, con toda su mala leche y uno se ríe al encontrar a los compañeros propios retratados en la novela; para luego mirar en silencio y a solas, y reconocerse ahí mismo, metidito hasta los huesos, bien dibujadito que acaba uno. Porque la historia es cíclica y el hombre tan simple, y se repite y se repite, y el jodido más jodido, y el fregón, cada día más bravo.

Uno puede mirar a la distancia las obras de los escritores clásicos mexicanos, como Mariano Azuela, y reconocer la enorme distancia cultural e intelectual que existe entre aquellos escritores y los escritores jóvenes que nos toca conocer en los encuentros de escritores que se hacen por todo México, uno puede vivir sin esas nuevas novelas que sobre la revolución e independencia se han escrito con el presupuesto del Bicentenario y Centenario, pero nos sigue pareciendo como obras que todo lector debería atesorar novelas como ésta de que hablamos hoy de Azuela, o leer El Diablo en México de Juan Díaz Covarrubias, o El Rey Viejo de Fernando Benítez. Justo es reconocer que la cultura literaria en México ha sufrido, más que un estancamiento, un retroceso dramático que tiene que ver con la mala educación pública y privada, el difícil acceso a muchos libros por la crisis económica en que se encuentra la mayoría de los lectores mexicanos: siempre será mejor comer un taco y llenar la panza que comprarse un libro. Pero además este retroceso cultural de los escritores tiene que ver con la falta de humildad. Cualquier chamaco tiene una oportunidad en algún proyecto editorial naciente y siente que puede despreciar a escritores mexicanos clásicos como José Joaquín Fernández de Lizardi, Federico Gamboa, Alfonso Reyes, Heriberto Frías. No tienen los tamaños que un Mariano Azuela quien dice en el tomo III de sus Obras Completas: “Como lector tengo la manga ancha: dos veces he leído la obra completa de Marcel Proust y hace treinta años que no puedo acabar el Ulises de James Joyce.” En cambio ¿qué han leído algunos de los que hoy publican sus novelas, sus poemas, sus cuentos ya en editoriales o en las revistas que circulan en México? He escuchado de parte de algunos jóvenes: “Yo sólo leo escritores que siguen vivos”, lo cual es una lástima ya que se perderán no sólo a los clásicos mexicanos sino a los universales.

En otra parte del mismo tomo III, Mariano Azuela aclara: “Mi amigo don Manuel Pedro González, distinguido crítico cubano, me dijo un día, un tanto alarmado, que un conocido hombre de letras de México, al corriente del movimiento literario contemporáneo, le había declarado no haber leído Los de abajo. Con sano corazón y sin ánimo de hacer frases, le respondí al momento: ‘Si yo no la hubiera escrito tampoco la habría leído’”. Ante todo a los escritores mexicanos del 2010 les hace falta, entre otras cosas, Humildad.

¿Qué celebraremos este 2010?, no queda mas que pensar en que tenemos que celebrar la palabra, el pensamiento abierto que se nos va lanzando dentro de la literatura, y que en muchas ocasiones, por desidia, supongo, dejamos empolvar en los libreros. Ya que esta novela, como muchas otras del mismo género, ha retratado un determinado tiempo en la historia mexicana, tan universal; y nos permite mirar desde la lejanía las formas sociales que debemos reconocer para trazar nuestro futuro.

Al final, como Desiderio Macías, somos hombres que con los ojos fijos seguimos apuntando: ¿hacia dónde?

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AEcheverría en Efory Atocha, Aquí.
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lunes, 30 de mayo de 2011

"José Martí: el escritor y el apóstol"

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José Martí: el escritor y el apóstol
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Por José Miguel Sánchez/ Yoss
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Por su influencia en la historia, el pensamiento y la ética de Cuba, ninguna figura puede compararse con José Martí. Pocos cubanos pueden comprender cómo su Héroe Nacional, preclaro prócer independentista y escritor extraordinariamente prolífico, sea apenas conocido más allá de sus fronteras, sobre todo lejos de Latinoamérica, si en la isla todos desde pequeños dominan prácticamente cada detalle de su vida y decenas de citas de sus escritos y discursos.

Hijo de un valenciano, Mariano Martí, y una canaria, Leonor Pérez, José Julián Martí y Pérez nació cubano el 28 de enero de 1853 en la Habana Vieja, en una modesta casita biplanta de la calle de Paula, hoy convertida en museo. Desde muy joven fue lector ávido y alumno aventajado de Rafael María de Mendive, pedagogo heredero de las doctrinas humanistas de José Antonio Saco y Félix Varela. Su talento para la poesía lo evidenció aún adolescente, con su drama en verso Abdala, sobre un héroe nubio que pese a los temores de su madre toma las armas contra los invasores de su patria, aunque tal decisión pueda costarle la vida. El parlamento principal del personaje responde al credo independentista que guiaría toda la corta pero tremendamente fructífera vida de su autor:

El amor madre a la patria

No es el amor ridículo a la tierra

Ni a la hierba que pisan nuestras plantas

Es el odio invencible a quien la oprime

Es el rencor eterno a quien la ataca

Pero “Pepe” Martí no se limitaba a pergeñar versos incendiarios. Todavía jovencísimo, se vió envuelto en los violentos sucesos del Teatro Villanueva, cuando la soldadesca ibérica disparó a mansalva contra el público asistente a la función por corear lemas separatistas… y poco después, en 1870, una patrulla ocupó en su casa una comprometedora carta en la que llamaba sin ambages “apóstata” a un compañero de estudios por haberse unido al tristemente célebre Cuerpo de Voluntarios Españoles.

Por esta carta Martí y su amigo Fermín Valdés Domínguez fueron llevados a juicio, y el colonialismo peninsular tuvo por primera vez muestras de la entereza del que sería años después su principal enemigo: las letras de ambos estudiantes eran casi idénticas, tanto que los peritos grafólogos no eran capaces de identificar qué mano había escrito la carta, pero Martí se atribuyó toda la responsabilidad del hecho: Fermín fue condenado a seis meses de arresto mayor, él a dos años de prisión.

Solo tenía 17 años, era delgado y de baja estatura, y el presidio político en Cuba no era precisamente un juego de niños. Martí, cargado con pesados grilletes de hierro que le ocasionaron un varicocele que padecería hasta su muerte, picó piedras en las canteras de San Lázaro. Todavía hoy se puede visitar en La Habana la Fragua Martiana, interesante museo ubicado en la cantera que fuese lugar de trabajo y sufrimiento de Martí y de tantos presos políticos.

Allí estuvo a punto de morir de consunción. Por suerte, su madre movió sus influencias, y la pena le fue conmutada por el exilio. Indultado y más decidido que nunca a luchar contra el dominio español sobre su patria, Martí marchó llevando en su dedo un anillo hecho con el hierro de sus cadenas, primero a España y luego a los Estados Unidos, donde paradójicamente viviría la mayor parte de sus años este cubano por excelencia.

Durante los años siguientes, el joven independentista se ganó la vida de modos diversos: como diplomático, fue cónsul en los EUA de varias naciones sudamericanas y delegado a la importante Conferencia Monetaria de 1891.

Pero fue principalmente su incansable pluma la que le aseguró el pan en tierra extraña: escribió innumerables artículos sobre los temas más variados, desde científico-técnicos, como el automóvil eléctrico, hasta esotéricos, como la visita de Madame Blavatsky a Norteamérica, pasando por apasionantes crónicas periodísticas, como la del injusto proceso a los Mártires de Chicago en cuyo honor los trabajadores del mundo entero aún conmemoran el Primero de Mayo, y profundos análisis sociales, como los que dedicó al socialismo utópico y al marxismo, doctrina de la que desconfiaba profundamente, por más que hoy los estudiosos oficiales cubanos traten de ignorarlo.

Martí también escribió para niños: fue director-redactor de una revista infantil extraordinaria, La Edad de Oro, cuyos cuatro números reunidos, el primero de sus libros que todo cubano lee, incluyen apasionantes versiones de cuentos clásicos como El camarón encantado, versos bellísimos como Dos príncipes o Los zapaticos de rosa, y hasta artículos de divulgación histórica o científica, simples pero no ñoños, como Tres héroes, La historia del hombre contada por sus casas, Historia de la cuchara y el tenedor y Las ruinas indias

Tradujo magistralmente la novela Ramona, de la norteamericana Helen Hunt Jackson, y también escribió una: Amistad funesta o Lucía de Jerez, lamentablemente folletinesca en su argumento, aunque de prosa bellísima como todo lo que salía de sus manos.

Pero Martí fue sobre todo un poeta excepcional. Su obra la forman unos pocos libros: Versos Sencillos, Versos Libres y el tiernísimo Ismaelillo, dedicado a su único hijo, todos bendecidos con una vibrante luminosidad heredera de la mejor poesía española. Maestro de la métrica, se le considera uno de los primeros modernistas hispanoamericanos; Rubén Darío, que lo idolatraba, comentó adolorido su muerte en el campo de batalla cubano: “Maestro ¿qué has hecho?” lamentando que los afanes del independentista privaran al mundo de los versos del poeta.

Veamos si no algunos ejemplos de Versos Sencillos, cuartetas engañosamente simples que todo cubano recuerda, y que muchas veces hasta intercalan en canciones tradicionales como la celebérrima Guantanamera:

Mi verso es como un puñal------ Tiene el leopardo un abrigo

Que por el puño echa flor-------- En su monte seco y pardo

Mi verso es un surtidor-----------Yo tengo más que el leopardo

Que da agua de coral------------- Porque tengo un buen amigo

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Para el amigo sincero-------------------Por la tumba del cortijo
Que me da su mano franca------------Donde está el padre enterrado

Cultivo una rosa blanca
---------------De uniforme de soldado

En julio como en enero
-----------------Del invasor, pasa el hijo

Y para el cruel que me arranca
-----El padre, un bravo en la guerra

El corazón conque vivo
--------------- Envuelto en su pabellón

Cardos y ortigas cultivo-------------- Alzase, y de un bofetón

Cultivo una rosa blanca
-------------- Lo tiende muerto por tierra
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Yo sé de un pesar profundo----- Un rayo reluce, zumba
Entre las penas sin nombre
----- El viento por el cortijo

La esclavitud de los hombres
----- El padre recoge al hijo

Es la gran pena del mundo
----- Y se lo lleva a la tumba
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Yo soy un hombre sincero---------- No me pongan en lo oscuro
De donde crece la palma
------------ A morir como un traidor

Y ante de morirme quiero
---------- Yo soy bueno, y como bueno

Echar mis versos del alma
--------- Moriré de cara al sol
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Pero ese poeta sensible, ese hombre bueno y generoso, culto, trabajador, que ya se había casado dos veces y era padre de un niño que era la luz de sus ojos, tenía una gran pena en su corazón: Cuba no era libre. Como había hecho desde su más temprana juventud, como un obseso o un cruzado, puso cuerpo y alma al servicio de la organización de la que llamaba la Guerra Necesaria, la definitiva, la que triunfaría contra el yugo español como la de los Diez Años (1968-1878) había fracasado por rencillas regionalistas y caudillistas.

Buena parte de la extensa obra martiana (¡27 tomos!) la componen cartas incendiarias que llaman a la unidad y discursos casi barrocos por su sintaxis, como Nuestra América o Los pinos nuevos, cuya sincera retórica fascinaba y catalizaba a los cubanos exiliados, aunándolos finalmente en la herramienta ideal para la libertad: el Partido Revolucionario Cubano. Fundada en 1892, esta organización, con Martí como Delegado, jugó tan importante papel en el financiamiento y coordinación del esfuerzo bélico cubano, que los máximos líderes militares de la Guerra de los Diez Años, el recio Mayor General mulato Antonio Maceo y el Generalísimo Máximo Gómez, el dominicano que más ha hecho por Cuba, terminaron por reconocer que solo su Delegado, aquel hombrecito de aspecto frágil que nunca había estado en el campo de batalla, podía dirigir y poner de acuerdo a los cubanos.

Y Martí, sólidamente erguido sobre lo mejor de la tradición humanista de Occidente, parecía tener bastante claro qué clase de gobierno quería para su Cuba Libre. “Yo quiero que la ley primera de nuestra República sea el culto a la dignidad plena del hombre”; “Con todos y para el bien de todos”; “Ser cultos es el único modo de ser libres”; “La Patria ha de ser ara, y no pedestal”; “La mejor manera de decir es hacer” son algunas de las frases más famosas extraídas de sus inspirados discursos.

El ideario martiano, además del independentismo, el antirracismo y la plena igualdad de derechos entre hombres y mujeres, constaba de otro eje cardinal: su antiimperialismo. En su carta a Manuel Mercado, virtual testamento político, escribe: “Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber, de impedir a tiempo con la independencia de cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, como esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy y haré es para eso. En silencio ha tenido que ser, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas…”

Todo el que vivió en Cuba durante los años 80 recuerda bien esas palabras: constituían la presentación de cada capítulo de la famosa serie televisiva En silencio ha tenido que ser, sobre el trabajo de los agentes encubiertos de la Seguridad del Estado revolucionaria. Una vez más, una cita martiana era el espaldarazo idóneo para justificar uno de los oficios más detestables del mundo: el de espía.

El 24 de febrero de 1895, tres frenéticos años de recolectar fondos, comprar armas y organizar expediciones para hacerlas llegar a manos de los cubanos, la Guerra Necesaria estalló finalmente. Pocas semanas después Martí, Máximo Gómez y Flor Crombet desembarcaban temerariamente en Playitas de Cajobabo, desafiando la marejada. En su Diario de Campaña, su última obra literaria, el Martí barroco de los discursos en EE. UU. se metamorfosea en un sorprendente estilista del laconismo: “Al fin en tierra. Dicha grande”

Por varias semanas recorrieron los montes, revólver y machete al cinto, mochila y fusil al hombro, hasta encontrarse con Maceo y su tropa, en La Mejorana. Gómez, temiendo un encontronazo entre el caudillo militar por excelencia y el organizador máximo, había previamente concedido a Martí los grados de general, para que no se sintiera en inferioridad de condiciones. Pero el remedio parece haber sido peor que la enfermedad: Antonio Maceo, probablemente indignado o ¿por qué no? celoso ante aquel ascenso a su juicio inmerecido otorgado a alguien que nunca había demostrado su valía en el campo de batalla, cruzó palabras fuertes con el Delegado y…

Lo que ocurrió realmente es uno de los grandes enigmas de la historia de Cuba, porque faltan tres páginas del Diario de Campaña martiano. Las especulaciones al respecto son tan numerosas como los historiadores. Algunos dicen que el Mayor General llegó a ¡abofetear al Delegado! Otros que Gómez habría apoyado al recién nombrado general contra su admirado lugarteniente mulato, y que a la muerte de Martí arrancó las páginas para que aquella diferencia de opiniones no se convirtiese en germen de futuras discordias como las que dieron al traste con la Guerra de los Diez Años.

Pocos días después, el 19 de mayo de 1895 José Martí y Pérez se enfrentaba a su primer combate. Su jefe de escolta, curiosamente llamado Angel Perfecto de la Guardia Bello, un hombre bello y corajudo que amaba al combate tanto como a las mujeres, lo abandonó imprudentemente en la retaguardia para lanzarse contra las filas españolas, tras probablemente indicarle que permaneciera allí. Nunca se sabrá, porque murió en la acción.

Pero Martí, ansioso por demostrar su valor, desoyó la prudente recomendación del encargado de su protección, y seguido por su ayudante, Panchito Gómez Toro, el hijo del Generalísimo Máximo Gómez, sacó el revólver y cargó contra los españoles. La fatalidad lo acechaba: una bala hispana lo alcanzó en el pecho y lo derribó del caballo. Murió como siempre había querido: dando la vida por su patria, como Abdala, y de cara al sol. Panchito, que trató de recuperar el cadáver, fue también abatido por el nutrido fuego de fusilería del cuadro español, la formación habitual de las columnas peninsulares contra las cargas de caballería cubanas.

El cuerpo de Martí, recogido por los colonialistas y una vez identificado, fue apresuradamente enterrado sin mortaja ni ataúd. Luego se le conduciría a Santiago de Cuba, al cementerio de Santa Ifigenia, donde aún yace en el centro de un sencillo pero impresionante monumento, construido de modo que cada 28 de enero un rayo de sol toca el escudo de Cuba libre, la patria por la que dio todo.

Tras la muerte de Martí la guerra prosiguió con creciente ventaja para los independentistas cubanos, pero sin su genio político para encausar las victorias militares, y con Antonio Maceo también muerto poco después en combate, ni siquiera Gómez pudo evitar que una oportunista intervención norteamericana les escamoteara la victoria. Y la república que Martí había querido nació lastrada por la injerencia yanqui, con su constitución ultrajada por el infame apéndice de la Enmienda Platt.

Durante las primeras 5 décadas de esa república burguesa a la sombra de Washington, todo político, ya fuera liberal o conservador, invocaba las ideas de Martí, el Maestro, en sus demagógicas arengas. Las monedas y billetes cubanas llevaban muchas su efigie. Un halo casi de santidad lo fue rodeando: todo cubano creía que las cosas habrían sido diferentes si él viviese. Una cantinela popular decía:

Aquí falta señores una voz

Ese sinsonte cubano, ese mártir hermano

Que Martí se llamó, ay se llamó

Martí no debió de morir, ay de morir…

Hasta el punto de que, siguiendo a uno de los mayores estudiosos de su vida y obra, Jorge Mañach, muchos empezaron a llamarlo El Apóstol. Todas las escuelas tenían un busto suyo junto al asta de la bandera. En el Parque Central de La Habana se alzó una hermosa estatua suya de mármol, célebre porque su profanación por marines norteamericanos en los años 50 desatara una oleada de ira popular.

En 1953 se conmemoró el centenario de su natalicio de muchas formas: se emitió una serie especial de monedas de diferentes denominaciones. El presidente Fulgencio Batista construyó la Plaza Cívica, mejor conocida después de 1959 como Plaza de la Revolución, en la que al pie de un obelisco con planta en forma de estrella de cinco puntas, se alza una inmensa efigie de Martí pensativo en mármol blanco. El cineasta mexicano Emilio “Indio” Fernández filmó La rosa blanca, un biopic casi hagiográfico con un actor de asombroso parecido facial, aunque mucho más alto de lo que debió ser Martí en vida.

Y, lo más importante: Fidel Castro asaltó el Cuartel Moncada autonombrándose continuador de las ideas martianas, y llamándolo autor intelectual de la acción comenzó la lucha que seis años después derrocó a Batista.

Muchos años después, sus acérrimos enemigos políticos de Miami llamaron ¿paradójicamente? a una de sus emisoras más visceralmente anticubanas Radio Martí. Y a su proyecto de TV, Tele Martí.

Hoy por hoy, para la Revolución, Martí es el modelo, el inspirador, el ejemplo. Su vida y escritos se estudian casi con devoción religiosa. Sus defectos, que debió tenerlos como todo humano, son cuidadosamente minimizados o ignorados a priori como burdas calumnias: no es cierto que fuera un bebedor y que le apodaron Pepe Ginebrita. Tampoco que fuese un mujeriego impenitente y que María Mantilla, la niña a la que dedicó tan hermosos versos, fuese hija ilegítima suya. Ni que el actor César Romero fuese su nieto, también ilegítimo. Martí es perfecto, y sus frases son el non plus ultra de la sabiduría, sentencias inapelables… hasta cuando son apócrifas, como ese famoso “robar libros no es robar” que cada año muchos cubanos atrapados in fraganti en la Feria del Libro invocan como excusa definitiva.

Martí también es figura del enorme e irreverente acervo de chistes políticos cubanos. Unas veces se apela a su esencia como figura paternal, a la vez benévola y autoritaria, que revive para asombrarse, deprimirse, desentenderse o denunciar los errores de su supuesta continuadora, la Revolución; otras, a su omnipresencia para hilvanar gags mucho más irreverentes sobre borrachos o tontos populares.

En el 2003, el sesquicentenario de su natalicio fue celebrado con bombo y platillo, pero también con cierto desgano. Quizás porque el pueblo cubano, aburrido de la retórica demagógica de sus dirigentes actuales como ya una vez lo estuvo de la de liberales y conservadores, piensa que ya es hora de hechos y no de palabras. O sea, en vez de citar tanto al Maestro, imitarlo un poco.

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JMS/Yoss en Efory Atocha, Aquí.
Imágenes tomadas de la Web.
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